Ignacio Arellano /
El patrimonio teatral español del Siglo de Oro. Un proyecto en marcha

La recepción del teatro español. Problemas persistentes

Muchos de los prejuicios que afectan a la recepción del teatro clásico español son ya antiguos; han sido repetidos innumerablemente y también denunciados a menudo (ver Arellano, 2004, de donde tomo algunos materiales).

En el centenario de la muerte de Calderón (1981), en uno de los principales diarios españoles, aparecía un infame comentario titulado «Calderón ¿y qué?». El eximio calderonista alemán Kurt Reichenberger (1997) se asombraba de que «con ocasión del Tercer Centenario de la muerte de Calderón de la Barca, la prensa madrileña asumió una actitud francamente hostil hacia él».

El crítico teatral de un importante diario nacional comentaba (Villán, 2001) una puesta en escena de El alcalde de Zalamea admitiendo con enfado que esta tragedia apasionada abordaba «las escasas posibilidades de modernidad de don Pedro Calderón». En la escasa página de su crítica no olvidaba la moral tridentina, el carácter reaccionario y el catolicismo «más retrógrado» como centro del universo barroco... Es imposible acumular más tópicos falsos en menos espacio.

Es obvio que hay lecturas informadas y sabias del teatro del Siglo de Oro, pero no lo es menos que perviven muchos prejuicios.

La supuesta singularidad de la comedia

Arnold Reichenberger (1959; no confundir con Kurt) examinaba la «extraña singularidad» de la comedia española, arrancando de un prejuicio de base que se repetirá acríticamente: el de que el teatro español no puede compararse en valor y universalidad con el de «otras naciones de Europa occidental». En palabras de Morel Fatio (1923 [1885]: 56-58) el teatro español para atravesar los Pirineos tenía que vestirse con traje francés («En franchissant les Pyrénées, il a dû, pour nous plaire, et plaire par nous aux autres nations, prendre l’habit à la française et renoncer à son accoutrement de caballero espagnol»).

La singularidad que haría de la comedia española un fenómeno de interés puramente local, según Reichenberger, procedería de una férrea homogeneidad, que convierte al teatro español en un monolito que expresa la unitaria cosmovisión del pueblo español, con valores bien determinados como la fe y el honor; un conjunto macizo ligado indisolublemente a su época, incapaz de atravesar las barreras del espacio y el tiempo.

Pero la comedia no es un ladrillo

La discusión sobre la homogeneidad nos llevaría a plantear una teoría genérica, según he tratado en otros lugares (Arellano, 1988, 1990, 1999). A menudo se apela mecánicamente a la «ideología ­barroca» como guía para todas las obras, a las que se aplican lecturas indiscriminadas, sin tener en cuenta la importancia de los géneros y sus convenciones.

Sin embargo, por tomar el ejemplo del fatigado tema del honor, habría que puntualizar que no es lo mismo El médico de su honra que la comedia burlesca, el entremés o la comedia de capa y espada, géneros estos últimos que miran al honor paródicamente. Y el tema de la fe será crucial en los autos y comedias de santos, pero ningún papel desempeña en las comedias de capa y espada o en muchas tragedias.

No hay ortodoxias ni heterodoxias ideológicas absolutas, sino tratamientos relacionados con los modelos estructurales. La creencia en milagros es estrictamente ortodoxa: pero eso no los hace posibles en la comedia de enredo ni en los dramas de honor, cuyo modelo prohíbe el milagro, componente esencial de la comedia hagiográfica.

Porque la comedia, en efecto, no es una piedra ni un ladrillo.

Catolicismo y tragedia

El catolicismo se suele aducir como fuente de extrañeza de la comedia española: este es un argumento principal de H. Friedrich en su libro sobre «ese extraño» que es Calderón (ver Arellano, 2001).

Todo lo que viene de España es raro, y Calderón especialmente. ¿Por qué? Porque es católico. Aunque para leer a Shakespeare por lo visto no hace falta ser inglés, anglicano, isabelino ni llevar un aro de oro en el lóbulo, y se puede leer a Racine sin ser francés (¿católico? ¿monárquico?), siendo Calderón católico resulta muy extraño (por qué es así no se acaba de aclarar).

Georges Güntert insiste en el prólogo a Friedrich: «Contribuye a la alteridad de Calderón el fuerte componente católico contrarreformista de sus piezas dramáticas». Pero ¿por qué motivo iba a resultar extravagante el catolicismo de Calderón en Alemania, donde todavía los católicos son mayoría? ¿Podría entonces decirse que la literatura del protestante Goethe solo resultaría familiar al 48% de los alemanes y a algunos otros países de protestantismo afín? La alteridad católica calderoniana lo sería en todo caso respecto a los lectores protestantes, pero ya he señalado que en buena parte de la obra de Calderón estas dimensiones religiosas no vienen al caso, como no sería pertinente juzgar desde este prisma una comedia de Frank Capra, por ejemplo. ¿Y acaso un lector alemán protestante o ateo o budista no comprendería La vida es sueño?

Relacionada con este asunto está la inexistencia en España de tragedias (el género tradicionalmente más valorado por los críticos). La idea de que España —país católico que cree en un orden divino del universo— no hace ninguna contribución al drama trágico estriba, desde luego, en una definición arbitraria de tragedia. Por otra parte, aunque la cosmovisión del Siglo de Oro es sin duda la cristiana, no siempre es operativa en una comedia la esperanza del más allá. La acción teatral puede contemplar perfectamente la destrucción de un héroe trágico en términos que provoquen la compasión y el temor del oyente, como pedían Aristóteles y los preceptistas auriseculares: así sucede en El médico de su honra, donde el orden cósmico cristiano no desempeña papel activo en la trama, como no lo desempeña en El caballero de Olmedo, La Estrella de Sevilla y otras muchas.

Deshumanización y robotización

No hay personajes que alienten con vida propia, ni que tomen decisiones individuales, se dice también. Son una especie de robots sometidos a las leyes del sistema, sobre todo las de la honra.

En realidad ningún personaje de teatro alienta «con vida propia». Lo que interesa es examinar si cumple un papel dramático de relieve en el trazado de la acción (el teatro del Siglo de Oro es teatro de acción). El juicio de Reichenberger sobre los matrimonios que no tienen en cuenta el amor ni la felicidad como en La vida es sueño, a los que considera deshumanizados y mecánicos, ignora el sentido global de la pieza y el proceso de la acción. El matrimonio de Rosaura y Astolfo no es mecánico: simboliza la restauración del orden, y sin esa actuación el personaje de Segismundo carecería de sentido. La inclinación hacia las soluciones «románticas» es un anacronismo más que ingenuo.

Ningún personaje en toda la historia de la recepción del teatro español ha sufrido tanto el prejuicio como don Gutierre de El médico de su honra. Visto como ejemplo de esa deshumanización y sometimiento mecánico al código del honor, ha sido insultado por cientos de críticos de todas las épocas y condiciones, con muy pocos defensores, entre los que destaca Marc Vitse (1997, 2002), a cuyos trabajos y al de Armendáriz (2002) remito.

Don Gutierre, se proclama, es un fanático, un Torquemada, en palabras de Touchard (1959:109), que da un paso más para ofrecer a los lectores contemporáneos una caracterización más emocionante: este asesino psicópata es sencillamente ¡un español!: «Can we not go further still —and perhaps this is what touches the contemporary playgoer most deeply— and say, Gutierre is a Spaniard?».

La constante comparación con Otelo vuelve a revelar el prejuicio. Había escrito Menéndez Pelayo (1976:135) que en los dramas de honor domina la pasión del honor, lo que hace que «carezcan de la verdad humana, universal y eterna que tiene el Otelo de Shakespeare, donde hierve la pasión». Ya Hegel contraponía los personajes de Shakespeare y Calderón, considerando a aquellos ricos en contenido íntimo y pasional, y abstractos, fríos y vacíos a los del español. Parece muy bien que Otelo mate a Desdémona, porque la mata con pasión, y además se le perdona porque al final Otelo reconoce su error y se suicida, mientras que don Gutierre sigue convencido de haber obrado justamente. (Desdémona, por cierto, es mucho más inocente que Mencía, pero como su marido la mata apasionadamente tiene que resignarse y nadie se acuerda de ella).

Sea como fuere a don Gutierre pocos han intentado entenderlo porque el prejuicio lo ha impedido, y el personaje ha contribuido, sin quererlo, a extender el tópico de la violencia gratuita y fanática que para muchos caracteriza también a Calderón, al teatro, a la cultura y a la vida española.

Improvisación, sin reglas ni arte

Para estos puntos de vista, la rígida armadura que impide desarrollar personajes interesantes y que provoca estructuras mecánicas se alía con el desconocimiento del arte poética y con la improvisación que se atribuye al carácter español. François Bertaut (Cioranescu, 1999: 37) deja constancia en su Journal de voyage d’Espagne (1669) de su visita a Calderón en 1659: aunque el famoso poeta tenía el pelo blanco no sabía mucho e ignoraba las reglas del arte dramático, como todos sus compatriotas. La admirable petulancia de Bertaut no puede ver más allá de las doctrinas clásicas francesas, pero juicios sobre la improvisación y el desarreglo de las comedias son generales.

Así, Menéndez Pelayo (1941: 252-267, 252-253) , a propósito de El mayor monstruo del mundo, advierte que se trata de un drama admirablemente concebido pero «muy desigualmente ejecutado y escrito» complicado con «dos o tres embrollos que hacen el drama en extremo confuso y que quitan gran parte del interés».

Juicios como estos, comprensibles en su momento y obedientes a otro sistema de convenciones ajeno a la comedia nueva, pasan a muchos manuales al uso de historia de la literatura y se hacen lugar común.

La Inquisición y la cárcel

Don Gutierre era Torquemada. El tópico de la Inquisición, el dogmatismo y todo lo anejo, ofrecen un nuevo esquema de lectura. En un corpus al que se le niegan las tragedias solo se distinguen, sin embargo, exploraciones negativas de un mundo oscuro, expresado en metáforas de cárceles y laberintos. Desde esta perspectiva tampoco pueden existir comedias, pues todas las obras se analizan como muestra de reclusión real o simbólica en espacios opresivos o en las cadenas del honor. Baste citar un texto disparatado de Wardropper (1983: 230) según el cual el horror «está presente lo mismo en las comedias de capa y espada que en las tragedias» y aduce el ejemplo de La dama duende, donde «uno de los hermanos de doña Ángela, don Luis, es un monstruo sangriento capaz de matar a un amigo y a una hermana por unas sospechas mal fundadas». Si se lee con mínima atención la comedia se percibe, por el contrario, que doña Ángela no está en absoluto encarcelada por sus hermanos ni por nadie, y que no corre ningún peligro, porque la comedia cómica prohíbe el riesgo trágico. Esto sucede en todas las piezas del género.

La antipática defensa del sistema

Maravall hizo una conocida interpretación de la comedia como instrumento de propaganda monárquico nobiliaria, pero la lectura general como defensa conformista del sistema abunda en muchos otros estudiosos desde antiguo. Es un tópico muy perjudicial en una época en la que se aprecia mucho la posición antisistema. El error básico en este punto es confundir la defensa del sistema con el conformismo o con la ausencia de complejidad. En muchas ocasiones lo subversivo puede ser precisamente recordar el sistema de valores proclamado pero no observado. Ruiz Ramón (1997:10-11) ha reaccionado en varias ocasiones contra esa concepción estereotipada del teatro ­barroco que lo considera dogmático y exclusivo, incapaz de crítica alguna.

Conclusión

La universalidad y actualidad del teatro clásico solo podrá revelarse a través de una lectura adecuada que, evitando el anacronismo, descubra su valor permanente cuando lo haya.

En el teatro del Siglo de Oro hay obras buenas y malas, pero pocas veces o ninguna se ha dado una riqueza semejante en cantidad y calidad: resulta irónico que a la mayor máquina artística de exploración del mundo y del hombre que se haya dado en la historia de la cultura universal, se le niegue precisamente esa dimensión.

Con las adaptaciones necesarias, pero conservando su personalidad, la comedia se extendió por Europa en el mismo siglo xvii. Después ha tenido muchos problemas y hoy, pese a los avances críticos, se puede decir que su principal reto es simplemente el desconocimiento, causado por muchos factores: falta de política educativa adecuada y capaz de reducir los tópicos, inexistencia de una compañía de teatro clásico, que no se fundó hasta tiempos recientes, influjo de la Leyenda Negra, descuido en la tarea editorial, pobreza de los mecanismos de «marketing» cultural, complejo de inferioridad, etc.

Hay, pues, mucho que trabajar todavía. Grandes avances en el conocimiento del teatro clásico español —como se comprobará en los comentarios aquí publicados— se han producido en las últimas décadas, pero falta completar muchas ediciones críticas y estudiar mejor los textos, además de proceder a mecanismos de difusión más eficaces y desarrollar las posibilidades que brindan las nuevas tecnologías.

Parte de esa tarea ha abordado el macroproyecto Consolider, TC/12 Patrimonio teatral clásico español, que reúne a doce equipos internacionales. En este número de Ínsula los investigadores principales describen el estado de la cuestión, avanzan resultados y proponen nuevas vías de estudio: aquí se verán comentarios sobre la simbiosis de nuevas teorías con la filología clásica (Arellano); aplicación de tecnologías actuales en la era de las humanidades digitales (Baraibar); el mundo de los actores, protagonistas principales del teatro (Ferrer); programas de ediciones críticas de Lope, Tirso, Bances Candamo, Calderón, Moreto, comedia burlesca, Rojas (Grupo Prolope, Oteiza, Iglesias Feijoo, Lobato, Mata, Pedraza); o el trazado general que ofrece el coordinador del TC/12, Joan Oleza, en su ensayo «El proyecto TC/12 y la investigación humanística en la sociedad del conocimiento».

Espero que este panorama pueda revelar algunas de las tareas que se están desarrollando actualmente y ejemplifiquen un proceso que ha de continuar en bien de la recuperación total de ese admirable legado que el Siglo de Oro nos ha transmitido.

I. A.—Universidad de Navarra