Javier Goñi /

Narrativa española en castellano: un espejo donde mirarse

 

Si la vieja definición de Stendhal sigue siendo válida y la novela todavía es un espejo puesto en mitad del camino, veamos qué nos encontramos, en narrativa española en castellano, en este camino ya clausurado de 2012, y considerémoslo, el camino, como un espejo de doble utilidad, un espejo donde mirarse, el lector, donde encontrarse, el lector, y a la vez un espejo por el que asoman voces consolidadas, escritores hechos, pero también —y esto es muy gratificante para un lector que ejerce de crítico, para justificar sus opiniones, aunque sea básicamente un lector— es un espejo, el camino, por donde asoman nuevas voces, nuevos rostros, escritores que apuntan, que serán. De todo esto hay, espero, en este surtido que me atrevo a presentar con voluntad de que sea un posible almanaque, lo más destacado —a mi modo de ver— de un año, 2012, que si no lo fue excesivamente bueno para la ciudadanía en general, sí creo que lo fue —desde excelente a notable, quédense con lo que más se ajusta a sus humores— en lo que se refiere a la narrativa española. Sea una cosa por otra. Qué consuelo.

A la manera cervantina, como es habitual en él, como lo fue —cervantino— en muchos de sus relatos, Luis Landero se echó al camino con la que yo considero posiblemente la mejor novela del año, Absolución (Tusquets), un relato delicioso sobre la felicidad, y las dificultades de alcanzarla. Una novela, la de Landero, llena de personajes perfectamente pespunteados, con una pizca justa de extravagancia —el padre del protagonista; el señor Levín, el dueño del hotel, y su conmovedora historia de amor; el director de Recursos Humanos del Grupo Pascual, en Aranda de Duero (Burgos): sus apariciones son desternillantes, y la guantera de su coche un saco sin fondo; y tantos otros—. Un novela, la de Landero, a vueltas con la fragilidad de la vida, con la posibilidad de que en un instante, esa vida, si está asociada con la felicidad, se haga mil pedazos. Una novela, además, llena de humor, de contagiosa alegría de vivir, de salir al camino, de seguir adelante, hacia el norte, hacia el sur, según las estaciones, como las aves, de seguir siempre, pese a los riesgos, a nuestra fragilidad. Y pese a todo ello, o por eso, es una novela que te hace sentirte bien, leyéndola; cualidad esta de la literatura que no hay que desdeñar.

Curiosamente dos novelas, la de José María Merino, El río del Edén (Alfaguara), y la de Rafael Reig, Lo que no está escrito (Tusquets), aunque discurran cada una por caminos diferentes, pues lo son, coinciden en el arranque, un padre y un hijo, que inician su viaje conjunto, yendo a pie, a encontrar respuestas en la naturaleza, la sierra madrileña, en el caso de Reig, el Alto Tajo, en el caso de Merino. Este ha hecho uno de sus relatos más realistas —no es el primero—, aunque, como es habitual en la narrativa de Merino, lo mágico, el mito, lo edénico, la pérdida del paraíso no están ausentes, en ese viaje iniciático de un padre, con muchos secretos y frustraciones, y culpas y resentimientos, y reproches y errores, en su macuto, que acompaña a su hijo, un chicodáun —con síndrome de Down: acaso el precio pagado por unos padres que huyeron o fueron expulsados del paraíso—, con las cenizas de su madre en su propia mochila. Merino, en ese viaje que hace a los paisajes del Alto Tajo, acompañando al padre y al hijo, dándoles voz con una eficaz y estridente segunda persona —un tú difícil de sostener, aunque no se le viene abajo en ningún momento—, fuerza y arriesga un cierto sentimentalismo, y una cierta —por qué no decirlo— truculencia, que le puede llevar, en ocasiones, a despeñarse por aquellos parajes, aunque lo cierto es que mantiene el tipo, y no se despeña. Nunca.

Luis Mateo Díez, en estado de gracia literaria desde hace muchos años, nos ha dado, en 2012, un nuevo volumen con cuatro novelas cortas, ese género en el que está tan cómodo, cuatro novelas cortas y una a modo de explicación de las mismas, deliciosa e interesante,
y que aclara muchas cosas, al final, aunque las cuatro historias de
La cabeza en llamas (Galaxia Gutenberg) se justifican ellas solas. En sus relatos, Luis Mateo Díez sale al camino, pero enseguida se pierde entre las nieblas de sus geografías imaginarias, sus mundos inconcretos, sin perfilar, donde andan, para aquí y para allá, ellos mismos extraviados en su propio desvarío, esos personajes suyos tan característicos y delimitados, con un punto de radical extravagancia, como el botarate de la primera historia, o esos alumnos de colegio de curas de tiempos remotos —o no tanto— que van presentándose, ellos y sus bellaquerías, con el soporte de un extraordinario uso del lenguaje, por parte del autor, donde las palabras, escogidas, halladas o retorcidas aguantan todo el armazón de la historia. El humor, finísimo, incluso de trazo grueso, está siempre presente, y desde luego la destreza narrativa del escritor leonés. Un libro este de una admirable maestría, que no tiene por qué sorprender a su lector habitual.

Ramiro Pinilla, ese grandísimo escritor vasco, que resurgió con admirable brío hace unos años, ha escrito en Aquella edad inolvidable (Tusquets) un hermosísimo relato de fútbol y de resistencia pasiva y de dignidad moral en un periodo terrible de posguerra —esos atroces años cuarenta, los de la novela de Almudena Grandes que viene líneas más abajo—, a través de la historia de un pobre diablo que mete un gol —o no— y a quien, además, le parten —azares del juego— la pierna: ya se sabe, en la cínica afirmación de un defensa central a la antigua usanza, que al campo no se va a hacer amigos. Un pobre diablo, en fin, que aprenderá a vivir su amargura, un pobre diablo, que de pobre diablo, nada de nada. El de Pinilla es un libro aparentemente sencillo aunque de gran complejidad narrativa y psicológica. Y de fondo, el paisaje vasco, la represión y el fútbol como metáfora, los colores del Athletic como ensoñación. Y está escrito con todo el oficio del mundo, el que tiene Pinilla, en la brecha a sus 90 años. Feliz­mente.

 

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No en Vizcaya, sino en Guipúzcoa sitúa otro gran escritor vasco, de otra generación, Fernando Aramburu, su última novela, Años lentos (Tusquets), una novela a veces incómoda, fascinante siempre, situada en los años sesenta, en los inicios de la actividad terrorista de ETA, vistos esos inicios desde los ojos de un niño navarro que va a crecer, a la fuerza, en ese ambiente, en ese paisaje. Libro duro en ocasiones, pero con todos los encantos del relato iniciático, con la fuerza de toda novela de aprendizaje. Y en un paisaje complicado, lleno de minas personales, que irán estallando, una a una, años ­después.

Novela de aprendizaje, la de Aramburu, como lo es, sin duda, el segundo «episodio de una guerra interminable», el que sitúa en la sierra de Jaén, a finales de los años cuarenta, en ese pulso atávico entre maquis de la sierra y guardias civiles, Almudena Grandes, que ha escrito en El lector de Julio Verne (Tusquets) un extraordinario relato de amores y violencia, documentado al detalle, y pasado todo ese conjunto por el tierno y seco —no hay contradicción— tamiz de los ojos de ese niño, hijo de guardia civil, que sostiene todo el entramado y que, en ocasiones, teniendo como tiene nueve, diez años, parece como el personaje de la novela de Günter Grass, Oskar, que se resiste a crecer, y todo lo ve, y todo lo analiza casi con ojos de adulto, con una madurez impropia de su edad. De los muchos aciertos de esta novela hay que destacar que la autora no haya descuidado —por más que como «episodio de una guerra interminable» está presente la violencia de unos y otros, y la atroz represión de la época— a su personaje infantil, que la documentación histórica no haya emparedado la viveza de ese chaval, que se encontrará, en ese paisaje tan poco favorable, con el (primer) amor, la (eterna) amistad —entrañable El Portugués— y, desde luego, el descubrimiento deslumbrante de la lectura, de la literatura. Deslumbrante, gozoso, vital.

Otro niño, testigo de un terrible —por estúpido; acaso lo sean, estúpidos, todos los hechos violentos de una guerra, como la de nuestros antepasados, y de la que sigue manando, continuamente, una novela tras otra—; otro niño, testigo de un terrible —por estúpido— hecho de guerra, es el que atraviesa, ya en su vejez, la última novela de Andrés Trapiello, Ayer no más (Destino), un conseguido tiovivo narrativo donde giran y giran, como asno dando vueltas a la noria, el pasado que es siempre una bomba mal sepultada y sin neutralizar, los secretos de nuestros padres —o nuestros antepasados; esa guerra civil, interminable, que más parece ya del ciclo de las guerras barcialeas, de las que fuera cronista de a pie de campo Sánchez Ferlosio—, el aprovechamiento que del pasado inmediato —o lejano— puedan hacer personas interesadas —Mariví es uno de los personajes más mezquinos y odiosos que uno se ha encontrado en este almanaque de lecturas del año 2012— en este confuso presente. Y de fondo, en la novela de Trapiello, personal, valiente y polémica, la memoria histórica y el buen o el mal uso que de ella puede hacerse.

El mal en estado puro, ese tema que tanto apasiona, y obsesiona, al escritor asturiano Ricardo Menéndez Salmón, que parece que, con una decena de libros, de gran contenido, pero escaso tonelaje —los libros, ay, no se deben considerar al peso—, no acaba de darnos el libro —definitivo— que sus lectores aguardábamos, como si no nos los estuviera dando ya, título a título. Pues bien, el último, Medusa (Seix Barral), ¡152 páginas!, es una fascinante y apasionante indagación sobre el mal, encarnado en el horror nazi, representado por dos ojos, los que miran, a través de una cámara de fotos, o de cine, o lo plasman —ese horror— en pinturas, que gotean sangre, parte de la derramada en ese siglo xx, que tanto apasiona —literariamente— a Menéndez Salmón. Fascinante es esa suerte de quest, que nos da el escritor asturiano, de alguien, un alemán del norte, de vida errática e infancia maltratada, que se convertirá en un eficaz e impersonal observador del horror al que su pueblo sometió al resto de Europa. El horror nazi alguien —alguienes— lo filmó para que nos haya llegado. Uno de ellos fue el protagonista de este fascinante libro, desasosegante, sí, pero de una rara y perturbadora belleza. Unos ojos, los de este personaje de Salmón, que itineran por el mundo del horror —Japón, la bomba, un puñado de páginas estas, pero de qué intensidad— de nuestro siglo xx.

Y sin salirnos del horror del siglo, como una excrecencia del pasado nazi, como si sorpresivamente hubiera dejado de tener efecto la vacuna con la que, a partir de 1945, creyó Europa haberse protegido, dos novelas aparecidas en la misma editorial y en el primer trimestre del pasado 2012 tratan, de diferente modo, pero con la misma ambición, la última gran barbarie europea de ese siglo último: las guerras de los Balcanes. La novela de Adolfo García Ortega, Pasajero K (Seix Barral), es un relato itinerante, un viaje en tren por una Europa actual en ruina (moral), desnortada de una posible identidad común, que se desangró en la última década del xx en esas tierras martirizadas de los Balcanes, Sarajevo y sus alrededores, ese mapa cuarteado, de sangre reseca, que hace todavía mirar hacia otro lado a los europeos. Un viaje en tren, trepidante, el de García Ortega, donde confluyen, sin descarrilar, un director de cine que recorre convulsivamente esa vieja Europa intentando atrapar con su cámara —distinta que la del personaje de la novela de Salmón— instantes, objetos fantasmales que acaso podrían ser teselas de un cierto mosaico de identidad europea, y que se encuentra, ese director de cine, K, con una joven periodista, metáfora de una esperanzadora manera diferente de mirar, de comportarse —ojalá—, que viaja a La Haya, al juicio contra uno de esos carniceros de guerra, Karadzic.

Otro de esos carniceros, criminal de guerra con uniforme, el general Ratko Mladic, es el protagonista directo, e indirecto, de una de las novelas que más gratamente me ha impresionado de las aparecidas en esta excelente cosecha del 2012, y de la que me estoy ocupando en este apresurado —pero espero que no caprichoso— escrutinio. Me refiero a La hija del Este (Seix Barral), de Clara Usón. La hija es la hija del general Mladic, que realmente se suicidó en plena barbarie serbo-bosnia desencadenada por un militar, el general, su padre, y un civil, un psiquiatra perturbado —la cursiva hace el mismo papel que la presunción de inocencia—, Radovan Karadzic. Usón ha escrito una intensa novela, que a ratos es una indagación histórico-periodística de los orígenes de esa obsesión perturbadora —aquí no es necesaria la cursiva— por la Gran Serbia, y el consiguiente derramamiento de sangre, otras veces es una novela con fórmulas —legítimas— de best-seller y otras un relato muy vívido de una juventud serbia, la hija del Este y sus amigos, que no compartieron las insensateces —trágicas, tanta sangre derramada— de sus mayores, enloquecidos en ese sueño de la razón que produce monstruos, sea la Gran Serbia o derrotar, de nuevo, o por primera vez, al otomano, ese peligro amarillo de los pueblos balcánicos. Gran novela esta de Clara Usón; a título personal, por mi ignorancia de la escritora catalana, un feliz descubrimiento. Quiero subrayarlo con vehemencia.

No es frivolidad por mi parte, pues en este párrafo me voy a ocupar de uno de los más grandes escritores contemporáneos surgidos en los últimos cuarenta años, Eduardo Mendoza, pero tal vez, repasando los últimos títulos escogidos en este escrutinio —demasiada sangre, y violencia, la que por otro lado aparece también en este espejo que habíamos plantado en mitad del camino allá arriba, en alguno de los primeros párrafos—, convenga hacer un alto, hacer una pausa para el humor. Y entonces cómo no citar la última novela de Mendoza, El enredo de la bolsa y la vida (Seix Barral), una descacharrante nueva salida al camino de ese viejo detective sin nombre de algunas de sus novelas más divertidas. Obra menor esta, El enredo, sí, si uno piensa en sus grandes novelas en la memoria de todos —yo, además, añadiría una, que me temo no está en la memoria colectiva de sus lectores y que a mí me parece una joya: me refiero a Una comedia ligera; quería decirlo—; obra menor, sí, El enredo, pero muy divertida, que nos retrata una Barcelona actual (im)posible, con un (im)posible, ruidoso y estrafalario viaje de la canciller Merkel a la ciudad, por la que se mueve, tras o por delante de su detective, Mendoza con gran pericia; parece divertirse mucho, y se la trasmite —esa diversión— al lector. La risa, garantizada. Otra curiosa novela, que se nos da con una vuelta de tuerca muy adecuada de sátira política o de costumbres de la época, una novela que a lo mejor sorprende a sus lectores más habituales es El jardín colgante (Seix Barral, Premio Biblioteca Breve 2012), de Javier Calvo.

En el párrafo anterior a este de Mendoza, el que todavía pertenecía a la excelente novela de Clara Usón, me refería a las fórmulas
—legítimas— del best-seller. Quién duda que con estas fórmulas —legítimas— Arturo Pérez-Reverte ha escrito con El tango de la Guardia Vieja (Alfaguara) una de las grandes novelas de 2012 en su género —iba a escribirlo, lo he escrito—, pero sin duda lo es. Si uno quiere disfrutar —como va a disfrutar con otros títulos ya aparecidos en estas páginas, o con otros que aguardan a salir— con una gran novela, con un novelón, esta es la ocasión. Pérez-Reverte es un maestro, y en esta —acaso— se supera. Con una cuidadísima puesta en escena, que se consigue a golpe de documentación bien asimilada —y Reverte sabe cómo hacerlo—, ha puesto en pie una novela con todos los ingredientes de la novela de los grandes expresos —o impresionantes trasatlánticos— y los vicios del periodo de entreguerras, pero con una maestría narrativa que a mí, lector, me ha impresionado muy gratamente. Un ejemplo, la visita a los más arrabaleros tugurios bonaerenses, donde se despacha el tango más auténtico, la droga más pura y donde es fácil que el hierro encuentre bulto y se derrame sangre arranca de forma tal vez impostada, pero pronto ese triángulo vuela suelto, se hace auténtico, y sale airoso del lance con el rufián. Y así, más ejemplos. Es la pericia del maestro-narrador. En su género, si se quiere; pero si la memoria del lector fuese un loft sin compartimentos estancos, dinamitados para hacer sitio, una de las paredes que permanecerían en ese loft resultante sería este tipo de literatura hecha con gran dignidad. De género, como la de Reverte.

Una literatura de género, curiosamente, que me atrevería a sugerir impregna dos notables novelas de esta cosecha 2012, y que firman dos estimables escritores, Javier Cercas y Clara Sánchez, que venían de transitar otros caminos, y que han preferido —o les ha salido: uno solo mira desde la barrera del lector mudado en crítico— simplificar la complejidad narrativa que se les supone que —como el valor a los militares— deben tener las novelas, en aras de una mayor efectividad, y por tanto obtener un mayor acercamiento a una más amplia comunidad lectora. Es una —legítima— fórmula. Es un derecho de escritor. Las leyes de la frontera (Mondadori), la de Cercas, es una novela que trata de la delincuencia juvenil en los convulsos años ochenta, cuando el caballo no solo mataba, sino también —al modo de ver de Cercas— devastó toda una generación: esto no está tan explícito en la historia. Entra en mi vida (Destino), la novela de Clara Sánchez, trata del secuestro de niños recién nacidos y de la consiguiente búsqueda de identidades. Las dos novelas, de lectura apasionante, recurren al (ab)uso acumulativo de capítulos que van haciendo avanzar linealmente la historia, sin que el asunto requiera de mayores complejidades. Es un recurso legítimo, pero tal vez excesivamente fácil, o trillado. Uno, quizá, hubiera deseado, para contar ambas historias, que los escritores, ambos magníficos, hubiesen arriesgado más, hubieran complejizado más sus historias. No sé, ambos son escritores de éxito, y tal vez esta concesión —no es un fallo, es una decisión— amplíe aun más el parque de lectores. No tengo nada que objetar; tal vez, lamentarme un poco de que hayan optado por esa vía: a título personal, el lamento.

A vueltas, una vez más, con los enredos, arriba, abajo, entre ficción y realidad, Enrique Vila-Matas, en Aire de Dylan (Seix Barral), pone en pie, una vez más, su teatrillo de la vida y hace una de sus sugerentes novelas, fascinantes y discursivas, que tantos seguidores —el arriba y al abajo firmante— tiene, tantos, más o menos, como detractores. Lejos de las relaciones de padre e hijo de los relatos, ya citados, de Merino o de Rafael Reig, aquí aparece también un hijo, con «aire de Dylan», de Dylan joven, que hace del fracaso una vocación, y del no hacer nada, no tanto a lo Bartleby, el gran relato de Melville, como Oblomov el inmortal personaje ruso, uno de los gandules más célebres de la literatura universal. Muy diferente también es la relación paterno-filial que aparece en la novela de Jesús Ferrero, El hijo de Brian Jones (Alianza Editorial, Premio Fernando Quiñones), en la que Ferrero transita de nuevo por esos caminos tan trillados y acertados en su literatura y que parecen por su oficio literario originales, lleno de ángeles caídos, de jóvenes despeñados por los abismos del vivir, pues los dioses siempre escogen a los jóvenes, siempre los escogidos por los dioses mueren jóvenes. Una gran novela esta de Ferrero. En su sólida línea narrativa.

Si uno hasta ahora se responsabiliza de lo hasta aquí escrutado, y lo que queda aun hasta el final, uno también quisiera enfatizar en este párrafo lo mucho y bueno hallado en el 2012, y lo hago, subjetiva/objetivamente subrayando las tres últimas novelas de tres grandes escritores (aun jóvenes: a uno de ellos, desgraciadamente, ya se lo llevaron los dioses): Marta Sanz, Luisgé Martín y Félix Romeo (el arrebatado por los dioses). Marta es la autora de Un buen detective no se casa jamás (Anagrama), que ha escrito una ambiciosa —obliga a subrayarlo, hasta sus excesos desequilibran positivamente la balanza— historia en la que el amor, haz y envés, cielo e infierno, lo cubre y lo enreda todo; una historia con un torbellino de estupendas criaturas y con un increíble desparrame lingüístico. Algunas de las obsesiones narrativas de Luisgé Martín afloran en La mujer de sombra (Anagrama), obsesiones que tienen que ver con descarríos humanos, con el poder que da conocer los secretos de los demás, cómo estos pueden acabar convirtiéndose en una obsesión, en un incómodo laberinto de espejos donde extraviarse o hallar al fondo la luz, la salvación o la condena. En la novela póstuma de Félix Romeo, Noche de los enamorados (Mondadori), está lo mejor del escritor-amigo. Agitador cultural de difícil olvido, autor de una breve pero intensísima narrativa, esta novela carcelaria, esta indagación de la condición humana nos deja en el paladar una seca melancolía, lo que hubiera podido escribir Félix ­Romeo.

Sus amigos aragoneses de la estupenda editorial Xordica nos dieron en otoño, en un pulcro tomito, una selección de sus cuentos, Todos los besos del mundo, una muestra de que el encargo le sentaba muy bien a Félix Romeo. Y ya que hemos abierto párrafo, hablemos, sí, de cuentos, de recopilaciones completas, como las de Javier Tomeo (Páginas de Espuma), de Antonio Pereira (Siruela), de Carlos Casares (Libros del Silencio) o, por citar unos pocos, de Javier Marías (Alfaguara). Y de excelentes libros de cuentos podríamos ocuparnos en estas líneas que van tocando a su fin. Una selección caprichosa, pero en mi opinión nada decepcionante: son muy originales, tan alejados de la tradición literaria española, situados en el Lejano Oeste americano, los relatos de David Ruiz, en Manual de Coyotes (Menos Cuarto), o los de cuatro mujeres, todas ellas bien interesantes, como son Isabel González que en Casi tan salvaje (Páginas de Espuma) da vueltas de tuerca a las relaciones humanas, hombre/mujer, desde luego, pero no únicamente estas, por más que sea la más clásica, utilizando, eso sí, para darle la pertinente vuelta de tuerca un —me atrevería a decir— potro de tortura medieval, que desmembra mejor. En Lazos de sangre (Páginas de Espuma), Lola López Mondéjar, tal vez sin el mismo descoyuntamiento del artefacto medieval, nos ofrece un muestrario de relaciones humanas —me encanta la niña «secuestrada» por su madre en la locura de Venecia que no tiene, al final, ningún síndrome de Estocolmo; me parece muy acertado el relato de la hija que vuela a Noruega a asistir al «entierro vikingo» de su madre—, y así, un muestrario bien explícito desde el título. Me han sorprendido muy gratamente —sobre todo el primero, el más extenso, «Ratas», una pequeña joya, una maravilla— los relatos de Isabel Cienfuegos que ha escrito un primer libro de cuentos, Mañana los amores serán rocas (Cuadernos del Vigía). Y ya que me he detenido, por puro azar de lector, en un puñado de escritoras, que cultivan el género breve —incluso muy breve, el microrrelato—, no quisiera acabar este párrafo tentativo de la buena salud actual del género breve —que no chico, claro—, sin citar el que me parece, en lo que está a mi alcance, el mejor libro de relatos de 2012, Casa de muñecas (Páginas de Espuma, en una hermosísima y cuidadísima edición complementada a la par por las ilustraciones de Sara Morante). Su autora es la aragonesa Patricia Esteban Erlés. En ella, una casa de muñecas es una ventana entornada a un mundo que está al otro lado, con su carga enigmática, inquietante, un mundo que descubre siempre la infancia, ese territorio sobrevalorado; pero la casa de muñecas igualmente acoge o disimula secretos de adultos: el mundo de los adultos, con sus errores, sus equivocaciones, sus patinazos. Casas de muñecas pobladas de seres de porcelana con el soplo de vida de los seres vivos, y que a su vez estos adquieren la fría palidez de la porcelana y la volatilidad de los seres fantasmas. Cuentos de hadas, o fragmentos de realidad, los de Patricia Esteban Erlés, sometidos también a la violencia impuesta de la vuelta de tuerca, y entonces, ay, entonces el gesto se muda en mueca. Excelente libro este.

Y no quisiera dejar el terreno del cuento y del microrrelato español, tan en auge, «el cuarto género narrativo», lo denomina la profesora Irene Andrés-Suárez, sin citar tres trabajos importantes, que tienen que ver con este género. Me refiero, por un lado, a las dos antologías de microrrelatos españoles, la de la citada profesora Andrés-Suárez en Cátedra y que abarca más de un siglo, de 1906 a 2011, de Juan Ramón a Manuel Espada o la aragonesa Cristina Grande, y la de Fernando Valls, Mar de piraña. Nuevas voces del microrrelato español (Menoscuarto), y el estudio colectivo y antología de cuentos de escritoras españolas (1975-2010), que han preparado para Biblioteca Nueva con el título En breve las profesoras universitarias Ángeles Encinar y Carmen Valcárcel.

Decíamos al principio que este escrutinio pretendía ser un espejo en mitad del camino donde mirarnos como lectores, pero también un espejo por donde asoman nuevas voces, escritores que son, que están, que serán, que estarán, aunque no haya habido espacio suficiente en este escrutinio para habernos detenido en ellos. Pero no quisiera obviar las últimas novelas de Andrés Barba, Joaquín Pérez Azaústre o Javier Montes, los tres en Anagrama, o Democracia, de Pablo Gutiérrez, en Seix Barral, un joven escritor que me llamó la atención hace un tiempo con Rosas, restos de alas, y desde luego estoy, ahora mismo en ello, a la hora de poner punto final a este escrutinio, con la novela finalista del Herralde 2012, Cuatro por cuatro (Anagrama), de Sara Mesa. Quédense con este nombre. Por si acaso.

 

J. G.—Crítico literario

 

 

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