INSULA

Misceláneo
Número 795 . Marzo 2013

 
 

Enrique PÉREZ CRISTÓBAL / Lugares del nombre: las coordenadas del instante en la poesía moderna


 

Cuando en 1919 Marcel Duchamp escribió el nombre de París en un pequeño vial, saturado con 50 cc. de aire parisino, no estaba haciendo en realidad algo tan distinto de lo que hizo Jorge Manrique al rubricar —en la copla XXXIII de las cuarenta dedicadas a la muerte de su padre— el nombre de la Villa de Ocaña. Un aire efímero —el de París, destinado a convertirse en souvenir; el del último aliento de Rodrigo Manrique, capturado para siempre en las Coplas— quedaba así confiado en un caso y en otro a un espacio memorable: el del ready made, firmado por Duchamp; el del planto, escrito por Manrique. En ambos casos se trataba de rendir homenaje —irónicamente, a sus amigos Louise y Walter Arensberg; elegíacamente, a su padre Rodrigo— a través del recuerdo de un momento puntual a la vez que difícilmente olvidable.

Al igual que Air de Paris, la copla manriqueña aún da la impresión de condensar una pequeña muestra de aire de la Villa de Ocaña. No en vano, tras pronunciar su nombre, la respiración del propio Manrique parece cambiar, dando lugar al único encabalgamiento interestrófico de todas las Coplas. «La construcción lapidaria de estos versos», anota en su edición Vicente Beltrán, «no puede por menos que afectar poderosamente al lector» (Manrique, 2000: 170). Tal vez si Manrique no hubiera precisado —de esa forma tan absolutamente despojada— el lugar exacto donde «vino la muerte a llamar / a [la] puerta» de su padre, el lector nunca hubiera experimentado la misma y poderosa emoción.

Pues el autor de las Coplas emplea el nombre propio de un modo que bien podría calificarse ya de moderno —tanto por la intimidad que el poeta consigue desplegar a través de él como por el despojamiento alcanzado en su dicción. Muy lejos ya del uso ejemplar que hace su tío del nombre de «Buytrago», en el planto al Marqués de Santillana (Gómez Manrique, 2009: 63), o del enaltecimiento de Sevilla, a través del recurso analógico al Chevalier de la charrete, por parte de Francisco Imperial, en el Dezir a la estrella Diana (Imperial, 1977: 21). Y es que en las Coplas la intimidad excede por un instante a la tradición —sin dejar de apoyarse sin embargo en ella, aunque solo sea ya para descartarla («Dexemos a los troyanos [e romanos]. / No curemos de saber / lo de aquel siglo pasado »). «Tu en as assez de vivre» —confesará más tarde Apollinaire, calcando casi el tópico manriqueño— «dans l’antiquité grecque et romaine» («Zone», Apollinaire, 2005: 7).

El gran hallazgo de las Coplas estriba en el hecho no tanto de descubrir la actualidad de lo intemporal como en el modo de hacerle participar al lector de ese instante memorable: no a través de un pasado ejemplar, sino por medio de lo más simple y concreto. Entre un historicismo de decadencia y un optimismo intemporal —propio del Zeitfühlung de la época—, las Coplas consiguen apresar, en pleno siglo XV, una muestra de aire ambiente.

El instante como efeméride

Un rescate, sin embargo, que ya la poesía helenística y latina habían convertido, entre el velo de lo genérico y la emoción del artificio, en uno de sus más altos valores. No sorprende así que Baudelaire quedase cautivado por el empleo del nombre propio que hizo la literatura latina tardía (Benjamin, 2005: 332). Como no resulta extraño que Kavafis reconociera en los epigramas alejandrinos la poderosa emoción que podía ejercer el nombre de un desconocido. Pues el nombre, casi como una metonimia del epigrama, refracta toda la luminosidad del instante, por nimio o inefable que este sea.

De una precisión matemática, pero no por ello menos evocadora, el nombre propio registra el instante como si de una efeméride se tratase, como un sello de nuestro paso por la vida, pero también como un cincel de la historia, tal y como demostraron, de modos tan distintos, Pound o Kavafis. De hecho, podría decirse que los 154 poemas del alejandrino no son sino una propedéutica del nombre, dirigida a aprehender el sentido de un determinado nombre en la vida de un determinado hombre. Como el mismo Kavafis no deja de sugerir al final de su lectura de la Odisea —en la traducción de Carles Riba, «savi com bé t’has fet, amb tanta experiència, / ja hauràs pogut comprendre què volen dir les Ítaques» («Ítaque», Kavafis, 1962: 14).

¿Cuántos poemas no han nacido del rescate de un nombre, del eco de sus posibles sentidos? «La Divina Comedia», escribe Walter Benjamin, «no es otra cosa que el aura en torno al nombre de Beatrice » (Benjamin, 1989: 143), o lo que es lo mismo, la irrepetible aparición de su lejanía. Como si el nombre fuera una piedra lanzada a las aguas del poema, capaz de hacer visible el instante de su propia desaparición a través de la onda expansiva producida por ese momento del pasado —en el caso de Dante, por aquel viernes dos de febrero de 1274, en que frente a la iglesia de Santa Margarita escuchó por primera vez el nombre de Beatrice. De igual modo que otros, antes y después, soñaron o escucharon los nombres de «Melusina, / Laura, Isabel, Perséfona [o] María» («Piedra de sol», Paz, 1989: 88). Lista a la que hoy habría que añadir, qué duda cabe, el de Bronwyn (Cirlot, 2001). Pocos poetas han meditado tanto como Cirlot acerca de las infinitas combinaciones de un nombre —míticas, metafísicas o fonográficas—, escuchado por primera vez no a la salida de una antigua iglesia florentina, sino en la soledad de un oscuro cine de Barcelona.

Sin olvidar que el nombre del otro —Góngila o Leonor, Maximin o Cintia— también puede ser rescatado del propio, como ya entrevió Catulo al redimir el suyo de la declinación del de Lesbia (Catulo, LVIII, 2004: 96), declinando no tanto su forma como el paso mismo del tiempo.

Caeli, Lesbia nostra, Lesbia illa,

illa Lesbia, quam Catullus unam

plus quam se atque suos amavit omnes,

nunc in quadiviis et angiportis

glubit magnanini Remi nepotes.

A medio camino del tempus fugit y de la autoironía («espacio y tiempo y Borges ya me dejan», «Límites», Borges, 1999: 58), la poesía moderna ha sido especialmente sensible a esta naturaleza especular («Contra Jaime Gil de Biedma», Gil de Biedma, 1975: 142) al mismo tiempo que lapidaria del nombre («esta fosa infame / que ahora lleva el nombre / de este Mandelstam...», Mandelstam, 1999: 18-19). Pues solo por ser una forma de captura del tiempo, el nombre es a la vez una lápida portátil y profética, el anticipo de una muerte en cualquier caso siempre anunciada («Me moriré en París con aguacero [...]. / César Vallejo ha muerto, le pegaban / todos, sin que él les haga nada», «Piedra negra sobre una piedra blanca», Vallejo, 1997: 339).

De un modo similar a las primeras fotografías modernas de la ciudad —las tomadas de París por Eugène Atget— o al primer documental de ficción moderno —el de Víctor Erice, captando los rincones extemporáneos de Madrid—, la poesía del siglo XX ha hecho del nombre una forma privilegiada de aspirar «el aura de la realidad, como agua de un navío que se va a pique» (Benjamin, 1989: 75). Una forma no tanto de reflejarla como de escuchar su resonancia, el goteo diario e interminable de su incesante desaparición. Tanto es así que la poesía moderna ha terminado por convertir la tradicional estructura de canzoniere —reciclada canónicamente por Las flores del mal— en una suerte de irregular diario íntimo, donde historia y biografía se funden hasta hacerse casi indistinguibles. ¿Cuántos poemas modernos no ostentan como título las coordenadas de un instante, a la vez histórico y biográfico? «Roma occupata. 1943-1944» (Ungaretti, 2000: 222); «Laude. 29 aprile 1945» (Quasimodo, 2005: 179-180); «Picasso-Guernica-Picasso: 1973»; (Valente, 2000: 463).

Si el siglo XX perfeccionó hasta extremos hasta entonces desconocidos aquellos medios destinados a apresar no solo el instante sino al mismo individuo, también actualizó las formas para —directa o colateralmente— hacerlo desaparecer («Parecía / como si todo hubiera sido para siempre borrado. / Para jamás, me digo. / Para nunca», «Sonderaktion, 1943», Valente, 2000b: 14). Como dos caras de una misma moneda, el registro puntual de la realidad y su extinción han terminado por transformar nuestra experiencia del nombre. La historia se ha hecho así más que nunca anecdótica, al mismo tiempo que la anécdota ha adquirido progresivamente un aura de historicidad. El control totalitario del nombre propio por parte de la burocracia y la publicidad ha terminado, a su vez, por hacer de este algo banal y, por ello, más que nunca crucial para la experiencia poética.

Experiencia y culturalismo

A pesar de querer construirse una suerte de «criptomemorias» (Valente, 2000: 450) —de desaparecer o en su defecto de labrarse otras vidas, otros nombres, otras voces—, el poeta moderno ha seguido manteniendo sin embargo, aun con profundas reservas, su originaria fidelidad a una cierta confesionalidad del instante. Si es cierto que «no puede haber poesía auténtica sin intimismo, no todo intimismo », como recuerda Guillermo Carnero, «ha de ser primario o neorromántico» (Carnero, 2000: 42). Oscilando entre la ejemplaridad íntima y el fetichismo, la poesía culturalista ha tratado de hacer coincidir un tratamiento intensivo y extensivo del nombre. Un juego de espejos en el que —a través de la apropiación de una tercera experiencia — los mundos del autor y del lector consiguen hacerse por un instante coextensivos. Un juego en el que el poeta asume el riesgo, sin embargo, de bloquear toda intimidad potencial del poema.

Una apreciación de Catulo (LXIV) —en torno a las aguas de Sirmio— atribuida a Poggio Bracciolini servirá así a Pound, tras su estancia en Sirmione, para describir el color de las aguas no del lago de Garda, sino de Venecia («The silvery water glazes the upturned nipple, / As Poggio has remarked», Pound, 2002: 20). Cita a la que a su vez, de nuevo ilusoriamente, recurrirá Gimferrer a fin de rememorar una apreciación no tanto de Bracciolini como del propio Pound, pero sobre todo el recuerdo de una oscura noche veneciana... de «aquel año de mi adolescencia perdida, / mármol en la Dogana como observaba Pound» («Oda a Venecia ante el mar de los teatros», Gimferrer, 1968: 13). Solo si el lector es capaz de atravesar, no obstante, dicho laberinto culturalista —ya asumiéndolo, ya obliterándolo— estará en disposición de acceder a la intimidad que le brindan ambos poemas; en caso de no conseguirlo quedará reducido a simple turista, convirtiendo al autor en el mejor de los casos en cicerone.

Y, sin embargo, junto al empleo intensivo o elegíaco, la poesía siempre ha conocido un uso extensivo del nombre propio, anterior al culturalismo. Pues el nombre no solo identifica un instante, por propia definición siempre está dilatando su singularidad a un conjunto abierto de vivencias. Troya, Jerusalén, Roma, Cartago; pero también Aquiles, Judas, Nerón, Aníbal..., nombres que, por antonomasia, apuntan tanto a una cierta clase de hechos como a una determinada naturaleza. Nombres como metonimias del hombre, pero también de la historia. De ahí que no haya uno, sino infinitos «Orlandos de las Jerusalenes del Ideal [y] Elesabethes de los Tannhäuser de la poesía» («María Mercedes Basáñez», Herrera y Reissig, 1998: 645). Pues el nombre puede pluralizarse solo en la medida en que se singulariza, es decir, en tanto que admite incontables experiencias íntimas de su realización («You can see, then, why, between my Eden and his New Jesusalem, no treaty is negotiable», «Horae canonicae», Auden, 2006: 70).

Origen este tal vez no solo del culturalismo moderno, sino de toda cultura: donde la experiencia, auténtica o simbólica, transmitida por un individuo —imaginario o real— puede ser asimilada por otro, en afinidad o contraste, años e incluso siglos después. Así, la experiencia urbana de Edipo en Tebas, de San Agustín en Cartago o de Baudelaire en París servirá a Eliot para comprender mejor su experiencia londinense (The Waste Land, Eliot, 1990: 77). Pero si el nombre es el resultado de una comunidad de experiencia («Things are as they seemed to Calvin or to Ane / Of England, to Pablo Neruda in Celyon», «Description without place» Stevens, 1997: 298), igualmente puede ser el origen de una de-sintonía, no menos fértil desde una perspectiva poética. Baste recordar el conocido soneto de Quevedo —«A Roma sepultada en sus ruinas»—, donde coinciden, paradigmáticamente, un tratamiento intensivo y extensivo del nombre: «Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas», Quevedo, 1999: 244)

Una experiencia no muy alejada en el fondo de la del exiliado que —arrojado a la historia de su propia biografía— expulsa una y otra vez su ahora en dirección a un espacio aún existente pero ya periclitado desde un punto de vista biográfico. «No, ese perro que ladra al sol caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí» («Espacio», Jiménez, 1999: 101). Pues no solo el instante se evapora, sino que lo hace en tantos lugares a la vez que todo parece contribuir a despojarle de su pretendida exclusividad.

Al igual que el nombre propio, la data —entendida como el nombre del día— ha oscilado así, en el tratamiento que de ella ha hecho la poesía moderna, entre la intensividad del instante y la extensividad del aniversario.

En torno a la data

Si el nombre propio identifica socialmente un espacio, o más concretamente, su continuidad a través del tiempo, la data permite reconstruir una totalidad de acontecimientos, los que tuvieron lugar, por ejemplo, el 16 de junio de 1904 en Dublín, fecha en la que Nora Barnacle y James Joyce tuvieron su primera cita. Cuando Apollinaire precisa, por su parte, la fecha exacta del barzoneo de «Le musicien de Saint-Merry» —«le 21 du mois de mai 1913» (Apollinaire, 2001: 48)— no lo hace tanto con el fin de apresar un instante determinado, como para hacer confluir en él todos los hechos que —no solo en ese ahora, sino en todos sus ecos transcurridos— tuvieron lugar en el mundo durante ese breve paseo. Circunstancia que resulta expresamente marcada por la serie anafórica de adverbios que lucha por sugerir esa utópica simultaneidad («ailleurs », «à ce moment», «en même temps»). Procedimiento en el que puede verse, sin más, una técnica predilecta de la vanguardia, pero bajo el que late —como permiten comprobar las distintas fábulas y mitos que nutren el poema— un deseo originario y primordial. «El poeta», como afirma Rilke de Baudelaire, «él solo ha unificado [geeinigt] el mundo, / que está en cada uno de nosotros escindido [auseinanderfällt]» (Rilke, «Baudelaire», 2000: 484). Pues el poeta moderno, especialmente, es aquel que no deja de lamentar, como sugiere Pessoa a través de su ortónimo, «não ser eu toda a gente e toda a parte!» (Pessoa, «Oda triunfal», 1970: 154).

La poesía moderna ha recurrido a la data, en primer lugar, para dejar constancia de esa escisión, pero también para dar cuenta de sí misma. Si en la antigüedad el hecho inhabitual de la escritura garantizaba una cierta perennidad a lo escrito, hoy, en medio de una textualidad desaforada, la escritura —sobrepasada por el uso totalitario de la imagen— cada vez se torna más errática e invisible. No es nada extraño que la poesía —después de haber comenzado a ser apartada, en los albores de la Revolución industrial, ya no de la polis, sino de la configuración del mundo moderno— haya sentido la necesidad de grabar una y otra vez una fecha bajo el poema. «Pues en el mundo todo está al revés: / ¡Hay una Salamanca silvestre / Para los pájaros sabios y rebeldes! », versos bajo los que Mandelstam rubricará una fecha —«diciembre 1936»—, recordando la muerte y el compartido confinamiento —no ya en Voronej, sino en Salamanca— de don Miguel de Unamuno (Mandelstam, 1999: 62-63).

Liberada del tempus de la imitatio y consciente del vacío intrahistórico dejado por el historicismo, la poesía moderna realizó el único periodismo posible en aquél dürftiger Zeit: el del cuerpo —amenazado— en su rescate del alma (Valente 2000c: 176). Entre la historia y la crónica, el poema se ha convertido, siempre que se ha visto precisado, en un espacio agónico de conmemoración («Mayo es hoy más colérico y potente: lo alimenta la sangre derramada», «1 de mayo de 1937», Hernández, 1986: 357). Tal vez porque todo poema tiene su 20 de enero —como ha sugerido Celan— es capaz no solo de invocar la simultaneidad de distintos momentos, sino en uno («in Eins») el anual regreso de su conmemoración en las más distintas lenguas y lugares. La data apunta así tanto a una simultaneidad de efemérides como a la repetición de un mismo nombre en una serie siempre ampliable de idiomas. Ella cierra una y otra vez una suerte de anillo conmemorativo, una simultaneidad en ningún caso ajena, exótica o cosmopolita, sino antes propia, tópica y provinciana, como ese augurante 13 de febrero de 1936 conmemorado por Celan («In Eins», Celan, 2000: 187):

Dreizehnter Feber. Im Herzmund

erwachtes Schibboleth. Mit dir,

Peuple

de Paris. No pasarán.

Trece de febrero —triplemente cifrado— en el que los activistas de la Action Française atentaron en París contra la vida de Léon Blum, nuevo presidente a la sazón del Consejo del Frente Popular. Mientras, en vísperas de las elecciones del 16, en Granada, catorce personas morían fusiladas, presagio de la inminente Guerra Civil. La contraseña, el schibboleth —«no pasarán»— de Madrid fue en muy poco tiempo así el de París, días antes del 14 de junio de 1940. Pues el poema es también un histórico y oblicuo Schibboleth, el recuerdo de una contraseña —un nombre, una fecha— capaz de reconocer auroras gemelas, instantes cíclicamente repetidos, ya que cuanto más irrepetible es una fecha más condenada parece a reiterarse.

Paradoja que ha sido vivida de muy diferentes modos, desde el dolor esquizoide de Celan al lúdico pan-intelectualismo de Borges. Entre la especulación y la ironía, Borges acudirá a la data a fin de enunciar la esencial paradoja del tiempo, que hace tan banal como insustituible, en el fondo, todo nombre o data. Un Borges cuya existencia, de hecho, ya habría sido intuida en algún verso de algún anónimo poeta oriental, o por los pasos de Paul Groussac junto a los anaqueles de la biblioteca de la calle México; del mismo modo que la España del Islam y la cábala continuarían existiendo «en Buenos Aires, / en este atardecer del mes de julio de 1964» («España», Borges, 1999: 80). Pues toda realidad, según Borges, parece regresar obstinadamente, como un texto ya escrito del que solo se pudiera modificar ya no la ortografía, sino apenas la prosodia, la forma de declamarlo, de exponerlo una y otra vez a su ilusoria realización.

Anonimia, eros y deixis. Epílogo

Cada vez menos conscientes de la antigüedad de nuestros gestos, pocas vivencias consiguen ya originar en nosotros la experiencia de la anonimia, de la que no puede desvincularse en ningún caso la onomatología. Esencialmente deíctica, la experiencia amorosa parece apelar por igual a una magia del nombre y a una metafísica de la anonimia. De ahí que el amante no deje de proclamar lo intrínsecamente pronominal de su experiencia. «Enterraré los nombres» —exclama así el amante de La voz a ti debida— «los rótulos, la historia [...]. / Y vuelto ya al anónimo / eterno del desnudo / de la piedra, del mundo, / te diré: / “Yo te quiero, soy yo”» (Salinas, 1984: 64).

Si ha habido un poeta moderno, sin embargo, que ha llevado el amor más allá incluso de su deixis, ese ha sido Roberto Juarroz. Apenas seis dedicatorias en mil doscientos poemas y ni un solo nombre propio, más bien todo lo contrario: una profesión de fe acerca de la absoluta necesidad de «desbautizar al mundo», de «sacrificar el nombre de las cosas / para ganar su presencia» (Juarroz, 2001: 66). En uno de sus últimos cuadernos, Juarroz parece sugerir una respuesta a esa pregunta que ha fascinado a tantos poetas modernos: qué hacer para que el nombre y la cosa, siendo tan radicalmente ajenos, lleguen un día a coincidir. Si los nombres no son más que huéspedes de la realidad, como alguna vez sugirió Celan, entonces, tal vez solo nos quede «no llamar a las cosas por su nombre / y aprender a llamarlas / con los gestos que salen de las cosas» (Juarroz, 2001: 168), para lo cual, insinúa Juarroz, habría quizá que nacer y crecer con ellas (Juarroz, 2001: 84).

Una fidelidad a lo real tan antigua como la propia palabra poética, a la que ya apuntaba Homero a través de la figura de Ericlea: la nodriza que por ver nacer y crecer a Ulises, justamente, supo al final reconocerlo. Y a quien por ello Homero otorgará, en dos ocasiones (Od. I, 428; XIX, 436), el epíteto de «conocedora en fidelidad». Epíteto que Carles Riba y Philippe Jaccottet traducirán, respectivamente, como «atenta» (Homero, 1953: 37) y «devota» (dévouée) (Homero, 2004: 316). Atención y devoción a una realidad que el nombre y la data parecen atesorar en grado sumo, como ha demostrado, sobradamente, la poesía moderna.

E. P. C.—UNIVERSIDAD DE ÉVRY VAL-D’ESSONNE (FRANCIA)


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