INSULA

Luces argentinas
Número 793-794. Enero 2013

 
 

Aurora EGIDO / Luces de Buenos Aires


 

Para Lía Schwartz.

ÍNSULA ha querido ofrecer este número extraordinario con motivo de la celebración en Buenos Aires del XVIII Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas (15-20 de julio, 2013), organizado por el Instituto de Filología «Dr. Amado Alonso» y diversas universidades. La revista, que tantas veces ha dedicado sus páginas a las letras argentinas (Gutzmann, 2006), presenta, en esta ocasión, una serie de trabajos, coordinados por Rosa Pellicer y quien esto suscribe, que pretenden ser un reflejo, siquiera parcial, de su variedad y riqueza, incluida su aportación al hispanismo. Se continúa así el ofrecimiento que supusieron en los Congresos de la AIH, celebrados en París y Roma, los monográficos: Las Humanidades y el Hispanismo (Egido y Schwartz, 2007), y Entre Italia y España (Egido, 2010).

El paseo por el damero de sus calles , como el de Ernesto Sábato «cuando la dureza y el furor de Buenos Aires hacen sentir la soledad», ha suscitado un sinfín de páginas literarias, desde El Matadero (c. 1840), de Esteban Echevarría, a Fervor de Buenos Aires (1923), donde Borges exaltó «la gloria de las luces». Entre ellas, brilla con particular relieve Adán Buenosayres (1946, pero iniciada en 1929), de Leopoldo Marechal, que, bajo el signo de la Odisea, la Divina Comedia, El Criticón, el Ulysses de Joyce y otras obras, trazó la cartografía de una ciudad (Barcia, 2003), donde, a pequeña escala, no solo quiso ofrecer el paradigma del hombre en general y del argentino en particular, sino un auténtico epítome de la cultura universal.

«Notas sobre Buenos Aires» de Guillermo de Torre

Pero antes de ese fiat lux bonaerense, el bibliólogo de las vanguardias Guillermo de Torre escribió en 1927 unas curiosas «Notas sobre Buenos Aires», lugar que él veía con «demasiada cordura para ser joven» y «prematuramente satisfecho de sí mismo». Sus quince cuartillas se guardan en el manuscrito 22843/28 de la Biblioteca Nacional de España, que compró a Alberto Casares en 2006 el Archivo Personal del autor, compuesto por numerosísimas cartas, artículos, separatas, recortes de prensa, poemas y apuntes diversos, muchos de ellos inéditos. Parte de la historia secreta de la literatura manuscrita española (Jauralde, 2008), su contenido merecería atención más detenida, aunque algunos editores, como Carlos García y Martín Greco, hayan dado a conocer la correspondencia de Guillermo de Torre con Lorca, Juan Ramón Jiménez y Goméz de la Serna, entre otros.

Cerca de cuatrocientas cartas y postales cruzadas con Tristan Tzara, María Zambrano, Dalí, Nabokov, Alfonso Reyes, Blaise Cendrars, Victoria Ocampo, Jorge Guillén, Gil de Biedma y un larguísimo etcétera, quedan fuera del alcance de este artículo, en el que apenas pretendemos llamar la atención sobre un archivo lleno de sorpresas que iluminan la historia crítica y social de la literatura del siglo XX, así como las relaciones entre la Argentina y España.

A Guillermo de Torre le obsesionó siempre el problema de las ciudades, como refleja su lopesco título El peregrino en su patria (ms. de la BNE 22843/37), donde cuenta su reencuentro con Madrid al volver de América, al igual que otros textos sobre sus viajes entre una y otra orilla: destellos del transterrado o regresado, todavía palpitantes (Daniel Mesa, 2012). En ese sentido, sus «Notas sobre Buenos Aires» son todo un testimonio de quien se enfrenta a un lugar que le desconcierta y del que quiere captar su verdadero sentido. Situado desde la atalaya del «balcón-terraza» en el piso 9º de un rascacielos erguido sobre el conjunto de una ciudad horizontal llena de casas enanas, su ordenación geométrica, lejos de aclarar sus ideas, le desorienta; de ahí la necesidad de perderse por sus calles para tratar de entenderla.

Acostumbrado a la fisonomía de las viejas ciudades europeas, arbitrarias e irregulares, sin trazado previo, Guillermo de Torre, acusaba la falta de expresividad o de rincones singulares y pintorescos en la homogeneidad de un Buenos Aires que era una «contradicción viva», una «paradoja de cemento armado» como la lucha entre cosmopolitismo y «manías locales». A su juicio, el criollismo lo hacía todo más angosto, lejos del pretendido «sincronismo universal» que implicaba la confusión de razas y lenguas de «los inmigrantes que llegaban diariamente en los transatlánticos a la Dársena Norte», pues luego la misma ciudad, en vez de acusar las diferencias, hacía que se mezclaran.

Guillermo de Torre, obsesionado por los excesos de los criollistas, arremetía en sus «Notas» contra «la aspereza de Buenos Aires», desmintiendo su aparente optimismo y denunciando su hipocresía, su avidez material o su falta de intimidad y seriedad, como si todo se escapara en ella por la válvula del chiste. Él creía que la sensación de lejanía que el argentino provocara en Ortega y Gasset provenía de su actitud tímida o marginal, a veces enmascarada de burla. Los bancos le parecían nuevas catedrales a las que sus fi eles se acercaban a comulgar con monedas. Pero el territorio de la especulación económica era solo una pequeña parte de una ciudad de fisonomía tan triste como la de sus habitantes, que residían en ella por la fuerza del destino. Asumiendo que «En Buenos Aires, no vive nadie por gusto. Solamente por dos cosas: por obligación —por fatalismo, por haber venido al mundo aquí, por necesidad de ganarse la vida— o por ambición, por conquistar el vellocino de oro», Guillermo de Torre creía que era un lugar al que todos acaban de llegar o del que están a punto de marcharse y donde nadie echa raíces permanentes. El «simbolismo exacto de Buenos Aires es un baúl en cada habitación», una tierra de desterrados que, a su juicio, siempre viven con la ilusión de viajar.

Su visión crítica y amarga se vuelve, no obstante, contra sí mismo, pues en hoja aparte habla también de los inmigrantes «gallegos» y de la no menos falsa idea de América que llevan a España los «indianos» que regresan. Guillermo de Torre observa además que «contra la arbitrariedad antiespañola, uno se vuelve patriota en la Argentina; y como reacción contra la barbarie lunfardizante, el escritor se vuelve respetuoso de la Gramática y casi academicista». Las «Notas» reflejan a su vez la tendencia nacionalista de los argentinos desde una perspectiva que hoy caería de lleno en el territorio de la multiculturalidad, pues su autor la justifica como lógica respuesta a la hibridez resultante de la inmigración en lucha contra el poliglotismo de una nueva Torre de Babel. Pero en Buenos Aires, lejos de acusarse las diferencias, todo se mezcla y confunde: «Necesariamente han de extrañar sus fastos y sus campañas nacionalistas, que no implican xenofobia, sino que por el contrario tiende a captar, absorber y asimilar al extranjero, haciéndole olvidar su nativa nacionalidad».

«El sentido del tiempo en América»

Unas pocas cuartillas de alguien tan prolífico como Guillermo de Torre, casi sin pulir y escritas a borbotones, no deben llevarnos demasiado lejos, aunque representen una perspectiva curiosa y hasta chocante dentro de un proyecto suyo a mayor escala. Me refiero a la lista de «Temas de artículos» que tenía in mente, ya fuesen sobre «El orgullo nacionalista argentino», «El sentido de humor gaucho» (tachado: «especial») o «El tango en la peluquería». Títulos que se completan con otro que sí llegó a desarrollar en cuatro cuartillas (en este caso, no autógrafas y también conservadas en el manuscrito 22843/29 de la BNE) sobre «El sentido del tiempo en América», donde viene a decir que diez años equivalen a un siglo en Europa, pues en aquella «la tradición se hace en dos días. Todo queda a la vuelta de la esquina».

Guillermo de Torre no solo pretendía, en este caso, reflejar sus impresiones sobre el espacio bonaerense o sobre la singularidad de los argentinos, sino respecto al concepto general de tiempo, «relativo y cambiante» al mudar de altitud. Cien años tangibles, morosos y solemnes de Europa se convertían en una eternidad trasladados al nuevo continente. El ritmo acelerado de América, que incluso se agrandaba en lo literario, se derivaba precisamente de ese deseo de sincronizar con el compás europeo hasta convertir los minutos en horas. No es por ello extraño que, al hablar del vigésimo aniversario de la revista Nosotros, fundada en 2007, Guillermo de Torre volviera a sus reflexiones temporales («¡calcúlese lo que esto representa para América!»), mientras que en España, «¡Veinte años!»... no es nada.

El autor de Hélices, el secretario de la revista Sur, el firmante del manifiesto ultraísta en Prisma, el que tuviera en sus manos el proyecto de Austral y que impulsara tantos títulos con el sello «Espasa-Calpe Argentina», puede y debe valorarse por otros empeños que las sucintas «Notas sobre Buenos Aires» o «El tiempo en América». Su viaje a la capital argentina en 1927, junto a Ernesto Jiménez Caballero, le abrió sin duda un nuevo mundo, incluido su matrimonio un año después con Norah Borges, con la que volvió en 1932 a España, como prueban, entre otras cosas, sus artículos en La Nación y en la Gaceta Americana (1927-1932). Las «Notas» bonaerenses poco tenían de vanguardistas en el estilo, aunque sí lo fueran en el deseo de universalidad que él siempre buscara (Guillermo de Torre, 1965). De la dificultad, respecto a la Literatura española en comparación con la de otras lenguas, habló precisamente en el Primer Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas, celebrado en Oxford en 1962.

En Guillermo de Torre, como dice el título de un libro que no llegó a publicar, dedicado a su amigo Robert Delaunay, asistimos a un proceso de Construcción-Destrucción (1929-3), que nos habla de la revolución de las vanguardias y del Barroco de los modernos, en donde cabía no solo el cubismo, sino el simultaneísmo y la universalidad que se desprende de las referidas anotaciones bonaerenses.

Todos sus escritos rezuman, al igual que las mismas literaturas de vanguardia, que él estudió y difundió, un intento de «remover, incitar, polemizar», también presente en esas dos miradas personales y subjetivas sobre Buenos Aires y el tiempo en América, que tanto invitan a la reflexión y a la discusión.

Luces de bohemia argentina: Adán Buenosayres

Respecto a Leopoldo Marechal, obsesionado tempranamente por los símbolos adánicos y genesíacos desde sus Cinco poemas australes, como ha señalado su mayor exegeta Pedro Luis Barcia (Marechal, 1994), configuró en Adán Buenosayres un libro-mundo capaz de abarcarlo todo. Su autor, cual Deus artifex, dibujó en él un viaje iniciático de apenas cuatro días por la capital argentina que, por sus alusiones personales y por su ambición, tuvo enseguida numerosos detractores. Dejando al margen cuanto contiene de roman à clef, lo cierto es que sus páginas encierran un amplio recorrido simbólico y literario en el que caben desde Platón, Plotino, San Agustín, Berceo, Ramón Llull, Santa Teresa, Rabelais y Shakespeare, a Juan Ramón Jiménez, Eduardo Mallea o el tango. En dicho panorama, no falta además el esquema cervantino del manuscrito encontrado ni la confusión autorpersonaje que se desprende del prólogo. Son tantas y tan apretadas las reminiscencias librescas, confesadas o no, que su taller se asemeja al de un Lope, un Quevedo o una Sor Juana Inés de la Cruz, trabajando con eruditas lecturas y polianteas (aparte referencias pictóricas o cinematográficas), aunque con una mirada y un estilo marcados por las modernas vanguardias y el existencialismo incipiente.

De esa labor de taracea, querríamos destacar la influencia de Luces de Bohemia y de los esperpentos de Valle-Inclán, asunto que convendría analizar con más detalle, sobre todo por lo que representa haber expuesto Marechal la literatura, y la vida misma hecha literatura, ante los cristales cóncavos y convexos del Callejón del Gato. Ese perspectivismo deformativo, aunque sin el distanciamiento ni la acritud del escritor español, se aprecia en casi todos los lugares bonaerenses frecuentados. Estos remiten al círculo vicioso valleinclanesco del guardillón de Max Estrella, la tienda-cueva de Zaratustra, la Taberna de Pica-Lagartos, la Buñolería Modernista, el paseo por el Ministerio, el café Colón, los jardines, la iglesia, el velorio con duelo de fantoches y el Cementerio del Oeste, que se cierra de nuevo en la mencionada taberna. Un itinerario de nocturnidad bohemia y efluvios alcohólicos que, al margen de reminiscencias clásicas ultramundanas, se repite, a lo bonaerense, con similitud pasmosa en los viajes diurnos y nocturnos de Adán Buenos Ayres. Y otro tan ocurre con los personajes, empezando por Adán y Samuel Testler, claro trasunto del poeta Max Estrella (para el que también la vida era «un círculo dantesco») y del filósofo don Latino, adepto a la gnosis y a la magia, que se rieron de papá Verlaine y del Modernismo, o departieron con un amargado Rubén Darío bebiendo ajenjo en el Café Colón.

Aunque la obra se sitúe en la tradición satírica de las visiones lucianescas rescatadas por Quevedo y Torres de Villarroel, lo cierto es que Adán Buenosayres se acerca constantemente a la vieja bohemia murgueriana de café, vista a través de un cristal que todo lo deforma. Así ocurre, por ejemplo, en el retrato del abuelo Sebastián y cuanto acontece antes de que el difunto se fuera con el «Cristo mentao que describía el disco gaucho en el fonógrafo de la casa» para soltar su tordillo en el campo estrellado. Sobre todo cuando sus amigos vascos van a enterrarlo en el cementerio de Maipú y hacen un alto en la taberna, dejando el ataúd en el suelo para tomarse «una sangría de vino, agua y azúcar» (p. 175). Y no deja de ser curioso que Marichal bebiera de la literatura folletinesca, ya hablemos de Dumas o de Pierre Alexis, y de otros géneros menores como el sainete y la zarzuela, al igual que hiciera Valle cuando publicó Luces por entregas.

Cual nuevo Andrenio solitario salido de El Criticón, pero ya maduro como Critilo, Adán Buenosayres dialogará consigo mismo ad intra, ridiculizando los conocimientos acerca de Boecio y Poe, o discurriendo sobre el mismísimo Río de la Plata y «la tierra que-de-unpuro- metal-saca su nombre: Argentina» (p. 182). La erudición literaria y filosófica de Adán y de Samuel Testler será puesta en la picota de la risa, como hicieran antes en Luces de Bohemia el hiperbólico andaluz Max Estrella y don Latino de Hispalis, dulcificados, en este caso, por la cercanía autor-personaje, aunque no falten al reclamo el perejil del sarcasmo y el choclo de la melancolía.

Leopoldo Marechal, pese a su confesada fe católica, desmitificó también la religión, mezclando un rebajado Trono de Venus con el vascuence Cristo de Lezo, y se burló con humor de la mitología clásica en los hijos futbolistas de doña Francisca, Cástor y Polux, o sentando a las Tres Gracias en el diván. Tampoco se paró en barras, a la hora de tratar símbolos como la bandera, comparando la literatura argentina con «un pucherete a la criolla» (p. 200). Por lo mismo, entre otras mutaciones clásicas, convirtió el «gigantinano» de El Criticón en la figura de Samuel Tesler, compuesta por un torso gigantesco que terminaba «en dos cortas, robustas y arqueadas piernas de enano» (p. 203) o transformando la cueva de la Nada en la Gran Hoya. Marechal, que posiblemente leyó la obra de Gracián en la edición que Guillermo de Torre hizo en 1941 para Losada, pudo aprender de ella cuanto contenía de viaje simbólico por las edades del hombre hasta llegar a la Isla de la Inmortalidad. Pero él lo hizo desde una perspectiva a veces surrealista, que mezclaba las lágrimas de Heráclito y la risa de Demócrito, o relegaba el escrutinio de la biblioteca cervantina y el de Luces de Bohemia a la enajenación libresca que hace doña Francisca a la muerte de Samuel Testler, vendiendo sus obras manuscritas como si fueran papel viejo (p. 225).

Una nueva «Argentinopeya»

Si la tradición satírica de la vetula, que Lía Schwartz analizara en Quevedo, parece estar detrás de la pintura de la vieja Chacharola (p. 227) o de doña Venus (p. 520), lo cierto es que ellas, como la parada de los aurigas de la Parca para empinar el codo en La Hormiga de Oro, junto a los visajes del bardo callejero Polifemo (tan ciego como Homero y como Max Estrella), el Cristo de la Mano Rota, los hurras por el muerto y el «¡Salve, otoño, padre de la cursilería» (p. 244), parecen dignos vestigios valleinclanescos conformando un nuevo ruedo argentino. En ese y otros aspectos, Adán Buenosyares tiene mucho de Luces de Bohemia, incluso en la teatralidad de tantas escenas (p. 504) que transforman la tragedia en sainete. Convertida en inédita «Argentinopeya» (p. 231), esta nueva épica, moderna y surrealista, cantará una ciudad mezcla de razas y lenguas, como el propio texto, en el que se funden tantos géneros, autores y estilos con la literatura de arrabal. Si, a juicio de Valle, España era una deformación grotesca de la civilización europea y por eso había que ver sus miserias en el fondo del vaso y convertir a los personajes en fantoches, Marechal tratará a su manera de hacer otro tanto en el predio argentino, incluso coincidiendo en que casi todo pasaba por París.

Pensemos, por caso, en el retrato de la Gorda Gea (p. 244), lujuriante de bozos y pelambreras, que parece recrear La Monstrua de Velázquez, aparte de prefigurar futuras mamásgrandes o desmesuradas hembras en Amarcord de Fellini. Marechal puso la cultura clásica a la altura de la calle, recreando El Barbero de Sevilla en una peluquería porteña, o convirtiendo en opereta el combate en una verdulería, que acaba con la llegada del Sargento Pérez (p. 277), como ocurre con el carabinero de Los cuernos de don Friolera. Puro esperpento, aunque matizado por sentimientos cercanos en tantos y tantos capítulos bonaerenses, donde siete personajes (que ya habían encontrado autor y se confundían con él) andaban de noche medio borrachos por el barrio de Saavedra mientras desmitificaban el Río de la Plata o la «Fundación » borgiana.

El problema de Adán Buenosyares tal vez resida en haberlo tomado a veces demasiado en serio, sin ver hasta qué punto la obra se salva, en buena parte, como un cuasi esperpento que pone a caldo tradiciones literarias, conceptos filosóficos e ideas patrias, incluyendo en ello la propia autobiografía. Así ocurre en el libro tercero, donde se mezclan coplas escatológicas con coros de tragedia griega acriollados, se alude a la crítica de la razón pura de Kant junto al Martín Fierro o se dice que en todo argentino hay un caballo in potentia (p. 370). Y es allí donde la frase que habla de «aquel poeta neosensible y de aquel filósofo estupendo» (p. 361) ilumina un trasfondo de bohemia valleinclanesca que rebaja los vuelos platónicos sobre los orígenes del hombre (incluido el del indio americano, p. 385) a la altura de la tertulia, como ocurriera dentro de la cueva de Zaratustra en Luces.

Marechal, recordando tal vez lo que Cervantes hizo respecto a las novelas de caballerías, puso a la prueba de la realidad argentina los más variados conocimientos científicos, religiosos o astrológicos, mostrando la enorme distancia que media entre literatura y vida. Al igual que Rubén Darío y Bradomín, cuando mezclaban a Hamlet con los Hermanos Quintero en el valleinclanesco Cementerio del Este, Adán Buenosayres yuxtapondrá el diálogo platónico con una desgarrada copla del payador Tissone. Sus protagonistas, que se pasean borrachos por una ciudad poblada de escenas teatrales de ultratumba, como la del velatorio de Juan Robles con las Tres Cuñadas Necrófilas (pp. 413-7), son vistos de rodillas, de pie y en el aire por un narrador que parece recrear un nuevo y esperpéntico «mester de juglaría criollo» (p. 475). Formado, en este caso, por el trío «Los Bohemios», se podría incluso entresacar de él toda una floresta de greguerías y disparates (pp. 484-5).

Que fuera o no Borges quien suscita una insidiosa interrogativa de Adán a Pereda («¿y qué culpa tengo yo si tus profesores de Ginebra te convirtieron en un agnóstico de bolsillo?», p. 491), forma ya parte de ese diálogo constante con los muertos y los aún vivos que la obra ofrece hasta la saciedad. El quijotismo, e incluso el bovarysmo, asaltan a cada paso, pues se trata de un vivir literaria o filosóficamente por parte de los protagonistas y del mismo narrador, que no conduce sino a la derrota. Aquellos disfrutarán dialogando sobre la poesía como primer amor, sin olvidarse de Platón, Aristóteles o Baudelaire, pero el criollista teórico y escéptico Pereda pondrá las cosas en su sitio exclamando, como en el famoso diálogo entre Babieca y Rocinante: «¡Ahora resulta que soy metafísico por carambola!» (p. 494). Adán, más que al graciano Andrenio, recuerda a don Quijote en su calidad de poeta que se inventa a sí mismo, pero visto a través de los espejos cóncavos que convirtieron a los héroes clásicos en seres esperpénticos, caricaturizados y distorsionados como en carnaval festivo.

Por otro lado, el lenguaje se somete a todo un proceso de transformación y hasta se hace pedazos. Así ocurre con los once trovadores australes que despiertan el «¡Espíritu musical de Martín Fierro!» a través de letras escatológicas antes de llegar al prostíbulo de la calle Canning, tan parecido, por otro lado, a la Taberna de Pica-Lagartos en Luces de Bohemia. Allí el «cráneo previlegiado» de Max Estrella se convierte, por boca de Amusden, en «¡Un gran cerebro!», que no es otro que el de Samuel Testler, quien habla del lugar como de un «lenocinium abstracto». En él surgirán la quijotesca «cabeza parlante» (p. 532), una madama de visajes quevedescos y una Odalisca enamorada, prima hermana de la Marquesa del Tango, Enriqueta La-Pisa- Bien, salida otrora del agitado numen de don Ramón María. Puro folletín con tintes impresionistas (pp. 521-5), que llevará a Adán y a Samuel (cristiano y judío, poeta y filósofo), cual si resucitaran el par Max-Don Latino («borrachos lunáticos y filósofos peripatéticos») de vuelta a casa al final de la noche, cuando se acaban los sueños.

Novela de aprendizaje

Pero no todo es carnaval. El libro quinto supondrá otra vuelta de tuerca con la que el narrador, confundido con un «Tú» destinatario, dará las claves sobre lo ya leído, a través de un viaje iniciático en el que Marechal vertió en un solo yo su infancia y juventud, constatando lecturas bucólicas como la Égloga I de Garcilaso. El viaje por Europa (Galicia, Castilla, Roma, Amsterdam y sobre todo París) configura una novela de aprendizaje donde, en paralelo con las edades que Gracián trazó en El Discreto, se va deteniendo en todas las escuelas filosóficas del mundo. En ese viaje odiseico de quien confiesa ser un megalómano «tejedor de humo» (p. 616), no falta un episodio de seducción (anticipo de la Maga de Rayuela) en la figura de Circe- Fernández. Esta, digna heredera de la Falsirena graciana o de las sirenas- empleadas de fábrica que Joyce sacó en el Ulysses, tiene sin embargo su más claro remitente en la Marquesa del Tango, mozuela golfa de Luces de Bohemia.

«El Cuaderno de Tapas Azules» abrirá, como caja china, en el libro sexto la ilusión del manuscrito encontrado, lleno de reminiscencias autobiográficas y metapoética. El lector va así encontrando señales sobre lo leído anteriormente (Virgilio, Santo Tomás, el Llibre d´Amic et Amat, San Juan de la Cruz, Dante, Unamuno, Gracián, Freud, Lawrene, Guide...), comprobando hasta qué punto la literatura, como el personaje Aquella, que lo conduce al jardín de las delicias, es pura invención, pues todo tiene lugar en las visiones de Adán, trasunto de las del autor.

Las correrías ultramundanas por Cacodelphia, con sus heteras prostibularias y compuestos archimboldescos, recogerán la mejor tradición de lo grotesco, a través de un desfile de personajes históricos que termina con tres porteros negros chupando mate a la puerta del parlamento (p. 931). Al paso que va desenterrando, con ribetes de crítica social, política y moral, la historia de Argentina (pp. 800ss.) y la suya propia, Marechal hablará de los «potenciales» (p. 846), personajes en potencia de la propia con los que Adán sostiene una batalla; la misma que la del narrador con el sinfín de reminiscencias filosóficas, artísticas y literarias a las que remite —ya se trate de la transformación platónica de los amantes, de las pinturas del Bosco o de la Orestiada— y que también libran los lectores página a página hasta el agotamiento.

La novela contiene así su propia parodia y hasta su palinodia, junto a la de las obras que la han engendrado —incluido Kafka—, a través de ese insecto gigante que es don Ecuménico, gracioso representante del unamuniano «sentimiento trágico de la vida» (p. 953), pero que vive las canciones populares de la calle. Su historia es como un melodrama dentro de la novela, una nueva Metamorfosis, que le lleva a volverse invisible dentro de la Casa de los Libros, donde conoce al «Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías...» (p. 962). Este, entregado a «la grata empresa de roer y devorar físicamente los volúmenes del recinto», «abstracto como siempre» y «vestido de silencios» (p. 974), abrirá una claraboya por la que don Ecuménico se esfuma, y cuyo desvanecimiento correrá a su vez parejas con el de Testler y quienes le escuchan.

Finalmente, Adán y el astrólogo Schultze (como les ocurrió a Andrenio y Critilo con el Mérito al final de El Criticón), después de pasar por la Gran Hoya, llegarán al noveno y último círculo infernal, donde les espera el Paleogogo. Pero este es ya un monstruo sin maldad, feo y «serio como bragueta de fraile», que rebaja cualquier intento anagógico o siquiera trascendental en una novela compleja y ambiciosa cual mons parturiens, que termina tan «solemne como pedo de inglés» (p. 975).

Hacer un idioma contra los necrófagos

Pese a sus excesos de fondo y forma, Adán Buenosayres contiene páginas espléndidas y, como contrafactum narrativo, supuso todo un desafío para la novela futura. No es por ello extraño que sedujera a algunos lectores como Cortázar, que tachó y trazó sobre ella una Rayuela parisina y bonaerense por la que discurrir y jugar (Navascués, 1990). Como demostró Ana María Barrenechea (1983), al editar el Cuaderno de Bitácora de «Rayuela», la obra de Cortázar fue el resultado de una serie de planos circulares o espirales que, más allá de la crítica genética, muestran el taller experimental de una «antinovela» (o «contranovela») que pretendía deconstruir la narrativa tradicional a partir de unos espacios re-inventados. En «Un Adán en Buenos Aires» (1949), Cortázar vio, por encima de desmesuras, incoherencias y paranoias, cuanto la obra de Marechal suponía «a la hora de escribir novelas argentinas».

Decía recientemente Mario Vargas Llosa (2012), a propósito de Antagonía de Luis Goytisolo, que hay obras como Finnegan´s Wake de Joyce o Paradiso de Lezama Lima, que fracasaron por ambicionar lo inalcanzable. Convertidas en «fuego de artificio» por su desmesura, han servido sin embargo para que otros abrieran nuevos caminos a la invención. En ese grupo, Adán Buenosayres se anticipó a los presupuestos de la futura narrativa en multitud de aspectos de fondo y forma desde una perspectiva esperpéntica, que tanto había aportado y aportaría a la renovación de las letras hispánicas, aplicada, en este caso, a la bohemia argentina. El esfuerzo titánico de Marechal por construir una novela-mundo serviría sin duda de «enérgico empujón », como aventuró Cortázar. Recordemos que esta suponía para él «la aportación idiomática más importante que conozcan nuestras letras...desde los experimentos de su tocayo cordobés», Leopoldo Lugones.

En Adán Buenosayres, un hombre-ciudad-libro que lo abarcaba todo, desde el Génesis a Kafka, cada uno de sus personajes, como sus calles y lugares, se convirtieron en paradigma simbólico de la cultura universal cuando está expuesta a los cuatro vientos cardinales que soplan día y noche sobre la llanura

A. E.— UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA

 
 
 
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