Para Lía
Schwartz.
ÍNSULA ha querido
ofrecer este número extraordinario con motivo de la celebración en
Buenos Aires del XVIII Congreso de la Asociación Internacional de
Hispanistas (15-20 de julio, 2013), organizado por el Instituto de
Filología «Dr. Amado Alonso» y diversas universidades. La revista,
que tantas veces ha dedicado sus páginas a las letras argentinas
(Gutzmann, 2006), presenta, en esta ocasión, una serie de trabajos,
coordinados por Rosa Pellicer y quien esto suscribe, que pretenden
ser un reflejo, siquiera parcial, de su variedad y riqueza,
incluida su aportación al hispanismo. Se continúa así el
ofrecimiento que supusieron en los Congresos de la AIH, celebrados
en París y Roma, los monográficos: Las Humanidades y el Hispanismo
(Egido y Schwartz, 2007), y Entre Italia y España (Egido,
2010).
El paseo por el
damero de sus calles , como el de Ernesto Sábato «cuando la dureza
y el furor de Buenos Aires hacen sentir la soledad», ha suscitado
un sinfín de páginas literarias, desde El Matadero (c. 1840), de
Esteban Echevarría, a Fervor de Buenos Aires (1923), donde Borges
exaltó «la gloria de las luces». Entre ellas, brilla con particular
relieve Adán Buenosayres (1946, pero iniciada en 1929), de Leopoldo
Marechal, que, bajo el signo de la Odisea, la Divina Comedia, El
Criticón, el Ulysses de Joyce y otras obras, trazó la cartografía
de una ciudad (Barcia, 2003), donde, a pequeña escala, no solo
quiso ofrecer el paradigma del hombre en general y del argentino en
particular, sino un auténtico epítome de la cultura universal.
«Notas sobre Buenos
Aires» de Guillermo de Torre
Pero antes de ese
fiat lux bonaerense, el bibliólogo de las vanguardias Guillermo de
Torre escribió en 1927 unas curiosas «Notas sobre Buenos Aires»,
lugar que él veía con «demasiada cordura para ser joven» y
«prematuramente satisfecho de sí mismo». Sus quince cuartillas se
guardan en el manuscrito 22843/28 de la Biblioteca Nacional de
España, que compró a Alberto Casares en 2006 el Archivo Personal
del autor, compuesto por numerosísimas cartas, artículos,
separatas, recortes de prensa, poemas y apuntes diversos, muchos de
ellos inéditos. Parte de la historia secreta de la literatura
manuscrita española (Jauralde, 2008), su contenido merecería
atención más detenida, aunque algunos editores, como Carlos García
y Martín Greco, hayan dado a conocer la correspondencia de
Guillermo de Torre con Lorca, Juan Ramón Jiménez y Goméz de la
Serna, entre otros.
Cerca de
cuatrocientas cartas y postales cruzadas con Tristan Tzara, María
Zambrano, Dalí, Nabokov, Alfonso Reyes, Blaise Cendrars, Victoria
Ocampo, Jorge Guillén, Gil de Biedma y un larguísimo etcétera,
quedan fuera del alcance de este artículo, en el que apenas
pretendemos llamar la atención sobre un archivo lleno de sorpresas
que iluminan la historia crítica y social de la literatura del
siglo XX, así como las relaciones entre la Argentina y España.
A Guillermo de Torre
le obsesionó siempre el problema de las ciudades, como refleja su
lopesco título El peregrino en su patria (ms. de la BNE 22843/37),
donde cuenta su reencuentro con Madrid al volver de América, al
igual que otros textos sobre sus viajes entre una y otra orilla:
destellos del transterrado o regresado, todavía palpitantes (Daniel
Mesa, 2012). En ese sentido, sus «Notas sobre Buenos Aires» son
todo un testimonio de quien se enfrenta a un lugar que le
desconcierta y del que quiere captar su verdadero sentido. Situado
desde la atalaya del «balcón-terraza» en el piso 9º de un
rascacielos erguido sobre el conjunto de una ciudad horizontal
llena de casas enanas, su ordenación geométrica, lejos de aclarar
sus ideas, le desorienta; de ahí la necesidad de perderse por sus
calles para tratar de entenderla.
Acostumbrado a la
fisonomía de las viejas ciudades europeas, arbitrarias e
irregulares, sin trazado previo, Guillermo de Torre, acusaba la
falta de expresividad o de rincones singulares y pintorescos en la
homogeneidad de un Buenos Aires que era una «contradicción viva»,
una «paradoja de cemento armado» como la lucha entre cosmopolitismo
y «manías locales». A su juicio, el criollismo lo hacía todo más
angosto, lejos del pretendido «sincronismo universal» que implicaba
la confusión de razas y lenguas de «los inmigrantes que llegaban
diariamente en los transatlánticos a la Dársena Norte», pues luego
la misma ciudad, en vez de acusar las diferencias, hacía que se
mezclaran.
Guillermo de Torre,
obsesionado por los excesos de los criollistas, arremetía en sus
«Notas» contra «la aspereza de Buenos Aires», desmintiendo su
aparente optimismo y denunciando su hipocresía, su avidez material
o su falta de intimidad y seriedad, como si todo se escapara en
ella por la válvula del chiste. Él creía que la sensación de
lejanía que el argentino provocara en Ortega y Gasset provenía de
su actitud tímida o marginal, a veces enmascarada de burla. Los
bancos le parecían nuevas catedrales a las que sus fi eles se
acercaban a comulgar con monedas. Pero el territorio de la
especulación económica era solo una pequeña parte de una ciudad de
fisonomía tan triste como la de sus habitantes, que residían en
ella por la fuerza del destino. Asumiendo que «En Buenos Aires, no
vive nadie por gusto. Solamente por dos cosas: por obligación
—por fatalismo, por haber venido al mundo aquí, por necesidad
de ganarse la vida— o por ambición, por conquistar el
vellocino de oro», Guillermo de Torre creía que era un lugar al que
todos acaban de llegar o del que están a punto de marcharse y donde
nadie echa raíces permanentes. El «simbolismo exacto de Buenos
Aires es un baúl en cada habitación», una tierra de desterrados
que, a su juicio, siempre viven con la ilusión de viajar.
Su visión crítica y
amarga se vuelve, no obstante, contra sí mismo, pues en hoja aparte
habla también de los inmigrantes «gallegos» y de la no menos falsa
idea de América que llevan a España los «indianos» que regresan.
Guillermo de Torre observa además que «contra la arbitrariedad
antiespañola, uno se vuelve patriota en la Argentina; y como
reacción contra la barbarie lunfardizante, el escritor se vuelve
respetuoso de la Gramática y casi academicista». Las «Notas»
reflejan a su vez la tendencia nacionalista de los argentinos desde
una perspectiva que hoy caería de lleno en el territorio de la
multiculturalidad, pues su autor la justifica como lógica respuesta
a la hibridez resultante de la inmigración en lucha contra el
poliglotismo de una nueva Torre de Babel. Pero en Buenos Aires,
lejos de acusarse las diferencias, todo se mezcla y confunde:
«Necesariamente han de extrañar sus fastos y sus campañas
nacionalistas, que no implican xenofobia, sino que por el contrario
tiende a captar, absorber y asimilar al extranjero, haciéndole
olvidar su nativa nacionalidad».
«El sentido del
tiempo en América»
Unas pocas cuartillas
de alguien tan prolífico como Guillermo de Torre, casi sin pulir y
escritas a borbotones, no deben llevarnos demasiado lejos, aunque
representen una perspectiva curiosa y hasta chocante dentro de un
proyecto suyo a mayor escala. Me refiero a la lista de «Temas de
artículos» que tenía in mente, ya fuesen sobre «El orgullo
nacionalista argentino», «El sentido de humor gaucho» (tachado:
«especial») o «El tango en la peluquería». Títulos que se completan
con otro que sí llegó a desarrollar en cuatro cuartillas (en este
caso, no autógrafas y también conservadas en el manuscrito 22843/29
de la BNE) sobre «El sentido del tiempo en América», donde viene a
decir que diez años equivalen a un siglo en Europa, pues en aquella
«la tradición se hace en dos días. Todo queda a la vuelta de la
esquina».
Guillermo de Torre no
solo pretendía, en este caso, reflejar sus impresiones sobre el
espacio bonaerense o sobre la singularidad de los argentinos, sino
respecto al concepto general de tiempo, «relativo y cambiante» al
mudar de altitud. Cien años tangibles, morosos y solemnes de Europa
se convertían en una eternidad trasladados al nuevo continente. El
ritmo acelerado de América, que incluso se agrandaba en lo
literario, se derivaba precisamente de ese deseo de sincronizar con
el compás europeo hasta convertir los minutos en horas. No es por
ello extraño que, al hablar del vigésimo aniversario de la revista
Nosotros, fundada en 2007, Guillermo de Torre volviera a sus
reflexiones temporales («¡calcúlese lo que esto representa para
América!»), mientras que en España, «¡Veinte años!»... no es
nada.
El autor de Hélices,
el secretario de la revista Sur, el firmante del manifiesto
ultraísta en Prisma, el que tuviera en sus manos el proyecto de
Austral y que impulsara tantos títulos con el sello «Espasa-Calpe
Argentina», puede y debe valorarse por otros empeños que las
sucintas «Notas sobre Buenos Aires» o «El tiempo en América». Su
viaje a la capital argentina en 1927, junto a Ernesto Jiménez
Caballero, le abrió sin duda un nuevo mundo, incluido su matrimonio
un año después con Norah Borges, con la que volvió en 1932 a
España, como prueban, entre otras cosas, sus artículos en La Nación
y en la Gaceta Americana (1927-1932). Las «Notas» bonaerenses poco
tenían de vanguardistas en el estilo, aunque sí lo fueran en el
deseo de universalidad que él siempre buscara (Guillermo de Torre,
1965). De la dificultad, respecto a la Literatura española en
comparación con la de otras lenguas, habló precisamente en el
Primer Congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas,
celebrado en Oxford en 1962.
En Guillermo de
Torre, como dice el título de un libro que no llegó a publicar,
dedicado a su amigo Robert Delaunay, asistimos a un proceso de
Construcción-Destrucción (1929-3), que nos habla de la revolución
de las vanguardias y del Barroco de los modernos, en donde cabía no
solo el cubismo, sino el simultaneísmo y la universalidad que se
desprende de las referidas anotaciones bonaerenses.
Todos sus escritos
rezuman, al igual que las mismas literaturas de vanguardia, que él
estudió y difundió, un intento de «remover, incitar, polemizar»,
también presente en esas dos miradas personales y subjetivas sobre
Buenos Aires y el tiempo en América, que tanto invitan a la
reflexión y a la discusión.
Luces de bohemia
argentina: Adán Buenosayres
Respecto a Leopoldo
Marechal, obsesionado tempranamente por los símbolos adánicos y
genesíacos desde sus Cinco poemas australes, como ha señalado su
mayor exegeta Pedro Luis Barcia (Marechal, 1994), configuró en Adán
Buenosayres un libro-mundo capaz de abarcarlo todo. Su autor, cual
Deus artifex, dibujó en él un viaje iniciático de apenas cuatro
días por la capital argentina que, por sus alusiones personales y
por su ambición, tuvo enseguida numerosos detractores. Dejando al
margen cuanto contiene de roman à clef, lo cierto es que sus
páginas encierran un amplio recorrido simbólico y literario en el
que caben desde Platón, Plotino, San Agustín, Berceo, Ramón Llull,
Santa Teresa, Rabelais y Shakespeare, a Juan Ramón Jiménez, Eduardo
Mallea o el tango. En dicho panorama, no falta además el esquema
cervantino del manuscrito encontrado ni la confusión autorpersonaje
que se desprende del prólogo. Son tantas y tan apretadas las
reminiscencias librescas, confesadas o no, que su taller se asemeja
al de un Lope, un Quevedo o una Sor Juana Inés de la Cruz,
trabajando con eruditas lecturas y polianteas (aparte referencias
pictóricas o cinematográficas), aunque con una mirada y un estilo
marcados por las modernas vanguardias y el existencialismo
incipiente.
De esa labor de
taracea, querríamos destacar la influencia de Luces de Bohemia y de
los esperpentos de Valle-Inclán, asunto que convendría analizar con
más detalle, sobre todo por lo que representa haber expuesto
Marechal la literatura, y la vida misma hecha literatura, ante los
cristales cóncavos y convexos del Callejón del Gato. Ese
perspectivismo deformativo, aunque sin el distanciamiento ni la
acritud del escritor español, se aprecia en casi todos los lugares
bonaerenses frecuentados. Estos remiten al círculo vicioso
valleinclanesco del guardillón de Max Estrella, la tienda-cueva de
Zaratustra, la Taberna de Pica-Lagartos, la Buñolería Modernista,
el paseo por el Ministerio, el café Colón, los jardines, la
iglesia, el velorio con duelo de fantoches y el Cementerio del
Oeste, que se cierra de nuevo en la mencionada taberna. Un
itinerario de nocturnidad bohemia y efluvios alcohólicos que, al
margen de reminiscencias clásicas ultramundanas, se repite, a lo
bonaerense, con similitud pasmosa en los viajes diurnos y nocturnos
de Adán Buenos Ayres. Y otro tan ocurre con los personajes,
empezando por Adán y Samuel Testler, claro trasunto del poeta Max
Estrella (para el que también la vida era «un círculo dantesco») y
del filósofo don Latino, adepto a la gnosis y a la magia, que se
rieron de papá Verlaine y del Modernismo, o departieron con un
amargado Rubén Darío bebiendo ajenjo en el Café Colón.
Aunque la obra se
sitúe en la tradición satírica de las visiones lucianescas
rescatadas por Quevedo y Torres de Villarroel, lo cierto es que
Adán Buenosayres se acerca constantemente a la vieja bohemia
murgueriana de café, vista a través de un cristal que todo lo
deforma. Así ocurre, por ejemplo, en el retrato del abuelo
Sebastián y cuanto acontece antes de que el difunto se fuera con el
«Cristo mentao que describía el disco gaucho en el fonógrafo de la
casa» para soltar su tordillo en el campo estrellado. Sobre todo
cuando sus amigos vascos van a enterrarlo en el cementerio de Maipú
y hacen un alto en la taberna, dejando el ataúd en el suelo para
tomarse «una sangría de vino, agua y azúcar» (p. 175). Y no deja de
ser curioso que Marichal bebiera de la literatura folletinesca, ya
hablemos de Dumas o de Pierre Alexis, y de otros géneros menores
como el sainete y la zarzuela, al igual que hiciera Valle cuando
publicó Luces por entregas.
Cual nuevo Andrenio
solitario salido de El Criticón, pero ya maduro como Critilo, Adán
Buenosayres dialogará consigo mismo ad intra, ridiculizando los
conocimientos acerca de Boecio y Poe, o discurriendo sobre el
mismísimo Río de la Plata y «la tierra que-de-unpuro- metal-saca su
nombre: Argentina» (p. 182). La erudición literaria y filosófica de
Adán y de Samuel Testler será puesta en la picota de la risa, como
hicieran antes en Luces de Bohemia el hiperbólico andaluz Max
Estrella y don Latino de Hispalis, dulcificados, en este caso, por
la cercanía autor-personaje, aunque no falten al reclamo el perejil
del sarcasmo y el choclo de la melancolía.
Leopoldo Marechal,
pese a su confesada fe católica, desmitificó también la religión,
mezclando un rebajado Trono de Venus con el vascuence Cristo de
Lezo, y se burló con humor de la mitología clásica en los hijos
futbolistas de doña Francisca, Cástor y Polux, o sentando a las
Tres Gracias en el diván. Tampoco se paró en barras, a la hora de
tratar símbolos como la bandera, comparando la literatura argentina
con «un pucherete a la criolla» (p. 200). Por lo mismo, entre otras
mutaciones clásicas, convirtió el «gigantinano» de El Criticón en
la figura de Samuel Tesler, compuesta por un torso gigantesco que
terminaba «en dos cortas, robustas y arqueadas piernas de enano»
(p. 203) o transformando la cueva de la Nada en la Gran Hoya.
Marechal, que posiblemente leyó la obra de Gracián en la edición
que Guillermo de Torre hizo en 1941 para Losada, pudo aprender de
ella cuanto contenía de viaje simbólico por las edades del hombre
hasta llegar a la Isla de la Inmortalidad. Pero él lo hizo desde
una perspectiva a veces surrealista, que mezclaba las lágrimas de
Heráclito y la risa de Demócrito, o relegaba el escrutinio de la
biblioteca cervantina y el de Luces de Bohemia a la enajenación
libresca que hace doña Francisca a la muerte de Samuel Testler,
vendiendo sus obras manuscritas como si fueran papel viejo (p.
225).
Una nueva
«Argentinopeya»
Si la tradición
satírica de la vetula, que Lía Schwartz analizara en Quevedo,
parece estar detrás de la pintura de la vieja Chacharola (p. 227) o
de doña Venus (p. 520), lo cierto es que ellas, como la parada de
los aurigas de la Parca para empinar el codo en La Hormiga de Oro,
junto a los visajes del bardo callejero Polifemo (tan ciego como
Homero y como Max Estrella), el Cristo de la Mano Rota, los hurras
por el muerto y el «¡Salve, otoño, padre de la cursilería» (p.
244), parecen dignos vestigios valleinclanescos conformando un
nuevo ruedo argentino. En ese y otros aspectos, Adán Buenosyares
tiene mucho de Luces de Bohemia, incluso en la teatralidad de
tantas escenas (p. 504) que transforman la tragedia en sainete.
Convertida en inédita «Argentinopeya» (p. 231), esta nueva épica,
moderna y surrealista, cantará una ciudad mezcla de razas y
lenguas, como el propio texto, en el que se funden tantos géneros,
autores y estilos con la literatura de arrabal. Si, a juicio de
Valle, España era una deformación grotesca de la civilización
europea y por eso había que ver sus miserias en el fondo del vaso y
convertir a los personajes en fantoches, Marechal tratará a su
manera de hacer otro tanto en el predio argentino, incluso
coincidiendo en que casi todo pasaba por París.
Pensemos, por caso,
en el retrato de la Gorda Gea (p. 244), lujuriante de bozos y
pelambreras, que parece recrear La Monstrua de Velázquez, aparte de
prefigurar futuras mamásgrandes o desmesuradas hembras en Amarcord
de Fellini. Marechal puso la cultura clásica a la altura de la
calle, recreando El Barbero de Sevilla en una peluquería porteña, o
convirtiendo en opereta el combate en una verdulería, que acaba con
la llegada del Sargento Pérez (p. 277), como ocurre con el
carabinero de Los cuernos de don Friolera. Puro esperpento, aunque
matizado por sentimientos cercanos en tantos y tantos capítulos
bonaerenses, donde siete personajes (que ya habían encontrado autor
y se confundían con él) andaban de noche medio borrachos por el
barrio de Saavedra mientras desmitificaban el Río de la Plata o la
«Fundación » borgiana.
El problema de Adán
Buenosyares tal vez resida en haberlo tomado a veces demasiado en
serio, sin ver hasta qué punto la obra se salva, en buena parte,
como un cuasi esperpento que pone a caldo tradiciones literarias,
conceptos filosóficos e ideas patrias, incluyendo en ello la propia
autobiografía. Así ocurre en el libro tercero, donde se mezclan
coplas escatológicas con coros de tragedia griega acriollados, se
alude a la crítica de la razón pura de Kant junto al Martín Fierro
o se dice que en todo argentino hay un caballo in potentia (p.
370). Y es allí donde la frase que habla de «aquel poeta
neosensible y de aquel filósofo estupendo» (p. 361) ilumina un
trasfondo de bohemia valleinclanesca que rebaja los vuelos
platónicos sobre los orígenes del hombre (incluido el del indio
americano, p. 385) a la altura de la tertulia, como ocurriera
dentro de la cueva de Zaratustra en Luces.
Marechal, recordando
tal vez lo que Cervantes hizo respecto a las novelas de
caballerías, puso a la prueba de la realidad argentina los más
variados conocimientos científicos, religiosos o astrológicos,
mostrando la enorme distancia que media entre literatura y vida. Al
igual que Rubén Darío y Bradomín, cuando mezclaban a Hamlet con los
Hermanos Quintero en el valleinclanesco Cementerio del Este, Adán
Buenosayres yuxtapondrá el diálogo platónico con una desgarrada
copla del payador Tissone. Sus protagonistas, que se pasean
borrachos por una ciudad poblada de escenas teatrales de
ultratumba, como la del velatorio de Juan Robles con las Tres
Cuñadas Necrófilas (pp. 413-7), son vistos de rodillas, de pie y en
el aire por un narrador que parece recrear un nuevo y esperpéntico
«mester de juglaría criollo» (p. 475). Formado, en este caso, por
el trío «Los Bohemios», se podría incluso entresacar de él toda una
floresta de greguerías y disparates (pp. 484-5).
Que fuera o no Borges
quien suscita una insidiosa interrogativa de Adán a Pereda («¿y qué
culpa tengo yo si tus profesores de Ginebra te convirtieron en un
agnóstico de bolsillo?», p. 491), forma ya parte de ese diálogo
constante con los muertos y los aún vivos que la obra ofrece hasta
la saciedad. El quijotismo, e incluso el bovarysmo, asaltan a cada
paso, pues se trata de un vivir literaria o filosóficamente por
parte de los protagonistas y del mismo narrador, que no conduce
sino a la derrota. Aquellos disfrutarán dialogando sobre la poesía
como primer amor, sin olvidarse de Platón, Aristóteles o
Baudelaire, pero el criollista teórico y escéptico Pereda pondrá
las cosas en su sitio exclamando, como en el famoso diálogo entre
Babieca y Rocinante: «¡Ahora resulta que soy metafísico por
carambola!» (p. 494). Adán, más que al graciano Andrenio, recuerda
a don Quijote en su calidad de poeta que se inventa a sí mismo,
pero visto a través de los espejos cóncavos que convirtieron a los
héroes clásicos en seres esperpénticos, caricaturizados y
distorsionados como en carnaval festivo.
Por otro lado, el
lenguaje se somete a todo un proceso de transformación y hasta se
hace pedazos. Así ocurre con los once trovadores australes que
despiertan el «¡Espíritu musical de Martín Fierro!» a través de
letras escatológicas antes de llegar al prostíbulo de la calle
Canning, tan parecido, por otro lado, a la Taberna de Pica-Lagartos
en Luces de Bohemia. Allí el «cráneo previlegiado» de Max Estrella
se convierte, por boca de Amusden, en «¡Un gran cerebro!», que no
es otro que el de Samuel Testler, quien habla del lugar como de un
«lenocinium abstracto». En él surgirán la quijotesca «cabeza
parlante» (p. 532), una madama de visajes quevedescos y una
Odalisca enamorada, prima hermana de la Marquesa del Tango,
Enriqueta La-Pisa- Bien, salida otrora del agitado numen de don
Ramón María. Puro folletín con tintes impresionistas (pp. 521-5),
que llevará a Adán y a Samuel (cristiano y judío, poeta y
filósofo), cual si resucitaran el par Max-Don Latino («borrachos
lunáticos y filósofos peripatéticos») de vuelta a casa al final de
la noche, cuando se acaban los sueños.
Novela de
aprendizaje
Pero no todo es
carnaval. El libro quinto supondrá otra vuelta de tuerca con la que
el narrador, confundido con un «Tú» destinatario, dará las claves
sobre lo ya leído, a través de un viaje iniciático en el que
Marechal vertió en un solo yo su infancia y juventud, constatando
lecturas bucólicas como la Égloga I de Garcilaso. El viaje por
Europa (Galicia, Castilla, Roma, Amsterdam y sobre todo París)
configura una novela de aprendizaje donde, en paralelo con las
edades que Gracián trazó en El Discreto, se va deteniendo en todas
las escuelas filosóficas del mundo. En ese viaje odiseico de quien
confiesa ser un megalómano «tejedor de humo» (p. 616), no falta un
episodio de seducción (anticipo de la Maga de Rayuela) en la figura
de Circe- Fernández. Esta, digna heredera de la Falsirena graciana
o de las sirenas- empleadas de fábrica que Joyce sacó en el
Ulysses, tiene sin embargo su más claro remitente en la Marquesa
del Tango, mozuela golfa de Luces de Bohemia.
«El Cuaderno de Tapas
Azules» abrirá, como caja china, en el libro sexto la ilusión del
manuscrito encontrado, lleno de reminiscencias autobiográficas y
metapoética. El lector va así encontrando señales sobre lo leído
anteriormente (Virgilio, Santo Tomás, el Llibre d´Amic et Amat, San
Juan de la Cruz, Dante, Unamuno, Gracián, Freud, Lawrene,
Guide...), comprobando hasta qué punto la literatura, como el
personaje Aquella, que lo conduce al jardín de las delicias, es
pura invención, pues todo tiene lugar en las visiones de Adán,
trasunto de las del autor.
Las correrías
ultramundanas por Cacodelphia, con sus heteras prostibularias y
compuestos archimboldescos, recogerán la mejor tradición de lo
grotesco, a través de un desfile de personajes históricos que
termina con tres porteros negros chupando mate a la puerta del
parlamento (p. 931). Al paso que va desenterrando, con ribetes de
crítica social, política y moral, la historia de Argentina (pp.
800ss.) y la suya propia, Marechal hablará de los «potenciales» (p.
846), personajes en potencia de la propia con los que Adán sostiene
una batalla; la misma que la del narrador con el sinfín de
reminiscencias filosóficas, artísticas y literarias a las que
remite —ya se trate de la transformación platónica de los
amantes, de las pinturas del Bosco o de la Orestiada— y que
también libran los lectores página a página hasta el
agotamiento.
La novela contiene
así su propia parodia y hasta su palinodia, junto a la de las obras
que la han engendrado —incluido Kafka—, a través de ese
insecto gigante que es don Ecuménico, gracioso representante del
unamuniano «sentimiento trágico de la vida» (p. 953), pero que vive
las canciones populares de la calle. Su historia es como un
melodrama dentro de la novela, una nueva Metamorfosis, que le lleva
a volverse invisible dentro de la Casa de los Libros, donde conoce
al «Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías...» (p. 962).
Este, entregado a «la grata empresa de roer y devorar físicamente
los volúmenes del recinto», «abstracto como siempre» y «vestido de
silencios» (p. 974), abrirá una claraboya por la que don Ecuménico
se esfuma, y cuyo desvanecimiento correrá a su vez parejas con el
de Testler y quienes le escuchan.
Finalmente, Adán y el
astrólogo Schultze (como les ocurrió a Andrenio y Critilo con el
Mérito al final de El Criticón), después de pasar por la Gran Hoya,
llegarán al noveno y último círculo infernal, donde les espera el
Paleogogo. Pero este es ya un monstruo sin maldad, feo y «serio
como bragueta de fraile», que rebaja cualquier intento anagógico o
siquiera trascendental en una novela compleja y ambiciosa cual mons
parturiens, que termina tan «solemne como pedo de inglés» (p.
975).
Hacer un idioma
contra los necrófagos
Pese a sus excesos de
fondo y forma, Adán Buenosayres contiene páginas espléndidas y,
como contrafactum narrativo, supuso todo un desafío para la novela
futura. No es por ello extraño que sedujera a algunos lectores como
Cortázar, que tachó y trazó sobre ella una Rayuela parisina y
bonaerense por la que discurrir y jugar (Navascués, 1990). Como
demostró Ana María Barrenechea (1983), al editar el Cuaderno de
Bitácora de «Rayuela», la obra de Cortázar fue el resultado de una
serie de planos circulares o espirales que, más allá de la crítica
genética, muestran el taller experimental de una «antinovela» (o
«contranovela») que pretendía deconstruir la narrativa tradicional
a partir de unos espacios re-inventados. En «Un Adán en Buenos
Aires» (1949), Cortázar vio, por encima de desmesuras,
incoherencias y paranoias, cuanto la obra de Marechal suponía «a la
hora de escribir novelas argentinas».
Decía recientemente
Mario Vargas Llosa (2012), a propósito de Antagonía de Luis
Goytisolo, que hay obras como Finnegan´s Wake de Joyce o Paradiso
de Lezama Lima, que fracasaron por ambicionar lo inalcanzable.
Convertidas en «fuego de artificio» por su desmesura, han servido
sin embargo para que otros abrieran nuevos caminos a la invención.
En ese grupo, Adán Buenosayres se anticipó a los presupuestos de la
futura narrativa en multitud de aspectos de fondo y forma desde una
perspectiva esperpéntica, que tanto había aportado y aportaría a la
renovación de las letras hispánicas, aplicada, en este caso, a la
bohemia argentina. El esfuerzo titánico de Marechal por construir
una novela-mundo serviría sin duda de «enérgico empujón », como
aventuró Cortázar. Recordemos que esta suponía para él «la
aportación idiomática más importante que conozcan nuestras
letras...desde los experimentos de su tocayo cordobés», Leopoldo
Lugones.
En Adán Buenosayres,
un hombre-ciudad-libro que lo abarcaba todo, desde el Génesis a
Kafka, cada uno de sus personajes, como sus calles y lugares, se
convirtieron en paradigma simbólico de la cultura universal cuando
está expuesta a los cuatro vientos cardinales que soplan día y
noche sobre la llanura
A. E.—
UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA
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