Último galardonado
del Premio Cervantes y del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo
Neruda, Nicanor Parra ha realizado una de las obras poéticas
latinoamericanas más interesantes de nuestro tiempo. Este número
monográfico constituye un acercamiento a algunas figuras destacadas
de la poesía chilena actual (como Óscar Hahn, reciente ganador del
Premio Nacional de Literatura, Omar Lara o David Rosenmann-Taub),
sin olvidar la órbita de la poesía mapuche y con especial atención
a la obra de Parra. Para cerrar el número, ofrecemos un muestrario
de joven poesía chilena, realizado por el profesor Niall Binns.
Un acercamiento a la
poesía chilena a partir de 1954
En 1950, Pablo Neruda
publica Canto general, ambicioso proyecto hímnico que aspira a
convertirse en la gran epopeya contemporánea del mundo americano,
rebatiendo su historia oficial y emprendiendo una refundación
mítica. En estos años, acaba de reintegrarse, tras un largo exilio,
a la vida cultural chilena y disfruta de una serenidad que el
continuo peregrinaje de los años le había negado. La situación de
Chile, como la de otros países de América Latina, parece también
más estable que en épocas precedentes. Tan solo tres años después,
Neruda recibe el Premio Stalin de la Paz, muere el dictador
soviético y el internacionalismo proletario sufre un profundo
replanteamiento. Todo ello no es ajeno a la publicación en 1954 de
las Odas elementales, libro que irrumpe en el panorama poético
chileno con su extrema claridad (vol. I, 1164):
Sencillez, te
pregunto,
me acompañaste
siempre?
O te vuelvo a
encontrar
en mi silla
sentada?
Es también en 1954,
año clave para el desarrollo de la poesía chilena y
latinoamericana, cuando Nicanor Parra recopila su obra de la última
década en un emblemático libro titulado Poemas y antipoemas,
transformando para siempre la poesía culta en castellano. Ni
profético ni sentimental ni aristocrático: el antipoeta creado por
Parra representaba todo lo contrario. Representaba, de hecho, la
poesía a la contra. Poemas y antipoemas era un libro coloquial y
claro, pero además corrosivo en su ironía. Como ha señalado Niall
Binns, una vez desentrañado su sentido oculto, la «Advertencia al
lector» que lo encabeza puede ser leída como un «rechazo vehemente
de los tres maestros de la poesía chilena y de la guerrilla
literaria: Huidobro, Neruda y de Rokha» (1995, 90).
Dice Federico Schopf
sobre las promociones chilenas de los sesenta que:
En la mayoría de
estas proposiciones el experimentalismo, la desconfianza ante el
lenguaje como medio expresivo y de conocimiento, la desacralización
de la literatura y la mezcla de géneros literarios y otras artes,
la fragmentación y discontinuidad del sujeto poético, la
fracturación del discurso y la escritura —todas las
características que cierta voluntad neovanguardista pretende como
su diferencia, su novedad en el mercado— son parte
constitutiva de sus obras y de su comprensión del trabajo poético y
la escritura (2005, 16).
A partir de los años
70, en unos casos por evolución natural y en otros por
acontecimientos traumáticos ajenos al desarrollo normativo de la
poesía, la tradición de la ruptura, de la que hablara Octavio Paz,
va decantándose en Chile como en el resto de Hispanoamérica hacia
una poética esencialista muy en la línea de Los signos en rotación
(1965) y La centena (1969).
El Golpe Militar de
1973 frustra en Chile un proyecto social y político en marcha. Para
Naín Nómez, tanto tras el Golpe como durante la transición a la
democracia, «se produjeron corrientes subterráneas, renovaciones,
cambios de perspectivas temáticas y formales» (2005). Para Federico
Schopf el poeta trabaja desde su posición de extraño, produce un
estilo que representa «la alienación, la cosificación de los
sentimientos y relaciones humanas, la explotación que amenaza con
la catástrofe ecológica, la catástrofe corporal (sida), la
catástrofe psíquica, que se extienden a su propio país en venta»
(2005, 17). Explica Schopf con estas consideraciones las
características de su propia generación, la llamada «generación
dispersa», a la que pertenecen poetas como Óscar Hahn, Waldo Rojas
o Gonzalo Millán, pero también otros autores más singulares, como
el Raúl Zurita de Purgatorio (1979). Óscar Hahn escribe, por
ejemplo, sobre el estado paranoico generado por la persecución y la
violencia de Estado en poemas como «Canis familiaris»:
Llegará. Siempre
llega. Siempre llega puntual
el sin cesar ladrido
del perro funerario.
Entra por la ventana
y repleta tu cuerpo
con puntiagudos
ruidos.
Es una larga máquina
de escribir, con cabezas
de perro como teclas.
No te deja dormir
el tecleo canino de
ese perro canalla.
El sin cesar ladrido
del perro funerario
llegará. Siempre
llega. Siempre llega puntual.
Respecto a Zurita
puede decirse que ha continuado la tradición de la gran poesía
épica chilena, no solo en Purgatorio (1979), que funciona como una
crónica desesperada del exilio interior, sino también en
Anteparaíso (1982). Poeta de amplios recursos, con oído y
conocimientos retóricos, no ha desdeñado el desafío de apretar una
vuelta más la tuerca de la neovanguardia. Junto con él, la
corriente de la ruptura, fundamental entre finales de los años 70 y
comienzos de los 80, estaría representada también por Juan Luis
Martínez, Juan Cameron, Diego Maquieira, Rodrigo Lira, Carlos
Cociña, Eugenia Brito o Gonzalo Muñoz, entre otros.
Nicanor Parra
recupera, por una parte, cierta línea tradicional en libros como
Cancionero sin nombre o La cueca larga, elaborados desde el
neopopularismo, desde un lenguaje conversacional, casi dialectal,
apoyado en la estructura estrófica, etc. Por otra, recupera la
llamada tradición de la ruptura, esto es, la vanguardia en sus
planteamientos más modernizadores: desacralización del arte,
antirretoricismo, antiheroísmo del personaje poético, «antipoesía »
en definitiva, como él mismo la llamó. Desde aquí, Parra abre un
espacio que podríamos definir como auténticamente posmoderno, ya
que desde él se revisita la tradición con ironía, reflexión y
diálogo, en todas sus derivaciones, incluso las frecuentadas por
los más jóvenes.
El magisterio de
Parra, junto con el de otro poeta que se inserta en una tradición
de fuertes raíces naturistas, Jorge Teillier, se aprecia en las
últimas promociones poéticas chilenas. Javier Campos, José María
Memet, Teresa Calderón, Esteban Navarro y Andrés Morales pueden
señalarse como algunos de los más significativos. En Javier Campos
podemos ver las preocupaciones que señalaba Federico Schopf para la
generación intermedia o del setenta: la experiencia del exilio, la
pérdida de los lares y los territorios originarios para descubrir
la extranjeridad y, más tarde, lo que el propio Campos llama
desexilio, el reencuentro después de mucho tiempo con la patria
abandonada. Del poema «Los gatos» (2002) son los siguientes
versos:
Castrados, los gatos
recorren el universo de la casa,
escondidos durante
las más insólitas horas del día
duermen casi
sonámbulos de los fríos traicioneros
a sus oídos
—verdaderos radares peludos— llegan lejanos ruidos
del misterioso
universo, voces imperceptibles,
quizás señales de
otras estrellas
El lenguaje de Campos
es seco, directo, coloquial, heredero de la antipoesía parriana,
pero intentando entroncarse con cierta manera de hacer,
fragmentaria y minimalista, muy propia de la poesía norteamericana.
Tanto Teresa Calderón como José María Memet continúan también, en
cierto sentido, la línea abierta por Parra en lo referente a tono y
recursos expresivos. Calderón, sin embargo, introduce una crítica
ácida a lo establecido desde otro punto de vista: el de la
mujer.
Por su parte, Naín
Nómez señala la influencia de Neruda como icono cultural de los
años 80 y 90. Durante este periodo «reaparecen las voces de
Huidobro, Mistral y de Rokha, y se sacraliza la escritura de
Gonzalo Rojas, Nicanor Parra, Enrique Lihn y Jorge Teillier.
También se consolidan otros poetas que habían sido recurrentes,
pero no permanentes en la tradición chilena: Miguel Arteche,
Armando Uribe, Efraín Barquero » (2005). Junto con Millán o Rojas,
irrumpen en el panorama nacional poetas como Manuel Silva Acevedo,
Raúl Barrientos, Carmen Berenguer o Soledad Fariña. En una línea
lúdica y coloquial se desarrolla la obra de Jorge Montealegre o
Eduardo Llanos, mientras otros como Clemente Riedemann o Carlos
Trujillo dialogan con la naturaleza y las culturas indígenas.
Elicura Chihuailaf se eleva como el exponente de la poesía
mapuche.
Atravesados desde la
infancia por la dictadura, los poetas nacidos en los años 70
empezaron a publicar —como señala Niall Binns en el dosier
que acompaña a este número— mientras autoridades y clases
pudientes «celebraban (como siguen celebrando) el éxito económico
del país, del buque estrella del neoliberalismo sudamericano». El
consenso artificial de la transición dio por clausurada toda forma
de discusión histórica, sentando las bases de la inserción del
Chile desideologizado en la modernidad neoliberal. Pero la poesía
no olvida. En su libro El emboscado (2002), escribe Francisco
Véjar:
(...) Caminamos
sobre osamentas
dispersas que han devuelto las olas del mar,
caminamos para abrir
tantas puertas;
puertas de acero,
puertas de madera, puertas invisibles,
—mudanza
interior de la cual queremos desprendernos—
donde una palabra
lleva todo lo que hemos
podido poseer.
Á. S. y E.
M.—UNIVERSIDAD DE GRANADA
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