«¡Una gloria
infinita en el corazón! Pero, por lo demás, silencio, sueño y
oscuridad. ¡Esto ha sido mi vida! Una vasta, una cuantiosa y
terrible reflexión sin término acerca de cosas inexplicables, que
aspiran únicamente al olvido. ¿Y cuándo llegará ese olvido? ¡Oh
innominada juventud del corazón y los deseos! ¡Oh anónimo, pero
también inmortal! ¡Oh átomo, pero también partícula divina!». Estas
hermosas palabras las escribía Carlos Edmundo de Ory en las páginas
de su Diario en 1956. Las retomo ahora como memoria del creador de
una de las obras poéticas más singulares de la literatura española
del último medio siglo. Pocos poetas como él han sabido conciliar,
con tanta destreza y originalidad, la pasión por la vida con la
imaginación creadora, el dolor con la risa, el amor y el
sentimiento del tiempo con la pasión por el lenguaje.
Carlos Edmundo de
Ory nos dejaba a los 87 años de edad en Thézy-Glimont, una aldea
francesa al sureste de Amiens donde vivía desde que abandonara en
1999 su mítica «cabaña» en la capital picarda. Vivía en un amplio y
viejo caserón junto a su querida esposa, la pintora Laure Lachéroy.
Nacido en Cádiz en 1923, en el seno de una familia acomodada, era
el segundo de los seis hijos de Eduardo de Ory, poeta modernista y
fundador de las revistas España y América, Azul y Diana. A la
sombra de la biblioteca paterna, con Rubén Darío, Juan Ramón
Jiménez, Herrera y Reissig, Verlaine y Baudelaire en lugar
preferente, abrió los ojos a la literatura y al mundo (v. Manuel
Ramos Ortega). Los años de su infancia gaditana dejarían en él
profunda huella. No en vano solía decir, con orgullo, que su
personalidad era hija del maridaje del mar de su bahía gaditana y
el Sur.
En Madrid, donde
su familia se trasladó a vivir en 1942 tras la muerte de su padre,
se dio a conocer como poeta. Tres años más tarde, junto al italiano
Silvano Sernesi y a Eduardo Chicharro, pintor y poeta este último a
quien Ory debió no poco de su magisterio esencial, fundaría el
Postismo, movimiento estético-literario de vanguardia de fi liación
surrealista que causaría no poco revuelo en las adormecidas aguas
culturales de la España de la inmediata posguerra. A la palabra
postista se sumaron no pocos jóvenes que con los años se
significarían en las artes y las letras y a los que quedaría
adherida la lección de su rebeldía: Francisco Nieva, Ángel Crespo,
Gabino-Alejandro Carriedo, Félix Casanova de Ayala, Fernando
Arrabal, José Ignacio Aldecoa, Gloria Fuertes y Antonio Fernández
Molina, entre otros. Tras el Postismo, prohibido a los pocos meses
por «rusófi lo, masonizante y frentepopulachero» —según
leemos en las gacetillas oficiales—, Ory todavía tentó nuevo
y efímero ismo en 1951, el Introrrealismo, esta vez al lado del
pintor dominicano Darío Suro. Pero su suerte estaba echada. Con el
anonadante marasmo cultural español de la época a sus espaldas y
París en el horizonte, opta en 1953 por el autoexilio. Empieza así
una andadura marcada por el viaje y la errancia, aspectos de honda
raigambre en su obra: París, Chosica (Perú), París de nuevo, Amiens
y, por fi n, Thézy- Glimont. Por estos años publica dos colecciones
de sus relatos: El bosque (1952) y Kikirikí-Mangó (1954).
En 1956 contrae
matrimonio con Denise Breuilh, madre de su única hija Solveig. Son
años de intensa escritura y numerosas publicaciones en revistas
literarias, culminados, en 1963, por la aparición de su primera
entrega poética en formato de libro, Los sonetos, y solo un año más
tarde por los relatos de Una exhibición peligrosa. Ya en Amiens
desde 1967, donde ejercía como bibliotecario de la Maison de la
Culture, ese agitador providencial que fuera Carlos Edmundo de Ory
fundaría el Atelier de Poésie Ouverte, grupo de creación colectiva
con la semilla del mayo francés, la contracultura y la
Internacional Situacionista en sus postulados (happening,
performance, action painting...). Era el preámbulo de la
revaloración de su poesía en España de la mano de Poesía 1945-1969,
excelente antología preparada por Félix Grande. El nuevo horizonte
de expectativas surgido con la democracia, la remozada instancia
lectora y el revisionismo crítico llevado a cabo por las
promociones poéticas «novísimas» harían el resto.
Desde su llegada a
Madrid en 1942, a Carlos Edmundo de Ory lo guió siempre la
conciencia profunda y exigente de su obra. Esa fue su aspiración
máxima, su disciplina diaria y la forja creadora de lo que, en
términos de escritura, concibió de principio a fi n como una
autobiografía espiritual. «Aquí (en Cádiz) —reconocerá en su
reveladora Carta única a mi padre (1985)— sitúo la formatio
de mi existencia a tu lado; tras la ausencia definitiva, sería
Madrid el lugar de la reformatio y, por último, ya errante y como
apátrida, de urbe en urbe extranjera, fuime buscando la
transformatio». En dicha autobiografía espiritual se hilvanan, en
una trama reticular o suerte de «literatura como encaje», poesía,
narrativa (v. J. L. Calvo Carilla), diarios (v. A. Sánchez Robayna)
y la voz aforística de sus «aerolitos» (v. P. Gómez Bedate), y como
referentes magistrales de todo este proceso, cuatro personalidades
fundamentales en la conformación de la identidad creadora de
nuestro poeta: su padre Eduardo de Ory, fi gura capital en los
primeros pasos gaditanos; su compañero en la aventura postista,
Eduardo Chicharro, como mentor y guía espiritual en los duros años
de la posguerra madrileña; Juan Eduardo Cirlot, el amigo epistolar
en el que nuestro autor encontraría la solitaria complicidad au
rebours de dogmas y modelos; y, ya en el exilio, el poeta francés
Pierre Jean Jouve —salvaguarda del verbo oracular de Nerval,
Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé—, con el que Ory mantendría
contactos permanentes hasta 1976, año de la muerte del autor de
Sueur de sang.
El pintor y poeta
Eduardo Chicharro, ideólogo del Postismo, ocupa el vértice de este
ramillete mágico. En él, al calor de su amistad y magisterio,
moldeará el gaditano lo más esencial de su idiosincrasia creadora,
de su tendencia, en fi n, por «la literatura no conformista» y su
propensión por «la cultura abisal de saberes prohibidos», iniciada
en Cádiz con los escritores «raros» del modernismo hispánico (José
Asunción Silva, Herrera y Reissig, Sabat Ercasty, Casal, Barba
Jacob, Eguren, etc.). Así pues, Chicharro, dieciocho años mayor que
el joven Ory, se convirtió en la pieza de convicción de todo un
aluvión de lecturas (Ernst, Arp, Picabia, Breton, Aragon, Artaud,
Flaubert, Mallarmé, Kafka, Beckett, Dostoyevski) en el que la
tradición de la vanguardia jugaría un papel ejemplar. Al igual que
lo jugó el Postismo como contrapunto histórico a los modelos
neoclasicistas de la revista Garcilaso o los realistas de Espadaña
a mediados de los años cuarenta del pasado siglo. En este enclave
fundamental, pondría al día nuestro poeta su bagaje gaditano de «la
musique avant toute chose» (Verlaine, J. R. Jiménez, Bécquer),
adentrándose en las aguas negras del surrealismo o tentando los
caminos tortuosos, pero estimulantes, del barroco. Es el caso de
Versos de pronto (1944-1945), libro de corte existencial y barroco,
y del surrealista Los poemas de 1944 (1972), escrito con el
estímulo de los sueños, a los que cabría añadir, en la misma época,
los romances postistas de Las patitas de la sombra (1944-1945).
Todo ello argumentado no pocas veces con la impronta de una
metáfora vivaz, lúdica, cercana a Gómez de la Serna en su arte de
ingenio y a El Bosco en su relieve plástico; una impronta en la que
se enmascara su humor, basado en la contracción grotesca,
tragicómica, como quería Valle Inclán, del dolor y la risa, del
patetismo y el estallido gozoso de la palabra en libertad.
Junto a la huella
ejemplar de Eduardo Chicharro, la lectura de la obra de César
Vallejo se convertirá en el punto de referencia máximo en el
periodo posterior al Postismo. La poesía «introrrealista» de Ory, a
comienzos de la década de los años cincuenta, debe tanto al poeta
peruano como a la aportación de las tesis existencialistas y
expresionistas. Se preserva el imaginario de surrealismo y
postismo, pero iluminado ahora por los vestigios humanos de lo
cotidiano y la herida del dolor. No en vano, amor y dolor otorgan
en la poesía de Ory, como en Vallejo, un centro espiritual al ser.
Tanto Los sonetos (1944- 1963) como Poemas (1944-1969), los títulos
que abren su etapa de madurez, muestran bien a las claras ese
sentido dolorista de la existencia, en consonancia con un impulso
metafísico parecido al que moviera el amor de los románticos por la
imaginación. La herida cotidiana vive permanentemente hermanada con
un orden invisible hijo de la noche, la sombra y las tinieblas, en
cercanía con la locura o «entenebricimiento» (umnachtung) de Trakl
y las claves del misticismo baudeleriano y rilkeano. Esta cuerda se
tensará posteriormente en dos entregas de claro signo orientalista,
la primera decantada hacia la poesía hierofánica, Música de lobo
[1957-1969], y la segunda, Lee sin temor [1970-1971], rebosante de
enseñanzas filosófico-morales hinduistas, taoístas y budistas.
Pero sea cual sea
la voz y la variación de su registro poético, el principio que guía
el decir poético de Ory sigue siendo el mismo: el amor. No importa
su deriva sentimental —la amistad y el descubrimiento gozoso
de Nueva York, por ejemplo, en Sin permiso de ser ángel (1987).
Ninguno de sus libros es ajeno al principio amoroso. Sin embargo,
obras como Técnica y llanto (1969-1970) (v. J. Marco) y Miserable
ternura. Cabaña (1968-1975), claves en su andadura, abordan dicho
signo desde la que será la característica mayor de su poesía
erótica, esto es: la complementariedad cíclica de la separación de
los amantes o el nacimiento gozoso de un nuevo amor. Así pues, amor
y devoración tanática, vida y muerte, se engendran para Ory a
partir del principio de alteridad de los amantes, principio en el
que se pone de relieve la lucha permanente entre la unidad
inconsciente del caos primitivo y la unidad consciente del orden
definitivo. En esta lucha, la sobredimensión de lo corpóreo, su
dimensión carnal, abraza un eros pánico cuya riqueza imaginativa se
traslada, sin trabas, al mundo vegetal, animal y mineral.
Y llegamos así a
Melos melancolía (1977-1994) (A. S. Pérez Bustamante), el libro
que, como hemos visto, culmina una trayectoria iniciada en el
modernismo hispánico y luego contrastada en las voces del
existencialismo, el barroco, el romanticismo, el surrealismo, la
contracultura y la filosofía oriental. A modo de testamento, esta
entrega sella todo un acontecer poético que quiere ser el balance
lírico de una memoria integral: «destellos de distancias
—dice Ory— en mi memoria de oro». Al igual que lo hace
su libro póstumo de prosas La memoria amorosa (2011) (v. J.
Fernández Palacios), los poemas de Melos melancolía son un cúmulo
de miradas, en definitiva, de retorno al origen, a la infancia y al
mar. Memoria, elegía y viaje. Y en no pocos momentos se vislumbra
una ensimismada reflexión sobre el fenómeno poético. Pero por
encima de todo se yergue en estos versos, insobornable, la
conciencia —ahora más que nunca— de una autobiografía
espiritual que cierra las heridas del tiempo y busca la presencia
perenne del canto: «La poesía fue siempre mi nodriza robusta / Ese
pan esas aguas de los sueños». En este mismo sentido operan los
títulos que Ory llamó sus «ciclos poéticos», los citados Poesía
primera y Poemas, además de Soneto vivo (1941-1987), Energeia
(1940-1977) y La flauta prohibida (1947-1978), en realidad otras
tantas construcciones autorreferenciales de su poesía,
reordenaciones o reinterpretaciones del autor al abrigo del espacio
(el lugar de la escritura), el tiempo (datación de los poemas) y la
recurrencia de temas y formas expresivas de su poética.
Carlos Edmundo de
Ory es un ejemplo señero de resistencia a la uniformización de los
los cánones dominantes de la poesía española de su tiempo. La
periferia al canon fue en él moneda común, el signo, en suma, de un
acto resistencial. Lo hizo, durante el más largo periodo de su
vida, con el solitario peaje del exilio y el silencio. Y mucho más
aún: teniendo que soportar aquel dictado perverso que Franz Kermode
denunciaba como estrategia perversa del control institucional de la
interpretación, y que podría resumirse en el siguiente aserto: «lo
que es inaceptable es incompetente». Ory siempre argumentó ahí su
extremada disidencia, en términos que tratan de profundizar en la
relectura crítica de la poesía de la modernidad y, en su núcleo
central, en el debate sobre la noción de realismo. O lo que es lo
mismo: en la vertebración del lenguaje como conflicto. ¿A qué
obedecen, si no, esas formas clásicas de muchos de sus poemas,
liberadas del estrecho corsé del decoro y abiertas a la
experimentación? Para Ory no hay realidad poética sin lenguaje, sin
el cuestionamiento idiomático de los límites instrumentales de la
realidad. Antagonía y neología devienen conceptos decisivos en su
obra, tan propensa a la mezcla de formas coloquiales con formas
simbolistas y surrealistas. Todo parece converger en una visión
oximorónica, donde el juego, el humor corrosivo y la tragedia del
ser se materializan en el lenguaje. Su constante revisión de las
formas clásicas se convierte en pura experimentación idiomática.
Hijo de lo que Octavio Paz llamó la tradición de la vanguardia, su
singularidad es caso aparte en la poesía española del siglo XX.
Pocos, como él, han sabido aunar en su poesía «el ansia de infinito
del romanticismo germano y universal» (Holdërlin, Novalis...) con
las huellas posteriores del simbolismo visionario o de las
vanguardias; pocos, también, han amado aquella fórmula de André
Breton que decía: «la belleza, o será convulsiva o no será».
J.
P.—UNIVERSITAT DE LLEIDA
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