INSULA

La ínsula de Ory
Número 789 . Septiembre 2012

 
 

Jaume PONT / Ory


 

«¡Una gloria infinita en el corazón! Pero, por lo demás, silencio, sueño y oscuridad. ¡Esto ha sido mi vida! Una vasta, una cuantiosa y terrible reflexión sin término acerca de cosas inexplicables, que aspiran únicamente al olvido. ¿Y cuándo llegará ese olvido? ¡Oh innominada juventud del corazón y los deseos! ¡Oh anónimo, pero también inmortal! ¡Oh átomo, pero también partícula divina!». Estas hermosas palabras las escribía Carlos Edmundo de Ory en las páginas de su Diario en 1956. Las retomo ahora como memoria del creador de una de las obras poéticas más singulares de la literatura española del último medio siglo. Pocos poetas como él han sabido conciliar, con tanta destreza y originalidad, la pasión por la vida con la imaginación creadora, el dolor con la risa, el amor y el sentimiento del tiempo con la pasión por el lenguaje.

Carlos Edmundo de Ory nos dejaba a los 87 años de edad en Thézy-Glimont, una aldea francesa al sureste de Amiens donde vivía desde que abandonara en 1999 su mítica «cabaña» en la capital picarda. Vivía en un amplio y viejo caserón junto a su querida esposa, la pintora Laure Lachéroy. Nacido en Cádiz en 1923, en el seno de una familia acomodada, era el segundo de los seis hijos de Eduardo de Ory, poeta modernista y fundador de las revistas España y América, Azul y Diana. A la sombra de la biblioteca paterna, con Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, Herrera y Reissig, Verlaine y Baudelaire en lugar preferente, abrió los ojos a la literatura y al mundo (v. Manuel Ramos Ortega). Los años de su infancia gaditana dejarían en él profunda huella. No en vano solía decir, con orgullo, que su personalidad era hija del maridaje del mar de su bahía gaditana y el Sur.

En Madrid, donde su familia se trasladó a vivir en 1942 tras la muerte de su padre, se dio a conocer como poeta. Tres años más tarde, junto al italiano Silvano Sernesi y a Eduardo Chicharro, pintor y poeta este último a quien Ory debió no poco de su magisterio esencial, fundaría el Postismo, movimiento estético-literario de vanguardia de fi liación surrealista que causaría no poco revuelo en las adormecidas aguas culturales de la España de la inmediata posguerra. A la palabra postista se sumaron no pocos jóvenes que con los años se significarían en las artes y las letras y a los que quedaría adherida la lección de su rebeldía: Francisco Nieva, Ángel Crespo, Gabino-Alejandro Carriedo, Félix Casanova de Ayala, Fernando Arrabal, José Ignacio Aldecoa, Gloria Fuertes y Antonio Fernández Molina, entre otros. Tras el Postismo, prohibido a los pocos meses por «rusófi lo, masonizante y frentepopulachero» —según leemos en las gacetillas oficiales—, Ory todavía tentó nuevo y efímero ismo en 1951, el Introrrealismo, esta vez al lado del pintor dominicano Darío Suro. Pero su suerte estaba echada. Con el anonadante marasmo cultural español de la época a sus espaldas y París en el horizonte, opta en 1953 por el autoexilio. Empieza así una andadura marcada por el viaje y la errancia, aspectos de honda raigambre en su obra: París, Chosica (Perú), París de nuevo, Amiens y, por fi n, Thézy- Glimont. Por estos años publica dos colecciones de sus relatos: El bosque (1952) y Kikirikí-Mangó (1954).

En 1956 contrae matrimonio con Denise Breuilh, madre de su única hija Solveig. Son años de intensa escritura y numerosas publicaciones en revistas literarias, culminados, en 1963, por la aparición de su primera entrega poética en formato de libro, Los sonetos, y solo un año más tarde por los relatos de Una exhibición peligrosa. Ya en Amiens desde 1967, donde ejercía como bibliotecario de la Maison de la Culture, ese agitador providencial que fuera Carlos Edmundo de Ory fundaría el Atelier de Poésie Ouverte, grupo de creación colectiva con la semilla del mayo francés, la contracultura y la Internacional Situacionista en sus postulados (happening, performance, action painting...). Era el preámbulo de la revaloración de su poesía en España de la mano de Poesía 1945-1969, excelente antología preparada por Félix Grande. El nuevo horizonte de expectativas surgido con la democracia, la remozada instancia lectora y el revisionismo crítico llevado a cabo por las promociones poéticas «novísimas» harían el resto.

Desde su llegada a Madrid en 1942, a Carlos Edmundo de Ory lo guió siempre la conciencia profunda y exigente de su obra. Esa fue su aspiración máxima, su disciplina diaria y la forja creadora de lo que, en términos de escritura, concibió de principio a fi n como una autobiografía espiritual. «Aquí (en Cádiz) —reconocerá en su reveladora Carta única a mi padre (1985)— sitúo la formatio de mi existencia a tu lado; tras la ausencia definitiva, sería Madrid el lugar de la reformatio y, por último, ya errante y como apátrida, de urbe en urbe extranjera, fuime buscando la transformatio». En dicha autobiografía espiritual se hilvanan, en una trama reticular o suerte de «literatura como encaje», poesía, narrativa (v. J. L. Calvo Carilla), diarios (v. A. Sánchez Robayna) y la voz aforística de sus «aerolitos» (v. P. Gómez Bedate), y como referentes magistrales de todo este proceso, cuatro personalidades fundamentales en la conformación de la identidad creadora de nuestro poeta: su padre Eduardo de Ory, fi gura capital en los primeros pasos gaditanos; su compañero en la aventura postista, Eduardo Chicharro, como mentor y guía espiritual en los duros años de la posguerra madrileña; Juan Eduardo Cirlot, el amigo epistolar en el que nuestro autor encontraría la solitaria complicidad au rebours de dogmas y modelos; y, ya en el exilio, el poeta francés Pierre Jean Jouve —salvaguarda del verbo oracular de Nerval, Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé—, con el que Ory mantendría contactos permanentes hasta 1976, año de la muerte del autor de Sueur de sang.

El pintor y poeta Eduardo Chicharro, ideólogo del Postismo, ocupa el vértice de este ramillete mágico. En él, al calor de su amistad y magisterio, moldeará el gaditano lo más esencial de su idiosincrasia creadora, de su tendencia, en fi n, por «la literatura no conformista» y su propensión por «la cultura abisal de saberes prohibidos», iniciada en Cádiz con los escritores «raros» del modernismo hispánico (José Asunción Silva, Herrera y Reissig, Sabat Ercasty, Casal, Barba Jacob, Eguren, etc.). Así pues, Chicharro, dieciocho años mayor que el joven Ory, se convirtió en la pieza de convicción de todo un aluvión de lecturas (Ernst, Arp, Picabia, Breton, Aragon, Artaud, Flaubert, Mallarmé, Kafka, Beckett, Dostoyevski) en el que la tradición de la vanguardia jugaría un papel ejemplar. Al igual que lo jugó el Postismo como contrapunto histórico a los modelos neoclasicistas de la revista Garcilaso o los realistas de Espadaña a mediados de los años cuarenta del pasado siglo. En este enclave fundamental, pondría al día nuestro poeta su bagaje gaditano de «la musique avant toute chose» (Verlaine, J. R. Jiménez, Bécquer), adentrándose en las aguas negras del surrealismo o tentando los caminos tortuosos, pero estimulantes, del barroco. Es el caso de Versos de pronto (1944-1945), libro de corte existencial y barroco, y del surrealista Los poemas de 1944 (1972), escrito con el estímulo de los sueños, a los que cabría añadir, en la misma época, los romances postistas de Las patitas de la sombra (1944-1945). Todo ello argumentado no pocas veces con la impronta de una metáfora vivaz, lúdica, cercana a Gómez de la Serna en su arte de ingenio y a El Bosco en su relieve plástico; una impronta en la que se enmascara su humor, basado en la contracción grotesca, tragicómica, como quería Valle Inclán, del dolor y la risa, del patetismo y el estallido gozoso de la palabra en libertad.

Junto a la huella ejemplar de Eduardo Chicharro, la lectura de la obra de César Vallejo se convertirá en el punto de referencia máximo en el periodo posterior al Postismo. La poesía «introrrealista» de Ory, a comienzos de la década de los años cincuenta, debe tanto al poeta peruano como a la aportación de las tesis existencialistas y expresionistas. Se preserva el imaginario de surrealismo y postismo, pero iluminado ahora por los vestigios humanos de lo cotidiano y la herida del dolor. No en vano, amor y dolor otorgan en la poesía de Ory, como en Vallejo, un centro espiritual al ser. Tanto Los sonetos (1944- 1963) como Poemas (1944-1969), los títulos que abren su etapa de madurez, muestran bien a las claras ese sentido dolorista de la existencia, en consonancia con un impulso metafísico parecido al que moviera el amor de los románticos por la imaginación. La herida cotidiana vive permanentemente hermanada con un orden invisible hijo de la noche, la sombra y las tinieblas, en cercanía con la locura o «entenebricimiento» (umnachtung) de Trakl y las claves del misticismo baudeleriano y rilkeano. Esta cuerda se tensará posteriormente en dos entregas de claro signo orientalista, la primera decantada hacia la poesía hierofánica, Música de lobo [1957-1969], y la segunda, Lee sin temor [1970-1971], rebosante de enseñanzas filosófico-morales hinduistas, taoístas y budistas.

Pero sea cual sea la voz y la variación de su registro poético, el principio que guía el decir poético de Ory sigue siendo el mismo: el amor. No importa su deriva sentimental —la amistad y el descubrimiento gozoso de Nueva York, por ejemplo, en Sin permiso de ser ángel (1987). Ninguno de sus libros es ajeno al principio amoroso. Sin embargo, obras como Técnica y llanto (1969-1970) (v. J. Marco) y Miserable ternura. Cabaña (1968-1975), claves en su andadura, abordan dicho signo desde la que será la característica mayor de su poesía erótica, esto es: la complementariedad cíclica de la separación de los amantes o el nacimiento gozoso de un nuevo amor. Así pues, amor y devoración tanática, vida y muerte, se engendran para Ory a partir del principio de alteridad de los amantes, principio en el que se pone de relieve la lucha permanente entre la unidad inconsciente del caos primitivo y la unidad consciente del orden definitivo. En esta lucha, la sobredimensión de lo corpóreo, su dimensión carnal, abraza un eros pánico cuya riqueza imaginativa se traslada, sin trabas, al mundo vegetal, animal y mineral.

Y llegamos así a Melos melancolía (1977-1994) (A. S. Pérez Bustamante), el libro que, como hemos visto, culmina una trayectoria iniciada en el modernismo hispánico y luego contrastada en las voces del existencialismo, el barroco, el romanticismo, el surrealismo, la contracultura y la filosofía oriental. A modo de testamento, esta entrega sella todo un acontecer poético que quiere ser el balance lírico de una memoria integral: «destellos de distancias —dice Ory— en mi memoria de oro». Al igual que lo hace su libro póstumo de prosas La memoria amorosa (2011) (v. J. Fernández Palacios), los poemas de Melos melancolía son un cúmulo de miradas, en definitiva, de retorno al origen, a la infancia y al mar. Memoria, elegía y viaje. Y en no pocos momentos se vislumbra una ensimismada reflexión sobre el fenómeno poético. Pero por encima de todo se yergue en estos versos, insobornable, la conciencia —ahora más que nunca— de una autobiografía espiritual que cierra las heridas del tiempo y busca la presencia perenne del canto: «La poesía fue siempre mi nodriza robusta / Ese pan esas aguas de los sueños». En este mismo sentido operan los títulos que Ory llamó sus «ciclos poéticos», los citados Poesía primera y Poemas, además de Soneto vivo (1941-1987), Energeia (1940-1977) y La flauta prohibida (1947-1978), en realidad otras tantas construcciones autorreferenciales de su poesía, reordenaciones o reinterpretaciones del autor al abrigo del espacio (el lugar de la escritura), el tiempo (datación de los poemas) y la recurrencia de temas y formas expresivas de su poética.

Carlos Edmundo de Ory es un ejemplo señero de resistencia a la uniformización de los los cánones dominantes de la poesía española de su tiempo. La periferia al canon fue en él moneda común, el signo, en suma, de un acto resistencial. Lo hizo, durante el más largo periodo de su vida, con el solitario peaje del exilio y el silencio. Y mucho más aún: teniendo que soportar aquel dictado perverso que Franz Kermode denunciaba como estrategia perversa del control institucional de la interpretación, y que podría resumirse en el siguiente aserto: «lo que es inaceptable es incompetente». Ory siempre argumentó ahí su extremada disidencia, en términos que tratan de profundizar en la relectura crítica de la poesía de la modernidad y, en su núcleo central, en el debate sobre la noción de realismo. O lo que es lo mismo: en la vertebración del lenguaje como conflicto. ¿A qué obedecen, si no, esas formas clásicas de muchos de sus poemas, liberadas del estrecho corsé del decoro y abiertas a la experimentación? Para Ory no hay realidad poética sin lenguaje, sin el cuestionamiento idiomático de los límites instrumentales de la realidad. Antagonía y neología devienen conceptos decisivos en su obra, tan propensa a la mezcla de formas coloquiales con formas simbolistas y surrealistas. Todo parece converger en una visión oximorónica, donde el juego, el humor corrosivo y la tragedia del ser se materializan en el lenguaje. Su constante revisión de las formas clásicas se convierte en pura experimentación idiomática. Hijo de lo que Octavio Paz llamó la tradición de la vanguardia, su singularidad es caso aparte en la poesía española del siglo XX. Pocos, como él, han sabido aunar en su poesía «el ansia de infinito del romanticismo germano y universal» (Holdërlin, Novalis...) con las huellas posteriores del simbolismo visionario o de las vanguardias; pocos, también, han amado aquella fórmula de André Breton que decía: «la belleza, o será convulsiva o no será».

J. P.—UNIVERSITAT DE LLEIDA

 
 
 
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