INSULA

Misceláneo
Número 779 . Noviembre 2011

 
 

Juan Antonio GONZÁLEZ IGLESIAS / NOSOTROS NO DORMIMOS EN EL LECHO PATERNO


 

Por la tarde te examinarán en el amor.

San Juan de la Cruz

Nosotros no dormimos en el lecho paterno.

No queremos tendernos sobre ese venerable

lugar donde nacieron y murieron y amaron

nuestros antepasados. Al examen nocturno

del amor acudimos a deshora y por libre.

En el camino somos un caballo y un potro.

Corremos sobre líneas ideales muy próximas,

nunca sobre la misma. Nuestro mejor relincho

anuncia que ha llegado la libertad al mundo,

y se lo dedicamos al poeta que dijo

que un día nacerían hombres como nosotros

y que nos esperaba. Ya pisamos la tierra.

Hablamos y lloramos, igual que en la Ilíada

los caballos de Aquiles. El amor nos transmuta

y hace que esta semana vengan nuestros dos nombres

en un número extra de la revista Time

al lado de los hombres más bellos del planeta,

porque somos como ellos, según su directora,

luminosos y oscuros, rudos y delicados.


Una década es la distancia mínima exigible para empezar a hablar de algo. Yo escribí este poema hace unos doce años. Me atrevo a comentarlo porque ahora soy otro y el contexto ha cambiado tanto que me parece estar hablando de otra época. Su primer verso «Nosotros no dormimos en el lecho paterno» enlaza con el último de otro poema, distante en el tiempo y en la literatura. Se trata de un soneto de José María de Heredia, poeta del siglo XIX, francés aunque no lo parezca por su nombre: Heureux qui peut dormir sans peur et sans remords /Dans le lit paternel, massif et vénérable, /Où tous les siens sont nés aussi bien qu’ils sont morts. «Feliz el que sin miedo y sin remordimientos, /es capaz de dormir en el lecho paterno, sólido y venerable/ donde todos los suyos nacieron y murieron». Ese final me impresionó negativamente, cosa que puede hacer un buen poema, precisamente por ser bueno. Quiero decir que a veces un poema surge del rechazo hacia otro que nos parece admirable. Heredia canta en clave simbolista la felicidad, que siempre está en otra parte, como ya vieron, entre otros, los poetas griegos, Horacio en el Beatus ille y Cristo en las Bienaventuranzas. La celebración del que puede dormir sin miedos y sin remordimientos es muy bella, y esa belleza es el principio que la hace compartible. Pero Heredia inscribe el cumplimiento de la persona en la continuidad familiar. Semejante sucesión de nacimientos y muertes, generación tras generación, me parecía una cadena que literalmente estrangulaba la maravilla del individuo. De aquel primer desagrado nacen varias negaciones, todas en torno al lecho paterno, aunque se aceptan atributos que le da el poeta (venerable, lugar donde nacieron y murieron). Al sumar como novedad el amor pasional irrumpen varias efectos: en el plano puramente poético se engendra esa acumulación de conjunciones («nacieron y murieron y amaron») llamada polisíndeton, un lujo que suele vedársele a la prosa. La anáfora de las negaciones «no dormimos... no queremos» insiste con contundencia en que la búsqueda de la felicidad va a ser otra.

El alejandrino es un verso muy dúctil. Permite que en una misma línea («nuestros antepasados. Al examen nocturno») el primer hemistiquio responda a José María de Heredia y el segundo a San Juan de la Cruz. Lo abrupto que pudiera tener esa línea queda suavizado por los encabalgamientos que fluyen desde el verso anterior y hacia el verso siguiente. En la respuesta a San Juan de la Cruz («Al examen nocturno») no actúa la negación que afectaba a Heredia, sino afirmación que es un cumplimiento nuevo y personal. La cita que encabeza el poema procede de los Dichos de luz y de amor del poeta carmelita. Es prosa, profética y enigmática: «Por la tarde te examinarán en el amor». Él habla de un examen similar a un juicio. Yo lo llevé al ámbito de los estudios, del que no me he movido en toda mi vida. Hemos pasado del examen «por la tarde» al «examen nocturno» (lo cual tiene un germen de subversión, aquí pensé en el bachillerato nocturno que tenía su propio atractivo) y con otra noción que se toma del mundo de los estudios para trasladarlo al del amor: «por libre». La «deshora» (término precioso, que contiene una desobediencia última, puesto que afecta al tiempo), y la libertad desafían al amor convencional. Este es tanto el heterosexual como el gay, que ha terminado siendo lo mismo: un amor matrimonial, familiar y, en definitiva, generacional, de cuyo rechazo surge el poema. La energía del poeta místico se pone aquí al servicio de un amor cósmico, total, cercano a lo divino, no reproductivo en los parámetros humanos. No sometido a las servidumbres sociales. Juan Gil-Albert dijo: «no quiero que el amor entre hombres se someta a la vulgaridad municipal». El amor sublime que reivindica el poema ha sido muy minoritario en el pasado y ahora lo es más. El poeta y su amado y sus lectores pueden sentir una soledad cultural insólita. Ese amor sublime (¿por qué nosotros, los lectores de poesía y poetas, habríamos de tener miedo de usar palabras muy bellas y de vivir según esa belleza?) está cerca de la Afrodita Urania que Platón dibujó en su Banquete y que ha sido reivindicada ininterrumpidamente por la alta cultura occidental en una larga tradición que llega, por lo menos, hasta Pandémica y Celeste de Gil de Biedma. A propósito de ese cielo, de esa altura vital, dejó dicho Lorca: «Hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora».

Un profesor francés me preguntó en un implacable cuestionario filológico si realmente existía «el poeta que dijo que un día nacerían / hombres como nosotros...». Existe. Ya lo he nombrado en este comentario. Es Juan Gil-Albert, el poeta que más ha influido en mi vida. El poema es también todo él un regalo: «y se lo dedicamos...» En su poema Hípica, Gil-Albert se dirige a los jóvenes con palabras augurales, propias de un grande: «así quisiera oír vuestro relincho / vuestro timbre de gloria». Me hace pensar en los caballos inmortales de Aquiles, que de verdad hablan y lloran. Los retrató para siempre Homero en la Ilíada. Protagonizan también un conmovedor poema de Cavafis. En un hermoso intercambio de emisiones, los jóvenes relinchan en el poema de Juan Gil-Albert. También en el mío. Si lo pensamos bien, el relincho traducido a palabras solo puede ser el poema, sonido glorioso que celebra el instinto en el corazón del mundo. El paganismo griego concibe una continuidad gradual entre el animal, el humano, el héroe y el dios. En todos esos puntos sitúa el poema a los amantes, pero insistiendo en lo más olvidado, que ya no sé si es la animalidad o la divinidad. Esta —la divinidad— puede ser pagana, pues viene de Homero y Platón. O cristiana, como muestra la cita de San Juan de la Cruz. O ambas indistintamente, como en Cavafis, Lorca o Gil-Albert o aquí. La divinidad contemporánea cabe en ese número extra (esto mismo es simbólico, lo extraordinario) de la revista Life. Había aparecido en aquellos días, dedicado, como dice el poema, a los hombres más bellos del planeta. El poeta y su amado se incorporan milagrosamente a ese catálogo, por obra exclusiva del amor y del poema. De pronto cumplen lo que dijo la directora de la revista, citado literalmente: «luminosos y oscuros, rudos y delicados».

Literatura y no literatura, textos de distintas lenguas, cultura aristocrática y cultura de masas, lo antiguo y lo actual, todo eso queda asumido en un lógos único, el poema, que percibo como homogéneo. Supera cualquier fragmentación. Habla en presente. Transmuta todos los textos anteriores en afirmaciones actuales. Cuento como afirmaciones las negaciones, por supuesto. Son afirmaciones en primera persona. No la de singular, sino la de plural. El nosotros incluye al amado en la persona. Los efectos del nosotros son de largo alcance, porque el lector se ve incorporado a esa pluralidad.

La definición del amor entre seres que al mismo tiempo son iguales y distintos («un caballo y un potro») implica recorrer la vida de una manera única, nueva, sin sometimiento a la institución matrimonial o sus análogos, que anulan a los individuos (esa es «la misma» línea). Aquí se trata de avanzar en paralelo («líneas ideales muy próximas, nunca sobre la misma»). Es decir, no se borra la singularidad maravillosa de cada uno de los amantes.

Ya he hablado de la flexibilidad del alejandrino. Lo siento como heredero del hexámetro antiguo. Su perfecta división en dos mitades contiene a veces otra, de modo que puede quedar compuesto de cuatro unidades. El resultado es una armonía métrica y sintáctica, que sustenta la armonía del significado: «luminosos y oscuros, rudos y delicados» cifra un ideal de hermosura viril (por decirlo con las palabras que Lorca dedicó a Whitman), que hereda lo básico de la masculinidad (por ejemplo la rudeza, probablemente la oscuridad), haciéndola compatible con cualidades que la lógica pretende incompatibles, pero la poesía (y la vida) no. Es lo que los escolásticos llamaron coincidentia oppositorum y antes de ellos los presocráticos «armonía de contrarios». Es un proyecto de nueva masculinidad, de nueva humanidad, muy arraigado en la modernidad, en la cultura cristiana y en el paganismo.

Todo poema auténtico (este lo es, quizá sea lo único que yo pueda garantizar) tiene algo de profecía. Este procede de varios textos que otean el futuro. Me gusta comprobar que la fuerza de los poetas invocados (Heredia, San Juan de la Cruz, Homero, Cavafis, Lorca, Gil-Albert) se ha cumplido en mi vida personal, lo cual es mucho teniendo en cuenta que ha pasado bastante tiempo. El poema sigue vigente como proyecto que se comparte, porque se propone. En los años transcurridos parece que en España ha habido una revolución en lo que se refiere al amor homoerótico, pero no es cierto. Más bien lo contrario. Desactivado, integrado en la institución familiar y matrimonial, el eros exclusivamente masculino queda ahora atrapado en ese lecho paterno que el poema niega. En cambio el poema, sobre todo si lee en voz alta, sigue emanando rebeldía, una esperanza sostenida que viene de muy lejos y aspira solamente a dar fuerza a los hombres que vendrán.

J. A. G. I.—POETA

 
 
 
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