Por la tarde te
examinarán en el amor.
San Juan de la
Cruz
Nosotros no dormimos
en el lecho paterno.
No queremos tendernos
sobre ese venerable
lugar donde nacieron
y murieron y amaron
nuestros antepasados.
Al examen nocturno
del amor acudimos a
deshora y por libre.
En el camino somos un
caballo y un potro.
Corremos sobre líneas
ideales muy próximas,
nunca sobre la misma.
Nuestro mejor relincho
anuncia que ha
llegado la libertad al mundo,
y se lo dedicamos al
poeta que dijo
que un día nacerían
hombres como nosotros
y que nos esperaba.
Ya pisamos la tierra.
Hablamos y lloramos,
igual que en la Ilíada
los caballos de
Aquiles. El amor nos transmuta
y hace que esta
semana vengan nuestros dos nombres
en un número extra de
la revista Time
al lado de los
hombres más bellos del planeta,
porque somos como
ellos, según su directora,
luminosos y oscuros,
rudos y delicados.
Una década es la
distancia mínima exigible para empezar a hablar de algo. Yo escribí
este poema hace unos doce años. Me atrevo a comentarlo porque ahora
soy otro y el contexto ha cambiado tanto que me parece estar
hablando de otra época. Su primer verso «Nosotros no dormimos en el
lecho paterno» enlaza con el último de otro poema, distante en el
tiempo y en la literatura. Se trata de un soneto de José María de
Heredia, poeta del siglo XIX, francés aunque no lo parezca por su
nombre: Heureux qui peut dormir sans peur et sans remords /Dans le
lit paternel, massif et vénérable, /Où tous les siens sont nés
aussi bien qu’ils sont morts. «Feliz el que sin miedo y sin
remordimientos, /es capaz de dormir en el lecho paterno, sólido y
venerable/ donde todos los suyos nacieron y murieron». Ese final me
impresionó negativamente, cosa que puede hacer un buen poema,
precisamente por ser bueno. Quiero decir que a veces un poema surge
del rechazo hacia otro que nos parece admirable. Heredia canta en
clave simbolista la felicidad, que siempre está en otra parte, como
ya vieron, entre otros, los poetas griegos, Horacio en el Beatus
ille y Cristo en las Bienaventuranzas. La celebración del que puede
dormir sin miedos y sin remordimientos es muy bella, y esa belleza
es el principio que la hace compartible. Pero Heredia inscribe el
cumplimiento de la persona en la continuidad familiar. Semejante
sucesión de nacimientos y muertes, generación tras generación, me
parecía una cadena que literalmente estrangulaba la maravilla del
individuo. De aquel primer desagrado nacen varias negaciones, todas
en torno al lecho paterno, aunque se aceptan atributos que le da el
poeta (venerable, lugar donde nacieron y murieron). Al sumar como
novedad el amor pasional irrumpen varias efectos: en el plano
puramente poético se engendra esa acumulación de conjunciones
(«nacieron y murieron y amaron») llamada polisíndeton, un lujo que
suele vedársele a la prosa. La anáfora de las negaciones «no
dormimos... no queremos» insiste con contundencia en que la
búsqueda de la felicidad va a ser otra.
El alejandrino es un
verso muy dúctil. Permite que en una misma línea («nuestros
antepasados. Al examen nocturno») el primer hemistiquio responda a
José María de Heredia y el segundo a San Juan de la Cruz. Lo
abrupto que pudiera tener esa línea queda suavizado por los
encabalgamientos que fluyen desde el verso anterior y hacia el
verso siguiente. En la respuesta a San Juan de la Cruz («Al examen
nocturno») no actúa la negación que afectaba a Heredia, sino
afirmación que es un cumplimiento nuevo y personal. La cita que
encabeza el poema procede de los Dichos de luz y de amor del poeta
carmelita. Es prosa, profética y enigmática: «Por la tarde te
examinarán en el amor». Él habla de un examen similar a un juicio.
Yo lo llevé al ámbito de los estudios, del que no me he movido en
toda mi vida. Hemos pasado del examen «por la tarde» al «examen
nocturno» (lo cual tiene un germen de subversión, aquí pensé en el
bachillerato nocturno que tenía su propio atractivo) y con otra
noción que se toma del mundo de los estudios para trasladarlo al
del amor: «por libre». La «deshora» (término precioso, que contiene
una desobediencia última, puesto que afecta al tiempo), y la
libertad desafían al amor convencional. Este es tanto el
heterosexual como el gay, que ha terminado siendo lo mismo: un amor
matrimonial, familiar y, en definitiva, generacional, de cuyo
rechazo surge el poema. La energía del poeta místico se pone aquí
al servicio de un amor cósmico, total, cercano a lo divino, no
reproductivo en los parámetros humanos. No sometido a las
servidumbres sociales. Juan Gil-Albert dijo: «no quiero que el amor
entre hombres se someta a la vulgaridad municipal». El amor sublime
que reivindica el poema ha sido muy minoritario en el pasado y
ahora lo es más. El poeta y su amado y sus lectores pueden sentir
una soledad cultural insólita. Ese amor sublime (¿por qué nosotros,
los lectores de poesía y poetas, habríamos de tener miedo de usar
palabras muy bellas y de vivir según esa belleza?) está cerca de la
Afrodita Urania que Platón dibujó en su Banquete y que ha sido
reivindicada ininterrumpidamente por la alta cultura occidental en
una larga tradición que llega, por lo menos, hasta Pandémica y
Celeste de Gil de Biedma. A propósito de ese cielo, de esa altura
vital, dejó dicho Lorca: «Hay cuerpos que no deben repetirse en la
aurora».
Un profesor francés
me preguntó en un implacable cuestionario filológico si realmente
existía «el poeta que dijo que un día nacerían / hombres como
nosotros...». Existe. Ya lo he nombrado en este comentario. Es Juan
Gil-Albert, el poeta que más ha influido en mi vida. El poema es
también todo él un regalo: «y se lo dedicamos...» En su poema
Hípica, Gil-Albert se dirige a los jóvenes con palabras augurales,
propias de un grande: «así quisiera oír vuestro relincho / vuestro
timbre de gloria». Me hace pensar en los caballos inmortales de
Aquiles, que de verdad hablan y lloran. Los retrató para siempre
Homero en la Ilíada. Protagonizan también un conmovedor poema de
Cavafis. En un hermoso intercambio de emisiones, los jóvenes
relinchan en el poema de Juan Gil-Albert. También en el mío. Si lo
pensamos bien, el relincho traducido a palabras solo puede ser el
poema, sonido glorioso que celebra el instinto en el corazón del
mundo. El paganismo griego concibe una continuidad gradual entre el
animal, el humano, el héroe y el dios. En todos esos puntos sitúa
el poema a los amantes, pero insistiendo en lo más olvidado, que ya
no sé si es la animalidad o la divinidad. Esta —la
divinidad— puede ser pagana, pues viene de Homero y Platón. O
cristiana, como muestra la cita de San Juan de la Cruz. O ambas
indistintamente, como en Cavafis, Lorca o Gil-Albert o aquí. La
divinidad contemporánea cabe en ese número extra (esto mismo es
simbólico, lo extraordinario) de la revista Life. Había aparecido
en aquellos días, dedicado, como dice el poema, a los hombres más
bellos del planeta. El poeta y su amado se incorporan
milagrosamente a ese catálogo, por obra exclusiva del amor y del
poema. De pronto cumplen lo que dijo la directora de la revista,
citado literalmente: «luminosos y oscuros, rudos y delicados».
Literatura y no
literatura, textos de distintas lenguas, cultura aristocrática y
cultura de masas, lo antiguo y lo actual, todo eso queda asumido en
un lógos único, el poema, que percibo como homogéneo. Supera
cualquier fragmentación. Habla en presente. Transmuta todos los
textos anteriores en afirmaciones actuales. Cuento como
afirmaciones las negaciones, por supuesto. Son afirmaciones en
primera persona. No la de singular, sino la de plural. El nosotros
incluye al amado en la persona. Los efectos del nosotros son de
largo alcance, porque el lector se ve incorporado a esa
pluralidad.
La definición del
amor entre seres que al mismo tiempo son iguales y distintos («un
caballo y un potro») implica recorrer la vida de una manera única,
nueva, sin sometimiento a la institución matrimonial o sus
análogos, que anulan a los individuos (esa es «la misma» línea).
Aquí se trata de avanzar en paralelo («líneas ideales muy próximas,
nunca sobre la misma»). Es decir, no se borra la singularidad
maravillosa de cada uno de los amantes.
Ya he hablado de la
flexibilidad del alejandrino. Lo siento como heredero del hexámetro
antiguo. Su perfecta división en dos mitades contiene a veces otra,
de modo que puede quedar compuesto de cuatro unidades. El resultado
es una armonía métrica y sintáctica, que sustenta la armonía del
significado: «luminosos y oscuros, rudos y delicados» cifra un
ideal de hermosura viril (por decirlo con las palabras que Lorca
dedicó a Whitman), que hereda lo básico de la masculinidad (por
ejemplo la rudeza, probablemente la oscuridad), haciéndola
compatible con cualidades que la lógica pretende incompatibles,
pero la poesía (y la vida) no. Es lo que los escolásticos llamaron
coincidentia oppositorum y antes de ellos los presocráticos
«armonía de contrarios». Es un proyecto de nueva masculinidad, de
nueva humanidad, muy arraigado en la modernidad, en la cultura
cristiana y en el paganismo.
Todo poema auténtico
(este lo es, quizá sea lo único que yo pueda garantizar) tiene algo
de profecía. Este procede de varios textos que otean el futuro. Me
gusta comprobar que la fuerza de los poetas invocados (Heredia, San
Juan de la Cruz, Homero, Cavafis, Lorca, Gil-Albert) se ha cumplido
en mi vida personal, lo cual es mucho teniendo en cuenta que ha
pasado bastante tiempo. El poema sigue vigente como proyecto que se
comparte, porque se propone. En los años transcurridos parece que
en España ha habido una revolución en lo que se refiere al amor
homoerótico, pero no es cierto. Más bien lo contrario. Desactivado,
integrado en la institución familiar y matrimonial, el eros
exclusivamente masculino queda ahora atrapado en ese lecho paterno
que el poema niega. En cambio el poema, sobre todo si lee en voz
alta, sigue emanando rebeldía, una esperanza sostenida que viene de
muy lejos y aspira solamente a dar fuerza a los hombres que
vendrán.
J. A. G.
I.—POETA
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