INSULA

Nuevas trazas para la ficción de pícaros
Número 778 . Octubre 2011

 
 

Francisco RICO / "Mímesis": un libro inconcluso


 

Siempre he creído que Mímesis es un gran libro. No estoy tan seguro de que sea un buen libro, y sin duda es un libro inconcluso. Mímesis es una de esas obras superiores que van más allá de los horizontes normales de la disciplina dentro de la cual en principio se inscriben. No se limita a tratar un tema o unos temas: cada punto sugiere otros puntos, de la literatura a la historia o la religión. El especialista que lo recorre con un determinado interés se encuentra a menudo con enriquecedoras perspectivas sobre otras posibles dimensiones del asunto. El mero curioso disfruta con unos ensayos siempre interesantes, muchas veces perspicaces, que le dejan con la gratificante impresión de haberse hecho con una entera cultura literaria. A todos muestra Mímesis cosas de valor y a todos da que pensar.

Ciertamente, los vastos, espléndidos horizontes de Mímesis no son ya propios de nuestros días, o por desgracia no entre filólogos, y sí lo eran de los maestros de otra época. Tuve el privilegio de compartir algunas horas con otros dos gigantes de la generación de Auerbach, Erwin Panofsky y Paul Oskar Kristeller, y quizá lo que más me impresionó de ellos era qué claro tenían el panorama de su vida y su quehacer, desde las razones para casarse hasta qué libro escribir en cada momento. Auerbach no tuvo nunca una existencia fácil, ni en Alemania ni en Turquía ni en los Estados Unidos, pero en todas partes supo ser fiel a su vocación y seguir el camino en que creía. Por encima de los detalles, se siente que Mímesis está presidido por una visión amplia y articulada, la visión de alguien que coloca su trabajo en un sistema, que, como ahí se dice, busca «ordenar el mundo en un todo real» (pág. 219).

Un gran libro, repito, un libro de gran señor, pero quizá no un buen libro, y desde luego «no siempre atendible». Así, escuetamente, lo describí hace cuarenta años largos, en la última nota al pie de La novela picaresca y el punto de vista. De entonces para acá, ese librito ha tenido seis ediciones y tres traducciones a otros tantos idiomas, sin que yo viera la necesidad de dar más explicaciones, porque iban implícitas en cuanto había dicho antes de la nota final. Pero sí me sentí obligado a darlas, como más de una vez me las habían pedido (comenzando por Antonio Gargano), cuando en el 2007 tuve que participar en la mesa redonda y en el seminario que primero la Scuola Normale Superiore y luego el Circolo Filologico Linguistico Padovano, respectivamente, dedicaron a Auerbach al cumplirse los sesenta años de su muerte. Estas páginas de ÍNSULA, por sugerencia de Luis Gómez Canseco, son la versión española de los apuntes que preparé para mis intervenciones en Pisa y en Bressanone (1). Aparte cambios pequeños, he suprimido o reescrito varios párrafos y añadido otros con referencias a la literatura española, que, con la excepción del Quijote, entonces ni siquiera mencioné, para dar mayor impersonalidad a mi planteamiento.

«Initium rei sit consideratio nominis ». El título de Auerbach produce una cierta perplejidad. Mimesis: dargestellte Wirklichkeit in der abendländischen Literatur. La traducción española, en 1950, interpretó La representación de la realidad en la literatura occidental, y en el mismo sentido la siguieron posteriormente la inglesa, en 1953, The Representation of Reality, y la francesa, La représentation de la réalité, en 1968. Pero esas traducciones dan una idea de totalidad, de estudio completo, muy oportuno como invitación a la lectura, pero que no se corresponde con el contenido. Hasta ahí, sin embargo (otra cosa veremos en el subtítulo), Auerbach se ha curado en salud y ha sido a la vez exacto y ambiguo: no dice Die Darstellung der Wirklichkeit, ni Die dargestellte Wirklichkeit, con artículo, sino Dargestelle Wirklichkeit. (Personalmente, yo hubiera optado por Darstellungen der Wirklichkeit). La versión italiana, en 1956, tomó un camino distinto y tradujo Il realismo nella letteratura occidentale. El título es también ahora excesivo, pero no se equivoca al evidenciar que el objetivo que Auerbach contempla con mayor interés es el realismo, entendiéndolo no a través de ninguna discutible relación entre la literatura y la realidad, sino como movimiento artístico, como escuela literaria que tiene sus grandes clásicos en algunos autores del siglo XIX. En efecto, la tesis básica o, si se quiere, el tema principal de Mímesis está limpiamente enunciado en el epílogo.

La primera [de las ideas directrices] se refiere a la teoría antigua del nivel en la representación literaria, teoría que fue readoptada posteriormente por toda corriente clásica. Se me hizo patente que el realismo moderno, en la forma que se presentó en Francia a principios del siglo XIX, se desliga por completo de aquella teoría en tanto que fenómeno estético, en forma más completa e importante para la ulterior conformación de la imitación literaria de la vida que la mezcla de lo sublime y lo grotesco proclamada continuamente por los románticos. Al convertir Stendhal y Balzac a personas cualesquiera de la vida diaria, condicionadas por las circunstancias históricas de su tiempo, en objetos de representación seria, problemática y hasta trágica, aniquilaron la regla clásica de la diferenciación de niveles, según la cual lo real cotidiano y práctico solo puede encontrar su lugar en la literatura dentro del marco de un género estilístico bajo o mediano, es decir, como cómico-grotesco, o como entretenimiento agradable, ligero, pintoresco y elegante. Con ello dieron cima a la evolución que se venía preparando desde hacía tiempo (desde la novela de costumbres y la comédie larmoyante del siglo XVIII, y más claramente aún desde los tiempos del Sturm und Drang del prerromanticismo) y abrieron camino al realismo moderno, que desde entonces ha venido desplegándose en formas cada vez más ricas, en concordancia con la realidad continuamente cambiante y expansiva de nuestra vida (521).

Por declaración del autor, esa es, insisto, la primera de las tres ideas centrales de Mímesis y como tal la que va por delante en la conclusión. Solo a ella se refieren las observaciones que haré a continuación, empezando por opinar que a mi juicio esa tesis fundamental es justa: es por la ruptura con la doctrina jerárquica de los estilos como se produce el advenimiento de la novela moderna, y no solo de la novela moderna, sino de toda la modernidad literaria. Pero también quiero subrayar en seguida que ese tema principal, en rigor, Auerbach no lo enfrenta ni lo enfila: más bien lo bordea.

La explicación probablemente está en el hecho de que Mímesis es un libro no solo incompleto, sino inacabado o, si se prefiere, acabado de acuerdo con unos parámetros distintos de los iniciales. Con frecuencia han sido evocadas las circunstancias en que Auerbach lo escribió, en el Estambul de la Segunda Guerra Mundial, con bibliotecas pobres y, como recalcó Edward Said, «on an agonizing distance... from the culture [he] describes with such extraordinary insight and brilliance». Sin embargo, las circunstancias de lugar me parecen a mí menos importantes que las circunstancias de tiempo, y de tiempo personal más que de tiempo histórico.

Auerbach había proyectado, sin duda, un recorrido por la literatura europea que desembocara orgánica, naturalmente en la novela realista del Ochocientos. En la conclusión afirma que no se había propuesto ofrecer una «historia sistemática y completa del realismo» (524), sino meramente una serie de morceaux choisis que, comentados con la adecuada estrategia, dieran una idea global del desarrollo de esa historia. No obstante, el subtítulo de la edición original (1946), comprensiblemente desaparecido de las posteriores, rezaba nada menos que Eine Geschichte des abendländischen Realismus als Ausdruck der Wandlungen in der Selbstanschauung des Menschen. Vale decir, ‘Historia del realismo occidental como expresión de las transformaciones de la imagen que el hombre tiene de sí mismo’. No le demos vueltas al resto de la etiqueta: quedémonos con la certeza de que llevaba por delante la palabra Geschichte.

Fuera cual fuera exactamente, el designio inicial de Auerbach era demasiado ambicioso y acabó por resultar irrealizable. Con las oportunas glosas, una adecuada selección de fragmentos, incluso en número bastante menor, habría podido cumplir airosamente sus objetivos últimos. Pero el caso es que la selección resulta insatisfactoria y que por finos que sean los comentarios, como con frecuencia lo son, no logran enfocar con nitidez esos objetivos. El canon está desequilibrado en calidad y en cantidad.

Así, al magnífico capítulo que abre Mímesis, el deslumbrante análisis y comparación de sendos pasajes de la Odisea y el Antiguo Testamento, siguen nueve capítulos, es decir, la mitad del libro, centrados en textos de Petronio, Ammiano Marcelino, Gregorio de Tours, la Chanson de Roland, Chrétien de Troyes, el Mystère d’Adam, Dante, Boccaccio y una obrita de Antoine de la Sale. No más allá, pues, de 1450. Concebido a esa escala y con una selección de autores equivalente para el período posterior a la Edad Media, Mímesis hubiera debido incluir por lo menos otros veinte capítulos y tener casi el doble de la extensión que de hecho tiene. De manera que, cansado y desanimado por la magnitud de la empresa, Auerbach se resignó a abreviar el trabajo, limitarse a ciertos autores a quienes conocía mejor, pero que no eran necesariamente los más representativos, y rellenar las lagunas con resúmenes y explicaciones un tanto apresurados.

Se dirá que estoy juzgando intenciones insuficientemente documentadas. Es verdad. Pero estoy convencido de que las deficiencias de Mímesis se deben principalmente a que el autor no se sintió con fuerzas para llevar a buen puerto el colosal proyecto originario y decidió adaptarlo a sus posibilidades reales a corto plazo, antes de dejar Estambul y marchar a los Estados Unidos. El epígrafe de Marwell que encabeza la obra vale por toda una confesión: «Had we but world enough and time...».

Es llamativo que un libro tan relevante no lleve prólogo, ni siquiera unas pocas palabras de presentación. Un sucinto epílogo sintetiza las tres «ideas directrices» de la obra (yo me he referido sólo a la primera) y justifica vagamente por qué «no ha querido elaborar teóricamente y describir sistemáticamente la categoría ‘obra realista de estilo y carácter serios’» (524): Ahí se nos remite además a una explicación sobre el método, que de hecho se reduce a una paginita, situada al final del último capítulo (516): Es obviamente que Auberbach se había propuesto tratar esas cuestiones teóricas y metódicas en el curso de los detallados comentarios de textos con los cuales pensaba ilustrar desde dentro la génesis del realismo canónico. Cuando se convenció de que no iba a concluir Mímesis de acuerdo con las expectativas iniciales, lo que hizo fue intentar suplir con resúmenes los desarrollos y los análisis detenidos que en principio había pensado escribir.

El libro está lleno de enunciaciones del que Auerbach consideraba como su tema central, la representación en la literatura moderna de todo tipo de personajes, cualquiera que sea su condición social, «de manera severa, problemática y trágica». Pero tales enunciaciones se multiplican en la segunda mitad, y sospecho que en muchos momentos han sido interpoladas après coup, en un intento de asegurar la cohesión del conjunto. De modo paralelo, en esa segunda mitad, y especialmente en el último tercio del libro, se multiplican las referencias un poco forzadas a otros capítulos, incluso dando por supuesto que en ellos se han examinado cuestiones que ahí apenas se rozan (438), y se multiplican los alegatos sobre el modo de proceder «con la mayor brevedad posible» (473), la reutilización de anteriores trabajos del autor (454) o los sumarios que se esfuerzan por compendiar todo un siglo de Europa en un único párrafo (463). Para mí es evidente que Auerbach desiste del libro que había proyectado y, en vez de reducirlo a un ensayo de doscientas páginas, mantiene lo que ya ha escrito, redacta con bastante prisa las secciones que le parecen más cómodas y quiere arreglarlo todo con retoques, resúmenes y salvedades.

Poco felices son, sobre todo, las páginas dedicadas a los novelistas del siglo XIX. En los capítulos sobre Shakespeare y sobre el clasicismo francés se ilustran con acierto los impedimentos a una representación «severa, problemática y trágica» de la realidad en los tiempos del Antiguo Régimen social y literario. La contrapartida hubiera debido ser por lo menos un capítulo igualmente preciso sobre los estimulantes o fautores del realismo moderno. No hay tal. En las páginas aludidas falta precisión y hondura. La aportación del romanticismo, que en el Epílogo se menciona entre las «líneas directrices» del libro, en segundo lugar, se despacha ahí con un par de frases sobre Víctor Hugo (440): No pasan de diez las líneas reservadas a «los acontecimientos que tuvieron lugar en Francia entre 1789 y 1815», en los cuales encuentra Auerbach la clave del realismo moderno (445-446). Todavía es más preocupante comprobar que, para él, la plenitud del proceso de gestación del realismo no está, por ejemplo, en Balzac, Stendhal ni Flaubert, sino en Zola, porque este retrata «los estratos más bajos del pueblo y, en general, el auténtico pueblo» (467). Nada más decepcionante que releer a Auerbach después de The Gates of Horn, el magno libro de Harry Levin sobre el realismo francés.

Por otra parte, los textos que ahora comenta son en sí mismos tan escasamente significativos, que el mismo Auerbach tiende a relegarlos a favor de las afirmaciones teóricas de los novelistas. Al obrar así, está poniendo en cuestión, implícitamente, que el método estilístico (y sobre todo el análisis sintáctico) que tantas veces ha aplicado para las obras anteriores al siglo XIX sea un instrumento adecuado para abordar el realismo que constituye precisamente el meollo de Mímesis. La distancia entre representación de la realidad y representación de la lengua de la realidad puede ser tan grande como todos sabemos. Pero, en cualquier caso, uno de los rasgos principales de la novela realista es la primacía de las cosas sobre el lenguaje (o, como en cierto sentido decía ya Aristóteles, la primacía de la poesía, la ficción, sobre el verso): Por más que en ocasiones ellos pudieran conseguirlo solo a través de un trabajo formal tan obsesivo como en Flaubert (459), todos los realistas clásicos coincidían fundamentalmente con Zola en buscar «une langue nette», sin connotaciones, «un simple verre à vitre, très mince, très clair».

Se entiende que la ficción novelesca haya aspirado a una transparencia análoga a la del mundo que hacemos nuestro. Nos consta que semejante transparencia se consigue a menudo gracias al arte más exquisito, que la supuesta naturalidad con que van presentándose personajes y episodios está astutamente fabricada por el escritor, que la «ilusión referencial» no se obtiene sino con trampas que el análisis llega a denunciar como escandalosas. Nada de ello debe cegarnos para reconocer que la novela ha solido pedirnos que apenas reparemos en la textura de la prosa que la sirve, que programáticamente se ha propuesto atenuar el lenguaje hasta borrarlo, que es el género parafraseable y traducible por excelencia. Ese desdén con que contempla el porvenir de perdurabilidad literal que siempre ha deseado la poesía —un desdén bien explicable en una especie consolidada esencialmente al arrimo de la tipografía— es solo un aspecto más de la vasta rebelión de la novela contra la tradición literaria. Sobre todo ello Mímesis nos ilustra bien poco.

Frente a gran parte de la literatura anterior, la novela realista pretendía ser leída sin condiciones previas, por un público simplemente alfabetizado, o poco más, sin exigir ninguna formación literaria ni la adhesión a ninguna estética. No es solo una de las claves de su fecundidad y de su éxito, sino que está en su misma razón de ser. Pero precisamente cuando era esencial incorporar ese dato al panorama, Auerbach se limita a los novelistas franceses y alega que no puede tratar de las obras que no la leído en la lengua original. Pero, incluso si los criterios definitorios se ponen en Balzac o Stendhal, ¿cómo es posible caracterizar el realismo clásico, describir la significación de la novela realista, sin estudiar con algún detenimiento a Dickens, George Eliot, Thackeray, a Lermontov, Tolstoy, Dostoyevsky? En última instancia, Auerbach es consciente de ello y, en intercalaciones o apéndices a esos capítulos finales, intenta remediarlo con unas referencias de compromiso. Unas referencias en las que los grandes autores ingleses y rusos se saldan con una alusión «al desarrollo más reposado de la vida pública durante la época victoriana» (487) o con la creencia de que «los rusos han conservado una espontaneidad ante la vida muy difícil de encontrar en la civilización occidental del siglo XIX» (489-490). Vale decir: con caprichosas generalizaciones de Geistesgeschichte y con la siniestra tópica de los caracteres nacionales.

En esas desmañadas referencias a los novelistas de Inglaterra y Rusia es donde más se siente que Auerbach acabó el libro apresuradamente y, sin duda, comprimiendo acá y allá, a lo largo de lo escrito anteriormente, observaciones que de acuerdo con su proyecto original hubiera debido tratar más por extenso. En un caso de especial relieve esos añadidos de urgencia no se hicieron cuando el autor acababa la redacción del libro, sino después de haberlo acabado.

En efecto, el libro publicado hace ahora sesenta años no trataba del Quijote y únicamente le concedía unas líneas igualmente de emergencia (312-313). Fue solo por instigación de los editores mexicanos como Auerbach escribió el capítulo «Dulcinea encantada» que desde 1950 figura en todas las ediciones de Mímesis. Y es ciertamente una excelente presentación de la obra de Cervantes, pero que no explica apenas nada sobre el lugar que ocupa el Ingenioso hidalgo y la importancia que le corresponde en la historia de la novela, realista o como quiera que sea. Espero que no se juzgue necesario que comente la afirmación de Lionel Trilling: «It has been said that all philosophy is a footnote to Plato. It can be said that all prose fiction is a variation on the theme of Don Quixote». Baste haber mentado el asunto.

Ahora bien, aquí, en la intimidad de ÍNSULA, y tras haber mencionado la omisión del Quijote, no tengo reparo en rozar una cuestión que en la versión anterior de estas páginas pasé enteramente por alto, por miedo a hacerme reo de alguna especie de patriotismo. Al grano. El desconocimiento de la literatura española que exhibe Auerbach es ciertamente penoso, y todavía lo son más los clisés con que despacha la del Siglo de Oro (311-312). Basta copiar las líneas que afectan precisamente a su tema básico y dejar que el lector juzgue por sí mismo: «El orgullo nacional español es capaz de considerar a cada español como figura de estilo elevado, y no tan solo a los españoles de procedencia noble, pues el motivo tan importante y propiamente central de la literatura española, la honra de la mujer, proporciona ocasión de complicaciones trágicas», etc. (311). Pero, además, ese desconocimiento falsea gravemente el panorama que Mímesis debiera desplegar.

No hay inconveniente en admitir con Auerbach que, Quijote aparte, «la literatura española del gran siglo no tiene mucha significación en la historia de la conquista de la realidad», si nos situamos a la altura de 1750 y miramos a los años posteriores. Para la etapa anterior la influencia española en esa historia es fundamental, aunque difusa, perceptible en Francia e Inglaterra más como factor de inspiración genérica que como imitación directa de autor a autor o de obra a obra. Con todo, una cosa es influencia y otra significación (Bedeutung, en el alemán de Auerbach): la primera puede ser escasa y la segunda grande.

El auge del realismo es indisociable de la ruptura de las jerarquías que asignaban a los personajes un estilo, serio o grotesco, en función de su rango social, tiene razón Auerbach. Lo que Auerbach no dice es que la meta realista que esa ruptura buscaba también podía alcanzarse acatando en grado apreciable las jerarquías, y, sobre todo, lo que no sabe es que en España, desacatándolas, se había alcanzado en una medida egregia.

María Rosa Lida, sin alegar jamás el nombre de Auerbach (ahora da igual por qué), dedicó un macizo, soberbio volumen a refutarlo exhaustivamente a propósito de La Celestina. Vuelvo a citar aquí algunos pasajes suyos que ya he alegado en otro lugar. «La insólita interferencia de personajes “bajos” y personajes “altos” en la acción perfila la no menos insólita autonomía artística de aquellos», hasta el extremo de que «quizá la faceta más singular de la atención objetiva de La Celestina a la realidad sea la detenida pintura de los personajes humildes o viles, en ocasiones contrapuestos con tácita aprobación a los nobles (...) y siempre retratados con entera compenetración. Asombran, en particular, las criaturas del hampa, representadas desde dentro, tal como ellas mismas se ven, no desde un punto de vista sobrepuesto, satírico o moralizante », y asombran tanto más cuanto que semejante enfoque se opone diametralmente al uso inflexible de la literatura anterior al Romanticismo, sin excluir a Cervantes ni a Shakespeare. El logro de la Tragicomedia, por ende, no se deja calibrar sino desbordando las fronteras del Antiguo Régimen: «Contraprueba de esta originalidad es el no haberse dado cosa parecida en las letras occidentales hasta el surgimiento de las grandes novelas del siglo pasado».

En análogo sentido habla, también en español, el Guzmán de Alfarache. En La novela picaresca y el punto de vista mostré que Mateo Alemán construye su personaje desde dentro «presentándolo con toda seriedad y dotándolo de una individualidad plena e inconfundible, sin confinarlo al único rasgo peyorativo a que el villano solía limitarse en las letras de la época. Para la poética del momento...protagonista vulgar era por definición protagonista cómico; pero Alemán concedió al suyo dimensiones trágicas, rescatándolo de la simplificación a que en principio estaba predestinado e infundiéndole la complejidad de la vida real». Allí expliqué igualmente algunas de sus razones artísticas y doctrinales para hacerlo, saltando por encima de la preceptiva. En diálogo expreso con Auerbach, Antonio Gargano ha reforzado ahora tales razones, argüido que el Lazarillo «poneva innovativamente la comicità al servizio di una rappresentazione della realtà bassa e quotidiana in modo serio e problemático» e ilustrado ambas interpretaciones con la contraprueba del Buscón.

No es cosa de entrar en detalles ni poner a contribución la copiosa bibliografía. Tampoco se trata de echarle en cara al autor su ignorancia de la literatura española, sino de subrayar, con el ejemplo de la ausencia de esta, la arbitrariedad y la insuficiencia del canon de Mímesis. Si Auerbach se hubiera dado por enterado de la existencia de La Celestina y del Guzmán, por limitarnos a esos dos textos, su (negada) «historia de la conquista de la realidad» en la literatura occidental tendría que haber sido muy distinta. La resonancia europea de ambas obras fue inmensa, pero, en cualquier caso, más allá de la influencia que ejercieran, no cabe ni sombra de duda sobre su Bedeutung precisamente para la cuestión que constituye el núcleo mismo de Mímesis.

Por ahí, por los huecos, el libro se desustancia. Especialmente de menos se echan los capítulos que hubieran debido tratar de los géneros narrativos que con más empuje desembocan en la novela realista canónica: los numerosos textos de los siglos XVI, XVII y XVIII que nacen como supuestas emulaciones de modalidades de escritura no literarias (relaciones de sucesos, cartas particulares, historias de delincuentes...) y postulando más o menos ambiguamente la misma veracidad que tales modalidades.

La obra de Daniel Defoe (ni siquiera aludido en Mímesis) basta para ejemplificar sus rasgos y subclases principales. Robinson Crusoe es para nosotros una novela de Defoe, pero en vida de este nunca se publicó con el nombre del verdadero autor. El libro se presenta como «Written by Himself», por el propio Robinson, y proclama «to be a just history of fact, neither is there any appearance of fiction in it», como no la hay —añadamos— en los relatos de viajes en que Woodes Rogers y Edward Cooke contaban el caso del marino Alexander Selkirk, que había vivido cuatro años en una isla desierta. De manera semejante, A Journal of the Plague Year ofrece las «observaciones y recuerdos» de un habitante de Londres, un cierto H. F., «durante la última gran epidemia de 1665», y Moll Flanders se supone «escrita de acuerdo con el diario de la protagonista», en tanto Lady Roxana «is not a Story but a History ». No menos sintomático es que después de Roxana, Defoe, lector —por cierto— del Lazarillo y del Guzmán, se concentre en la redacción de biografías o autobiografías de personajes históricos documentados, trátese de un delincuente como Jonathan Wild o un militar como George Carleton. Entre la pretensión de veracidad y la historicidad, el paso es prácticamente imperceptible.

Del Lazarillo de Tormes (hacia 1553) a La nouvelle Héloïse (1761), pasando por Der abenteuerliche Simplicissimus o la Pamela de Richardson, son numerosos los libros que responden en mayor o menor escala a la misma caracterización que las narraciones de Defoe. Pero de todo ello, de la picaresca española a las biografías inglesas de bandidos o las pseudo-autobiografías francesas de soldados, en Mímesis no hay ni rastro.

Ahí está, sin embargo, la entrada quizá mayor «al camino al realismo moderno» que Auerbach declara principal «idea directriz» suya. Porque no estamos ante una simple transformación o cambio de ruta, sino ante una mutación ontológica. La novela realista trata de sustituir las categorías más propias de la ficción por las categorías opuestas precisamente a la ficción, las categorías de la vida; y para hacerlo ha de romper (cuando menos en apariencia) con la literatura canonizada por la Antigüedad clásica, con la literatura no ya por excelencia, sino por definición, y fundamentar los valores literarios en normas inéditas, en la pretensión de confundirse con la realidad, de ser historia, y en ciertos momentos incluso historia natural.

Creo que mis críticas a Mímesis son reales, y no producto de una deformación en cuanto historiador de la novela realista. En todo caso, no quisiera que se pusiera en duda mi respeto y mi admiración sincera, no protocolaria, por Auerbach. Se ha dicho que todos los hombres nacen platónicos o aristotélicos. Aunque yo soy seguramente aristotélico, nunca he dudado de la grandeza de Platón. Pero sucede que en Mímesis el todo me parece, con mucho, inferior a las partes. Cada capítulo trae sugerentes comentarios de texto que a menudo se confrontan con una u otra noción de ‘realismo’ (creo recordar que en la mesa redonda de Pisa el llorado Francesco Orlando contó más de veinte) y cada uno se lee con gusto y provecho, como ocurre siempre que se ve una buena cabeza discurriendo sobre un buen libro. El conjunto, por el contrario, non regge.

Tampoco esas críticas mías suponen que rechace por completo la validez de Mímesis. Siendo el realismo decimonónico, como lo es, el punto de llegada de Auerbach, el canon, ya lo he dicho, se me ofrece como mal elegido. Auerbach dedica a Mrs. Woolf un capítulo (que, por cierto, habría ganado mucho si se hubiera tomado en cuenta la tradición de la novela inglesa en la cual la autora tiene tan sólidas raíces), dos o tres páginas a Proust y Joyce, unas frases a Mann, una mención a Hamsun, y hace alguna observación perspicaz sobre el cine y la novela. Pero es diáfano que no se siente cómodo con la literatura del siglo XX (514).

A mí me ocurre exactamente lo mismo: prefiero la novela del XIX a la del XX. Pero, gustos aparte, Mímesis se me antoja más revelador si la atención se centra no en el Ochocientos, sino en el Novecientos. La categoría ‘novela’ solo puede definirse desde un punto de llegada, y la historia de la realidad en literatura es una si culmina en el siglo XIX y otra si en el XX.

Bajo la etiqueta de novela agrupamos hoy un heterogéneo surtido de narraciones en prosa escritas en las épocas, lugares y lenguas más diversos. Para nosotros son novelas Dafnis y Cloe y El asno de oro, Erec et Enide y el Petit Jean de Saintré, la Arcadia de Sannazaro y el Quijote, Moll Flanders y Pamela, El rojo y el negro y Anna Karenina, el Ulises, La marcha Radetzky y Cien años de soledad... Somos libres de hacerlo, mientras a la vez seamos conscientes de que estamos aplicando una etiqueta moderna, porque la categoría novela no tenía antaño la extensión que le otorgamos en nuestros días.

Otro tanto ocurre con las representaciones de la realidad. Los múltiples realismos del siglo XX son en más de un aspecto un revival de tradiciones que revalorizan los realismos de otro tiempo. Auerbach detiene el libro a mala altura. Si hubiera hecho algo más que aludir una vez a Kafka, si hubiera entrado más en Joyce, si hubiera conocido a Faulkner, los textos que sí estudia se verían en una perspectiva más fructífera. Si él no lo hizo, si Mímesis es un libro inconcluso, a nosotros nos toca completarlo.

F. R.—UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA

 
 
 
  Insula: revista de letras y ciencias humanas