Siempre he creído que
Mímesis es un gran libro. No estoy tan seguro de que sea un buen
libro, y sin duda es un libro inconcluso. Mímesis es una de esas
obras superiores que van más allá de los horizontes normales de la
disciplina dentro de la cual en principio se inscriben. No se
limita a tratar un tema o unos temas: cada punto sugiere otros
puntos, de la literatura a la historia o la religión. El
especialista que lo recorre con un determinado interés se encuentra
a menudo con enriquecedoras perspectivas sobre otras posibles
dimensiones del asunto. El mero curioso disfruta con unos ensayos
siempre interesantes, muchas veces perspicaces, que le dejan con la
gratificante impresión de haberse hecho con una entera cultura
literaria. A todos muestra Mímesis cosas de valor y a todos da que
pensar.
Ciertamente, los
vastos, espléndidos horizontes de Mímesis no son ya propios de
nuestros días, o por desgracia no entre filólogos, y sí lo eran de
los maestros de otra época. Tuve el privilegio de compartir algunas
horas con otros dos gigantes de la generación de Auerbach, Erwin
Panofsky y Paul Oskar Kristeller, y quizá lo que más me impresionó
de ellos era qué claro tenían el panorama de su vida y su quehacer,
desde las razones para casarse hasta qué libro escribir en cada
momento. Auerbach no tuvo nunca una existencia fácil, ni en
Alemania ni en Turquía ni en los Estados Unidos, pero en todas
partes supo ser fiel a su vocación y seguir el camino en que creía.
Por encima de los detalles, se siente que Mímesis está presidido
por una visión amplia y articulada, la visión de alguien que coloca
su trabajo en un sistema, que, como ahí se dice, busca «ordenar el
mundo en un todo real» (pág. 219).
Un gran libro,
repito, un libro de gran señor, pero quizá no un buen libro, y
desde luego «no siempre atendible». Así, escuetamente, lo describí
hace cuarenta años largos, en la última nota al pie de La novela
picaresca y el punto de vista. De entonces para acá, ese librito ha
tenido seis ediciones y tres traducciones a otros tantos idiomas,
sin que yo viera la necesidad de dar más explicaciones, porque iban
implícitas en cuanto había dicho antes de la nota final. Pero sí me
sentí obligado a darlas, como más de una vez me las habían pedido
(comenzando por Antonio Gargano), cuando en el 2007 tuve que
participar en la mesa redonda y en el seminario que primero la
Scuola Normale Superiore y luego el Circolo Filologico Linguistico
Padovano, respectivamente, dedicaron a Auerbach al cumplirse los
sesenta años de su muerte. Estas páginas de ÍNSULA, por sugerencia
de Luis Gómez Canseco, son la versión española de los apuntes que
preparé para mis intervenciones en Pisa y en Bressanone (1). Aparte
cambios pequeños, he suprimido o reescrito varios párrafos y
añadido otros con referencias a la literatura española, que, con la
excepción del Quijote, entonces ni siquiera mencioné, para dar
mayor impersonalidad a mi planteamiento.
«Initium rei sit
consideratio nominis ». El título de Auerbach produce una cierta
perplejidad. Mimesis: dargestellte Wirklichkeit in der
abendländischen Literatur. La traducción española, en 1950,
interpretó La representación de la realidad en la literatura
occidental, y en el mismo sentido la siguieron posteriormente la
inglesa, en 1953, The Representation of Reality, y la francesa, La
représentation de la réalité, en 1968. Pero esas traducciones dan
una idea de totalidad, de estudio completo, muy oportuno como
invitación a la lectura, pero que no se corresponde con el
contenido. Hasta ahí, sin embargo (otra cosa veremos en el
subtítulo), Auerbach se ha curado en salud y ha sido a la vez
exacto y ambiguo: no dice Die Darstellung der Wirklichkeit, ni Die
dargestellte Wirklichkeit, con artículo, sino Dargestelle
Wirklichkeit. (Personalmente, yo hubiera optado por Darstellungen
der Wirklichkeit). La versión italiana, en 1956, tomó un camino
distinto y tradujo Il realismo nella letteratura occidentale. El
título es también ahora excesivo, pero no se equivoca al evidenciar
que el objetivo que Auerbach contempla con mayor interés es el
realismo, entendiéndolo no a través de ninguna discutible relación
entre la literatura y la realidad, sino como movimiento artístico,
como escuela literaria que tiene sus grandes clásicos en algunos
autores del siglo XIX. En efecto, la tesis básica o, si se quiere,
el tema principal de Mímesis está limpiamente enunciado en el
epílogo.
La primera [de las
ideas directrices] se refiere a la teoría antigua del nivel en la
representación literaria, teoría que fue readoptada posteriormente
por toda corriente clásica. Se me hizo patente que el realismo
moderno, en la forma que se presentó en Francia a principios del
siglo XIX, se desliga por completo de aquella teoría en tanto que
fenómeno estético, en forma más completa e importante para la
ulterior conformación de la imitación literaria de la vida que la
mezcla de lo sublime y lo grotesco proclamada continuamente por los
románticos. Al convertir Stendhal y Balzac a personas cualesquiera
de la vida diaria, condicionadas por las circunstancias históricas
de su tiempo, en objetos de representación seria, problemática y
hasta trágica, aniquilaron la regla clásica de la diferenciación de
niveles, según la cual lo real cotidiano y práctico solo puede
encontrar su lugar en la literatura dentro del marco de un género
estilístico bajo o mediano, es decir, como cómico-grotesco, o como
entretenimiento agradable, ligero, pintoresco y elegante. Con ello
dieron cima a la evolución que se venía preparando desde hacía
tiempo (desde la novela de costumbres y la comédie larmoyante del
siglo XVIII, y más claramente aún desde los tiempos del Sturm und
Drang del prerromanticismo) y abrieron camino al realismo moderno,
que desde entonces ha venido desplegándose en formas cada vez más
ricas, en concordancia con la realidad continuamente cambiante y
expansiva de nuestra vida (521).
Por declaración del
autor, esa es, insisto, la primera de las tres ideas centrales de
Mímesis y como tal la que va por delante en la conclusión. Solo a
ella se refieren las observaciones que haré a continuación,
empezando por opinar que a mi juicio esa tesis fundamental es
justa: es por la ruptura con la doctrina jerárquica de los estilos
como se produce el advenimiento de la novela moderna, y no solo de
la novela moderna, sino de toda la modernidad literaria. Pero
también quiero subrayar en seguida que ese tema principal, en
rigor, Auerbach no lo enfrenta ni lo enfila: más bien lo
bordea.
La explicación
probablemente está en el hecho de que Mímesis es un libro no solo
incompleto, sino inacabado o, si se prefiere, acabado de acuerdo
con unos parámetros distintos de los iniciales. Con frecuencia han
sido evocadas las circunstancias en que Auerbach lo escribió, en el
Estambul de la Segunda Guerra Mundial, con bibliotecas pobres y,
como recalcó Edward Said, «on an agonizing distance... from the
culture [he] describes with such extraordinary insight and
brilliance». Sin embargo, las circunstancias de lugar me parecen a
mí menos importantes que las circunstancias de tiempo, y de tiempo
personal más que de tiempo histórico.
Auerbach había
proyectado, sin duda, un recorrido por la literatura europea que
desembocara orgánica, naturalmente en la novela realista del
Ochocientos. En la conclusión afirma que no se había propuesto
ofrecer una «historia sistemática y completa del realismo» (524),
sino meramente una serie de morceaux choisis que, comentados con la
adecuada estrategia, dieran una idea global del desarrollo de esa
historia. No obstante, el subtítulo de la edición original (1946),
comprensiblemente desaparecido de las posteriores, rezaba nada
menos que Eine Geschichte des abendländischen Realismus als
Ausdruck der Wandlungen in der Selbstanschauung des Menschen. Vale
decir, ‘Historia del realismo occidental como expresión de
las transformaciones de la imagen que el hombre tiene de sí
mismo’. No le demos vueltas al resto de la etiqueta:
quedémonos con la certeza de que llevaba por delante la palabra
Geschichte.
Fuera cual fuera
exactamente, el designio inicial de Auerbach era demasiado
ambicioso y acabó por resultar irrealizable. Con las oportunas
glosas, una adecuada selección de fragmentos, incluso en número
bastante menor, habría podido cumplir airosamente sus objetivos
últimos. Pero el caso es que la selección resulta insatisfactoria y
que por finos que sean los comentarios, como con frecuencia lo son,
no logran enfocar con nitidez esos objetivos. El canon está
desequilibrado en calidad y en cantidad.
Así, al magnífico
capítulo que abre Mímesis, el deslumbrante análisis y comparación
de sendos pasajes de la Odisea y el Antiguo Testamento, siguen
nueve capítulos, es decir, la mitad del libro, centrados en textos
de Petronio, Ammiano Marcelino, Gregorio de Tours, la Chanson de
Roland, Chrétien de Troyes, el Mystère d’Adam, Dante,
Boccaccio y una obrita de Antoine de la Sale. No más allá, pues, de
1450. Concebido a esa escala y con una selección de autores
equivalente para el período posterior a la Edad Media, Mímesis
hubiera debido incluir por lo menos otros veinte capítulos y tener
casi el doble de la extensión que de hecho tiene. De manera que,
cansado y desanimado por la magnitud de la empresa, Auerbach se
resignó a abreviar el trabajo, limitarse a ciertos autores a
quienes conocía mejor, pero que no eran necesariamente los más
representativos, y rellenar las lagunas con resúmenes y
explicaciones un tanto apresurados.
Se dirá que estoy
juzgando intenciones insuficientemente documentadas. Es verdad.
Pero estoy convencido de que las deficiencias de Mímesis se deben
principalmente a que el autor no se sintió con fuerzas para llevar
a buen puerto el colosal proyecto originario y decidió adaptarlo a
sus posibilidades reales a corto plazo, antes de dejar Estambul y
marchar a los Estados Unidos. El epígrafe de Marwell que encabeza
la obra vale por toda una confesión: «Had we but world enough and
time...».
Es llamativo que un
libro tan relevante no lleve prólogo, ni siquiera unas pocas
palabras de presentación. Un sucinto epílogo sintetiza las tres
«ideas directrices» de la obra (yo me he referido sólo a la
primera) y justifica vagamente por qué «no ha querido elaborar
teóricamente y describir sistemáticamente la categoría ‘obra
realista de estilo y carácter serios’» (524): Ahí se nos
remite además a una explicación sobre el método, que de hecho se
reduce a una paginita, situada al final del último capítulo (516):
Es obviamente que Auberbach se había propuesto tratar esas
cuestiones teóricas y metódicas en el curso de los detallados
comentarios de textos con los cuales pensaba ilustrar desde dentro
la génesis del realismo canónico. Cuando se convenció de que no iba
a concluir Mímesis de acuerdo con las expectativas iniciales, lo
que hizo fue intentar suplir con resúmenes los desarrollos y los
análisis detenidos que en principio había pensado escribir.
El libro está lleno
de enunciaciones del que Auerbach consideraba como su tema central,
la representación en la literatura moderna de todo tipo de
personajes, cualquiera que sea su condición social, «de manera
severa, problemática y trágica». Pero tales enunciaciones se
multiplican en la segunda mitad, y sospecho que en muchos momentos
han sido interpoladas après coup, en un intento de asegurar la
cohesión del conjunto. De modo paralelo, en esa segunda mitad, y
especialmente en el último tercio del libro, se multiplican las
referencias un poco forzadas a otros capítulos, incluso dando por
supuesto que en ellos se han examinado cuestiones que ahí apenas se
rozan (438), y se multiplican los alegatos sobre el modo de
proceder «con la mayor brevedad posible» (473), la reutilización de
anteriores trabajos del autor (454) o los sumarios que se esfuerzan
por compendiar todo un siglo de Europa en un único párrafo (463).
Para mí es evidente que Auerbach desiste del libro que había
proyectado y, en vez de reducirlo a un ensayo de doscientas
páginas, mantiene lo que ya ha escrito, redacta con bastante prisa
las secciones que le parecen más cómodas y quiere arreglarlo todo
con retoques, resúmenes y salvedades.
Poco felices son,
sobre todo, las páginas dedicadas a los novelistas del siglo XIX.
En los capítulos sobre Shakespeare y sobre el clasicismo francés se
ilustran con acierto los impedimentos a una representación «severa,
problemática y trágica» de la realidad en los tiempos del Antiguo
Régimen social y literario. La contrapartida hubiera debido ser por
lo menos un capítulo igualmente preciso sobre los estimulantes o
fautores del realismo moderno. No hay tal. En las páginas aludidas
falta precisión y hondura. La aportación del romanticismo, que en
el Epílogo se menciona entre las «líneas directrices» del libro, en
segundo lugar, se despacha ahí con un par de frases sobre Víctor
Hugo (440): No pasan de diez las líneas reservadas a «los
acontecimientos que tuvieron lugar en Francia entre 1789 y 1815»,
en los cuales encuentra Auerbach la clave del realismo moderno
(445-446). Todavía es más preocupante comprobar que, para él, la
plenitud del proceso de gestación del realismo no está, por
ejemplo, en Balzac, Stendhal ni Flaubert, sino en Zola, porque este
retrata «los estratos más bajos del pueblo y, en general, el
auténtico pueblo» (467). Nada más decepcionante que releer a
Auerbach después de The Gates of Horn, el magno libro de Harry
Levin sobre el realismo francés.
Por otra parte, los
textos que ahora comenta son en sí mismos tan escasamente
significativos, que el mismo Auerbach tiende a relegarlos a favor
de las afirmaciones teóricas de los novelistas. Al obrar así, está
poniendo en cuestión, implícitamente, que el método estilístico (y
sobre todo el análisis sintáctico) que tantas veces ha aplicado
para las obras anteriores al siglo XIX sea un instrumento adecuado
para abordar el realismo que constituye precisamente el meollo de
Mímesis. La distancia entre representación de la realidad y
representación de la lengua de la realidad puede ser tan grande
como todos sabemos. Pero, en cualquier caso, uno de los rasgos
principales de la novela realista es la primacía de las cosas sobre
el lenguaje (o, como en cierto sentido decía ya Aristóteles, la
primacía de la poesía, la ficción, sobre el verso): Por más que en
ocasiones ellos pudieran conseguirlo solo a través de un trabajo
formal tan obsesivo como en Flaubert (459), todos los realistas
clásicos coincidían fundamentalmente con Zola en buscar «une langue
nette», sin connotaciones, «un simple verre à vitre, très mince,
très clair».
Se entiende que la
ficción novelesca haya aspirado a una transparencia análoga a la
del mundo que hacemos nuestro. Nos consta que semejante
transparencia se consigue a menudo gracias al arte más exquisito,
que la supuesta naturalidad con que van presentándose personajes y
episodios está astutamente fabricada por el escritor, que la
«ilusión referencial» no se obtiene sino con trampas que el
análisis llega a denunciar como escandalosas. Nada de ello debe
cegarnos para reconocer que la novela ha solido pedirnos que apenas
reparemos en la textura de la prosa que la sirve, que
programáticamente se ha propuesto atenuar el lenguaje hasta
borrarlo, que es el género parafraseable y traducible por
excelencia. Ese desdén con que contempla el porvenir de
perdurabilidad literal que siempre ha deseado la poesía —un
desdén bien explicable en una especie consolidada esencialmente al
arrimo de la tipografía— es solo un aspecto más de la vasta
rebelión de la novela contra la tradición literaria. Sobre todo
ello Mímesis nos ilustra bien poco.
Frente a gran parte
de la literatura anterior, la novela realista pretendía ser leída
sin condiciones previas, por un público simplemente alfabetizado, o
poco más, sin exigir ninguna formación literaria ni la adhesión a
ninguna estética. No es solo una de las claves de su fecundidad y
de su éxito, sino que está en su misma razón de ser. Pero
precisamente cuando era esencial incorporar ese dato al panorama,
Auerbach se limita a los novelistas franceses y alega que no puede
tratar de las obras que no la leído en la lengua original. Pero,
incluso si los criterios definitorios se ponen en Balzac o
Stendhal, ¿cómo es posible caracterizar el realismo clásico,
describir la significación de la novela realista, sin estudiar con
algún detenimiento a Dickens, George Eliot, Thackeray, a Lermontov,
Tolstoy, Dostoyevsky? En última instancia, Auerbach es consciente
de ello y, en intercalaciones o apéndices a esos capítulos finales,
intenta remediarlo con unas referencias de compromiso. Unas
referencias en las que los grandes autores ingleses y rusos se
saldan con una alusión «al desarrollo más reposado de la vida
pública durante la época victoriana» (487) o con la creencia de que
«los rusos han conservado una espontaneidad ante la vida muy
difícil de encontrar en la civilización occidental del siglo XIX»
(489-490). Vale decir: con caprichosas generalizaciones de
Geistesgeschichte y con la siniestra tópica de los caracteres
nacionales.
En esas desmañadas
referencias a los novelistas de Inglaterra y Rusia es donde más se
siente que Auerbach acabó el libro apresuradamente y, sin duda,
comprimiendo acá y allá, a lo largo de lo escrito anteriormente,
observaciones que de acuerdo con su proyecto original hubiera
debido tratar más por extenso. En un caso de especial relieve esos
añadidos de urgencia no se hicieron cuando el autor acababa la
redacción del libro, sino después de haberlo acabado.
En efecto, el libro
publicado hace ahora sesenta años no trataba del Quijote y
únicamente le concedía unas líneas igualmente de emergencia
(312-313). Fue solo por instigación de los editores mexicanos como
Auerbach escribió el capítulo «Dulcinea encantada» que desde 1950
figura en todas las ediciones de Mímesis. Y es ciertamente una
excelente presentación de la obra de Cervantes, pero que no explica
apenas nada sobre el lugar que ocupa el Ingenioso hidalgo y la
importancia que le corresponde en la historia de la novela,
realista o como quiera que sea. Espero que no se juzgue necesario
que comente la afirmación de Lionel Trilling: «It has been said
that all philosophy is a footnote to Plato. It
can be said that all prose fiction is a variation on the theme
of Don Quixote». Baste haber
mentado el asunto.
Ahora bien, aquí, en
la intimidad de ÍNSULA, y tras haber mencionado la omisión del
Quijote, no tengo reparo en rozar una cuestión que en la versión
anterior de estas páginas pasé enteramente por alto, por miedo a
hacerme reo de alguna especie de patriotismo. Al grano. El
desconocimiento de la literatura española que exhibe Auerbach es
ciertamente penoso, y todavía lo son más los clisés con que
despacha la del Siglo de Oro (311-312). Basta copiar las líneas que
afectan precisamente a su tema básico y dejar que el lector juzgue
por sí mismo: «El orgullo nacional español es capaz de considerar a
cada español como figura de estilo elevado, y no tan solo a los
españoles de procedencia noble, pues el motivo tan importante y
propiamente central de la literatura española, la honra de la
mujer, proporciona ocasión de complicaciones trágicas», etc. (311).
Pero, además, ese desconocimiento falsea gravemente el panorama que
Mímesis debiera desplegar.
No hay inconveniente
en admitir con Auerbach que, Quijote aparte, «la literatura
española del gran siglo no tiene mucha significación en la historia
de la conquista de la realidad», si nos situamos a la altura de
1750 y miramos a los años posteriores. Para la etapa anterior la
influencia española en esa historia es fundamental, aunque difusa,
perceptible en Francia e Inglaterra más como factor de inspiración
genérica que como imitación directa de autor a autor o de obra a
obra. Con todo, una cosa es influencia y otra significación
(Bedeutung, en el alemán de Auerbach): la primera puede ser escasa
y la segunda grande.
El auge del realismo
es indisociable de la ruptura de las jerarquías que asignaban a los
personajes un estilo, serio o grotesco, en función de su rango
social, tiene razón Auerbach. Lo que Auerbach no dice es que la
meta realista que esa ruptura buscaba también podía alcanzarse
acatando en grado apreciable las jerarquías, y, sobre todo, lo que
no sabe es que en España, desacatándolas, se había alcanzado en una
medida egregia.
María Rosa Lida, sin
alegar jamás el nombre de Auerbach (ahora da igual por qué), dedicó
un macizo, soberbio volumen a refutarlo exhaustivamente a propósito
de La Celestina. Vuelvo a citar aquí algunos pasajes suyos que ya
he alegado en otro lugar. «La insólita interferencia de personajes
“bajos” y personajes “altos” en la acción
perfila la no menos insólita autonomía artística de aquellos»,
hasta el extremo de que «quizá la faceta más singular de la
atención objetiva de La Celestina a la realidad sea la detenida
pintura de los personajes humildes o viles, en ocasiones
contrapuestos con tácita aprobación a los nobles (...) y siempre
retratados con entera compenetración. Asombran, en particular, las
criaturas del hampa, representadas desde dentro, tal como ellas
mismas se ven, no desde un punto de vista sobrepuesto, satírico o
moralizante », y asombran tanto más cuanto que semejante enfoque se
opone diametralmente al uso inflexible de la literatura anterior al
Romanticismo, sin excluir a Cervantes ni a Shakespeare. El logro de
la Tragicomedia, por ende, no se deja calibrar sino desbordando las
fronteras del Antiguo Régimen: «Contraprueba de esta originalidad
es el no haberse dado cosa parecida en las letras occidentales
hasta el surgimiento de las grandes novelas del siglo pasado».
En análogo sentido
habla, también en español, el Guzmán de Alfarache. En La novela
picaresca y el punto de vista mostré que Mateo Alemán construye su
personaje desde dentro «presentándolo con toda seriedad y dotándolo
de una individualidad plena e inconfundible, sin confinarlo al
único rasgo peyorativo a que el villano solía limitarse en las
letras de la época. Para la poética del momento...protagonista
vulgar era por definición protagonista cómico; pero Alemán concedió
al suyo dimensiones trágicas, rescatándolo de la simplificación a
que en principio estaba predestinado e infundiéndole la complejidad
de la vida real». Allí expliqué igualmente algunas de sus razones
artísticas y doctrinales para hacerlo, saltando por encima de la
preceptiva. En diálogo expreso con Auerbach, Antonio Gargano ha
reforzado ahora tales razones, argüido que el Lazarillo «poneva
innovativamente la comicità al servizio di una rappresentazione
della realtà bassa e quotidiana in modo serio e problemático» e
ilustrado ambas interpretaciones con la contraprueba del
Buscón.
No es cosa de entrar
en detalles ni poner a contribución la copiosa bibliografía.
Tampoco se trata de echarle en cara al autor su ignorancia de la
literatura española, sino de subrayar, con el ejemplo de la
ausencia de esta, la arbitrariedad y la insuficiencia del canon de
Mímesis. Si Auerbach se hubiera dado por enterado de la existencia
de La Celestina y del Guzmán, por limitarnos a esos dos textos, su
(negada) «historia de la conquista de la realidad» en la literatura
occidental tendría que haber sido muy distinta. La resonancia
europea de ambas obras fue inmensa, pero, en cualquier caso, más
allá de la influencia que ejercieran, no cabe ni sombra de duda
sobre su Bedeutung precisamente para la cuestión que constituye el
núcleo mismo de Mímesis.
Por ahí, por los
huecos, el libro se desustancia. Especialmente de menos se echan
los capítulos que hubieran debido tratar de los géneros narrativos
que con más empuje desembocan en la novela realista canónica: los
numerosos textos de los siglos XVI, XVII y XVIII que nacen como
supuestas emulaciones de modalidades de escritura no literarias
(relaciones de sucesos, cartas particulares, historias de
delincuentes...) y postulando más o menos ambiguamente la misma
veracidad que tales modalidades.
La obra de Daniel
Defoe (ni siquiera aludido en Mímesis) basta para ejemplificar sus
rasgos y subclases principales. Robinson Crusoe es para nosotros
una novela de Defoe, pero en vida de este nunca se publicó con el
nombre del verdadero autor. El libro se presenta como «Written by
Himself», por el propio Robinson, y proclama «to be a just history
of fact, neither is there any appearance of fiction in it», como no
la hay —añadamos— en los relatos de viajes en que
Woodes Rogers y Edward Cooke contaban el caso del marino Alexander
Selkirk, que había vivido cuatro años en una isla desierta. De
manera semejante, A Journal of the Plague Year ofrece las
«observaciones y recuerdos» de un habitante de Londres, un cierto
H. F., «durante la última gran epidemia de 1665», y Moll Flanders
se supone «escrita de acuerdo con el diario de la protagonista», en
tanto Lady Roxana «is not a Story but a History ». No menos
sintomático es que después de Roxana, Defoe, lector —por
cierto— del Lazarillo y del Guzmán, se concentre en la
redacción de biografías o autobiografías de personajes históricos
documentados, trátese de un delincuente como Jonathan Wild o un
militar como George Carleton. Entre la pretensión de veracidad y la
historicidad, el paso es prácticamente imperceptible.
Del Lazarillo de
Tormes (hacia 1553) a La nouvelle Héloïse (1761), pasando por Der
abenteuerliche Simplicissimus o la Pamela de Richardson, son
numerosos los libros que responden en mayor o menor escala a la
misma caracterización que las narraciones de Defoe. Pero de todo
ello, de la picaresca española a las biografías inglesas de
bandidos o las pseudo-autobiografías francesas de soldados, en
Mímesis no hay ni rastro.
Ahí está, sin
embargo, la entrada quizá mayor «al camino al realismo moderno» que
Auerbach declara principal «idea directriz» suya. Porque no estamos
ante una simple transformación o cambio de ruta, sino ante una
mutación ontológica. La novela realista trata de sustituir las
categorías más propias de la ficción por las categorías opuestas
precisamente a la ficción, las categorías de la vida; y para
hacerlo ha de romper (cuando menos en apariencia) con la literatura
canonizada por la Antigüedad clásica, con la literatura no ya por
excelencia, sino por definición, y fundamentar los valores
literarios en normas inéditas, en la pretensión de confundirse con
la realidad, de ser historia, y en ciertos momentos incluso
historia natural.
Creo que mis críticas
a Mímesis son reales, y no producto de una deformación en cuanto
historiador de la novela realista. En todo caso, no quisiera que se
pusiera en duda mi respeto y mi admiración sincera, no
protocolaria, por Auerbach. Se ha dicho que todos los hombres nacen
platónicos o aristotélicos. Aunque yo soy seguramente aristotélico,
nunca he dudado de la grandeza de Platón. Pero sucede que en
Mímesis el todo me parece, con mucho, inferior a las partes. Cada
capítulo trae sugerentes comentarios de texto que a menudo se
confrontan con una u otra noción de ‘realismo’ (creo
recordar que en la mesa redonda de Pisa el llorado Francesco
Orlando contó más de veinte) y cada uno se lee con gusto y
provecho, como ocurre siempre que se ve una buena cabeza
discurriendo sobre un buen libro. El conjunto, por el contrario,
non regge.
Tampoco esas críticas
mías suponen que rechace por completo la validez de Mímesis. Siendo
el realismo decimonónico, como lo es, el punto de llegada de
Auerbach, el canon, ya lo he dicho, se me ofrece como mal elegido.
Auerbach dedica a Mrs. Woolf un capítulo (que, por cierto, habría
ganado mucho si se hubiera tomado en cuenta la tradición de la
novela inglesa en la cual la autora tiene tan sólidas raíces), dos
o tres páginas a Proust y Joyce, unas frases a Mann, una mención a
Hamsun, y hace alguna observación perspicaz sobre el cine y la
novela. Pero es diáfano que no se siente cómodo con la literatura
del siglo XX (514).
A mí me ocurre
exactamente lo mismo: prefiero la novela del XIX a la del XX. Pero,
gustos aparte, Mímesis se me antoja más revelador si la atención se
centra no en el Ochocientos, sino en el Novecientos. La categoría
‘novela’ solo puede definirse desde un punto de
llegada, y la historia de la realidad en literatura es una si
culmina en el siglo XIX y otra si en el XX.
Bajo la etiqueta de
novela agrupamos hoy un heterogéneo surtido de narraciones en prosa
escritas en las épocas, lugares y lenguas más diversos. Para
nosotros son novelas Dafnis y Cloe y El asno de oro, Erec et Enide
y el Petit Jean de Saintré, la Arcadia de Sannazaro y el Quijote,
Moll Flanders y Pamela, El rojo y el negro y Anna Karenina, el
Ulises, La marcha Radetzky y Cien años de soledad... Somos libres
de hacerlo, mientras a la vez seamos conscientes de que estamos
aplicando una etiqueta moderna, porque la categoría novela no tenía
antaño la extensión que le otorgamos en nuestros días.
Otro tanto ocurre con
las representaciones de la realidad. Los múltiples realismos del
siglo XX son en más de un aspecto un revival de tradiciones que
revalorizan los realismos de otro tiempo. Auerbach detiene el libro
a mala altura. Si hubiera hecho algo más que aludir una vez a
Kafka, si hubiera entrado más en Joyce, si hubiera conocido a
Faulkner, los textos que sí estudia se verían en una perspectiva
más fructífera. Si él no lo hizo, si Mímesis es un libro
inconcluso, a nosotros nos toca completarlo.
F.
R.—UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA
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