Though this be
madness, yet there is method in’t.
Hamlet II, 2.
Una escena familiar.
El principio podría ser un recuerdo: ¡Picasso no sabe pintar!
—dice una voz familiar tal vez espiando por encima del hombro
mientras hojeamos un libro de arte moderno. En esta opinión
condenatoria, cuyos ecos no dejan de resonar en diversos ámbitos de
la cultura contemporánea, se resume un sentimiento que acompaña a
la modernidad artística desde sus orígenes, y que no deberíamos
apresurarnos a reducir al conflicto generacional (la sempiterna
lucha entre antiguos y modernos) o a una falta de «ilustración» del
gusto popular. Jorge Luis Borges, por ejemplo, desde una
circunstancia en principio alejada de ese gusto, llegó a coincidir
en lo esencial con esa opinión, aunque hay que reconocer que en su
caso la hostilidad hacia el arte moderno se expresaba de forma más
sofisticada. Así cuando, con Adolfo Bioy Casares, dedica
irónicamente sus Crónicas de Bustos Domecq a Joyce, Picasso y Le
Corbusier, «esos tres grandes olvidados». Picasso pinta mal, Proust
es tedioso, Joyce ilegible... La incomprensión o el rechazo ante un
arte que pone en evidencia una falta —que se pone a sí mismo
en evidencia en la falta— es una escena primaria de la
modernidad. Algo falta ahí, algo falla —algo, pintar o
escribir, se hace «mal»— y esa conciencia no es accidental,
sino que estaría en la raíz de un arte que desde su concepción la
solicita, la pone en escena. La lógica de la modernidad en cierto
modo excluye lo «bueno». En el arte moderno no se busca lo bueno,
sino lo mejor —¿y qué mejor que lo nuevo?—. Hacerlo
«mal» es uno de los modos en que se manifiesta este continuo
«mejor» que determina el campo cultural moderno. El arte y la
cultura del siglo xx abundan en «malas» maneras, estilos de
«hacerlo mal»: escrituras agramaticales o ilegibles, músicas
disonantes o arrítmicas, cuadros y novelas donde no se ve o se
cuenta nada, que están dejando de ser novela o cuadro. En esta
escena no es imposible, sino en cierto modo congruente (pero Borges
y la opinión popular disentirían), que Picasso sea «mejor» que
Velázquez, Godard «mejor» que John Ford o South Park «mejor» que
Walt Disney. Según esta lógica, César Vallejo escribe «mejor» que
Rubén Darío, y César Aira «mejor» que Borges. «Lo mejor es enemigo
de lo bueno», dice un proverbio francés.
* * *
Lo bueno de escribir
mal. Valéry razona: «El ídolo de lo nuevo es contrario al cuidado
de la forma». Ahora bien, en las críticas ilustradas del arte
moderno como las que ponen en juego Borges o Valéry (y en las
manifestaciones menos premeditadas de la opinión popular) hay una
falacia implícita, que radicaría en ignorar que en la escena
moderna el «hacerlo mal» implica un específico cuidado. Cuando
Macedonio Fernández propugna «escribir mal y pobre» o Beckett o
Gombrowicz proponen explorar la ficción por el lado de su «pobreza»
o «inmadurez », no están desentendiéndose de la forma, sino
bregando con ella: cuidándose mucho de hacerlo bien, solicitan
atención a un cierto cuidado de lo «malo». Para decirlo con
Shakespeare, en la «sinrazón» de la ilegibilidad o el escribir
«mal» —pasión hamletiana— no es imposible sospechar
fingimiento y cálculo —una intención o una estrategia más o
menos velada—. No es que la escena moderna excluya el juicio
estético, pero sí que lo complica, pues la cuestión ya no sería si
algo en arte es bueno o malo, sino que ahora se trataría de
discernir las mutaciones de lo bueno engendradas por las calidades
de lo «malo». Empezando —primera y fundamental
mutación— por la necesidad de replantear la misma noción de
arte o de literatura. Es decir, ya no se trataría de cómo enjuiciar
esta o aquella obra, sino de cómo la obra sometería a juicio las
categorías «arte» y «literatura» —de cómo la obra llevaría a
juicio lo estético—. De ahí el valor paradojal de lo moderno.
Pues lo «bueno» en esta escena —lo bueno de escribir
mal— pondría en juego un modo de dejar de ser: cómo la obra
estaría dejando de ser novela, relato o cuadro —como dejaría
de ser «obra de arte» o «de literatura» (para volverlo a ser quizá
en otro lugar, de otra manera). Una variante de este argumento
sostendría que lo «bueno» siempre estuvo determinado por su suelo
histórico, y que la modernidad designaría no tanto la época cuanto
la conciencia de esa historicidad, así como lo «clásico» sería
menos un periodo o un estilo que la actitud de descreer de esa
historicidad. Cuestión decididamente compleja, pues por otra parte,
si hablamos de ficciones sin anécdota o de caídas de lo estético en
una conciencia histórica, ¿qué sería más moderno que La soirée avec
M. Teste o que «Pierre Menard, autor del Quijote»?
* * *
Trayectorias
críticas. Leer la ilegibilidad y las «malas» escrituras en
Hispanoamérica importaría entonces y ante todo como proyecto de
historia cultural y literaria: como estrategia para aproximarnos a
una de las historias de la modernidad —una de las más
aleccionadoras, quizá en virtud de su condición «periférica»: pero
ya se sabe, desde Joyce, Kafka o Borges, de la propensión de los
márgenes a devenir insospechadamente centrales. Los trabajos aquí
reunidos arrojan luz sobre esa historia desde diversos ángulos
teóricos, a la vez que iluminan una serie de categorías y
cuestiones que recorren la reflexión y el debate cultural
contemporáneos: cuestiones como la autonomía del discurso
literario, la relación entre literatura y medios masivos, entre
ficción e historia, entre literatura y filosofía, entre escritura y
artes visuales. Categorías como «vanguardias», «postmodernidad»,
«realismo », «romanticismo», que forman parte del lenguaje crítico
indispensable para pensar esas cuestiones, son revisitadas desde
distintos flancos a partir de las perspectivas que abre el examen
de las prácticas y discursos de mala escritura. Como todo concepto
demasiado gastado por el uso, esas categorías están siempre
expuestas al riesgo de la fosilización —de devenir
insignificantes, cuando no de servir de pretexto para reducir el
ejercicio de la crítica al pírrico consuelo de la taxonomía o a
reiterar las inercias de la periodización. Una lectura atenta a las
estelas de ilegibilidad que recorren el siglo xx permite entrever
las redes de huellas, vasos comunicantes y desvíos que traman
configuraciones «vanguardistas», «postmodernas», «románticas» o
«realistas» de los discursos y prácticas de mala escritura. No se
trataría, entonces, de prescindir de dichas categorías —como
nos recuerda Ireneo Funes, generalizar es hasta cierto punto
necesario para poder pensar—, sino de devolverles un cierto
grado de nitidez y operatividad para la discusión —de
sacudirles el polvo, por así decir, y observar al contraluz de su
devenir histórico sus irisaciones y trayectorias de caída.
* * *
Rabie Garcilaso.
Puesto que hablamos de literatura (aunque el análisis podría
extenderse a otras artes y medios, y de hecho una de las vertientes
de esta discusión implicaría cómo la literatura se mueve hacia o
entre otras artes y medios), la indagación de un escribir «mal» en
Hispanoamérica atañe a los modelos de corrección lingüística y a
los cruces de literatura, lengua e identidad cultural que
intervienen en la configuración de paradigmas literarios en el
ámbito hispánico. Lejos de perpetuar el prejuicio según el cual la
integridad del idioma se disiparía en la periferia, se trataría de
rastrear la inflexión hispanoamericana de un escribir «mal» a
partir de la libertad que otorga al trabajo literario con el idioma
la perspectiva de una región limítrofe o de «frontera ». Interrogar
la especificidad de la tradición moderna tal y como se desarrolla
en las condiciones culturales de la periferia implicaría ver cómo
el vector de la modernidad converge con una tradición
específicamente latinoamericana que se inscribe en las derivaciones
de un imaginario post-colonial. Por esta vertiente las prácticas de
ilegibilidad y «mala» escritura que recorren las letras
hispanoamericanas del siglo xx se remontan a una escena
fundacional: el debate sobre la lengua entre Bello y Sarmiento, que
opone a mediados del siglo xix un modelo «clásico» de fidelidad
lingüística al español académico (Bello) a una afirmación
«romántica» de la diferencia vernácula —una lengua
«incorrecta» que en su juvenil rebeldía y ruptura con los códigos
de la metrópoli sería a la vez más «propia» y acorde con las
aspiraciones de una nación nueva—. Sarmiento expresa esta
posición, en 1842, así: «Cambiad de estudios, y en lugar de
ocuparos de las formas, de la pureza de las palabras, de lo
redondeado de las frases, de lo que dijo Cervantes o Fray Luis de
León, adquirid ideas de donde quiera que vengan [...] que eso será
bueno en el fondo, aunque a veces sea inexacto: agradará al lector,
aunque rabie Garcilaso. Entonces habrá prosa, habrá poesía, habrá
defectos, habrá belleza».
* * *
Preludio romántico.
El modelo estético implícito en Sarmiento tendrá larga descendencia
en las letras hispanoamericanas del siglo xx. La propuesta de una
«belleza defectuosa», de una literatura que se escribe «mal»
—vívidamente plasmada en ese baggy monster que es el Facundo,
no ya tanto por la vertiente de un uso anti-académico de la lengua
cuanto en términos de género y cohesión discursiva— remite
directamente a las inclinaciones estéticas del romanticismo. Dice
Novalis: «Nada más poético que las mutaciones y las mezclas
heterogéneas». Tanto por la reivindicación de formas «imperfectas »
o «abiertas» como de un modelo dinámico de hibridación y puesta en
movimiento de géneros, medios y discursos —proyecto, en
última instancia, de puesta en contacto de la literatura con su(s)
afuera(s) extraestético( s), de hacer dialogar arte y vida—,
las «malas» escrituras que atraviesan el siglo xx, frente a los
modelos de contención y economía «clásica» asentados como
paradigmas de buena literatura, pueden verse como variaciones y
recurrencias de un tema que Friedrich Schlegel dejó formulado en
1798 en uno de los fragmentos del Athenäum: «La poesía romántica es
una poesía universal progresiva. Su aspiración no solo es volver a
unir los distintos géneros literarios y poner en contacto la
literatura con la filosofía y la retórica. Quiere y debe también
mezclar y fundir poesía y prosa, inspiración y crítica, poesía
natural y artificial, hacer de la literatura algo vivo y sociable,
y de la vida y de la sociedad algo poético». Medio siglo después
estas palabras resuenan en Sarmiento, precursor y preludio, por la
vertiente romántica de la «poesía universal progresiva», de
Macedonio Fernández, de César Vallejo, de Mario Levrero...
* * *
Después de Borges.
Las «malas» escrituras hispanoamericanas permiten rastrear una
cierta línea post-borgeana en la literatura del siglo xx. En cierto
modo, desde la perspectiva de la tradición hispanoamericana, las
«malas» escrituras serían la onda expansiva producida en esa
tradición por una singularidad (en el sentido astronómico del
término) del calibre de la literatura borgeana. Ahora bien, reducir
esa línea post-borgeana a la mera negación de Borges sería una
gruesa simplificación. Rubén Darío tuvo brillantes discípulos e
imitadores que desarrollaron las posibilidades de un estilo: a esa
ars combinatoria hoy la llamamos «modernismo». Borges ha dejado
tras de sí una estela de fieles impugnadores y adictos polemistas
—una saga de heterodoxias que, en la misma medida que trazan
una línea de mala escritura que se talla por el envés de la dicción
clásica de Borges, por otro lado prolongan ciertas actitudes y
propensiones (algunas de ellas, inequívocamente modernas) del
modelo borgeano—. Curiosamente, en la literatura moderna en
español, Borges es el más elocuente detractor del «escribir mal» y
su precursor más secreto. Habría que explorar más de cerca el papel
de Borges como precursor de malas escrituras, más allá de su
condición de término a quo o antagonista retórico a partir del cual
aquellas se definirían. Y ello no solo en el sentido de una
versatilidad creativa que propondría muchas caras —Borges
escribió «El Aleph», pero también (al menos en parte) «La fiesta
del monstruo»—, o en el más explícito de haber cultivado el
«escribir mal» en sus obras en colaboración, o aun de haber acuñado
una serie de figuras de larga sombra para las prácticas de mala
escritura (la productividad de la «mala» traducción, la copia que
mejora el original, las anacronismos deliberados y las atribuciones
erróneas, la narración anémica en intriga, etc.). Más allá de todo
esto habría que rescatar un sentido en que la mala escritura no
sería posterior a Borges, sino más bien anterior y aun
contemporánea. La mala escritura está inscrita en el corazón de un
estilo clásico que Borges presenta como la conquista de una larga
carrera literaria de depuración y corrección de sus instintos como
escritor —su tendencia al barroquismo, al exceso verbal, que
Bioy no deja de comprobar en la redacción de sus escritos en
colaboración, según registra repetidas veces en su diario—.
La letra clásica de Borges lleva inscrita en el envés de su trazo
una prehistoria de mala escritura —errores que se dejan atrás
como el barroquismo, la «superstición de lo nuevo», la impostación
de criollismos (que le llevará a promover manierismos ortográficos
como «caridá», etc.). Errores o faltas que se reprimen y que
intermitentemente se transparentan por debajo de la buena letra
—la mala escritura sería lo que no deja de retornar en la
buena, dotándola de cierta cualidad espectral—. Lo
interesante del caso sería el momento en que en esa narrativa del
estilo se produce, por así decir, una interferencia genérica, y
pasamos del modo autobiográfico al género dramático: es decir, el
momento en que la conquista del estilo pasa de ser una lucha
consigo mismo a configurarse en forma de diálogo con otro. Ese
momento dramático está señalado en su escritura por la aparición de
Macedonio Fernández: es un momento decisivo, pues más allá de su
protagonismo en cierta mitología borgeana, la relevancia de
Macedonio vendría dada por su intervención como soterrado
interlocutor y antagonista estético. En ese diálogo histórico, cuyo
tramo más intenso se extiende entre 1920 y 1940, las estrategias
literarias circulan en un bucle de contornos móviles y vigilancias
recíprocas que hace que pierda relevancia la lógica de lo
anterior/posterior: la «mala» escritura de Macedonio es una
formación reactiva en cuanto a la «buena» de Borges en la misma
medida que esta se configura como tal en continua interacción con
aquella. En la actualidad de ese diálogo, recurrentemente
reactivado en la literatura de nuestro tiempo, están ya trazadas
las líneas de escritura que van a determinar la tradición moderna
en Hispanoamérica. De modo que podríamos decir que la mala
escritura se despliega en Macedonio, ese escritor que Borges
confesó haber imitado «hasta el apasionado y devoto plagio», así
como está in nuce o replegada en Borges, ese autor que de tanto
citar a Macedonio llevó a este a comenzar a ser, en sus propias
palabras, «el autor de lo mejor que Borges había producido».
* * *
¿Desde dónde decir
Hispanoamérica? Una serie de circunstancias en las que intervienen
los azares de la biografía, estudios, amistades y afinidades
electivas han colaborado para otorgarle aquí cierto protagonismo a
la literatura del Río de la Plata. Privilegiar una perspectiva
rioplatense para abordar el tema propuesto tal vez no sea
injustificable —en términos históricos, el Río de la Plata es
de hecho uno de los focos de más intensa producción de discursos y
prácticas de mala escritura—, pero en cualquier caso habría
que evitar la impresión de que esa sería la única perspectiva
posible. Para decirlo con Ricardo Piglia: ¿hay una historia? En la
postulación de toda historia habría que considerar el margen de
productividad que se abriría en su posibilidad de devenir o enlazar
con otra(s). Lo interesante sería ver los puntos de cruce o de
sutura de la(s) historia(s). La confabulación de ilegibilidad y
mala escritura, en cuanto rasgo configurador de las literaturas
modernas (incluyendo sus avatares post-), implicaría por ejemplo la
historia que, más allá de la inflexiones específicamente
hispanoamericanas aquí examinadas, trazarían las configuraciones
transatlánticas de este tema en el ámbito hispánico y en la
literatura española en particular. Para hacer justicia a la
multiplicidad de esta(s) historia(s) sin duda habría que ir más
lejos de lo que nos es posible aquí, si bien se podrían esbozar
algunas trayectorias. ¿Qué líneas, por ejemplo, se cruzarían entre
el escribir «mal y pobre» de Macedonio Fernández y la prosa
desaliñada y errática de Ramón Gómez de la Serna? ¿O, para no
abandonar la constelación histórica de las vanguardias, entre
textos como «Tachas» del mexicano Efrén Hernández, «Nadie encendía
las lámparas » del uruguayo Felisberto Hernández y «Luz lateral»
del ecuatoriano Pablo Palacio? ¿Entre el «cine imperfecto» del
cubano Julio García Espinosa y la «estética del hambre» del
brasileño Glauber Rocha? ¿Entre los paisajes de abandono y «nuda
vida» de la chilena Diamela Eltit y la brasileña Clarice Lispector?
¿O bien, por la vía de la deriva de los imaginarios geopolíticos y
nacionales, entre Transatlántico de Witold Gombrowicz, París de
Mario Levrero y Austria- Hungría de Néstor Perlongher? Una cosa es
innegable: para que haya una historia (o varias) hay que empezar a
leer por algún lugar. Un punto de partida, un comienzo: es lo que
se propone aquí.
J.
P.—UNIVERSITÄT POTSDAM
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