INSULA

Un mismo tiempo para dos poéticas: Caballero Bonald y Francisco Brines
Número 775-776. Julio 2011

 
 

LUIS GARCÍA MONTERO / LOS AMIGOS DEL 50


 

La literatura se vive con un inevitable sentimiento de comunidad. Conviene destacarlo, porque resulta llamativo que ejercicios como la lectura o la escritura, destinados a la revelación personal y al conocimiento de uno mismo, implican también un diálogo permanente con los otros. La pertenencia a una tradición admirada, por encima de las ingenuas llamaradas de la originalidad, marca el sentido de cualquier educación literaria personal. Los escritores admirados son aquellos que nos ayudan a buscar un cuarto propio. Las influencias oportunas son las que nos permiten intuir una palabra y mundo particular.

Yo nací en Granada. No es extraño que mi primer contacto con las emociones poéticas me llegase de la mano de Federico García Lorca. Fue una lección vital, una llamada que no se reducía al paisaje de los libros y que se enredaba en los modelos de la existencia cotidiana. Interesarse por la poesía en Granada significaba buscar la ciudad que había desaparecido con la Guerra Civil y la muerte de García Lorca. Un mundo de metáforas, melancolías, pasiones, destellos alegres y tristezas profundas marcó las fronteras de mi primer acercamiento a la poesía, que supuso también una inmersión en la leyenda. Toda una mitología personal de libros, amistades, biografías, acontecimientos históricos y guerras perdidas me llegaba en herencia junto a las emociones literarias. La generación del 27 fue la materia de mi primera mitología personal.

De las entrañas más luminosas de esta mitología, casi como una especie de milagro, surgió la amistad real y generosa de Rafael Alberti. La costumbre de escuchar a los mayores, de respetarlos, de contarles las nuevas inquietudes, se encarnó para mí en la relación personal con un poeta que acababa de volver a España después de 38 años de exilio. El amigo de García Lorca, el autor de Sobre los ángeles o de Retornos de lo vivo lejano, el poeta que guardaba la memoria de la cultura republicana tuvo la generosidad de tomarse en serio y hacerse amigo de un jovencito que estaba escribiendo sus primeros poemas. Rafael Alberti era un buen maestro de poesía. Su personalidad y su propia obra ayudaban a disfrutar de todas las posibilidades del género. Contrario a cualquier sectarismo, hablaba por igual de Góngora y de Quevedo, de Juan Ramón Jiménez y de Antonio Machado, de los cancioneros medievales y de los poetas vanguardistas, de los prados amenos de Garcilaso y de los campos de batalla del compromiso político.

Pero en su generosidad y en su convicción poética amplia, quizá la mejor lección fue el deseo sincero de que los amigos jóvenes encontraran su propio mundo. Los sectarios suelen convertirse en viejos cascarrabias, opinan con facilidad que la literatura acaba en ellos y solo admiten la compañía de los que pretenden imitarlos o escribir dentro de sus aguas territoriales. Al verme buscar mi mundo, mis tradiciones, Rafael se dio cuenta de la importancia que tenían para mí Jaime Gil de Biedma y el grupo poético del 50. Me animó entonces a entenderme con ellos, a disfrutar de toda la variedad de la poesía, pero también a formar mi voz particular, en la que las metáforas vanguardistas y la tensión lírica de las imágenes necesitaban cada vez con más urgencia la música narrativa de la meditación. Entendido el poema como un ejercicio de conocimiento ético de la propia intimidad, resultaba imprescindible la lectura del grupo poético del 50.

Cuando empecé a escribir en los años 70, la poesía española de posguerra no gozaba de mucho crédito en la vida literaria. Por resumir las ideas que entonces saltaban en las declaraciones y los gustos de los corrillos culturales, podemos recordar un famoso artículo de Pere Gimferrer, «Notas parciales sobre poesía española de posguerra», que se publicó en el librito 30 años de literatura española (Barcelona, Kairos, 1971). El panorama de las últimas décadas, es decir, el camino que iba de la generación del 27 a la llamada poesía novísima, era descrito como un paréntesis de esterilidad en el que sólo brillaban los nombres aislados de Juan Larrea, Carlos Edmundo de Ory y Leopoldo María Panero. Se trataba de un diagnóstico extraño para mí, porque en mi costumbre de escuchar a los mayores sentía ya una admiración muy sólida por poetas como Luis Rosales y Blas de Otero, y por la obra de varios autores de la generación del 50, que yo había conocido gracias a la antología 20 años de poesía española (Barcelona, Seix Barral, 1959) de José María Castellet.

Mucho se ha debatido sobre la objetividad de esta antología y sobre el error de haber dejado fuera a Juan Ramón Jiménez, sin duda uno de los nombres decisivos de nuestra lírica. Pero el libro no quería ser un estudio objetivo de la historia de la poesía española, sino una apuesta (casi manifiesto) por el viento de los poetas que querían formular un nuevo tipo de realismo, alejados tanto de las derivas simbolistas de la tradición romántica como de la retórica tremendista del existencialismo. Y en ese camino resultaba más lógico seguir las huellas de Antonio Machado que de Juan Ramón Jiménez.

Como lector, confieso que no solo quedé impresionado en mi juventud por muchos de los poemas recogidos en la antología, sino que, todavía hoy, me siento agradecido por aquella apuesta en busca de un nuevo realismo no panfletario y por el cuestionamiento del sujeto esencial del simbolismo. Algunos de mis libros preferidos de Ángel González, Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo y José Manuel Caballero Bonald se deben a esta muy oportuna inquietud. En ese camino, y es lo que cuenta, surgieron obras de primera calidad. Si nos dejamos de zarandajas, polémicas generacionales y condimentos de la actualidad literaria, para pensar solo en la calidad poética, resulta ingenua y muy extraña la irresponsabilidad con la que los autores recogidos por Castellet en otra antología posterior, Nueve novísimos poetas españoles (Barcelona, Barral Editores, 1970), fueron capaces de mirar por encima del hombro a los poetas del 50. Pocas veces se ha asistido a una ceguera literaria semejante y a un cálculo de fuerzas tan temerario.

En la obra de los poetas del 50 encontré planteados, desde distintas perspectivas, los grandes debates de la poesía contemporánea, más allá de las espumosas coyunturas generacionales. Sin gran aparato académico, sin grandes aspavientos de vanidad metapoética, con los almacenes teóricos de una reflexión precisa, podían encontrarse en ellos algunas decisiones líricas que daban respuesta a mis intereses éticos y estéticos. Una parte de mi tesis doctoral en la Universidad de Granada se dedicó a estudiar la ideología del discurso poético contemporáneo surgido a raíz de la primera crisis de la modernidad, cuando el romanticismo invirtió el horizonte ilustrado. Algunas de las consideraciones que hice sobre el sujeto escindido del romanticismo (que después se encarnó en el esteticismo modernista y en las rupturas de la vanguardia) se publicaron en mi libro Poesía, cuartel de invierno (1987). Quien conozca ese libro, y mi necesidad de cuestionar las definiciones ahistóricas y esencialistas del sujeto romántico, comprenderá mi identificación íntima con las meditaciones de los poetas del 50 sobre el oficio, la materialidad del texto y la puesta en duda de las diversas galas de la sacralización lírica.

Al fin y al cabo, la famosa polémica entre la poesía como comunicación o conocimiento tuvo el sentido último de reivindicar la carpintería textual. Negarse a admitir una verdad absoluta anterior al propio poema, ya fuese política o metafísica, significaba llamar la atención sobre el proceso de escritura como ámbito específico de conocimiento. Y es siempre un paso imprescindible si se quieren evitar malentendidos expresivos, incluso para los que creemos que la poesía es una forma de conocimiento que implica comunicación o una forma de comunicación que implica conocimiento. La importancia de las minuciosas elaboraciones textuales fue una convicción común para los poetas del 50. Cada uno de los autores la desarrolló después según muy distintas y singulares posibilidades. El grupo nunca fue vivido como una unidad de respuestas, sino como un territorio de preocupaciones comunes que exigían la singularidad de cada individuo. Pero puestos a resumir, podría hablarse, por lo menos, de dos estrategias distintas, dos búsquedas de efectos, a la hora de enfrentarse con la materialidad textual. Por un lado, es posible buscar en el poema una apariencia realista: Jaime Gil de Biedma, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Francisco Brines, José Manuel Caballero Bonald (Pliegos de cordel), Carlos Barral (19 figuras de mi historia civil) o José Ángel Valente (Poemas a Lázaro). Por otro lado, se pueden buscar efectos de un protagonismo lingüístico más llamativo: Claudio Rodríguez, Carlos Barral, José Manuel Caballero Bonald y José Ángel Valente.

Pero no conviene perder de vista que ambas estrategias parten de una conciencia clara de la escritura y del ámbito textual. No resulta por eso incompatible que los poetas que apuestan por el efecto lingüístico vivan su relación con la palabra como un acto de rebeldía cívica y los poetas que persiguen el efecto realista tengan una muy acentuada preocupación formal.

Puede parecer contradictorio que muchas de las meditaciones de los poetas del 50 que a mí me llevaron a alejarme del esteticismo novísimo estuviesen motivadas por precauciones surgidas ante un determinado tipo de poesía social. Pero es que las polémicas entre el sándalo y la berza, o entre la pureza y el compromiso, solo afectaban a la superficie del género y eran poco útiles al bajar la discusión a una profundidad más decisiva. Cuando lo que se pretende es cuestionar una determinada idea de subjetividad o poner en duda las esencias de un protagonista lírico sacralizado, sirven de poco los panfletos de buena intención, que defienden banderas políticas simpáticas, pero reproducen los esquemas y la retórica de siempre. Tampoco sirven los espectáculos formalistas.

Muy inteligentes me parecen estas reflexiones de José Ángel Valente, que leí en el artículo «Tendencia y estilo», recogido en Las palabras de la tribu (Madrid, Siglo XXI, 1971): «Porque no es el formalismo en sentido estricto el único rigor que el estilo puede padecer. Por vías distintas, el antiformalismo ha venido a parar en un formalismo de la peor especie: el de los temas o el de las tendencias» (p. 11). Y luego concluía: «Parecen los poetas más preocupados por vocear ciertos temas que por descubrir la realidad de que esos mismos temas pueden ser enunciados ideológicos. Es curioso que una promoción de escritores que pretenden orientarse hacia el realismo corra de ese modo un riesgo cierto de irrealismo o formalismo temático» (p. 15). Es una consecuencia lógica en una polémica superficial. El pretendido realismo puede acabar por culpa de las consignas y los contenidos en la más pura de irrealidad. Del mismo modo, años después, muchos de los llamados poetas novísimos acabaron en una muy notable pobreza formal por culpa de las consignas esteticistas. Como me señaló Jaime Gil de Biedma en una carta de 23 de junio de 1985, «lo que decía Valente a los poetas sociales, que pecaban de formalismo temático, se aplica perfectamente bien a los novísimos» (El argumento de la obra. Correspondencia, Barcelona, Lumen, 2010, p. 417).

El debate había que situarlo en otra parte, al margen de la disputa entre los poetas sociales y los novísimos. Era algo que ya habían hecho, desde distintas perspectivas, los autores reunidos en el grupo poético del 50. Entre los amigos de este grupo, José Manuel Caballero Bonald ha significado para mí un ejemplo cercano de la estrategia lingüística. Al hablar de su propia evolución literaria en el prólogo a Selección natural (Madrid, Cátedra, 1983), recuerda que la inquietud lingüística tardó muy poco en marcar el sentido de su trabajo literario: «Pasé sin excesivas cautelas de un neoclasicismo de cuño aldeano o de un recalcitrante formalismo neorromántico, a una incipiente curiosidad indagatoria en el lenguaje, que no sé si me venía de cierta grata impregnación modernista o de mi fascinación por los grandes poetas del barroco andaluz, un gusto que todavía conservo» (p. 17). Por ese rumbo, tardaría poco en alcanzar «la más recurrente conducta de toda mi poesía: convertir una experiencia vivida en una experiencia lingüística, usando para ello de esas asociaciones ilógicas que coinciden con lo que se entiende por irracionalismo» (pp. 22-23).

Se convirtió así en un puente con la tradición poética andaluza, y no solo del barroco, sino de los poetas de la generación del 27 influidos por el surrealismo, como el Rafael Alberti de Sobre los ángeles y el Federico García Lorca de Poeta en Nueva York. Su escritura concebida como merodeo, como ruptura de lo previsible, asume también una apuesta ética, un deseo de rebeldía que intenta plasmarse no ya en un lenguaje raro, sino en una posición ante el lenguaje. Frente a la subjetividad sólida, frente a la complacencia de las certezas, frente a las respuestas inmediatas de la culpa, escribir significa para Caballero Bonald quedarse en las inmediaciones, un perpetuo aplazamiento, la configuración de una ética que busca iluminar el vacío. Más que la expresividad de una esencia, se pretende aceptar la oscuridad y perseguir destellos que solo tienen sentido en sí mismos, como episodios de conocimiento.

En un poema de Descrédito del héroe (1977) titulado «Doble vida» el poeta reconoce su falta de sitio y su conciencia de tiempo: «Entre dos luces, entre dos / historias, entre / dos filos permanezco, / también entre dos únicas / equivalencias con la vida. / Mi memoria proviene de un espacio / donde no estuve nunca: / ya no me queda sitio sino tiempo». La doble vida, la experiencia vivida y la experiencia lingüística se resuelven en una acentuada conciencia del tiempo, más importante incluso que el lugar, que los lugares de la estirpe o del presente. Las raíces esenciales son una carencia, algo mucho menos importantes que la realidad inventada. No hay sitio que represente una obligación de sometimiento, una rutina de obediencia, y esa es la causa última de una rebeldía que se hace lenguaje, orgullo y vigor ético en los últimos libros de Caballero Bonald: Manual de infractores (2005) y La noche no tiene paredes (2009). Asumen la lucidez que condensa el título bajo el que ha reunido su poesía completa: Somos el tiempo que nos queda.

Francisco Brines es un buen ejemplo de las estrategias del realismo singular propio de los poetas del 50 que buscan un efecto inmediato de diálogo y naturalidad. Se trata de un efecto que exige también un poderoso rigor formal, pero dirigido ahora a la serenidad del lenguaje. La conciencia textual se apoya también en la idea de que literariamente no hay un ámbito de preexistencia y que solo vive aquello que está en el texto. Como Francisco Brines, al contrario que otros compañeros de generación, no se sintió llamado a la militancia política, sus poemas nos ayudan a distinguir los efectos de este realismo lírico de cualquier esfuerzo de divulgación ideológica. Se trata de propiciar una meditación ética, una música reflexiva en la que el poeta intenta comprender su propia intimidad y sus relaciones con el mundo.

La voz poética de Francisco Brines se perfila en una profunda conciencia trágica que, paradójicamente, se resuelve en una expresión serena. La propia mortalidad no invita a la palabra desesperada, sino a la celebración de la hermosura de la vida, al reconocimiento melancólico de los bienes fugaces y a la confianza última en la dignidad del ser humano, más allá de cualquier consuelo de inmortalidad o de cualquier promesa de paraíso. Eso es lo que facilita un sentido para la vocación poética. El lector que medita sobre las carencias de la realidad y sobre las alegrías de la vida con un libro de poemas escrito por otro es inseparable del poeta que ordena sus propios sentimientos y deja huella de sí mismo en unos textos que, desaparecido él, pasarán a formar parte de otra meditación y de otra vida. La poesía se concibe a sí misma como una compañía en la dignidad humana.

A lo largo de distintas épocas, matizado sucesivamente con la perspectiva de las edades diversas, este ha sido el hilo conductor de Ensayo de una despedida, título bajo el que ha reunido todos sus libros. En La última costa (1995), hay un poema, «La tarde imaginada», que nos puede servir de ejemplo. En Madrid, mientras la tarde cae sobre las terrazas de la ciudad, el poeta imagina una tarde vivida en Oliva, en la casa familiar que identifica con la memoria de la plenitud. Ese juego de imaginaciones es el que nos invita a comprender que un día, cuando el poeta esté ausente, un lector podrá imaginar esa tarde y sentir «la vida afortunada» y «la experiencia de la felicidad». El lector dará vida al poeta, tal vez muerto, y se apropiará de sus sentimientos. Para desplegar velas como hecho de lectura, el poeta debe ser consciente del poema como espacio compartido y el poema debe tomar nota de la existencia del otro. Las palabras solo triunfan cuando deja de ser un simple hecho de expresión o de biografía personal: «¿Y a mí, quien podrá salvarme? / Tus ojos, que ahora crean mi tarde inexistente. / Lector, esfuérzate, y enciéndela: / está donde un olor de rosas te llegue del camino. / Si existo es porque existes. / Tú repites mi vida, y no la reconozco».

José Manuel Caballero Bonald y Francisco Brines forman parte de un tiempo poético decisivo en la literatura española contemporánea. Mi admiración por ellos forma parte de ese sentimiento de comunidad que implica siempre el amor por los libros, la necesidad de descubrir el propio rostro, el propio mundo, en las palabras heredadas de los mayores. Para tener algo personal que decir, nada es tan importante como saber escuchar. Mi poesía narrativa, preocupada por la meditación ética y la música del pensamiento, se fue conformando con la lectura de Antonio Machado, Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma, Ángel González o Francisco Brines. Si necesito siempre tensar los poemas con metáforas, imágenes fuertes y llamaradas lingüísticas, es porque he leído a Federico García Lorca, Rafael Alberti, Pablo Neruda o José Manuel Caballero Bonald.

L. G. M.—POETA Y ENSAYISTA

 
 
 
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