La literatura se vive
con un inevitable sentimiento de comunidad. Conviene destacarlo,
porque resulta llamativo que ejercicios como la lectura o la
escritura, destinados a la revelación personal y al conocimiento de
uno mismo, implican también un diálogo permanente con los otros. La
pertenencia a una tradición admirada, por encima de las ingenuas
llamaradas de la originalidad, marca el sentido de cualquier
educación literaria personal. Los escritores admirados son aquellos
que nos ayudan a buscar un cuarto propio. Las influencias oportunas
son las que nos permiten intuir una palabra y mundo particular.
Yo nací en Granada.
No es extraño que mi primer contacto con las emociones poéticas me
llegase de la mano de Federico García Lorca. Fue una lección vital,
una llamada que no se reducía al paisaje de los libros y que se
enredaba en los modelos de la existencia cotidiana. Interesarse por
la poesía en Granada significaba buscar la ciudad que había
desaparecido con la Guerra Civil y la muerte de García Lorca. Un
mundo de metáforas, melancolías, pasiones, destellos alegres y
tristezas profundas marcó las fronteras de mi primer acercamiento a
la poesía, que supuso también una inmersión en la leyenda. Toda una
mitología personal de libros, amistades, biografías,
acontecimientos históricos y guerras perdidas me llegaba en
herencia junto a las emociones literarias. La generación del 27 fue
la materia de mi primera mitología personal.
De las entrañas más
luminosas de esta mitología, casi como una especie de milagro,
surgió la amistad real y generosa de Rafael Alberti. La costumbre
de escuchar a los mayores, de respetarlos, de contarles las nuevas
inquietudes, se encarnó para mí en la relación personal con un
poeta que acababa de volver a España después de 38 años de exilio.
El amigo de García Lorca, el autor de Sobre los ángeles o de
Retornos de lo vivo lejano, el poeta que guardaba la memoria de la
cultura republicana tuvo la generosidad de tomarse en serio y
hacerse amigo de un jovencito que estaba escribiendo sus primeros
poemas. Rafael Alberti era un buen maestro de poesía. Su
personalidad y su propia obra ayudaban a disfrutar de todas las
posibilidades del género. Contrario a cualquier sectarismo, hablaba
por igual de Góngora y de Quevedo, de Juan Ramón Jiménez y de
Antonio Machado, de los cancioneros medievales y de los poetas
vanguardistas, de los prados amenos de Garcilaso y de los campos de
batalla del compromiso político.
Pero en su
generosidad y en su convicción poética amplia, quizá la mejor
lección fue el deseo sincero de que los amigos jóvenes encontraran
su propio mundo. Los sectarios suelen convertirse en viejos
cascarrabias, opinan con facilidad que la literatura acaba en ellos
y solo admiten la compañía de los que pretenden imitarlos o
escribir dentro de sus aguas territoriales. Al verme buscar mi
mundo, mis tradiciones, Rafael se dio cuenta de la importancia que
tenían para mí Jaime Gil de Biedma y el grupo poético del 50. Me
animó entonces a entenderme con ellos, a disfrutar de toda la
variedad de la poesía, pero también a formar mi voz particular, en
la que las metáforas vanguardistas y la tensión lírica de las
imágenes necesitaban cada vez con más urgencia la música narrativa
de la meditación. Entendido el poema como un ejercicio de
conocimiento ético de la propia intimidad, resultaba imprescindible
la lectura del grupo poético del 50.
Cuando empecé a
escribir en los años 70, la poesía española de posguerra no gozaba
de mucho crédito en la vida literaria. Por resumir las ideas que
entonces saltaban en las declaraciones y los gustos de los
corrillos culturales, podemos recordar un famoso artículo de Pere
Gimferrer, «Notas parciales sobre poesía española de posguerra»,
que se publicó en el librito 30 años de literatura española
(Barcelona, Kairos, 1971). El panorama de las últimas décadas, es
decir, el camino que iba de la generación del 27 a la llamada
poesía novísima, era descrito como un paréntesis de esterilidad en
el que sólo brillaban los nombres aislados de Juan Larrea, Carlos
Edmundo de Ory y Leopoldo María Panero. Se trataba de un
diagnóstico extraño para mí, porque en mi costumbre de escuchar a
los mayores sentía ya una admiración muy sólida por poetas como
Luis Rosales y Blas de Otero, y por la obra de varios autores de la
generación del 50, que yo había conocido gracias a la antología 20
años de poesía española (Barcelona, Seix Barral, 1959) de José
María Castellet.
Mucho se ha debatido
sobre la objetividad de esta antología y sobre el error de haber
dejado fuera a Juan Ramón Jiménez, sin duda uno de los nombres
decisivos de nuestra lírica. Pero el libro no quería ser un estudio
objetivo de la historia de la poesía española, sino una apuesta
(casi manifiesto) por el viento de los poetas que querían formular
un nuevo tipo de realismo, alejados tanto de las derivas
simbolistas de la tradición romántica como de la retórica
tremendista del existencialismo. Y en ese camino resultaba más
lógico seguir las huellas de Antonio Machado que de Juan Ramón
Jiménez.
Como lector, confieso
que no solo quedé impresionado en mi juventud por muchos de los
poemas recogidos en la antología, sino que, todavía hoy, me siento
agradecido por aquella apuesta en busca de un nuevo realismo no
panfletario y por el cuestionamiento del sujeto esencial del
simbolismo. Algunos de mis libros preferidos de Ángel González,
Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral, José Agustín Goytisolo y José
Manuel Caballero Bonald se deben a esta muy oportuna inquietud. En
ese camino, y es lo que cuenta, surgieron obras de primera calidad.
Si nos dejamos de zarandajas, polémicas generacionales y
condimentos de la actualidad literaria, para pensar solo en la
calidad poética, resulta ingenua y muy extraña la irresponsabilidad
con la que los autores recogidos por Castellet en otra antología
posterior, Nueve novísimos poetas españoles (Barcelona, Barral
Editores, 1970), fueron capaces de mirar por encima del hombro a
los poetas del 50. Pocas veces se ha asistido a una ceguera
literaria semejante y a un cálculo de fuerzas tan temerario.
En la obra de los
poetas del 50 encontré planteados, desde distintas perspectivas,
los grandes debates de la poesía contemporánea, más allá de las
espumosas coyunturas generacionales. Sin gran aparato académico,
sin grandes aspavientos de vanidad metapoética, con los almacenes
teóricos de una reflexión precisa, podían encontrarse en ellos
algunas decisiones líricas que daban respuesta a mis intereses
éticos y estéticos. Una parte de mi tesis doctoral en la
Universidad de Granada se dedicó a estudiar la ideología del
discurso poético contemporáneo surgido a raíz de la primera crisis
de la modernidad, cuando el romanticismo invirtió el horizonte
ilustrado. Algunas de las consideraciones que hice sobre el sujeto
escindido del romanticismo (que después se encarnó en el
esteticismo modernista y en las rupturas de la vanguardia) se
publicaron en mi libro Poesía, cuartel de invierno (1987). Quien
conozca ese libro, y mi necesidad de cuestionar las definiciones
ahistóricas y esencialistas del sujeto romántico, comprenderá mi
identificación íntima con las meditaciones de los poetas del 50
sobre el oficio, la materialidad del texto y la puesta en duda de
las diversas galas de la sacralización lírica.
Al fin y al cabo, la
famosa polémica entre la poesía como comunicación o conocimiento
tuvo el sentido último de reivindicar la carpintería textual.
Negarse a admitir una verdad absoluta anterior al propio poema, ya
fuese política o metafísica, significaba llamar la atención sobre
el proceso de escritura como ámbito específico de conocimiento. Y
es siempre un paso imprescindible si se quieren evitar
malentendidos expresivos, incluso para los que creemos que la
poesía es una forma de conocimiento que implica comunicación o una
forma de comunicación que implica conocimiento. La importancia de
las minuciosas elaboraciones textuales fue una convicción común
para los poetas del 50. Cada uno de los autores la desarrolló
después según muy distintas y singulares posibilidades. El grupo
nunca fue vivido como una unidad de respuestas, sino como un
territorio de preocupaciones comunes que exigían la singularidad de
cada individuo. Pero puestos a resumir, podría hablarse, por lo
menos, de dos estrategias distintas, dos búsquedas de efectos, a la
hora de enfrentarse con la materialidad textual. Por un lado, es
posible buscar en el poema una apariencia realista: Jaime Gil de
Biedma, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Francisco Brines,
José Manuel Caballero Bonald (Pliegos de cordel), Carlos Barral (19
figuras de mi historia civil) o José Ángel Valente (Poemas a
Lázaro). Por otro lado, se pueden buscar efectos de un protagonismo
lingüístico más llamativo: Claudio Rodríguez, Carlos Barral, José
Manuel Caballero Bonald y José Ángel Valente.
Pero no conviene
perder de vista que ambas estrategias parten de una conciencia
clara de la escritura y del ámbito textual. No resulta por eso
incompatible que los poetas que apuestan por el efecto lingüístico
vivan su relación con la palabra como un acto de rebeldía cívica y
los poetas que persiguen el efecto realista tengan una muy
acentuada preocupación formal.
Puede parecer
contradictorio que muchas de las meditaciones de los poetas del 50
que a mí me llevaron a alejarme del esteticismo novísimo estuviesen
motivadas por precauciones surgidas ante un determinado tipo de
poesía social. Pero es que las polémicas entre el sándalo y la
berza, o entre la pureza y el compromiso, solo afectaban a la
superficie del género y eran poco útiles al bajar la discusión a
una profundidad más decisiva. Cuando lo que se pretende es
cuestionar una determinada idea de subjetividad o poner en duda las
esencias de un protagonista lírico sacralizado, sirven de poco los
panfletos de buena intención, que defienden banderas políticas
simpáticas, pero reproducen los esquemas y la retórica de siempre.
Tampoco sirven los espectáculos formalistas.
Muy inteligentes me
parecen estas reflexiones de José Ángel Valente, que leí en el
artículo «Tendencia y estilo», recogido en Las palabras de la tribu
(Madrid, Siglo XXI, 1971): «Porque no es el formalismo en sentido
estricto el único rigor que el estilo puede padecer. Por vías
distintas, el antiformalismo ha venido a parar en un formalismo de
la peor especie: el de los temas o el de las tendencias» (p. 11). Y
luego concluía: «Parecen los poetas más preocupados por vocear
ciertos temas que por descubrir la realidad de que esos mismos
temas pueden ser enunciados ideológicos. Es curioso que una
promoción de escritores que pretenden orientarse hacia el realismo
corra de ese modo un riesgo cierto de irrealismo o formalismo
temático» (p. 15). Es una consecuencia lógica en una polémica
superficial. El pretendido realismo puede acabar por culpa de las
consignas y los contenidos en la más pura de irrealidad. Del mismo
modo, años después, muchos de los llamados poetas novísimos
acabaron en una muy notable pobreza formal por culpa de las
consignas esteticistas. Como me señaló Jaime Gil de Biedma en una
carta de 23 de junio de 1985, «lo que decía Valente a los poetas
sociales, que pecaban de formalismo temático, se aplica
perfectamente bien a los novísimos» (El argumento de la obra.
Correspondencia, Barcelona, Lumen, 2010, p. 417).
El debate había que
situarlo en otra parte, al margen de la disputa entre los poetas
sociales y los novísimos. Era algo que ya habían hecho, desde
distintas perspectivas, los autores reunidos en el grupo poético
del 50. Entre los amigos de este grupo, José Manuel Caballero
Bonald ha significado para mí un ejemplo cercano de la estrategia
lingüística. Al hablar de su propia evolución literaria en el
prólogo a Selección natural (Madrid, Cátedra, 1983), recuerda que
la inquietud lingüística tardó muy poco en marcar el sentido de su
trabajo literario: «Pasé sin excesivas cautelas de un neoclasicismo
de cuño aldeano o de un recalcitrante formalismo neorromántico, a
una incipiente curiosidad indagatoria en el lenguaje, que no sé si
me venía de cierta grata impregnación modernista o de mi
fascinación por los grandes poetas del barroco andaluz, un gusto
que todavía conservo» (p. 17). Por ese rumbo, tardaría poco en
alcanzar «la más recurrente conducta de toda mi poesía: convertir
una experiencia vivida en una experiencia lingüística, usando para
ello de esas asociaciones ilógicas que coinciden con lo que se
entiende por irracionalismo» (pp. 22-23).
Se convirtió así en
un puente con la tradición poética andaluza, y no solo del barroco,
sino de los poetas de la generación del 27 influidos por el
surrealismo, como el Rafael Alberti de Sobre los ángeles y el
Federico García Lorca de Poeta en Nueva York. Su escritura
concebida como merodeo, como ruptura de lo previsible, asume
también una apuesta ética, un deseo de rebeldía que intenta
plasmarse no ya en un lenguaje raro, sino en una posición ante el
lenguaje. Frente a la subjetividad sólida, frente a la complacencia
de las certezas, frente a las respuestas inmediatas de la culpa,
escribir significa para Caballero Bonald quedarse en las
inmediaciones, un perpetuo aplazamiento, la configuración de una
ética que busca iluminar el vacío. Más que la expresividad de una
esencia, se pretende aceptar la oscuridad y perseguir destellos que
solo tienen sentido en sí mismos, como episodios de
conocimiento.
En un poema de
Descrédito del héroe (1977) titulado «Doble vida» el poeta reconoce
su falta de sitio y su conciencia de tiempo: «Entre dos luces,
entre dos / historias, entre / dos filos permanezco, / también
entre dos únicas / equivalencias con la vida. / Mi memoria proviene
de un espacio / donde no estuve nunca: / ya no me queda sitio sino
tiempo». La doble vida, la experiencia vivida y la experiencia
lingüística se resuelven en una acentuada conciencia del tiempo,
más importante incluso que el lugar, que los lugares de la estirpe
o del presente. Las raíces esenciales son una carencia, algo mucho
menos importantes que la realidad inventada. No hay sitio que
represente una obligación de sometimiento, una rutina de
obediencia, y esa es la causa última de una rebeldía que se hace
lenguaje, orgullo y vigor ético en los últimos libros de Caballero
Bonald: Manual de infractores (2005) y La noche no tiene paredes
(2009). Asumen la lucidez que condensa el título bajo el que ha
reunido su poesía completa: Somos el tiempo que nos queda.
Francisco Brines es
un buen ejemplo de las estrategias del realismo singular propio de
los poetas del 50 que buscan un efecto inmediato de diálogo y
naturalidad. Se trata de un efecto que exige también un poderoso
rigor formal, pero dirigido ahora a la serenidad del lenguaje. La
conciencia textual se apoya también en la idea de que
literariamente no hay un ámbito de preexistencia y que solo vive
aquello que está en el texto. Como Francisco Brines, al contrario
que otros compañeros de generación, no se sintió llamado a la
militancia política, sus poemas nos ayudan a distinguir los efectos
de este realismo lírico de cualquier esfuerzo de divulgación
ideológica. Se trata de propiciar una meditación ética, una música
reflexiva en la que el poeta intenta comprender su propia intimidad
y sus relaciones con el mundo.
La voz poética de
Francisco Brines se perfila en una profunda conciencia trágica que,
paradójicamente, se resuelve en una expresión serena. La propia
mortalidad no invita a la palabra desesperada, sino a la
celebración de la hermosura de la vida, al reconocimiento
melancólico de los bienes fugaces y a la confianza última en la
dignidad del ser humano, más allá de cualquier consuelo de
inmortalidad o de cualquier promesa de paraíso. Eso es lo que
facilita un sentido para la vocación poética. El lector que medita
sobre las carencias de la realidad y sobre las alegrías de la vida
con un libro de poemas escrito por otro es inseparable del poeta
que ordena sus propios sentimientos y deja huella de sí mismo en
unos textos que, desaparecido él, pasarán a formar parte de otra
meditación y de otra vida. La poesía se concibe a sí misma como una
compañía en la dignidad humana.
A lo largo de
distintas épocas, matizado sucesivamente con la perspectiva de las
edades diversas, este ha sido el hilo conductor de Ensayo de una
despedida, título bajo el que ha reunido todos sus libros. En La
última costa (1995), hay un poema, «La tarde imaginada», que nos
puede servir de ejemplo. En Madrid, mientras la tarde cae sobre las
terrazas de la ciudad, el poeta imagina una tarde vivida en Oliva,
en la casa familiar que identifica con la memoria de la plenitud.
Ese juego de imaginaciones es el que nos invita a comprender que un
día, cuando el poeta esté ausente, un lector podrá imaginar esa
tarde y sentir «la vida afortunada» y «la experiencia de la
felicidad». El lector dará vida al poeta, tal vez muerto, y se
apropiará de sus sentimientos. Para desplegar velas como hecho de
lectura, el poeta debe ser consciente del poema como espacio
compartido y el poema debe tomar nota de la existencia del otro.
Las palabras solo triunfan cuando deja de ser un simple hecho de
expresión o de biografía personal: «¿Y a mí, quien podrá salvarme?
/ Tus ojos, que ahora crean mi tarde inexistente. / Lector,
esfuérzate, y enciéndela: / está donde un olor de rosas te llegue
del camino. / Si existo es porque existes. / Tú repites mi vida, y
no la reconozco».
José Manuel Caballero
Bonald y Francisco Brines forman parte de un tiempo poético
decisivo en la literatura española contemporánea. Mi admiración por
ellos forma parte de ese sentimiento de comunidad que implica
siempre el amor por los libros, la necesidad de descubrir el propio
rostro, el propio mundo, en las palabras heredadas de los mayores.
Para tener algo personal que decir, nada es tan importante como
saber escuchar. Mi poesía narrativa, preocupada por la meditación
ética y la música del pensamiento, se fue conformando con la
lectura de Antonio Machado, Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma,
Ángel González o Francisco Brines. Si necesito siempre tensar los
poemas con metáforas, imágenes fuertes y llamaradas lingüísticas,
es porque he leído a Federico García Lorca, Rafael Alberti, Pablo
Neruda o José Manuel Caballero Bonald.
L. G. M.—POETA
Y ENSAYISTA
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