INSULA

Monográfico
Número 773 . Mayo 2011

 
 

Albert BOADELLA / El sedimento de 50 años de Joglars. Reflexiones en torno al teatro


 

Después de 50 años, cuando me planteo sintetizar la trayectoria de la compañía Joglars, me resulta muy difícil no extraviarme ante la inacabable variedad de episodios, algunos de los cuales han formado parte no sólo de la historia escénica de España, sino que, en diversas ocasiones, han traspasado los ámbitos escénicos introduciéndose en la historia sociopolítica de este país. Sin embargo, de todo lo acaecido sobre la escena, destacaría sólo dos aspectos esenciales que se han mantenido inamovibles en el tiempo: la libertad expresada en los contenidos artísticos y una minuciosa atención en el desarrollo de las formas de lenguaje.

Sobre la libertad hay pocas cosas que comentar, la evolución de sus distintos episodios se hace patente en las propias obras, de cuyas repercusiones dan testimonio también las hemerotecas. Sin embargo, este compromiso constante y libre de sumisiones en la selección de los temas no hubiera obtenido una especial relevancia de no estar fundamentado en el rigor profesional y la búsqueda constante de las formas expresivas. Es, pues, en la construcción de la obra donde el grupo adquiere su mayor singularidad en relación con el panorama teatral español.

Notarán que utilizo el término «construcción» en vez de «creación» que hoy encontramos por todas partes, incluidas aquellas que se refieren a un simple producto de uso comercial. Mi rechazo a este término, referido a nuestro concepto del teatro, parte de un hecho incuestionable, y es que ya existe todo en nuestro entorno y no parece necesario, ni posible, inventar nada en cuanto al comportamiento humano. Otra cosa distinta es la forma de elaborar los ingredientes que presenta la realidad, ya que un acto real, con toda su complejidad, es materialmente irreproducible sobre la escena. El teatro tiene su propia convención impuesta por el singular vínculo entre oficiante y espectador. Aunque uno consiga la máxima aproximación en el detalle, el acto real siempre será distinto. Incluso intentar su imitación, mediante todos los elementos materiales, como si de la reconstrucción de un crimen se tratara, es un empeño inútil, porque la sola intención hiperrealista lo aleja aún más de la autenticidad. La única posibilidad de hacerlo revivir es dominar el lenguaje de tal manera que, a pesar de no reproducir meticulosamente lo mismo, consigamos extraer los efectos fundamentales de aquella realidad mediante una hábil manipulación de las formas, el espacio y los tiempos. Bajo esta óptica, no seríamos creadores de nada, pero nos convertiríamos en unos especialistas en la manipulación del lenguaje.

La dificultad de tal operación consiste en saber escoger simplemente lo esencial y no desviarse en lo accesorio. Para intentar resolver el problema, el único aliado posible es la certeza de que, a pesar del aparente vacío, todo se halla a nuestro alrededor. No parece, pues, especialmente necesaria la fantasía, sino sólo cierta capacidad de observación para detectar la enorme complejidad de un hecho.

Los sucesos que configuran la vida ajena tienden a igualarse, mezclados entre la realidad epidérmica o inmediata, y, en última instancia, son desfigurados por todo lo que de preconcebido arrastran. Para convertir ese conglomerado humano en materia escénica, se hace necesario penetrar en las acciones de la vida con una óptica poliédrica de la realidad, a fin de captar infinidad de matices indescifrables a primera vista y que, una vez extraídos a la luz, nos acercan a la verdad.

Para propiciar el acceso a procesos semejantes, la idea de «crear» es totalmente inadecuada porque, subliminalmente, excluye la existencia previa del hecho. Quizá desde un punto de vista comercial resulte un eslogan efectista, pero puestos a encontrar términos más precisos en teatro, o en el arte en general, prefiero el término «desvelar », lo que puede indicar algo más cercano a iluminar lo oculto.

En definitiva, debemos conseguir que aparezca como una simple verdad aquello que no percibíamos previamente y que acaba plasmándose en la obra con la luminosidad de lo evidente. Mejor dejar el protagonismo de la creación a quien siempre lo tuvo en el mundo divino y conformarse con ser simples especialistas en iluminar algunas sombras del entorno que los ciudadanos no vislumbran. Somos simples especialistas en iluminación de los hechos.

A lo largo de mi trayectoria teatral, puedo afirmar que cualquiera de las situaciones escénicas que he podido «desvelar» ya existieron en épocas recientes o en la más remota antigüedad. Quizá fragmentadas, desordenadas, cambiadas de contexto, pero en definitiva, formaron parte de algo real que sucedió en un momento preciso. Si su existencia no fuera posible, el público, falto de referencias, tampoco reconocería lo que presentamos ante sus ojos. En resumen, se trata de un simple proceso de irrupción de lo oculto. El hecho de que no aflorara su presencia hasta el momento de ejecución de la obra es irrelevante. Puede ser a causa de los tabúes, el olvido, la dificultad técnica o el simple azar, pero la verdad se halla siempre presente y su contemplación sólo depende de que aparezca alguien o algo que la materialice.

El miedo que provoca la realidad o la simple verdad ante un hecho origina la versión convencional de los acontecimientos y promueve la imposición de un código preestablecido para mantener el orden colectivo. Esta situación hace que una de las funciones esenciales de las artes sea la de restituir la verdad oculta. Por consiguiente, la realidad que nosotros presentamos sobre la escena tiene posibilidades de causar mayor impresión que esta misma realidad desarrollada en la vida cotidiana. Se podría afirmar incluso que la vida representada es más vida, así como la muerte es más muerte realizada sobre un escenario. En una fotografía o un vídeo sucede justamente lo contrario, ya que, aun siendo más precisos en el detalle, son menos complejos en la forma y, en consecuencia, menos reales y emotivos que una pintura.

Sin embargo, hoy nos encontramos con que la mirada de los ciudadanos frente a los acontecimientos reales se halla enormemente contaminada por la pujanza actual de los medios de comunicación. Este hecho provoca que la gran mayoría experimente sus emociones sólo a través de formas virtuales y asépticas que les protejan del tufo, las aristas y los escozores de lo real. Una de las funciones esenciales de la escena actual es contrarrestar esta necesidad de agradable falsificación y proporcionar al espectador la conmoción de lo auténtico. Por lo menos, en este sentido, la realidad externa debería constituir siempre el modelo de referencia del dramaturgo y el actor. En la medida en que consigamos que el tiempo, el color, la textura y el olor de esta realidad provoquen la sugestión escénica, se obtendrá una mayor aproximación a la verdad. De esta forma, la función del teatro en nuestros días quedará justificada. Dicho de otro modo, el modelo debe ser de primera mano siempre que sea posible. Copiar de las copias empobrece paulatinamente la expresión y acaba resultando una cadena de amaneramiento, en la que los actores copian hoy el estilo de otros actores, que a su vez, copiaron también el de otros. La consecuencia directa es un deje de irrealidad en la representación, lo cual infunde a la escena ese olor a naftalina tan característico del teatro.

En la actualidad, las fuentes de inspiración siguen siendo en su mayoría literarias, pero lo peor es que muy a menudo son derivaciones de copias audiovisuales. De ahí mi obsesión por la improvisación para iniciar el proceso de montaje de una obra. Su evolución facilita una mayor cercanía a la realidad, hasta conseguir que la obra no parezca ensayada, y así los actores, al igual que en la vida, consiguen transmitir la sensación de que inventan en el acto cada gesto y cada palabra.

Los primeros pasos de Joglars sobre la escena fueron enormemente significativos con relación a la historia posterior. No se utilizaba texto alguno, ni había más ingredientes expresivos que el cuerpo y el silencio. En el mundo del teatro convencional, estas formas al margen de la palabra son consideradas expresiones menores desde que la tragedia clásica fijó la primacía del verbo.

El nacimiento de la tragedia constituyó un equilibrio entre el mundo instintivo y primario del rito religioso-tribal y la entrada de la razón. Esta última se impuso con una codificación ordenada para establecer el principio de planteamiento, nudo y desenlace. La coherencia de la narración literaria y la especulación intelectual se introducen así en un acto de origen tribal. De esta forma, una ceremonia que anteriormente se basaba en la excitación de lo sensitivo queda constreñida a un nuevo orden realista. Paradójicamente, significa también la introducción de unas materias refractarias a los elementos más puros y ancestrales de los orígenes del teatro. No me refiero a la palabra como expresión sonora de los sentimientos, pero sí al concepto literario en cuanto ordenación racional de un relato.

La literatura trata de contar una historia con una minuciosa precisión realista, y ello tiende a coartar otras formas del lenguaje humano. El teatro siempre es acción. Si un escritor narra con todo detalle que un personaje está contento o triste, no es necesario entonces demostrarlo físicamente. El teatro es por esencia una forma de expresión activa, no es la narración de la acción, sino la construcción misma de ésta. Bien es cierto que las personas, aparte de moverse, hablan, pronuncian palabras y frases, así como también viven largos momentos de silencio. Pero no realizan todas esas cosas bajo ninguna anticipación literaria, los fragmentos de su vida física y mental no se desarrollan de forma didáctica como si escribieran una novela. En resumen, la literatura aporta al teatro la racionalidad del verbo, pero esa misma concreción se produce a costa de restarle ingredientes sensoriales y emotivos que son los que configuran el núcleo de toda obra artística.

Yo he tratado de hacer una forma de teatro en la cual la acción sea el elemento esencial que provoca las reacciones del espectador, un teatro donde la palabra intervenga como una necesidad funcional, pero sin otorgarle mayor protagonismo que a las otras expresiones. Intento que una frase no suene nunca artificial por sostener un exceso de especulación estético-literaria. Las personas no hablan como en los libros, improvisan siempre. Hay gente que nos pregunta si lo que dicen los actores en escena es medio improvisado. Nos resulta el mejor elogio, aunque sea todo lo contrario, pues es fruto de un trabajo tan minucioso como la ejecución de una sinfonía. Si nuestro público piensa: «¡Qué bien suena este texto!» es porque la acción del momento ha sido identificada con algo natural, con la verdad profunda de las cosas. En este sentido, y en relación a las formas que el teatro de palabra ha cultivado, sólo el teatro en verso estaría dentro de esta concepción menos literaria de la escena. El propio verso es una forma de alejarse de la convención realista y adentrarse en la expresión metafórica, acompañado de la emotividad que producen los ámbitos musicales de la métrica. Ello significa convertir el ritmo, que es el núcleo de todas las artes escénicas, en protagonista. La cadencia del tiempo es lo que transforma una situación, incluso en la propia vida real.

Como es notorio, las obras de Joglars no parten de un texto previo, sólo de algunas ideas, esbozos, etcétera. También es verdad que después de cinco meses de ensayo, aparecen 90 páginas escritas. ¿Cómo surge? ¿Cómo se llega a construir el texto?

Inicialmente, siento deseos de contar algunas cosas. Propongo varias ideas y me imagino con cierto detalle alguna escena (si no veo antes una sola escena en mi mente, nunca me lanzo a montar una obra). A partir de ahí realizo unos apuntes; a veces un fragmento de diálogo, otras describo unos personajes, un conato de sinopsis, etc. Por lo general, son cosas algo desordenadas. Y con este material en la mente y esbozado en unos folios, nos lanzamos a los ensayos. Allí formamos una especie de espiral lejana. Cuando no acabo de imaginarme un personaje, no lo realizo directamente, sino que coloco en una improvisación a sus padres o a un hipotético adversario para que hablen de él. Lo construyo así, porque si emprendo en un momento inadecuado las cosas que no tengo claras, se alejan fatalmente y se desdibujan más. Hay que saber esperar el instante preciso hasta que emerjan las situaciones esenciales.

Para plantear un ejemplo concreto, me remito a la preparación de la obra Teledeum (1983), una obra en la que yo había previsto de antemano que aparecieran unos ministros de distintas confesiones religiosas, los cuales se reunían para celebrar un acto ecuménico. En este caso concreto, no empecé directamente por ahí, a pesar de que tenía bastante clara la sinopsis. Me fui al principio de la espiral y allí situaba la acción, por ejemplo, en un restaurante de Upsala, que era donde estaba el centro ecuménico internacional. Una vez en este contexto alejado, promovía un encuentro entre unos dirigentes religiosos que hablaban y discutían sobre la posibilidad de llevar a término la concelebración. Con anterioridad, habíamos realizado varias improvisaciones de estos mismos personajes, por ejemplo, en el avión que los llevaba a Upsala. Por supuesto, todo eso no aparecía después en la obra, pero me servía para encontrar los caracteres y poseer una amplia información sobre los impulsos y conflictos entre los distintos personajes. Posteriormente, la espiral se iba cerrando hasta llegar a los primeros ensayos del acto en concreto, del que ya conocíamos anticipadamente los antagonismos que irían surgiendo. Por poner un ejemplo claro y reconocible: al inicio, puede parecer como el procedimiento del jazz, pero, al final, acaba como una sinfonía, con una partitura completa que se ejecuta cada vez con la misma precisión.

En cuanto a la participación del actor, es evidente que requiere una disposición distinta a la forma convencional que exige una obra con texto previo. Esta participación es esencial desde el primer ensayo, pero es todavía mayor en la zona final. A partir de cierto número de ensayos, cuando el actor empieza a sentir que se acerca al personaje, que se empieza a identificar hasta físicamente con él y consigue que le baje el duende (por expresarlo en la forma que se utiliza en el flamenco), entonces aparecen los toques definitivos. Una vez el actor se halla bien identificado —física y mentalmente— con la acción, las cosas que dice, las expresiones, los diálogos, son de una precisión, en relación con el personaje, difícilmente alcanzable de otro modo. Una precisión que yo solo no podría lograr componiéndolos en unos folios sin la intervención de los actores. Y es que la palabra debe estar impulsada por los efectos emocionales de unos instantes precisos, de un clima, de un ritmo adecuado a la circunstancia. Y ahí entra el oficio: saber inducir esos momentos cada vez más frecuentes, buscando a partir de aquí el crecimiento de la obra, una vez detectadas ya las claves armónicas. Esta forma de proceder no es muy distinta a la del compositor musical que necesita comprobar sus armonías en el piano. Puedo afirmar que una obra la llevo dentro cierto tiempo antes de realizarla, pero eso no tiene mayor enjundia, el problema es como extraerla. Escribiendo en solitario, no tengo suficiente, entiendo que soy un dramaturgo que escribe con una pluma —el actor—, una pluma tan eficaz que en determinadas ocasiones incluso escribe sola.

Muy a menudo, en los últimos ensayos, el actor, que ya tiene el texto asumido, se lo salta, y de repente, me cambia una frase o una acción. Generalmente, este cambio acostumbra a ser decisivo. Sucede así porque el actor ha venido comprobando que la partitura no se ajustaba bien a su cuerpo. En mi teatro, el gran protagonismo del actor provoca siempre un pulso entre la comodidad de éste con su personaje y la necesidad de mantener indemne el contenido esencial de la obra.

Cuento estas interioridades casi anecdóticas porque en algunos estudios realizados sobre el teatro de Joglars se incide especialmente en los efectos más vistosos de nuestra trayectoria, como ha sido el constante enfrentamiento con determinados poderes sociales. No niego la relevancia de esta característica, pero tampoco tengo complejo alguno en afirmar que todos esos envoltorios polémicos han sido secundarios con relación a mis principales objetivos. Debo admitir en este sentido que he pasado mi vida de dramaturgo obstinado en una parte muy reducida del arte teatral. Me he limitado a tratar de que la literatura no fuera la expresión dominante en una obra. He buscado una relación distinta con el público de la que puede ofrecer el teatro puramente literario.

Esta relación se basa en lo que yo llamo: caos-orden-caos. El artista (insisto en que no me gusta llamarlo creador), antes de construir la obra, siente un determinado caos emocional de imágenes, palabras, sonidos, recuerdos, etc. Pongo como ejemplo a Beethoven antes de emprender la composición de la Quinta Sinfonía; el compositor siente esas sensaciones desordenadas y deja sus manos sobre el piano forte. Encuentra los acordes que se ajustan a sus emociones abstractas y los anota y ordena en la codificación del pentagrama. Para ello tiene unos códigos, una tradición y un oficio. Una vez finalizada la obra e interpretada por la orquesta, lo que nos ha sobrevenido escuchando la Quinta Sinfonía no se circunscribe a la partitura, a no ser que uno sea director de orquesta. Lo esencial es que esa composición nos transmite la totalidad del caos emocional de su autor en el momento en que la estaba componiendo. Pasamos directamente de caos a caos, pero para ello se necesita que esté todo ordenado por un código complejo y preciso que proporciona el conocimiento profundo de un oficio.

En una obra de Joglars, lo que llega al espectador, además de la anécdota de gestos, situaciones, imágenes o sonidos, son las intenciones iniciales del autor cuando el material aún no estaba organizado. Es decir, la gente nota perfectamente, de forma no explícita, mis gustos, mis manías o mis pasiones, a pesar de que en el argumento concreto de la obra pueda no figurar nada de ello. En las artes, existe un canal de comunicación entre artista y público que está incluso por encima del tema. En el caso del teatro, la gran precisión de la palabra coarta muy a menudo esta posibilidad.

Ante ello, es obligado encontrar elementos seductores en el terreno sensitivo que puedan vencer algunas resistencias del espectador, porque éste es un ser ávido de cosas concretas y tangibles. Su propia vida, en apariencia, está regida por la palabra, pero insisto, sólo en apariencia. Una paradoja envuelve el teatro: si una obra resulta muy cerrada en sí misma, llena de precisiones realistas y no permite determinadas sugerencias sensoriales, el público puede ovacionar entusiásticamente, por una especie de «síndrome de Estocolmo» o a veces incluso por un complejo de élite, pero finalmente acaba por no retener nada del secuestro. Es bueno dejar espacios sólo sugeridos. El espectador debe hacer también sus esfuerzos y ampliar las sugerencias sensitivas.

Son éstas, y muy pocas cosas más, las que mi oficio me ha permitido comprobar a lo largo de estos últimos 50 años.

A. B.—FUNDADOR, DIRECTOR Y DRAMATURGO DE JOGLARS

 
 
 
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