Después de 50 años,
cuando me planteo sintetizar la trayectoria de la compañía Joglars,
me resulta muy difícil no extraviarme ante la inacabable variedad
de episodios, algunos de los cuales han formado parte no sólo de la
historia escénica de España, sino que, en diversas ocasiones, han
traspasado los ámbitos escénicos introduciéndose en la historia
sociopolítica de este país. Sin embargo, de todo lo acaecido sobre
la escena, destacaría sólo dos aspectos esenciales que se han
mantenido inamovibles en el tiempo: la libertad expresada en los
contenidos artísticos y una minuciosa atención en el desarrollo de
las formas de lenguaje.
Sobre la libertad hay
pocas cosas que comentar, la evolución de sus distintos episodios
se hace patente en las propias obras, de cuyas repercusiones dan
testimonio también las hemerotecas. Sin embargo, este compromiso
constante y libre de sumisiones en la selección de los temas no
hubiera obtenido una especial relevancia de no estar fundamentado
en el rigor profesional y la búsqueda constante de las formas
expresivas. Es, pues, en la construcción de la obra donde el grupo
adquiere su mayor singularidad en relación con el panorama teatral
español.
Notarán que utilizo
el término «construcción» en vez de «creación» que hoy encontramos
por todas partes, incluidas aquellas que se refieren a un simple
producto de uso comercial. Mi rechazo a este término, referido a
nuestro concepto del teatro, parte de un hecho incuestionable, y es
que ya existe todo en nuestro entorno y no parece necesario, ni
posible, inventar nada en cuanto al comportamiento humano. Otra
cosa distinta es la forma de elaborar los ingredientes que presenta
la realidad, ya que un acto real, con toda su complejidad, es
materialmente irreproducible sobre la escena. El teatro tiene su
propia convención impuesta por el singular vínculo entre oficiante
y espectador. Aunque uno consiga la máxima aproximación en el
detalle, el acto real siempre será distinto. Incluso intentar su
imitación, mediante todos los elementos materiales, como si de la
reconstrucción de un crimen se tratara, es un empeño inútil, porque
la sola intención hiperrealista lo aleja aún más de la
autenticidad. La única posibilidad de hacerlo revivir es dominar el
lenguaje de tal manera que, a pesar de no reproducir
meticulosamente lo mismo, consigamos extraer los efectos
fundamentales de aquella realidad mediante una hábil manipulación
de las formas, el espacio y los tiempos. Bajo esta óptica, no
seríamos creadores de nada, pero nos convertiríamos en unos
especialistas en la manipulación del lenguaje.
La dificultad de tal
operación consiste en saber escoger simplemente lo esencial y no
desviarse en lo accesorio. Para intentar resolver el problema, el
único aliado posible es la certeza de que, a pesar del aparente
vacío, todo se halla a nuestro alrededor. No parece, pues,
especialmente necesaria la fantasía, sino sólo cierta capacidad de
observación para detectar la enorme complejidad de un hecho.
Los sucesos que
configuran la vida ajena tienden a igualarse, mezclados entre la
realidad epidérmica o inmediata, y, en última instancia, son
desfigurados por todo lo que de preconcebido arrastran. Para
convertir ese conglomerado humano en materia escénica, se hace
necesario penetrar en las acciones de la vida con una óptica
poliédrica de la realidad, a fin de captar infinidad de matices
indescifrables a primera vista y que, una vez extraídos a la luz,
nos acercan a la verdad.
Para propiciar el
acceso a procesos semejantes, la idea de «crear» es totalmente
inadecuada porque, subliminalmente, excluye la existencia previa
del hecho. Quizá desde un punto de vista comercial resulte un
eslogan efectista, pero puestos a encontrar términos más precisos
en teatro, o en el arte en general, prefiero el término «desvelar
», lo que puede indicar algo más cercano a iluminar lo oculto.
En definitiva,
debemos conseguir que aparezca como una simple verdad aquello que
no percibíamos previamente y que acaba plasmándose en la obra con
la luminosidad de lo evidente. Mejor dejar el protagonismo de la
creación a quien siempre lo tuvo en el mundo divino y conformarse
con ser simples especialistas en iluminar algunas sombras del
entorno que los ciudadanos no vislumbran. Somos simples
especialistas en iluminación de los hechos.
A lo largo de mi
trayectoria teatral, puedo afirmar que cualquiera de las
situaciones escénicas que he podido «desvelar» ya existieron en
épocas recientes o en la más remota antigüedad. Quizá fragmentadas,
desordenadas, cambiadas de contexto, pero en definitiva, formaron
parte de algo real que sucedió en un momento preciso. Si su
existencia no fuera posible, el público, falto de referencias,
tampoco reconocería lo que presentamos ante sus ojos. En resumen,
se trata de un simple proceso de irrupción de lo oculto. El hecho
de que no aflorara su presencia hasta el momento de ejecución de la
obra es irrelevante. Puede ser a causa de los tabúes, el olvido, la
dificultad técnica o el simple azar, pero la verdad se halla
siempre presente y su contemplación sólo depende de que aparezca
alguien o algo que la materialice.
El miedo que provoca
la realidad o la simple verdad ante un hecho origina la versión
convencional de los acontecimientos y promueve la imposición de un
código preestablecido para mantener el orden colectivo. Esta
situación hace que una de las funciones esenciales de las artes sea
la de restituir la verdad oculta. Por consiguiente, la realidad que
nosotros presentamos sobre la escena tiene posibilidades de causar
mayor impresión que esta misma realidad desarrollada en la vida
cotidiana. Se podría afirmar incluso que la vida representada es
más vida, así como la muerte es más muerte realizada sobre un
escenario. En una fotografía o un vídeo sucede justamente lo
contrario, ya que, aun siendo más precisos en el detalle, son menos
complejos en la forma y, en consecuencia, menos reales y emotivos
que una pintura.
Sin embargo, hoy nos
encontramos con que la mirada de los ciudadanos frente a los
acontecimientos reales se halla enormemente contaminada por la
pujanza actual de los medios de comunicación. Este hecho provoca
que la gran mayoría experimente sus emociones sólo a través de
formas virtuales y asépticas que les protejan del tufo, las aristas
y los escozores de lo real. Una de las funciones esenciales de la
escena actual es contrarrestar esta necesidad de agradable
falsificación y proporcionar al espectador la conmoción de lo
auténtico. Por lo menos, en este sentido, la realidad externa
debería constituir siempre el modelo de referencia del dramaturgo y
el actor. En la medida en que consigamos que el tiempo, el color,
la textura y el olor de esta realidad provoquen la sugestión
escénica, se obtendrá una mayor aproximación a la verdad. De esta
forma, la función del teatro en nuestros días quedará justificada.
Dicho de otro modo, el modelo debe ser de primera mano siempre que
sea posible. Copiar de las copias empobrece paulatinamente la
expresión y acaba resultando una cadena de amaneramiento, en la que
los actores copian hoy el estilo de otros actores, que a su vez,
copiaron también el de otros. La consecuencia directa es un deje de
irrealidad en la representación, lo cual infunde a la escena ese
olor a naftalina tan característico del teatro.
En la actualidad, las
fuentes de inspiración siguen siendo en su mayoría literarias, pero
lo peor es que muy a menudo son derivaciones de copias
audiovisuales. De ahí mi obsesión por la improvisación para iniciar
el proceso de montaje de una obra. Su evolución facilita una mayor
cercanía a la realidad, hasta conseguir que la obra no parezca
ensayada, y así los actores, al igual que en la vida, consiguen
transmitir la sensación de que inventan en el acto cada gesto y
cada palabra.
Los primeros pasos de
Joglars sobre la escena fueron enormemente significativos con
relación a la historia posterior. No se utilizaba texto alguno, ni
había más ingredientes expresivos que el cuerpo y el silencio. En
el mundo del teatro convencional, estas formas al margen de la
palabra son consideradas expresiones menores desde que la tragedia
clásica fijó la primacía del verbo.
El nacimiento de la
tragedia constituyó un equilibrio entre el mundo instintivo y
primario del rito religioso-tribal y la entrada de la razón. Esta
última se impuso con una codificación ordenada para establecer el
principio de planteamiento, nudo y desenlace. La coherencia de la
narración literaria y la especulación intelectual se introducen así
en un acto de origen tribal. De esta forma, una ceremonia que
anteriormente se basaba en la excitación de lo sensitivo queda
constreñida a un nuevo orden realista. Paradójicamente, significa
también la introducción de unas materias refractarias a los
elementos más puros y ancestrales de los orígenes del teatro. No me
refiero a la palabra como expresión sonora de los sentimientos,
pero sí al concepto literario en cuanto ordenación racional de un
relato.
La literatura trata
de contar una historia con una minuciosa precisión realista, y ello
tiende a coartar otras formas del lenguaje humano. El teatro
siempre es acción. Si un escritor narra con todo detalle que un
personaje está contento o triste, no es necesario entonces
demostrarlo físicamente. El teatro es por esencia una forma de
expresión activa, no es la narración de la acción, sino la
construcción misma de ésta. Bien es cierto que las personas, aparte
de moverse, hablan, pronuncian palabras y frases, así como también
viven largos momentos de silencio. Pero no realizan todas esas
cosas bajo ninguna anticipación literaria, los fragmentos de su
vida física y mental no se desarrollan de forma didáctica como si
escribieran una novela. En resumen, la literatura aporta al teatro
la racionalidad del verbo, pero esa misma concreción se produce a
costa de restarle ingredientes sensoriales y emotivos que son los
que configuran el núcleo de toda obra artística.
Yo he tratado de
hacer una forma de teatro en la cual la acción sea el elemento
esencial que provoca las reacciones del espectador, un teatro donde
la palabra intervenga como una necesidad funcional, pero sin
otorgarle mayor protagonismo que a las otras expresiones. Intento
que una frase no suene nunca artificial por sostener un exceso de
especulación estético-literaria. Las personas no hablan como en los
libros, improvisan siempre. Hay gente que nos pregunta si lo que
dicen los actores en escena es medio improvisado. Nos resulta el
mejor elogio, aunque sea todo lo contrario, pues es fruto de un
trabajo tan minucioso como la ejecución de una sinfonía. Si nuestro
público piensa: «¡Qué bien suena este texto!» es porque la acción
del momento ha sido identificada con algo natural, con la verdad
profunda de las cosas. En este sentido, y en relación a las formas
que el teatro de palabra ha cultivado, sólo el teatro en verso
estaría dentro de esta concepción menos literaria de la escena. El
propio verso es una forma de alejarse de la convención realista y
adentrarse en la expresión metafórica, acompañado de la emotividad
que producen los ámbitos musicales de la métrica. Ello significa
convertir el ritmo, que es el núcleo de todas las artes escénicas,
en protagonista. La cadencia del tiempo es lo que transforma una
situación, incluso en la propia vida real.
Como es notorio, las
obras de Joglars no parten de un texto previo, sólo de algunas
ideas, esbozos, etcétera. También es verdad que después de cinco
meses de ensayo, aparecen 90 páginas escritas. ¿Cómo surge? ¿Cómo
se llega a construir el texto?
Inicialmente, siento
deseos de contar algunas cosas. Propongo varias ideas y me imagino
con cierto detalle alguna escena (si no veo antes una sola escena
en mi mente, nunca me lanzo a montar una obra). A partir de ahí
realizo unos apuntes; a veces un fragmento de diálogo, otras
describo unos personajes, un conato de sinopsis, etc. Por lo
general, son cosas algo desordenadas. Y con este material en la
mente y esbozado en unos folios, nos lanzamos a los ensayos. Allí
formamos una especie de espiral lejana. Cuando no acabo de
imaginarme un personaje, no lo realizo directamente, sino que
coloco en una improvisación a sus padres o a un hipotético
adversario para que hablen de él. Lo construyo así, porque si
emprendo en un momento inadecuado las cosas que no tengo claras, se
alejan fatalmente y se desdibujan más. Hay que saber esperar el
instante preciso hasta que emerjan las situaciones esenciales.
Para plantear un
ejemplo concreto, me remito a la preparación de la obra Teledeum
(1983), una obra en la que yo había previsto de antemano que
aparecieran unos ministros de distintas confesiones religiosas, los
cuales se reunían para celebrar un acto ecuménico. En este caso
concreto, no empecé directamente por ahí, a pesar de que tenía
bastante clara la sinopsis. Me fui al principio de la espiral y
allí situaba la acción, por ejemplo, en un restaurante de Upsala,
que era donde estaba el centro ecuménico internacional. Una vez en
este contexto alejado, promovía un encuentro entre unos dirigentes
religiosos que hablaban y discutían sobre la posibilidad de llevar
a término la concelebración. Con anterioridad, habíamos realizado
varias improvisaciones de estos mismos personajes, por ejemplo, en
el avión que los llevaba a Upsala. Por supuesto, todo eso no
aparecía después en la obra, pero me servía para encontrar los
caracteres y poseer una amplia información sobre los impulsos y
conflictos entre los distintos personajes. Posteriormente, la
espiral se iba cerrando hasta llegar a los primeros ensayos del
acto en concreto, del que ya conocíamos anticipadamente los
antagonismos que irían surgiendo. Por poner un ejemplo claro y
reconocible: al inicio, puede parecer como el procedimiento del
jazz, pero, al final, acaba como una sinfonía, con una partitura
completa que se ejecuta cada vez con la misma precisión.
En cuanto a la
participación del actor, es evidente que requiere una disposición
distinta a la forma convencional que exige una obra con texto
previo. Esta participación es esencial desde el primer ensayo, pero
es todavía mayor en la zona final. A partir de cierto número de
ensayos, cuando el actor empieza a sentir que se acerca al
personaje, que se empieza a identificar hasta físicamente con él y
consigue que le baje el duende (por expresarlo en la forma que se
utiliza en el flamenco), entonces aparecen los toques definitivos.
Una vez el actor se halla bien identificado —física y
mentalmente— con la acción, las cosas que dice, las
expresiones, los diálogos, son de una precisión, en relación con el
personaje, difícilmente alcanzable de otro modo. Una precisión que
yo solo no podría lograr componiéndolos en unos folios sin la
intervención de los actores. Y es que la palabra debe estar
impulsada por los efectos emocionales de unos instantes precisos,
de un clima, de un ritmo adecuado a la circunstancia. Y ahí entra
el oficio: saber inducir esos momentos cada vez más frecuentes,
buscando a partir de aquí el crecimiento de la obra, una vez
detectadas ya las claves armónicas. Esta forma de proceder no es
muy distinta a la del compositor musical que necesita comprobar sus
armonías en el piano. Puedo afirmar que una obra la llevo dentro
cierto tiempo antes de realizarla, pero eso no tiene mayor
enjundia, el problema es como extraerla. Escribiendo en solitario,
no tengo suficiente, entiendo que soy un dramaturgo que escribe con
una pluma —el actor—, una pluma tan eficaz que en
determinadas ocasiones incluso escribe sola.
Muy a menudo, en los
últimos ensayos, el actor, que ya tiene el texto asumido, se lo
salta, y de repente, me cambia una frase o una acción.
Generalmente, este cambio acostumbra a ser decisivo. Sucede así
porque el actor ha venido comprobando que la partitura no se
ajustaba bien a su cuerpo. En mi teatro, el gran protagonismo del
actor provoca siempre un pulso entre la comodidad de éste con su
personaje y la necesidad de mantener indemne el contenido esencial
de la obra.
Cuento estas
interioridades casi anecdóticas porque en algunos estudios
realizados sobre el teatro de Joglars se incide especialmente en
los efectos más vistosos de nuestra trayectoria, como ha sido el
constante enfrentamiento con determinados poderes sociales. No
niego la relevancia de esta característica, pero tampoco tengo
complejo alguno en afirmar que todos esos envoltorios polémicos han
sido secundarios con relación a mis principales objetivos. Debo
admitir en este sentido que he pasado mi vida de dramaturgo
obstinado en una parte muy reducida del arte teatral. Me he
limitado a tratar de que la literatura no fuera la expresión
dominante en una obra. He buscado una relación distinta con el
público de la que puede ofrecer el teatro puramente literario.
Esta relación se basa
en lo que yo llamo: caos-orden-caos. El artista (insisto en que no
me gusta llamarlo creador), antes de construir la obra, siente un
determinado caos emocional de imágenes, palabras, sonidos,
recuerdos, etc. Pongo como ejemplo a Beethoven antes de emprender
la composición de la Quinta Sinfonía; el compositor siente esas
sensaciones desordenadas y deja sus manos sobre el piano forte.
Encuentra los acordes que se ajustan a sus emociones abstractas y
los anota y ordena en la codificación del pentagrama. Para ello
tiene unos códigos, una tradición y un oficio. Una vez finalizada
la obra e interpretada por la orquesta, lo que nos ha sobrevenido
escuchando la Quinta Sinfonía no se circunscribe a la partitura, a
no ser que uno sea director de orquesta. Lo esencial es que esa
composición nos transmite la totalidad del caos emocional de su
autor en el momento en que la estaba componiendo. Pasamos
directamente de caos a caos, pero para ello se necesita que esté
todo ordenado por un código complejo y preciso que proporciona el
conocimiento profundo de un oficio.
En una obra de
Joglars, lo que llega al espectador, además de la anécdota de
gestos, situaciones, imágenes o sonidos, son las intenciones
iniciales del autor cuando el material aún no estaba organizado. Es
decir, la gente nota perfectamente, de forma no explícita, mis
gustos, mis manías o mis pasiones, a pesar de que en el argumento
concreto de la obra pueda no figurar nada de ello. En las artes,
existe un canal de comunicación entre artista y público que está
incluso por encima del tema. En el caso del teatro, la gran
precisión de la palabra coarta muy a menudo esta posibilidad.
Ante ello, es
obligado encontrar elementos seductores en el terreno sensitivo que
puedan vencer algunas resistencias del espectador, porque éste es
un ser ávido de cosas concretas y tangibles. Su propia vida, en
apariencia, está regida por la palabra, pero insisto, sólo en
apariencia. Una paradoja envuelve el teatro: si una obra resulta
muy cerrada en sí misma, llena de precisiones realistas y no
permite determinadas sugerencias sensoriales, el público puede
ovacionar entusiásticamente, por una especie de «síndrome de
Estocolmo» o a veces incluso por un complejo de élite, pero
finalmente acaba por no retener nada del secuestro. Es bueno dejar
espacios sólo sugeridos. El espectador debe hacer también sus
esfuerzos y ampliar las sugerencias sensitivas.
Son éstas, y muy
pocas cosas más, las que mi oficio me ha permitido comprobar a lo
largo de estos últimos 50 años.
A. B.—FUNDADOR,
DIRECTOR Y DRAMATURGO DE JOGLARS
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