INSULA

Almanaque 2010
Número 771. Marzo 2011

 
 

Santos Alonso / Narrativa 2010


 

Los antiguos retóricos distinguían, dentro de la variedad, dos estilos capitales: redundante y dilatado, también llamado asiático, el uno; conciso y ajustado, también llamado lacónico, el otro. Con la modernidad, y más aún con la posmodernidad, ha cambiado la perspectiva —no se llega hoy ni a la redundancia retórica ni a la concisión expresiva de otros tiempos— y a esos dos estilos suelen aplicárseles los apelativos de retórico o literario al primero y de sencillo o comunicativo al segundo.

En la narrativa actual —y el año 2010 no ha sido diferente a los anteriores— se da una mayor transparencia comunicativa con el fin de acercar la literatura al lector. En consecuencia, y acorde con el signo de los tiempos, que colocan a los medios por encima del mensaje y las formas, la comunicación tiene preeminencia sobre el esfuerzo interpretativo y sobre la excelencia de las formas.

Así, por un lado, la narrativa de hoy trata de presentar la realidad y la normalidad tal como son para que se inserten con facilidad en la normalidad del lector y él las sienta cercanas. No faltan, sin embargo, excepciones que se proponen descubrirlas e inventarlas, en lugar de retratarlas, como manifiesta el narrador de una obra publicada en 2010: «... escribir es descubrir. Vivir y escribir, contar para inventar la vida». Por otro, la tendencia a la transparencia fomenta unas formas literarias nada complejas en la escritura y en las técnicas narrativas. Así pues, se produce una fiel correspondencia entre la sencillez de la sintaxis de oraciones simples —y si se recurre a las complejas, suelen ser coordinadas y escasa vez subordinadas— y la sencillez de la técnica narrativa de un punto de vista único que, cuando recurre al perspectivismo, no lo hace para dar visiones diversas de la realidad, sino para aclarar y evidenciar aspectos de la historia. De forma diáfana lo expresa la protagonista narradora de una novela publicada este año: «Antes me gustaba narrar, cultivaba una prosa alambicada entretejida de frases complejas [...] Ahora me gustan las frases cortas. Los puntos. Ahora soy terminante y tajante. Odio la solución de continuidad sin final que suponen las comas». Tampoco faltan por suerte obras narrativas, como se verá, que se apartan de esta tendencia general.

Las caras diversas del presente cotidiano

Una de las corrientes narrativas más frecuentes en los últimos años, que ha gozado y goza hoy de gran aceptación, ha sido la presentación fiel de la vida cotidiana. Son novelas que retratan el entorno social, familiar o personal, y el lenguaje de la actualidad como algo normal, para que los lectores y lectoras se identifiquen con sus personajes, reconozcan como propios o cercanos sus ambientes y peripecias o asuman en una fácil catarsis las fatalidades ajenas.

Dentro de este tipo deben citarse las que han tenido una considerable difusión. Barrio cero (Planeta, Premio Fernando Lara), de Javier Reverte, pretende ser una novela comprometida en la que lo marginal funciona como excepcional: una inmigrante en Madrid cuenta su miserable vida desde la infancia hasta el presente, cuando es juzgada y absuelta, por asesinar a un capo rumano al que culpa de enganchar a su hijo en la droga. Sin embargo, lo que parece una denuncia social es sólo un cuadro costumbrista actual, y lo que exhibe como sorprendente en sus personajes es algo habitual en el tejido social de las ciudades de hoy. Reverte busca la complacencia del lector: elige una historia que impresione por su dramatismo y la escribe en primera persona para que alcance una mayor verosimilitud. Lo que me queda por vivir (Seix Barral), de Elvira Lindo, utiliza también la primera persona (al final de la novela aparece de pronto la segunda) para que la protagonista relate, en medio de recuerdos, su vuelta a Madrid en los años ochenta con su hijo. Poco importa aquí lo que de autobiográfico tenga la novela; interesa comentar, en cambio, que la novela no se aparta de la normalidad cotidiana en las anécdotas (peripecias laborales, relaciones amorosas o convivencia con los amigos), en la caracterización de personajes tipo y en el lenguaje. En la misma línea se sitúa Mantis (Alfaguara), de Mercedes Castro. Más ceñida a la actualidad —en el fondo es un retrato de la frivolidad actual—, la protagonista relata su día a día de cocinera de moda, llena de éxitos, y sus aventuras amorosas, al tiempo que recupera recuerdos, con un lenguaje fluido de sintaxis sencilla y constantes diálogos.

Entre las formas narrativas que consiguen trascender la pura cotidianidad del presente hacia otros territorios imaginarios está la metaliteraria. Fiel a ella se mantiene Enrique Vila-Matas en Dublinesca (Seix Barral), con la que prosigue su personal diálogo con la literatura y su convicción de que la vida es literatura y no al revés. La figura de un editor que organiza con los amigos un viaje a Dublín para celebrar un funeral por la era Gutenberg recorriendo los lugares que aparecen en el Ulysses de Joyce, le sirve a Vila-Matas para crear un mundo de intertextualidades con citas literarias y autores admirados que logra un alto grado de configuración metafórica. Metaliteraria es Expuestos (Menoscuarto), de Ernesto Calabuig, que cuenta el viaje del protagonista a la Feria de Francfort y el encuentro con un anciano que le ofrece una historia para escribirla. Calabuig ha recreado de modo correcto el mito moderno del escritor en busca de historias o, mejor, el del personaje en busca de autor.

Otras vertientes de desplazamiento de la vida cotidiana se encuentran en las novelas itinerantes y las fantásticas. Entre aquéllas destaca Viaje con Clara por Alemania (Tusquets), de Fernando Aramburu, también metaliteraria, que, por medio del recurso del viaje y el modelo del diario, va construyendo el relato para analizar, a través de anécdotas cotidianas, la relación de una pareja (un territorio de condescendencia y dominio recíprocos) y escribir una narración densa y minuciosa, de ritmo moroso, basado en el gusto por la musicalidad y el humor. Entre estas, Lo que sé de los hombrecillos (Seix Barral), de Juan José Millás, novela que, como otras del autor, parte de un arranque ingenioso y propone el simbolismo en los límites de la realidad y el sueño o en la figura del doble —todos tenemos un doble canalla— instalado en la realidad del individuo; no obstante, el pretendido acceso a las instancias ignotas de la realidad acaba siendo un simple juego simpático y ocurrente.

La novela negra se instala igualmente en la cotidianidad para ofrecer otra visión de la realidad. Un trabajo nocturno (Calambur), de Xavier B. Fernández, con un lenguaje correcto que a veces recurre a imágenes y metáforas gratuitamente forzadas, recrea ambientes de lumpen y submundos de mafias y trapicheos en los que se mueve un ex policía para indagar la desaparición de un joven de buena familia. Más interesante es Black, black, black (Anagrama), de Marta Sanz, que sigue con fidelidad el modelo del género negro —investigación y aclaración final por un detective del asesinato de dos mujeres—, y aunque abusa de referencias a novelas y películas negras y de un lenguaje directo, se adereza con guiños de humor —despistes, pautas paródicas, amores extremos y líos entre vecinos— y con tres narradores que cuentan la historia desde puntos de vista diferentes: en la primera parte el detective, luego un diario y en la tercera su ex mujer.

La expresión de la vida cotidiana alcanza a veces una caracterización casi mítica cuando se articula en el aprendizaje vital y sentimental. Agosto, octubre (Anagrama), de Andrés Barba, en la línea de sus obras anteriores, es un relato de gran tensión narrativa sobre la adolescencia como territorio de aprendizaje, tanto de los sentimientos y la rebeldía frente a lo establecido (primera parte, agosto) como de la búsqueda de la identidad ante lo desconocido y marginal (segunda parte, octubre). En un ambiente de clases sociales contrapuestas, el ansia de soltar amarras en el descubrimiento del mundo y de liberación de los corsés sociales hacen de su protagonista un personaje complejo, y la narración notable y el lenguaje elaborado con imágenes y metáforas muy plásticas hacen de esta obra breve una pieza excelente de gran densidad.

El sentimiento y la relación inevitable entre el amor y la muerte son los motivos de dos obras sobresalientes. En Azul serenidad o la muerte de los seres queridos (Alfaguara), Luis Mateo Díez, un maestro del lenguaje literario, golpeado por el suicidio de una sobrina y por la muerte de una cuñada, reflexiona, narra y recuerda para intentar comprender y entender el papel de la muerte en la vida del ser humano. Mateo Díez acude a la reflexión para medir las razones de la muerte, a la narración para estructurar la trama y al recuerdo de otras muertes cercanas (abuelos, padres, etc.) para soportar la condición de exiliado que deja en los vivos la muerte de los seres queridos. En Tiempo de vida (Anagrama), Marcos Giralt Torrente habla de la vida y la muerte de su padre, un conocido pintor. Y no lo hace para entender la muerte, sino para comprender la relación entre el padre y el hijo ante la vida y la muerte. El autor recorre casi en forma de diario y anuario la convivencia y las distancias entre ellos, las deserciones, depresiones y silencios del padre; pero alcanza su clímax de intensidad cuando narra su enfermedad y el hijo se dedica en cuerpo y alma a cuidarlo, arropado por su madre generosa y desquiciado por una madrastra depredadora. El sentimiento aflora en las palabras, pero nunca enturbia el alto nivel de elaboración estética que alcanza el lenguaje.

El pasado histórico

La novela histórica es una tendencia narrativa que perdura con crédito en la literatura española, desde hace al menos cuatro décadas, en sus dos vertientes formales más habituales: de una parte, las narraciones que repiten las fórmulas tradicionales del género y solventan las tramas con una estructura poco compleja y un narrador único que ante todo persiguen la fluidez del texto; de otra, las que rompen con los modelos tradicionales por medio de tratamientos diferentes de la realidad histórica y de un lenguaje literario elaborado.

Entre las primeras, que anteponen el tono épico de la historia a otros intereses literarios y recuerdan con nitidez a los episodios nacionales de antaño, hay tres títulos de gran difusión. El asedio (Alfaguara), de Arturo Pérez-Reverte, es una novela que mantiene intactos los recursos estilísticos y las referencias habituales del autor. En el marco histórico del asedio de Cádiz en 1811, Pérez-Reverte construye una historia que aglutina aventuras, suspense, pesquisas detectivescas, heroicidad, traiciones, espionaje, ambientes aristócratas, bajos fondos y una historia de amor fatal, con personajes típicos de este tipo de novelas. El novelista encaja con habilidad estos ingredientes y se mueve con presteza en una escritura de transparencia comunicativa: formas verbales narrativas, oraciones coordinadas y simples, diálogos rápidos y descripciones morosas.

Inés y la alegría (Tusquets), de Almudena Grandes, se asemeja a la anterior en su proyecto de episodio nacional y en la sencillez comunicativa del lenguaje, si bien recurre a tres narradores, uno omnisciente y otros dos en primera persona (los dos personajes principales) que tienen como misión aclarar las claves de la historia. La historia arranca en la posguerra, cuando un grupo de republicanos intenta invadir el valle de Arán en 1944, y se alarga hasta 1977, después de que los protagonistas vivan años en Toulouse y regresen finalmente a Madrid con la democracia. Aparte de narrar los conflictos de la guerra y la posguerra y la peripecia de su protagonista, Grandes ha contado una saga familiar que progresa con la edad de la pareja protagonista.

En tercer lugar, Los acasos (Mondadori), de Javier Pascual, mezcla el relato épico con las formas de los cronistas de Indias para contar la peripecia de un militar español en el México de finales del XVIII, de 1779 a 1796, los años previos a la independencia del país. La fórmula elegida es la epistolar, unas cartas del protagonista a su hermana en Cádiz que dan cuenta de sus campañas contra los apaches y de los avatares de su carrera militar sembrada de frustraciones. A ellas se añade alguna relación oficial.

Entre la novela histórica y la crónica de investigación periodística se encuentra El sueño del celta (Alfaguara), de Mario Vargas Llosa. Con un narrador omnisciente y una estructura que va alternando el pasado y el presente del personaje, la novela cuenta la historia del irlandés Roger Casement (1864-1916), primero diplomático al servicio de Gran Bretaña y al final uno de los líderes nacionalistas de la lucha por la independencia de Irlanda, por lo cual fue condenado a muerte. El autor, con su habitual capacidad narrativa y su conocida actitud por denunciar los abusos de poder, ha escrito la supuesta biografía de un aventurero, calificado por unos de héroe y luchador contra las injusticias y por otros de traidor e inmoral, pero sobre todo la aventura del ser humano en lucha por la libertad, tanto contra la esclavitud y las atrocidades (en las explotaciones de caucho del Congo Belga y del Perú amazónico) como contra la invasión extranjera (en Irlanda).

Dos novelas históricas publicadas en 2010 se apartan, cada cual a su modo, del modelo tradicional de este género. La primera, Riña de gatos. Madrid 1936 (Planeta, Premio Planeta), de Eduardo Mendoza, responde al tratamiento paródico y carnavalesco que siempre ha caracterizado a las grandes obras del autor. El marco histórico, como dice el subtítulo, se centra en la primavera anterior a la sublevación militar de julio de 1936 en un Madrid convulsionado por las algaradas falangistas, el apoyo de los grandes de España a la rebelión y el espionaje extranjero. El arranque de la historia (un inglés experto en arte viaja a Madrid para autenticar un supuesto cuadro desconocido de Velázquez) es sólo un pretexto para crear un enredo político, histórico y social en el que todo se vuelve del revés: los poderosos actúan como plebeyos y éstos como seres honorables. Mendoza da la vuelta a la realidad y pone en el mismo plano a aristócratas y delincuentes, ambientes opuestos (el palacio y el lupanar), personajes dispares (gentes de buen tono, espías, policías, políticos o prostitutas) y figuras históricas caricaturizadas (José Antonio, Franco, Mola o Queipo de Llano); pero, mejor aún, articula una trama sin fisuras, con un protagonista ingenuo que está sin quererlo en el meollo de todo y que recuerda a sus mejores creaciones, y completa un discurso narrativo de intenciones paródicas y excelente musicalidad con una sintaxis envolvente y compleja.

La segunda, El número de la Bella (Valnera), de Emilio Pascual, es una novela histórica de hondas raíces clásicas, sobre todo en la línea cervantina, por su cúmulo de aventuras (no faltan los bebedizos ni los enredos por las falsas apariencias), la técnica del relato dentro del relato, los manuscritos encontrados, el perspectivismo de varios narradores y un lenguaje muy culto cuyas referencias a otras obras la convierten casi en un libro de libros. Estructurada en dos partes temáticamente relacionadas, situadas en dos tiempos (los siglos VIII y XVIII), y tomando como punto de partida la muerte de Beato de Liébana, la obra narra la historia de amor entre un monje y una mora cristiana que perdura a lo largo de varios espacios, viajes y tiempos, hasta más allá de la muerte, y que se va descubriendo por medio de los informes manuscritos de los narradores.

Entre el pasado y el presente

Igualmente, ha continuado en la narrativa española de 2010 una modalidad, que se asentó hace tiempo entre nosotros, basada en la recuperación de la memoria o, en otro sentido, en la expresión de un presente en el que influyen las circunstancias del pasado, ya sean generacionales o históricas. Como en los apartados anteriores, las novelas difieren entre sí por la óptica en el tratamiento de la realidad o por el nivel de elaboración en el lenguaje: unas copian la realidad en vez de inventarla y otras ofrecen una visión diferente de las cosas y las circunstancias; unas realizan un calco de los usos lingüísticos cotidianos y otras intentan el mayor grado de excelencia literaria posible.

Lo que esconde tu nombre (Destino, Premio Nadal), de Clara Sánchez, cuenta una historia cotidiana actual, pero derivada de unos antecedentes históricos (el holocausto de la Segunda Guerra Mundial) en la que un cazanazis desvela la identidad de un grupo de alemanes del Tercer Reich asentado en el Levante español. Pese a denunciar la impunidad de los delitos contra la humanidad, el mensaje moral está por encima de su actuación narrativa: en la novela flaquea la verosimilitud, tanto de la historia y del desarrollo de la acción que cuentan alternantes los dos protagonistas como de su propia caracterización, y el lenguaje se identifica con la naturalidad del lenguaje cotidiano. Con un tono más moderno en la estructura narrativa y las referencias culturales de libros, discos y películas, pero con igual ambientación de la vida cotidiana e igual intención en el mensaje moral, Media vuelta de vida (Bruguera), de Carlos Peramo, es un relato de evocación de juventud en primera persona cuyo personaje encuentra sentido a su existencia anodina de pequeños lances familiares y amorosos en la indagación histórica sobre el papel de los verdugos por garrote vil durante el franquismo, después de conocer al hijo de uno de ellos. El mensaje moral (la proyección del pasado en el presente) es, de nuevo, superior a la elaboración literaria de la novela, aunque el autor intente sorprender con un clímax inesperado en el desenlace. Mayor interés ofrece Lausana (Mondadori), de Antonio Soler, que, como suele ser habitual en el autor, ofrece una calidad notable de escritura y de proyección simbólica. La protagonista narradora viaja de Ginebra a Lausana para ver a su hijo, y ese viaje supone, por un lado, el recuento de su vida en el viaje por la memoria, por los recuerdos (su padre exiliado en Francia, su juventud, su matrimonio, su soledad y sufrimiento), y por otro, la metáfora de la vida, ya que la vida es en definitiva el viaje, cuya salida es el recuerdo y cuya llegada es el presente.

Pero, sin duda, la novela más sobresaliente y madura en esta modalidad es El amor verdadero (Siruela), de José María Guelbenzu. El novelista ha contado una historia de amor que permanece inalterable desde 1945, año en que nacen los protagonistas y aparece la señal que augura su futuro en común, hasta 2005; una permanencia que está por encima de las circunstancias familiares, políticas e históricas y de los problemas de la convivencia. Pero Guelbenzu no sólo ha creado una historia de amor verosímil y ha desarrollado una reflexión sobre el amor como fuente de la vida, sino que ha trazado una auténtica radiografía de la generación que vivió en sus propias señas de identidad el fervor político y social de la izquierda española, hasta que sus integrantes se disgregaron por caminos muy diversos (el poder político, el poder cultural, el consumo sin límites o la corrupción, aunque también el de la fidelidad a la honradez pese a todo), y que al tiempo tuvo que aprender a relacionarse con dos generaciones tan diferentes como la de sus padres y las de sus hijos y a soportar en sus propias carnes lacras tan penosas como el sida. Y el novelista lo ha hecho como suele hacerlo casi siempre, buscando en todo momento el sentido preciso de las palabras e indagando en las técnicas narrativas para mejor transmitir la dialéctica de su mensaje, en este caso a través de diferentes puntos de vista narrativos que, de modo simulado, pues el recurso se descubre al final, están manipulados por un narrador pseudoomnisciente que se hace explícito en el desenlace.

Tres apuestas por la diferencia y la innovación

Además de los títulos subrayados anteriormente por su calidad narrativa y estilística, conviene señalar tres novelas que sobresalen por su apuesta en la innovación narrativa. Su valor no reside en el descubrimiento de contenidos nuevos, sino en las innovaciones estructurales o formales que aun hoy, cuando todo parece estar descubierto, llegan a sorprender al lector. En concreto, las dos primeras (una histórica y otra actual) derriban las fronteras entre los géneros narrativos del relato y la novela para construir una estructura biforme que se engarza en las intertextualidades.

En primer lugar, La luz es más antigua que el amor (Seix Barral), de Ricardo Menéndez Salmón, novela que trasciende el género histórico. El autor traza una unidad complementaria con las dos perspectivas esenciales del arte y la literatura, la ética y la estética. Desde el punto de vista ético, toca temas consustanciales al ser humano, como el dolor y el fracaso, de un lado, y de otro, la libertad de la creación artística enfrentada en su génesis al poder de la Iglesia, del mercado y del sistema político, o peor aún, a su propia situación espiritual. Menéndez Salmón cuenta en tres historias cohesionadas entre sí el dolor y el fracaso humanos: pese al éxito, el reconocimiento o el dinero, todo en la vida de los personajes parece ponerse en su contra. Ahora bien, la solución final, por extrema que sea, mantiene en pie la defensa de la libertad y la dignidad humanas que sobreviven a la enfermedad, el suicidio o la locura de los protagonistas, tres pintores de distintas épocas, uno real y dos imaginarios. Y como nexo entre ellos, el escritor Bocanegra (del que se narran tres momentos claves en su vida), que va redactando las tres historias en un libro, de igual título que la novela.

A la reflexión sobre la acción del hombre en la Historia y en el progreso de la cultura se unen las formas literarias adecuadas. El autor enhebra una trama sutil cuya estructura descansa en los recursos intertextuales que van cosiendo la narración. En primer lugar, una narración especular que proyecta unas en otras las historias en la voz de dos narradores en tercera persona, el que escribe la novela, Bocanegra, y el que recupera su peripecia. En segundo lugar, una organización en apariencia fragmentaria, en la que las historias no son relatos con vida propia, sino capítulos de una novela fuertemente armada por los elementos suspensivos y los motivos temáticos que van forjando de modo especular las líneas argumentales. Y por último, la escritura, que rehúye la expresión vulgar e intensifica el gusto por el lenguaje literario, culto y preñado de sentidos, que en todo momento hace cómplice al lector en la interpretación de las significaciones con su tendencia al aforismo, la elipsis y los recursos retóricos.

En segundo lugar, Habitación doble (Anagrama), de Luis Magrinyá, una obra desconcertante por su contenido y sobre todo por su estructura y estilo, que comparte con la de Menéndez Salmón el empeño por romper con el sistema previsible de los géneros literarios y se aparta de ella al evitar en todo momento el compromiso moral. El compromiso de Magrinyá es otro: el de concebir la obra no como un producto cerrado y terminado, sino como una construcción literaria en marcha, que se va haciendo en cada capítulo mientras va conformándose el sentido. Como su título indica, su estructura se organiza en la duplicidad, ya que los ocho relatos que componen el libro se ajustan e interrelacionan en parejas para constituir un sistema binario articulado de significantes y significaciones, de modo que, aun teniendo narradores, personajes, espacios y tiempos discrepantes y dispares, no son una suma de textos, sino que alcanzan la entidad y la unidad incontestables de una novela en sus conexiones e intertextualidades y en la repetición de preocupaciones y motivos recurrentes.

La intención de Magrinyá, decíamos, no es transmitir un mensaje moral o ético ni demostrar o convencer. Una obra en marcha requiere del receptor para completarse como tal. Cuando el narrador cuenta una anécdota o un momento psicológico o perfila una situación, no lo hace para extraer una ejemplaridad, sino para que el lector interprete el sentido que le resulte coherente. Nada está establecido de antemano y el sentido descansa en su elaboración retórica y estilística; en consecuencia, la obra es, entre las de 2010, la que exige mayor implicación del lector en la interpretación del texto, porque si unas veces los motivos aparecen claros (por ejemplo, el poco valor de la certeza, la aceptación de las circunstancias o la incidencia de los demás en los actos humanos), otras más los ha de descubrir el lector.

Y en tercer lugar, Nada es crucial (Lengua de Trapo), segunda novela de Pablo Gutiérrez. Relato de aprendizaje de dos personajes desde su niñez en la década de 1980 hasta su juventud actual, recrea su evolución psicológica, social y moral, y su rebeldía que alcanza un punto sin retorno al margen de las convenciones y normas establecidas. Sorprende el rumbo existencial de los protagonistas abocados a encontrarse: él, hijo de yonquis urbanos, abandonado a su suerte y recogido por un grupo de neocristianos fanáticos, contra los que se rebela, acaba siendo un ser huraño y carne de delito; ella, de familia rural, abandonada por su padre y descuidada por su madre que se empareja con un fanático de la agricultura ecológica, responde huyendo de su yugo y pisoteando la moral que le han enseñado. Pero no en menor medida sorprenden las técnicas narrativas empleadas. Pese a algunos defectos estructurales y formales (en especial al final de la novela, cuyo desenlace demasiado rápido está aderezado de párrafos algo engorrosos y sobradas referencias a la cultura del cómic), Gutiérrez es un escritor que arriesga en sus recursos estilísticos y retóricos, no cede a la cómoda facilidad y se aparta de los lugares comunes y previsibles al utilizar una estructura innovadora que discurre al ritmo de los alternantes puntos de vista narrativos y de una escritura ajena al canon normalizado por el mercado.

S. A.—UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID

 
 
 
  Insula: revista de letras y ciencias humanas