INSULA

El legado de Carmen Martín Gaite
Número 769-770 . Enero 2011

 
 

Rafael CHIRBES / Puntos de fuga


 

«las vidas van siempre en borrador, tal que así las padecemos, nunca da tiempo a pasarlas en limpio».

Carmen Martín Gaite, Lo raro es vivir (1996: 948).

La publicación póstuma, en 2002, de los Cuadernos de todo volvió a poner de manifiesto el frondoso bosque subterráneo sobre el que se levanta la obra literaria de Carmen Martín Gaite. Se trataba de la edición de una serie de libretas que la escritora había ido almacenando a lo largo de su vida, repletas de apuntes y reflexiones tomados en cualquier parte: trenes, estaciones, aeropuertos, habitaciones de hotel (les exigía a sus cuadernos que tuvieran el tamaño apropiado para guardarlos en el bolso y poder llevarlos siempre consigo). Si uno se adentra en ellos, descubre centenares de páginas de insólita densidad, que muestran, en su complejo cruce de referencias e hilos temáticos, a un personaje exigente, riguroso, en permanente lucha consigo mismo, revelando al mismo tiempo, a contrapelo, la magnitud de su empeño, sus ascensos y caídas, y, por encima de todo, su constancia en la escritura como algo más consistente que una pasión: acto que da sentido y ordena el oficio de vivir.

Se me dirá que esos cuadernos no han supuesto ninguna novedad para cualquier conocedor de la obra de la Gaite, y que buena parte de los materiales incluidos ya habían aparecido entreverados en libros como El cuarto de atrás, y, sobre todo, en ese ensayo de lectura obligatoria para cualquier escritor, que tituló El cuento de nunca acabar. Pero sí que creo que han servido (o deberían haberlo hecho) para desautorizar de una vez por todas ciertas idées reçues de las que la obra de la Gaite no ha acabado de desprenderse, y que seguramente han venido siendo estimuladas por el carácter transversal de sus exigencias literarias: una tozuda voluntad de trabajar la escritura a media voz, y un punto de vista tan pudoroso como exigente, que se explicita en los propios títulos de sus libros -Entre visillos, Retahílas, Fragmentos de interior, Desde la ventana-, han llevado a los miopes a confundir la modestia de su actitud con los límites de su ambición. Emparedada entre los grandes nombres de la que conocemos como generación de los cincuenta, mujer entre hombres, demasiadas veces se ha querido ver en la Gaite el contrapunto blandamente femenino -y un tanto candoroso- de aquella hornada de escritores (Aldecoa, Ferlosio, Hortelano, Martín Santos, Benet...), se supone que -ellos sí- bien armados de teoría literaria y sólida conciencia social. La Gaite -según esa visión- brindaría una literatura intimista, relajada, escrita en tono menor, y alejada de los avatares de la sociedad de su tiempo. Ya he dicho que se trata de una lectura torcida, cuando no malintencionada, que ha dejado en penumbra lo que sus textos revelan a cualquier lector atento: un trabajo tan intenso como callado, y una admirable sabiduría de la cuestión literaria, así como un conocimiento de la historia y de las teorías estéticas a la altura -cuando no por encima- de la que pudieran exhibir los grandes iconos masculinos de su generación, y que se revela no sólo en sus novelas, sino también en el trabajo como agudo crítico literario que ejerció durante mucho tiempo en la prensa, y que la convirtió en eficaz guía del gusto para muchos de mis coetáneos. Confirman la versatilidad del saber gaitesco sus actividades como traductora (Guinzburg, Levi o Svevo, entre otros, pasaron de sus manos al castellano); sus escritos sobre la historia española (Macanaz, Usos amorosos...); o los textos que escribió sobre las relaciones de la mujer con la literatura, en parte recogidos en un precioso libro, Desde la ventana, en el que, a partir de sus reflexiones sobre Una habitación propia de Virginia Woolf, adentra al lector en los universos de María de Zayas, Teresa de Jesús, sor Juana Inés de la Cruz, Rosalía de Castro o Carmen Laforet.

Tal cúmulo de tareas de hondo calado, todas ellas ejercidas con brillantez, no ha impedido ciertas visiones superficiales o torcidas, que han extendido la idea de que Carmen Martín Gaite ha escrito una literatura en tono menor, novelística para mujeres, que no feminista, prolongación de la novela rosa, de cuyos materiales, en efecto, la escritora no dudó en nutrirse, como no dudó en nutrirse de la copla y el bolero; del cine, el cuento infantil o la oralidad, todo ello trabajado desde un sustrato que incluye un imponente bagaje de la literatura de más altos vuelos: Cervantes, Dickens, Galdós, Proust, Stendhal, la mística, los existencialistas, el neorrealismo italiano, o la novela americana de entreguerras, pueden descubrirse entre sus referentes. Supongo que a difundir esa devaluada imagen de la Gaite entre ciertas élites ha contribuido el desprecio que siempre exhibió ante las declaraciones pretenciosas, las palabras altisonantes, y las exhibiciones de grandes principios literarios; así como su radical rechazo a inyectar en los textos eso que ella llamaba moralina, contravalores que hoy lastran muchas de las obras de sus contemporáneos, y de los que la Gaite supo librarse con admirable olfato. Buena conocedora de teóricos como Bajtin, la Kristeva o Propp, guardaba esos saberes en la recámara de sus obras, que procuraba mantener alejadas de cualquier teoría calzada con coturnos, en fuga permanente de las periódicas serpientes de verano culturales que -según anotará en sus Cuadernos de todo, en El cuento de nunca acabar y en muchos artículos- parecen tan imprescindibles durante algún tiempo como olvidables poco después. Hacia todo ese rumiar falsamente literario mostró escepticismo y me atrevería a decir que hasta desprecio. Si uno repasa la obra -la biografía entera, la vida- de Carmen Martín Gaite comprueba su clamorosa huida de cualquier tipo de formulación a priori. Estaba convencida de que la literatura es oficio de riesgo en el que no conviene tener las cosas claras. Su trayectoria como escritora se define en buena parte -como han observado algunos estudiosos- por aquello de lo que se escapó; por lo que dribló, en una permanente huida del aspaviento y de cualquier forma de pavoneo intelectual, una actitud que mantuvo también respecto a los avatares de la política en los tumultuosos años del final del franquismo y la transición, cuando supimos de sus posiciones ante los acontecimientos más por sus silencios sabiamente controlados y por sus apartamientos que por sus declaraciones y proclamas.

En vez de hablar de una u otra obra de la Gaite, me gustaría destacar aquí que su vida entera -como si sirviese de ilustración al modelo de escritor moderno definido por Proust- supone una agónica (Unamuno, entre sus lecturas) búsqueda de sentido a través de la literatura, una lucha por encontrar la narración coherente de su tiempo, por contar su propia historia, tarea de excavación en lo más hondo de sí misma, búsqueda de un lugar desde el que afrontar con dignidad la difícil tarea de vivir en un mundo cruel o insustancial. Ese esfuerzo la llevaba una y otra vez a medirse con el exterior, porque quería ser capaz de encontrarse a sí misma sin olvidar nunca que la búsqueda interior sólo tiene sentido si el hilo sale fuera (lo privado sólo vale cuando se eleva a síntoma de lo público: entre sus bêtes noires estaban los biógrafos que husmean en la vida íntima de los escritores); y si el esfuerzo consigue despertar el interés de un lector que, para ella, no debía buscar toparse con absolutos, o con verdades. Se burla de esas noticias de las que se enorgullece la prensa, que las presenta como exclusivas, prohibiendo reproducirlas a otros medios, precisamente porque no son nada, carecen de otro mérito que no sea la pura información cuyo valor se esfuma en el acto mismo de conocerla. La Gaite escribió, no para buscar la verdad, sino para ser de verdad; para ahondar en la sustancia misma de las propias contradicciones, dejándose llevar por los interrogantes más que por las certezas, en una continua excavación en lo hondo que no fue forma de narcisismo (critica la literatura del yo, los textos lastimeros, los del autista quejoso, la que ella llama literatura tanática), sino una manera de ofrecerse como intermediaria a ese ser cómplice, el deseado interlocutor, con el que dialogar, con el que seguir cavando en el malestar; con el que compartir interrogantes que son expresión de un inconformismo que niega el orden del discurso dominante, y, con él, el acuerdo social sobre el que se levanta la falacia de la representación: «Que los otros vean normal y vulgar lo que a uno le enciende la sangre, ese contraste es el que desencadena el deseo de contarlo, de explorarlo» (2002: 601).

Han pasado más de treinta años desde que, en 1978, apareció la que probablemente es su mejor novela, El cuarto de atrás, libro que algunos encorsetaron en el ámbito de un intimismo limítrofe con lo fantástico (la presencia del diablo como personaje ayuda), cuando se trata de un lúcido testimonio sobre los demoledores efectos del franquismo en la vida cotidiana; sobre la imposibilidad de mantener la dignidad y de encontrar el sentido de las cosas desde los códigos de conducta impuestos en la larga posguerra: «yo tenía nueve años cuando empecé a verlo impreso en los periódicos y por las paredes, sonriendo con aquel gorrito militar de borla (...) y fueron pasando los años y siempre su efigie y sólo su efigie, los demás eran satélites, reinaba de modo absoluto» (1978: 1049-1050). El cuarto de atrás -un texto premonitorio- anticipa cómo desde el núcleo de la sociedad franquista -ese gris conglomerado de clases definible como gente bien, cuyos valores originarios habían sido «amortizar, requisar, racionar, acaparar, camuflar»- estaba naciendo una élite vacía, falta de sustancia, que, sin saberlo, la prolongaba. Un par de años antes, en Fragmentos de interior, publicada recién muerto el dictador (1976), había escrito: «las casas de la ciudad se han convertido en templos lujosos y vacíos donde no se oficia ya más ceremonia que la de cobijar esporádicamente a gente de pasada que se bebe un whisky igual al que ha dejado en sus botellas, oye los mismos discos que acaba de comprar, se hunde en asientos de molicie idéntica y pasa la mirada distraída por cuadros similares cuya belleza alaba y por cuyo precio indefectiblemente se interesa, símbolos de riqueza, parches de consumo para paliar la pobreza de unas relaciones por frotación, nunca por ósmosis (...) seres que emiten continuas noticias pero que ya no son capaces de contarse ninguna historia» (838-839), palabras que le servían para definir los comportamientos de la nueva clase que estaba en puertas del poder, la generación de la autora, esos individuos, de los que, una vez cumplida la transición, acabaría anotando amargamente en sus cuadernos: «Todos los desarraigados que me influyeron en épocas distintas se arraigan. Dejaron su inquietud en mí y ellos se dedicaron a lo más cómodo» (2002: 203). La Gaite habla de librarse de lo que le enciende la sangre; de la escritura -en el sentido del camino de sus queridos místicos- como forma de redención: escapar de los seres que ya no son capaces de contarse ninguna historia, para poder seguir contándotela tú y seguir contándosela a los que se excluyen o han sido excluidos por el código; narrar al margen de la langue de bois dominante; escapar de la falta de sustancia que todo lo ocupa; negarse a ser cómplice o comparsa, y tomar el discreto papel de testigo. Para ello, la escritora diseña minuciosamente sus particulares puntos de fuga, una red de lugares ocultos, de topologías y lenguajes situados siempre a trasmano: las novelas de Carmen Martín Gaite están llenas de pasadizos secretos, de puertas disimuladas, de castillos, de islas de ninguna parte, de buhardillas y cuartos de atrás, de bosques misteriosos, o, por qué no, de paisajes de bolero con playa y palmera. Los personajes principales de sus novelas se agencian subterfugios para escapar, se pierden en la geografía física y humana de las películas, de las novelas; se dejan seducir por los seres llegados de fuera y envueltos en un misterio propio que presagia historias ocultas: mujeres elegantes y problemáticas, hombres apuestos, caballeros que parecen guardar un secreto: prototipos de la juguetería romántica y del folletín, seres ideales, supuestos personajes con historia, sobre los que parece que puedes depositar esa carga de dentro que la sociedad anula; hilos por los que te escapas al exterior del gris dominante. De toda esa troupe y de esa tramoya se sirve la novelista para consumar sus huidas, ahí encuentra los cómplices literarios (la literatura es la gran cómplice de todos los cómplices) que le permiten no dejarse atrapar en la trampa de la grisura franquista; o, más adelante, de la autosatisfecha trivialidad, la desolada falta de sustancia que había llegado para sustituirla. Como contrapunto de esos mundos de mentira, moviéndose en paralelo, en las cocinas, en los cuartos de plancha, en los tabucos traseros de las casas de la gente bien, en los sótanos y buhardillas, tras las barras de los bares, bulle en la literatura de la Gaite otro mundo: una población que gasta su existencia para que los demás vivan cómodamente: fontaneros, electricistas, porteros, camareros, criadas, costureras y modistas; seres que conocen la materialidad de las cosas (lo que hay que cocinar, lavar, planchar, cargar y descargar, reparar...), cuya conciencia surge de no tener más remedio que lidiar con lo real, y en la que la Gaite deposita un estimulante realismo cervantino. También ellos son irónicos testigos de la trivialidad de sus patronos, y, por lo mismo, cómplices de la novelista que se divierte con sus sarcasmos, con su humor, con esa especie de sabiduría casi genética que exhiben y que surge de la experiencia del trabajo; que se conmueve con sus historias que nadie escucha, con sus sufrimientos que no parecen importarle a nadie. En realidad, cualquier excluido del cogollo social puede servirle a la Gaite como guía en sus particulares excursiones hacia otros mundos: aldeanos, viejos, adolescentes inadaptados, niños, el gato Gerundio... Pero no nos da tiempo a hablar de ellos en este artículo que se ha tejido desde otros mimbres. Como dice uno de los personajes de Lo raro es vivir: «es muy injusto que la vida nos fuerce a tomar decisiones excluyentes» (1996: 915). Pero es irremediable, aunque esa decisión nos deje mucha tela por cortar.

R. CH.-ESCRITOR

Bibliografía citada

MARTÍN GAITE, C. (1976): Fragmentos de interior, en Obras completas I. Novelas I, ed. José Teruel, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2008.

- (1978). El cuarto de atrás, en Obras completas I. Novelas I, ed. cit.

- (1996). Lo raro es vivir, en Obras completas II. Novelas II, ed. José Teruel, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2009.

- (2002). Cuadernos de todo, ed. Maria Vittoria Calvi, Barcelona, Random House Mondadori.

 
 
 
  Insula: revista de letras y ciencias humanas