«las vidas van siempre
en borrador, tal que así las padecemos, nunca da tiempo a pasarlas
en limpio».
Carmen Martín Gaite,
Lo raro es vivir (1996: 948).
La publicación
póstuma, en 2002, de los Cuadernos de todo volvió a poner de
manifiesto el frondoso bosque subterráneo sobre el que se levanta la
obra literaria de Carmen Martín Gaite. Se trataba de la edición de
una serie de libretas que la escritora había ido almacenando a lo
largo de su vida, repletas de apuntes y reflexiones tomados en
cualquier parte: trenes, estaciones, aeropuertos, habitaciones de
hotel (les exigía a sus cuadernos que tuvieran el tamaño apropiado
para guardarlos en el bolso y poder llevarlos siempre consigo). Si
uno se adentra en ellos, descubre centenares de páginas de insólita
densidad, que muestran, en su complejo cruce de referencias e hilos
temáticos, a un personaje exigente, riguroso, en permanente lucha
consigo mismo, revelando al mismo tiempo, a contrapelo, la magnitud
de su empeño, sus ascensos y caídas, y, por encima de todo, su
constancia en la escritura como algo más consistente que una pasión:
acto que da sentido y ordena el oficio de vivir.
Se me dirá que esos
cuadernos no han supuesto ninguna novedad para cualquier conocedor de
la obra de la Gaite, y que buena parte de los materiales incluidos ya
habían aparecido entreverados en libros como El cuarto de atrás, y,
sobre todo, en ese ensayo de lectura obligatoria para cualquier
escritor, que tituló El cuento de nunca acabar. Pero sí que creo
que han servido (o deberían haberlo hecho) para desautorizar de una
vez por todas ciertas idées reçues de las que la obra de la Gaite
no ha acabado de desprenderse, y que seguramente han venido siendo
estimuladas por el carácter transversal de sus exigencias
literarias: una tozuda voluntad de trabajar la escritura a media voz,
y un punto de vista tan pudoroso como exigente, que se explicita en
los propios títulos de sus libros -Entre visillos, Retahílas,
Fragmentos de interior, Desde la ventana-, han llevado a los miopes
a confundir la modestia de su actitud con los límites de su
ambición. Emparedada entre los grandes nombres de la que conocemos
como generación de los cincuenta, mujer entre hombres, demasiadas
veces se ha querido ver en la Gaite el contrapunto blandamente
femenino -y un tanto candoroso- de aquella hornada de escritores
(Aldecoa, Ferlosio, Hortelano, Martín Santos, Benet...), se supone
que -ellos sí- bien armados de teoría literaria y sólida
conciencia social. La Gaite -según esa visión- brindaría una
literatura intimista, relajada, escrita en tono menor, y alejada de
los avatares de la sociedad de su tiempo. Ya he dicho que se trata de
una lectura torcida, cuando no malintencionada, que ha dejado en
penumbra lo que sus textos revelan a cualquier lector atento: un
trabajo tan intenso como callado, y una admirable sabiduría de la
cuestión literaria, así como un conocimiento de la historia y de
las teorías estéticas a la altura -cuando no por encima- de la
que pudieran exhibir los grandes iconos masculinos de su generación,
y que se revela no sólo en sus novelas, sino también en el trabajo
como agudo crítico literario que ejerció durante mucho tiempo en la
prensa, y que la convirtió en eficaz guía del gusto para muchos de
mis coetáneos. Confirman la versatilidad del saber gaitesco sus
actividades como traductora (Guinzburg, Levi o Svevo, entre otros,
pasaron de sus manos al castellano); sus escritos sobre la historia
española (Macanaz, Usos amorosos...); o los textos que escribió
sobre las relaciones de la mujer con la literatura, en parte
recogidos en un precioso libro, Desde la ventana, en el que, a partir
de sus reflexiones sobre Una habitación propia de Virginia Woolf,
adentra al lector en los universos de María de Zayas, Teresa de
Jesús, sor Juana Inés de la Cruz, Rosalía de Castro o Carmen
Laforet.
Tal cúmulo de tareas
de hondo calado, todas ellas ejercidas con brillantez, no ha impedido
ciertas visiones superficiales o torcidas, que han extendido la idea
de que Carmen Martín Gaite ha escrito una literatura en tono menor,
novelística para mujeres, que no feminista, prolongación de la
novela rosa, de cuyos materiales, en efecto, la escritora no dudó en
nutrirse, como no dudó en nutrirse de la copla y el bolero; del
cine, el cuento infantil o la oralidad, todo ello trabajado desde un
sustrato que incluye un imponente bagaje de la literatura de más
altos vuelos: Cervantes, Dickens, Galdós, Proust, Stendhal, la
mística, los existencialistas, el neorrealismo italiano, o la novela
americana de entreguerras, pueden descubrirse entre sus referentes.
Supongo que a difundir esa devaluada imagen de la Gaite entre ciertas
élites ha contribuido el desprecio que siempre exhibió ante las
declaraciones pretenciosas, las palabras altisonantes, y las
exhibiciones de grandes principios literarios; así como su radical
rechazo a inyectar en los textos eso que ella llamaba moralina,
contravalores que hoy lastran muchas de las obras de sus
contemporáneos, y de los que la Gaite supo librarse con admirable
olfato. Buena conocedora de teóricos como Bajtin, la Kristeva o
Propp, guardaba esos saberes en la recámara de sus obras, que
procuraba mantener alejadas de cualquier teoría calzada con
coturnos, en fuga permanente de las periódicas serpientes de verano
culturales que -según anotará en sus Cuadernos de todo, en El
cuento de nunca acabar y en muchos artículos- parecen tan
imprescindibles durante algún tiempo como olvidables poco después.
Hacia todo ese rumiar falsamente literario mostró escepticismo y me
atrevería a decir que hasta desprecio. Si uno repasa la obra -la
biografía entera, la vida- de Carmen Martín Gaite comprueba su
clamorosa huida de cualquier tipo de formulación a priori. Estaba
convencida de que la literatura es oficio de riesgo en el que no
conviene tener las cosas claras. Su trayectoria como escritora se
define en buena parte -como han observado algunos estudiosos- por
aquello de lo que se escapó; por lo que dribló, en una permanente
huida del aspaviento y de cualquier forma de pavoneo intelectual, una
actitud que mantuvo también respecto a los avatares de la política
en los tumultuosos años del final del franquismo y la transición,
cuando supimos de sus posiciones ante los acontecimientos más por
sus silencios sabiamente controlados y por sus apartamientos que por
sus declaraciones y proclamas.
En vez de hablar de una
u otra obra de la Gaite, me gustaría destacar aquí que su vida
entera -como si sirviese de ilustración al modelo de escritor
moderno definido por Proust- supone una agónica (Unamuno, entre
sus lecturas) búsqueda de sentido a través de la literatura, una
lucha por encontrar la narración coherente de su tiempo, por contar
su propia historia, tarea de excavación en lo más hondo de sí
misma, búsqueda de un lugar desde el que afrontar con dignidad la
difícil tarea de vivir en un mundo cruel o insustancial. Ese
esfuerzo la llevaba una y otra vez a medirse con el exterior, porque
quería ser capaz de encontrarse a sí misma sin olvidar nunca que la
búsqueda interior sólo tiene sentido si el hilo sale fuera (lo
privado sólo vale cuando se eleva a síntoma de lo público: entre
sus bêtes noires estaban los biógrafos que husmean en la vida
íntima de los escritores); y si el esfuerzo consigue despertar el
interés de un lector que, para ella, no debía buscar toparse con
absolutos, o con verdades. Se burla de esas noticias de las que se
enorgullece la prensa, que las presenta como exclusivas, prohibiendo
reproducirlas a otros medios, precisamente porque no son nada,
carecen de otro mérito que no sea la pura información cuyo valor se
esfuma en el acto mismo de conocerla. La Gaite escribió, no para
buscar la verdad, sino para ser de verdad; para ahondar en la
sustancia misma de las propias contradicciones, dejándose llevar por
los interrogantes más que por las certezas, en una continua
excavación en lo hondo que no fue forma de narcisismo (critica la
literatura del yo, los textos lastimeros, los del autista quejoso, la
que ella llama literatura tanática), sino una manera de ofrecerse
como intermediaria a ese ser cómplice, el deseado interlocutor, con
el que dialogar, con el que seguir cavando en el malestar; con el que
compartir interrogantes que son expresión de un inconformismo que
niega el orden del discurso dominante, y, con él, el acuerdo social
sobre el que se levanta la falacia de la representación: «Que los
otros vean normal y vulgar lo que a uno le enciende la sangre, ese
contraste es el que desencadena el deseo de contarlo, de explorarlo»
(2002: 601).
Han pasado más de
treinta años desde que, en 1978, apareció la que probablemente es
su mejor novela, El cuarto de atrás, libro que algunos encorsetaron
en el ámbito de un intimismo limítrofe con lo fantástico (la
presencia del diablo como personaje ayuda), cuando se trata de un
lúcido testimonio sobre los demoledores efectos del franquismo en la
vida cotidiana; sobre la imposibilidad de mantener la dignidad y de
encontrar el sentido de las cosas desde los códigos de conducta
impuestos en la larga posguerra: «yo tenía nueve años cuando
empecé a verlo impreso en los periódicos y por las paredes,
sonriendo con aquel gorrito militar de borla (...) y fueron pasando
los años y siempre su efigie y sólo su efigie, los demás eran
satélites, reinaba de modo absoluto» (1978: 1049-1050). El cuarto
de atrás -un texto premonitorio- anticipa cómo desde el núcleo
de la sociedad franquista -ese gris conglomerado de clases
definible como gente bien, cuyos valores originarios habían sido
«amortizar, requisar, racionar, acaparar, camuflar»- estaba
naciendo una élite vacía, falta de sustancia, que, sin saberlo, la
prolongaba. Un par de años antes, en Fragmentos de interior,
publicada recién muerto el dictador (1976), había escrito: «las
casas de la ciudad se han convertido en templos lujosos y vacíos
donde no se oficia ya más ceremonia que la de cobijar
esporádicamente a gente de pasada que se bebe un whisky igual al que
ha dejado en sus botellas, oye los mismos discos que acaba de
comprar, se hunde en asientos de molicie idéntica y pasa la mirada
distraída por cuadros similares cuya belleza alaba y por cuyo precio
indefectiblemente se interesa, símbolos de riqueza, parches de
consumo para paliar la pobreza de unas relaciones por frotación,
nunca por ósmosis (...) seres que emiten continuas noticias pero que
ya no son capaces de contarse ninguna historia» (838-839), palabras
que le servían para definir los comportamientos de la nueva clase
que estaba en puertas del poder, la generación de la autora, esos
individuos, de los que, una vez cumplida la transición, acabaría
anotando amargamente en sus cuadernos: «Todos los desarraigados que
me influyeron en épocas distintas se arraigan. Dejaron su inquietud
en mí y ellos se dedicaron a lo más cómodo» (2002: 203). La Gaite
habla de librarse de lo que le enciende la sangre; de la escritura
-en el sentido del camino de sus queridos místicos- como forma
de redención: escapar de los seres que ya no son capaces de contarse
ninguna historia, para poder seguir contándotela tú y seguir
contándosela a los que se excluyen o han sido excluidos por el
código; narrar al margen de la langue de bois dominante; escapar de
la falta de sustancia que todo lo ocupa; negarse a ser cómplice o
comparsa, y tomar el discreto papel de testigo. Para ello, la
escritora diseña minuciosamente sus particulares puntos de fuga, una
red de lugares ocultos, de topologías y lenguajes situados siempre a
trasmano: las novelas de Carmen Martín Gaite están llenas de
pasadizos secretos, de puertas disimuladas, de castillos, de islas de
ninguna parte, de buhardillas y cuartos de atrás, de bosques
misteriosos, o, por qué no, de paisajes de bolero con playa y
palmera. Los personajes principales de sus novelas se agencian
subterfugios para escapar, se pierden en la geografía física y
humana de las películas, de las novelas; se dejan seducir por los
seres llegados de fuera y envueltos en un misterio propio que
presagia historias ocultas: mujeres elegantes y problemáticas,
hombres apuestos, caballeros que parecen guardar un secreto:
prototipos de la juguetería romántica y del folletín, seres
ideales, supuestos personajes con historia, sobre los que parece que
puedes depositar esa carga de dentro que la sociedad anula; hilos por
los que te escapas al exterior del gris dominante. De toda esa troupe
y de esa tramoya se sirve la novelista para consumar sus huidas, ahí
encuentra los cómplices literarios (la literatura es la gran
cómplice de todos los cómplices) que le permiten no dejarse atrapar
en la trampa de la grisura franquista; o, más adelante, de la
autosatisfecha trivialidad, la desolada falta de sustancia que había
llegado para sustituirla. Como contrapunto de esos mundos de mentira,
moviéndose en paralelo, en las cocinas, en los cuartos de plancha,
en los tabucos traseros de las casas de la gente bien, en los sótanos
y buhardillas, tras las barras de los bares, bulle en la literatura
de la Gaite otro mundo: una población que gasta su existencia para
que los demás vivan cómodamente: fontaneros, electricistas,
porteros, camareros, criadas, costureras y modistas; seres que
conocen la materialidad de las cosas (lo que hay que cocinar, lavar,
planchar, cargar y descargar, reparar...), cuya conciencia surge de
no tener más remedio que lidiar con lo real, y en la que la Gaite
deposita un estimulante realismo cervantino. También ellos son
irónicos testigos de la trivialidad de sus patronos, y, por lo
mismo, cómplices de la novelista que se divierte con sus sarcasmos,
con su humor, con esa especie de sabiduría casi genética que
exhiben y que surge de la experiencia del trabajo; que se conmueve
con sus historias que nadie escucha, con sus sufrimientos que no
parecen importarle a nadie. En realidad, cualquier excluido del
cogollo social puede servirle a la Gaite como guía en sus
particulares excursiones hacia otros mundos: aldeanos, viejos,
adolescentes inadaptados, niños, el gato Gerundio... Pero no nos da
tiempo a hablar de ellos en este artículo que se ha tejido desde
otros mimbres. Como dice uno de los personajes de Lo raro es vivir:
«es muy injusto que la vida nos fuerce a tomar decisiones
excluyentes» (1996: 915). Pero es irremediable, aunque esa decisión
nos deje mucha tela por cortar.
R. CH.-ESCRITOR
Bibliografía citada
MARTÍN GAITE, C.
(1976): Fragmentos de interior, en Obras completas I. Novelas I, ed.
José Teruel, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona,
2008.
- (1978). El cuarto
de atrás, en Obras completas I. Novelas I, ed. cit.
- (1996). Lo raro es
vivir, en Obras completas II. Novelas II, ed. José Teruel, Galaxia
Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2009.
- (2002). Cuadernos
de todo, ed. Maria Vittoria Calvi, Barcelona, Random House Mondadori.
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