INSULA

La palabra del alma es la memoria. Luis Rosales 1910-201
Número 767. Noviembre 2010

 
 

Xelo CANDEL / "Romances de colorido" y "Baladas líricas". Dos libros inéditos del joven Luis Rosales


 

Un náufrago en tierra firme


Dámaso Alonso describía al que fuera su discípulo como «un hombre a carta cabal, inclinado al bien y a la benevolencia, amigo de sus amigos y, en principio, de todos sus prójimos; espíritu que ha sabido llevar con dignidad hasta la calumnia» (1971: 341). Pocas descripciones tan parcas y precisas a un tiempo. El propio autor nos dio otra: «La vida al recordar se hace tan corta (...) Me llamo Luis Rosales, soy poeta y he nacido en Granada». Y es que, además de por nacimiento, había nacido el 31 de mayo de 1910 en el número 7 de la calle Alcaicería, era granadino sobre todo por vocación y llevaba muy a gala eso de «granadinear» (Rosales Fouz, 2010: 13), quizás porque en esa ciudad de la infancia se forjó también su vocación literaria y su memoria, su pasado y su vacío existencial, su pasear náufrago y su orfandad tras la pérdida de sus padres, de su casa familiar y de su niñez: «No tengo un sitio donde volver», anotará en El contenido del corazón. La infancia y primera juventud del poeta quedó asentada definitivamente en esa casa paterna hasta el punto que «la casa y él son una entidad, un todo inseparable » (Díaz de Alda, 1997: 175). Su obra entera tratará de recuperar esa memoria dado que «sólo puede acabarse lo que al vivir se olvida», como recordará en Diario de una resurrección (1979). De la infancia granadina de Luis Rosales tenemos abundantes referencias en su obra poética (Candel Vila, 2010) y también en su familia encontramos el antecesor literario del joven: el poeta Antonio Corona Camacho, hermano de su abuela materna y amigo personal de Zorrilla, en cuya amplia biblioteca se aficionó a la literatura. El primer poema impreso que conservamos de Luis Rosales es el titulado «El sauce y el ruiseñor», publicado por el padre del poeta sin su consentimiento en el primer número de Granada Gráfica, y estaba firmado por S. Rosales Camacho en enero de 1926, dado que su padre quiso preservar así el nombre de su hijo en caso de que la crítica no fuera demasiado favorable, como así sucedió. El segundo poema, publicado en abril de 1926 en Granada Gráfica, se titulaba «Cómo quisiera morir» y ya iba firmado con el nombre completo, Luis Rosales Camacho.

En aquella Granada de los años veinte era evidente la tensión entre los grupos literarios más conservadores, reacios a ver con buenos ojos las tendencias aperturistas de los jóvenes y los espíritus más vanguardistas de éstos. La vida cultural se desarrollaba en el Ateneo, en el Centro Artístico y en las tertulias y cafés literarios como el Imperial o el Alameda. Además de la estrecha amistad que le unía a Joaquín Amigo, intelectual granadino íntimo amigo de Federico García Lorca y la persona más importante en la vida poética de Luis Rosales en esos años de formación, su nombre aparece junto al de un grupo de jóvenes escritores granadinos —entre los cuales se encontraban Enrique Gómez Arboleya, Luis Jiménez Pérez, Manuel López Banús— quienes publicaron con el maestro Lorca la revista Gallo, que llegó a ser la abanderada de la vanguardia estética granadina y en la que el propio Amigo publicó un manifiesto de la poética vanguardista. A todos ellos les debe el primer encauzamiento de su vocación poética (Antonio Núñez, 1965: 4).

Su primera lectura pública tuvo lugar en el Centro Artístico de Granada en marzo de 1930 gracias a la mediación de Francisco Soriano Lapresa. Como el propio poeta se ha encargado de aclarar años más tarde, la lectura tenía dos partes formadas por dos libros diferentes: «El primero de estos libros se llamaba Cartas líricas, título fuertemente indicativo de una cierta blandenguería romántica. Tenía influencia de Juan Ramón. Todos teníamos por entonces influencia de Juan Ramón» (Rosales, 1983: 21). El segundo libro que ya por entonces tenía escrito se llamaba Romances de colorido, «libro que también, como su nombre indica, tenía una notoria influencia de García Lorca» (21). Tanto El Noticiero como El Defensor de Granada hacen referencia el 14 de marzo de 1930 a la lectura de Rosales en el Centro Artístico. Aquí se pierde el rastro de estos primerísimos poemas. Rosales ha declarado en varias ocasiones que no guardó esos manuscritos. Podemos pensar que si el propio Rosales no los había editado nunca era porque consideraba que eran simplemente poemas de juventud de esos que se guardan en el cajón del olvido junto con las herramientas de aprendizaje del oficio. Y en parte así es, no cabe duda. Estamos ante los primeros poemas del que con el tiempo llegará a ser uno de los nombres más destacados de la posguerra, pero también es cierto que estos poemas son sin ningún género de dudas el antecedente directo de los poemas que después recogió en Abril y constituyen el andamiaje sobre el que se afianzan sus primeras lecturas revelando una admiración consolidada por los grandes maestros: Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, los clásicos del siglo de oro y, sobre todo, su querido amigo Federico García Lorca.


Lo necesario inexistente


La intención de Rosales en los Romances de colorido era desarrollar el conocido soneto de Rimbaud y, lo mismo que él asignaba colores a las vocales, quiso asignar a cada poema un color distinto, es decir, «hacer de los romances, colores, o bien de los colores, romances, para que todos ellos tuvieran esa simbólica y visual representación» (21). Los poemas, dispuestos en un cuidado orden y encabezados por una dedicatoria, están manuscritos con una exquisita caligrafía y con múltiples correcciones e indicaciones que ayudan a descifrar el intrincado mapa dibujado. Estamos, pues, ante el primer taller literario del poeta y en él nos encontramos todavía demasiado recientes las huellas de sus primeras lecturas, aquellas más académicas y menos espontáneas, el impudor ante lo que sin duda el autor consideraba tan sólo unos esbozos en su aprendizaje, juegos estilísticos que dejan ver el engranaje de la composición, las distintas manos que amasan versos, imágenes, tópicos, símbolos de diversas tradiciones. Porque si hay algo a lo que el Rosales maduro no renuncia es precisamente al eclecticismo apostando por una palabra que, sin romper la lección aprendida de los grandes maestros, permita abrir sus cauces a nuevas tonalidades hasta formar un crisol que ya desde estos primeros poemas brilla en toda su diversidad. En respuesta a muchos críticos que consideraban curioso que no tuviera una influencia explícita de Lorca a pesar de ser granadino y de admirarle tanto, Rosales señaló que «este libro era más lorquiano que el mismísimo Romancero gitano» (21).

El poema más cristalinamente lorquiano es «Verde», el segundo, dedicado a su hermana Esperanza: «Verde Mar, Verde Esperanza/ Verde amargura del Verde». No es la única voz, la «esfinge esmeralda» que «duerme» o el cielo que «muestra la sombra espaciosa de su frente» guardan un melancólico eco machadiano; la «tarde estival, los arroyos/ (que) bajo el sol desaparecen» no esconden su deuda del Juan Ramón del poema «Infancia, campo verde», ese escenario se llena de imágenes irracionales: «La brisa pone vendajes/ húmedos a nuestra fiebre» o de voces modernistas «diademada por las crines/de centauros transparentes ». El simbolismo del color verde es el que acerca la escena al «Romance sonámbulo»: «En el balcón de la casa/ la niña espera al ausente». Al igual que en el poema de Lorca, encontramos a una joven que sueña en la baranda y, como en aquel otro, se presagia la muerte, pero ahora los «ojos de fría plata» son unas «suaves esmeraldas húmedas» —notemos aquí el calco de la rima XII de Bécquer: «Que parecen sus pupilas/ húmedas, verdes e inquietas»—. La luna «gitana» de Lorca queda transformada ahora: «la luna es como un paréntesis/ de blanca melancolía» y las «grandes estrellas de escarcha/ (que) vienen con el pez de sombra» del romance lorquiano se ven ahora como una claridad celeste y reveladora: «La noche prende sus sombras/con millares de alfileres/en la pauta azul del cielo», imagen que recuerda a aquella otra del poema «La hoguera» de Apollinaire: «El río prendido con alfileres sobre la ciudad». El desenlace trágico que se intuye en el romance de Lorca se diluye en cambio en el de Rosales, con un carácter marcadamente existencialista: «La vida es tiempo ¿sabes?/ ella espera y no comprende».

En el poema «Negro» encontramos de nuevo algunos registros cercanos al universo simbólico lorquiano. Desde los primeros versos se percibe el presagio de una inexorable tragedia: «Vasos de angustia que el alma/ del mundo vierte en la sombra»; se vislumbra un horizonte infinito donde sin rumbo pululan los hombres con un dolor incomprensible «al no encontrar horizontes/ que inmóviles nos respondan». La angustia, el dolor, la tristeza por conocer el destino del hombre, se deja escuchar por el azul del cielo, que «toma un matiz de angustia con la hora», por la luz que «deja un tono íntimo/ temblando sobre las cosas», por el aire que, al igual que en Lorca, representa el vacío, la muerte, la nada (García Posada, 1981: 115). Aunque en realidad es la Pena, el gran tema de la obra lorquiana —«Pena limpia y siempre sola» del «Romance de la Pena negra»—, la concreción de ese sufrimiento intrínseco al pueblo andaluz, «un ansia sin objeto», como apuntaba Lorca en su conferencia sobre el cante jondo, la que renace en este texto: «La Pena fue tan amarga/ más que por pena, por sola», verso que suena a aquel otro del poema «Separación» de Manuel Altolaguirre («qué muerte fue tan amarga») o al poema «La procesión» de Gerardo Diego, escrito bajo el influjo del Romancero de una aldeana de Enrique Menéndez Pelayo y de Jardines lejanos de Juan Ramón (Soria Olmedo, 2007: 222). Recordemos que en mayo de 1934 Luis Rosales publicó en el n.º 15 de Cruz y Raya un artículo titulado «La Andalucía del llanto (al margen del Romancero gitano)», donde reflexiona sobre el ser andaluz que se opone, aunque sin llegar a nombrarla explícitamente, a la teoría que sobre Andalucía tenía Ortega, para quien lo esencial del andaluz era que, en lugar de esforzarse por vivir, «vive para no esforzarse, hace de la evitación del esfuerzo principio de su existencia», y en ese sentido coincidiría con Schlegel en que la pereza sería un residuo del Paraíso (Whanon, 1997: 132). Otra característica del alma andaluza, según Ortega, es su apego a la tierra, su ideal vegetativo, mientras que para Luis Rosales lo que define la actitud vital del andaluz es la pena, es decir, una interpretación trágica de la existencia: «La pena de esta tierra andaluza, a la que tiende unánimemente el andaluz, con todo el impulso de su unidad: la profunda y no aparente unidad de su naturaleza» (Luis Rosales, 1934: 50).

El poema «Morado» es una recreación del ambiente religioso que se vive en las calles granadinas durante las procesiones de Semana Santa: «Oh angustia de raíz morada/ Mañana de Viernes Santo». Las referencias bíblicas —«Tres veces me has de negar/ antes de que cante el gallo», «El Rabí de Nazaret/ vierte su frente en las manos», «Jesús ha elevado el cáliz/ de la amargura a sus labios», «Las Viñas de la Pasión/ dan su vino más amargo», «Tres heridas luminosas/ del cristo crucificado»— se superponen al devocionario popular y folklórico de ese «misticismo de mantillas,/ sensualidad de breviarios» que forma un rosario de pasos mientras el «reloj de arena/ vuelca sus últimos granos». A medida que se avanza en la procesión, el color morado adquiere una simbología disémica; por una parte, como representación espiritual, «emblemas de religión/ que ha ennoblecido el morado», no en vano es el color tradicional de los nazarenos, pero por otra —al igual que en la pasión de Cristo— actúa como portador de la muerte y del dolor universal. El dolor de la Pasión de Cristo es el mismo dolor humano: «El pueblo muestra al desnudo/ su agrio corazón morado». Algunos versos delatan ese vía crucis, la inminente proximidad a la muerte, así la procesión va por «el vial de los cipreses», «la lluvia tiende en el aire/ sus miradas de tentáculos», convirtiéndose en «agua empapada de cielo/ que se angustia en el remanso» y hasta los «arqueros de la tarde/ duro corazón morado/ abren heridas de cielo/ con las flechas del ocaso». Esta figura del arquero surge también en los poemas «Sevilla» («Sevilla es una torre/ llena de arqueros finos») y «Arqueros» («Los arqueros oscuros/ a Sevilla se acercan») de Poema de Cante Jondo que Lorca compuso inspirado en la Semana Santa sevillana de 1921 (Durán Medina, 1974: 17-20). Nótese, en cambio, cómo en Lorca ese misterio de la festividad religiosa se convierte en un caricaturesco escenario donde lo popular y lo mágico se encuentran de forma irreverente: «Por la calleja vienen/ extraños unicornios./ ¿De qué campo, de qué bosque mitológico?/ Más cerca,/ ya parecen astrónomos./ Fantásticos Merlines/ y el Ecce Homo, Durandarte encantado,/ Orlando Furioso» (poema «Procesión »). La descripción de la escena se completa con el contrapunto aportado por la sensualidad que desprenden las mujeres que acompañan a Cristo en procesión de manera que el «dolor sin sombra que hoy deja su virginidad en el tálamo» llega con las «sombras de opresión, saetas/ nervios que vibran tensados», la mirada cargada de erotismo sobre esas jóvenes difiere de la objetiva que el poeta nos da de ellas, ya que caminan con sus «virginidades de cera», «tiemblan castas avanzando » y están representadas de nuevo mediante la blancura y la inocencia: «lirios de luz que derraman/ transparencias en las manos».

Esta disposición aparece con la misma función en el poema «Blanco», color que vinculado al fenómeno iniciático se opone al rojo por cuanto encarna muerte y renacimiento, es el color de la transfiguración y del entendimiento: «Blanca, blanca y para mí/ íntimamente escarlata», «Espuma de castidades,/ pudores de Luna y Plata», «Tu virginidad me encierra/ en un círculo de acacias», «Rojas rosas que mis manos/ convierten en rosas blancas». No reniega Rosales de su devoción primera por los modernistas hispanoamericanos, quienes tuvieron interés por buscar un equilibrio entre dos arquetipos femeninos. Para ello buscaron la combinación de una mujer espiritual, etérea, inocente y una mujer sensual, llena de erotismo. Un ejemplo de esta manifestación es el poema «Divagaciones» de Rubén Darío. La poesía modernista es rica en elementos simbólicos y mitológicos que puedan dibujar a cada una de esas mujeres; uno de ellos es la expresión del color como descriptivo de sus cualidades, por ello hallamos múltiples ejemplos en los que existe una clara interacción entre el blanco, asociado a lo puro, virginal, casto, en definitiva a la inocencia de la mujer amada, y el rojo, indicativo de la sensualidad y el erotismo que se desprende de ese otro arquetipo, la mujer sensual.

Asociado al blanco, el color rojo se constituye como el símbolo esencial de la fuerza vital, impulsiva, el eros triunfante y con esa plenitud se presenta en el poema «Rojo»: «Un solo impulso vital/ lima las flechas del tiempo./ Hora carnal en que extreman/ sus sensaciones los nervios», donde el deseo, caracterizado por signos positivos (el sol, la vida, las ansias) se asocia a la sangre y ésta como principio de generación aparece vinculada también a la fertilidad cerrando así el círculo vital: «Todo es virginal y sangra/ virilidad del eterno/ el sol engendra la vida/ en el cauce del silencio». Este poema tiene una tibia resonancia a «La casada infiel» de Lorca: «Sabor de carnes desnudas/ hace vibrar el silencio./ Sabor de labios gastados/ que aún estremece el recuerdo». Tampoco es difícil ver la similitud con el «Romance de la luna, luna»: «Sus sueños tensan estrellas/ (estrellas de níveos senos)./ La sensación ha enjoyado/ de áureos anillos sus dedos», versos de semejante tonalidad a aquellos otros de Lorca: «En el aire conmovido/ mueve la luna sus brazos/ y enseña, lúbrica y pura,/ sus senos de duro estaño (...) harían con tu corazón/ collares y anillos blancos». La simbología de la luz solar como principio ardiente, activo y masculino queda concretada en el fuego y la de la oscuridad lunar, como contraparte femenina, pasiva y fría, se representa mediante el agua, aquí transfigurada en nieve: «Fuego y nieve la inconsciencia/ es la ilusión del deseo».

El libro de las baladas resulta en general menos coherente, puesto que los poemas están repletos de notas, correcciones, versos añadidos al margen, cambios en la numeración de los mismos e incluso en los títulos, de manera que entendemos este manuscrito no como un libro acabado, sino como un cuaderno de poemas por ordenar. Aun así, parece evidente que la intención de Rosales era reunir estos poemas como libro y no se trata de un simple borrador de los muchos que encontramos en el legado personal del poeta. Debido a la falta de espacio y a que me encuentro actualmente transcribiendo el manuscrito para su próxima edición, voy a referirme tan sólo a algunos de los textos más relevantes. Los primeros poemas presentan un corte más clásico. «Balada de la esperanza» recrea una estampa tópica en los primeros poemas de muchos autores del 27 e incluso anteriores que recuperan el tema de la infancia como paraíso perdido. En él, un grupo de niños juega y canta en la calle: «El coro vibra en el aire/ igual que una cinta verde». Esta escena nos recuerda a aquella otra del poema «Balada de la placeta» de Lorca en la que los niños cantan con su «divino/ corazón de fiesta» y el deseo del poeta es que Cristo le devuelva su «alma antigua de niño» o a aquella otra «Balada triste» donde el canto de los niños le traen a la memoria los días ya lejanos de la inocencia: «En abril de mi infancia yo cantaba/ Niños buenos del prado» (Libro de poemas, 1921); no están muy lejos de estos otros poemas como «Recuerdo infantil » (Soledades) de Antonio Machado, la «Calle de arrabal» de Dámaso Alonso (Poemillas de la ciudad), «Niños» de Jorge Guillén o la «Elegía» de Juan Ramón Jiménez. El poema está lleno de referencias, unas al folklore infantil, como la canción incorporada como estribillo: «Al alimón, al alimón/ que se ha roto la fuente./ Al alimón, al alimón/ llevadla a componer», un antiguo juego llamado «Los caballeros» ya documentado en el siglo XVII, al que también alude Juan Ramón Jiménez en «Los caballeros» de Por el cristal amarillo (1961): »Juegos en el patio de la calle Nueva./ «Al alimón, al alimón, que se ha roto la fuente.»/ Yo veía, en el sol alegre, la fuente, toda la historia». A la fuente se refería también Jorge Guillén en un verso que recuperará con el tiempo Lorca en su poema «Tu infancia en Menton»: «Sí, tu niñez, ya fábulas de fuentes» (poema «Los jardines»). Los versos «Prisma de siete colores/ su virginidad enciende» convocan al poema «La monja gitana» de Lorca: «Vuelan en la araña gris,/ siete pájaros del prisma». Incluso encontramos una velada referencia a la leyenda del héroe Lohengrin, caballero del Grial, y de la princesa Elsa a la que debía defender con la ayuda de un cisne mágico, y que Robert Wagner popularizó con su ópera romántica del mismo nombre. El poema «Balada de la muerta Niña» está en la línea de poemas como «La niña muerta» de Juan Ramón Jiménez o «Mi niña se fue a la mar» de Lorca. El estribillo «Luna y Mar dicen baladas/ Luna y Mar, la muerte niña», así como el léxico («La Muerte ciñó de anillos/ todo el dulzor de sus líneas», «Los ojos bellos de tristes/ húmedos de lejanía») revelan una inequívoca impronta lorquiana y juanramoniana.

En la primera parte de «Baladas del desencanto», algunas imágenes nos convocan a los tópicos renacentistas de la vida retirada: «Naturaleza desnuda de todo ritmo orquestal./ El silencio se equilibra/ murado de oscuridad», pero sobre todo destaca la antropomorfización de elementos de la naturaleza que desprenden una sensualidad de clara raigambre lorquiana. El despertar erótico deja su rastro en imágenes que destacan más por su candor que por su plasticidad: «Y el Viento besa tu boca./ Viento, no la beses más/ que despertarás los senos/ nevados de castidad».

La segunda parte de este mismo poema del desencanto comienza con una transparente deuda de su maestro granadino en versos definitivos como los dos primeros: «En el canto de los gallos/ sueñan los ojos del Alba», que no desentonan demasiado del original «Romance de la pena negra» de Lorca: «Las piquetas de los gallos/ cavan buscando la aurora».

Aunque el poema nos revela también una imagen —«Lirios de blanca alegría/ mi novia eterna es el agua»— que ya aparecía en Eternidades de Juan Ramón Jiménez: «Mi novia sola es el agua / [...] que pasa siempre y no acaba». Esta recurrencia temática la encontramos en autores como Unamuno: «Agua que pasas soñando/ tu pasar es un quedar»; Machado: «Todo pasa y todo queda» o Guillén: «El río se da y perdura».

El poema «Balada del Mar y el Niño» repite cuatro versos que ya leíamos en «Azul» de Romances de colorido: «Infancia. Azulado y limpio/ mi traje de marinero./ La vida multiplicada/ por el número de puertos».

La primera huella que observamos es la del primer verso del poema, que nos recuerda claramente a aquel «Infancia, campo verde» de Juan Ramón, pero descubrimos otras dos: la del verso «Bajo el cielo y sobre el mar/ azules la mar y el cielo», que proviene del poema «A Margarita Debayle» de Rubén Darío («Pues se fue la niña bella,/ bajo el cielo y sobre el mar/ a cortar la blanca estrella/ que la hacía suspirar»). Y la del Rafael Alberti de Marinero en tierra, en el que el traje se había convertido en el depositario simbólico de la nostalgia, la tristeza, la infancia perdida, la añoranza de un mundo perdido y la ausencia de guarida, de refugio: «¡Traje mío, traje mío,/ nunca te podré vestir,/ que al mar no me dejan ir! Los poemas centrales son muy heterogéneos y pueden ir desde textos que responden más bien al horizonte formalista, a la búsqueda de asociaciones inéditas, a una depuración estética o a la creación imaginística y simbólica, hasta textos de corte más clasicista que describen estampas cotidianas del campo y de la tierra andaluza: «¡Caminos de Andalucía cuando germinan las mieses!», que podría relacionarse con el poema «Amarillo» de Romances de colorido, donde el color simboliza la eternidad, la vida, de ahí que la espiga de trigo, tradicionalmente considerada como un atributo de la abundancia, de la fertilidad y del crecimiento, aparezca unida a la tierra y al cuerpo femenino: «La niña ha granado moza/ como una espiga de trigo/ (...) Vendimiadoras, corpiños,/ tierras de pardos reflejos./ Otoño, pasiones torpes/ vida interior, cauces secos».

En este aprendizaje, encontramos la herencia de los rasgos vigentes en la poesía pura tales como el raudal de imágenes, la predilección por determinados vocablos, la reiteración de algunas expresiones o símbolos reincidentes, así como estructuras sintácticas propias de algunos poetas del 27 que en muchos casos provienen de Góngora y al igual que en él «todo se hace alusivo, dinámico, cambiante, todo va a depender de su conexión: tanto las realidades significadas, como la significación de las palabras que las designan» (Rosales, 1971: 277).

En la última parte del libro, un epígrafe titulado «Cartas líricas» recoge tres nuevos poemas que por estructura, tonalidad y temática difieren claramente del resto. El primero de ellos añade un intertexto inspirado por el soneto «Melancolía» de Rubén Darío. Rosales admiraba de Rubén la capacidad de extremar el lenguaje poético: «es el primero, en nuestra lengua, en lograr asociaciones inéditas» (en Blas Matamoro, 1983: 45). Son poemas que, sin dejar de lado esa mecánica academicista y laudatoria de los poetas que mejor conocía, aquellos de los que había aprendido las claves de su escritura, se recrean en el universo simbolista, en esa poesía moderna que se realiza a sí misma «diciendo lo que no puede decirse de otro modo, es un decir lo imposible » (45), una poética del misterio que escapa a lo racional.

La depuración de este proceso la llevará a cabo en Abril (1935). A medida que el joven poeta escribe algunos de los poemas que compondrán su primer libro, camina ya en la misma senda que los maestros del 27, participando de un arte cada vez menos deshumanizado y más cercano a la realidad existencial. A partir de entonces, pese a la disconformidad y aparente individualidad de sus libros posteriores, hallamos ya ese río interior que fluye por todos ellos como destinándolos a ser parte de un único paisaje. Pero antes de volver la mirada hacia el neoclasicismo que se impuso tras la guerra, mucho antes de dejarse acunar por el rumor unamuniano, por la temporalidad machadiana, por los graves ecos nerudianos y por la límpida fuerza de Vallejo, mucho antes incluso de que Rosales fuera el Rosales que todos conocemos, un modesto cuaderno de juventud, escondido entre los papeles del poeta, nos descubre su primera vocación poética y el escenario de su memoria granadina. Una y otra serán revividas en libros posteriores, pero esa palabra ya está escrita en otro decorado y bajo otro magisterio.


X. C. V.—UNIVERSIDAD DE VALENCIA

 
 
 
  Insula: revista de letras y ciencias humanas