Un náufrago en tierra
firme
Dámaso Alonso
describía al que fuera su discípulo como «un hombre a carta cabal,
inclinado al bien y a la benevolencia, amigo de sus amigos y, en
principio, de todos sus prójimos; espíritu que ha sabido llevar con
dignidad hasta la calumnia» (1971: 341). Pocas descripciones tan
parcas y precisas a un tiempo. El propio autor nos dio otra: «La
vida al recordar se hace tan corta (...) Me llamo Luis Rosales, soy
poeta y he nacido en Granada». Y es que, además de por nacimiento,
había nacido el 31 de mayo de 1910 en el número 7 de la calle
Alcaicería, era granadino sobre todo por vocación y llevaba muy a
gala eso de «granadinear» (Rosales Fouz, 2010: 13), quizás porque
en esa ciudad de la infancia se forjó también su vocación literaria
y su memoria, su pasado y su vacío existencial, su pasear náufrago
y su orfandad tras la pérdida de sus padres, de su casa familiar y
de su niñez: «No tengo un sitio donde volver», anotará en El
contenido del corazón. La infancia y primera juventud del poeta
quedó asentada definitivamente en esa casa paterna hasta el punto
que «la casa y él son una entidad, un todo inseparable » (Díaz de
Alda, 1997: 175). Su obra entera tratará de recuperar esa memoria
dado que «sólo puede acabarse lo que al vivir se olvida», como
recordará en Diario de una resurrección (1979). De la infancia
granadina de Luis Rosales tenemos abundantes referencias en su obra
poética (Candel Vila, 2010) y también en su familia encontramos el
antecesor literario del joven: el poeta Antonio Corona Camacho,
hermano de su abuela materna y amigo personal de Zorrilla, en cuya
amplia biblioteca se aficionó a la literatura. El primer poema
impreso que conservamos de Luis Rosales es el titulado «El sauce y
el ruiseñor», publicado por el padre del poeta sin su
consentimiento en el primer número de Granada Gráfica, y estaba
firmado por S. Rosales Camacho en enero de 1926, dado que su padre
quiso preservar así el nombre de su hijo en caso de que la crítica
no fuera demasiado favorable, como así sucedió. El segundo poema,
publicado en abril de 1926 en Granada Gráfica, se titulaba «Cómo
quisiera morir» y ya iba firmado con el nombre completo, Luis
Rosales Camacho.
En aquella Granada de
los años veinte era evidente la tensión entre los grupos literarios
más conservadores, reacios a ver con buenos ojos las tendencias
aperturistas de los jóvenes y los espíritus más vanguardistas de
éstos. La vida cultural se desarrollaba en el Ateneo, en el Centro
Artístico y en las tertulias y cafés literarios como el Imperial o
el Alameda. Además de la estrecha amistad que le unía a Joaquín
Amigo, intelectual granadino íntimo amigo de Federico García Lorca
y la persona más importante en la vida poética de Luis Rosales en
esos años de formación, su nombre aparece junto al de un grupo de
jóvenes escritores granadinos —entre los cuales se
encontraban Enrique Gómez Arboleya, Luis Jiménez Pérez, Manuel
López Banús— quienes publicaron con el maestro Lorca la
revista Gallo, que llegó a ser la abanderada de la vanguardia
estética granadina y en la que el propio Amigo publicó un
manifiesto de la poética vanguardista. A todos ellos les debe el
primer encauzamiento de su vocación poética (Antonio Núñez, 1965:
4).
Su primera lectura
pública tuvo lugar en el Centro Artístico de Granada en marzo de
1930 gracias a la mediación de Francisco Soriano Lapresa. Como el
propio poeta se ha encargado de aclarar años más tarde, la lectura
tenía dos partes formadas por dos libros diferentes: «El primero de
estos libros se llamaba Cartas líricas, título fuertemente
indicativo de una cierta blandenguería romántica. Tenía influencia
de Juan Ramón. Todos teníamos por entonces influencia de Juan
Ramón» (Rosales, 1983: 21). El segundo libro que ya por entonces
tenía escrito se llamaba Romances de colorido, «libro que también,
como su nombre indica, tenía una notoria influencia de García
Lorca» (21). Tanto El Noticiero como El Defensor de Granada hacen
referencia el 14 de marzo de 1930 a la lectura de Rosales en el
Centro Artístico. Aquí se pierde el rastro de estos primerísimos
poemas. Rosales ha declarado en varias ocasiones que no guardó esos
manuscritos. Podemos pensar que si el propio Rosales no los había
editado nunca era porque consideraba que eran simplemente poemas de
juventud de esos que se guardan en el cajón del olvido junto con
las herramientas de aprendizaje del oficio. Y en parte así es, no
cabe duda. Estamos ante los primeros poemas del que con el tiempo
llegará a ser uno de los nombres más destacados de la posguerra,
pero también es cierto que estos poemas son sin ningún género de
dudas el antecedente directo de los poemas que después recogió en
Abril y constituyen el andamiaje sobre el que se afianzan sus
primeras lecturas revelando una admiración consolidada por los
grandes maestros: Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez,
los clásicos del siglo de oro y, sobre todo, su querido amigo
Federico García Lorca.
Lo necesario
inexistente
La intención de
Rosales en los Romances de colorido era desarrollar el conocido
soneto de Rimbaud y, lo mismo que él asignaba colores a las
vocales, quiso asignar a cada poema un color distinto, es decir,
«hacer de los romances, colores, o bien de los colores, romances,
para que todos ellos tuvieran esa simbólica y visual
representación» (21). Los poemas, dispuestos en un cuidado orden y
encabezados por una dedicatoria, están manuscritos con una
exquisita caligrafía y con múltiples correcciones e indicaciones
que ayudan a descifrar el intrincado mapa dibujado. Estamos, pues,
ante el primer taller literario del poeta y en él nos encontramos
todavía demasiado recientes las huellas de sus primeras lecturas,
aquellas más académicas y menos espontáneas, el impudor ante lo que
sin duda el autor consideraba tan sólo unos esbozos en su
aprendizaje, juegos estilísticos que dejan ver el engranaje de la
composición, las distintas manos que amasan versos, imágenes,
tópicos, símbolos de diversas tradiciones. Porque si hay algo a lo
que el Rosales maduro no renuncia es precisamente al eclecticismo
apostando por una palabra que, sin romper la lección aprendida de
los grandes maestros, permita abrir sus cauces a nuevas tonalidades
hasta formar un crisol que ya desde estos primeros poemas brilla en
toda su diversidad. En respuesta a muchos críticos que consideraban
curioso que no tuviera una influencia explícita de Lorca a pesar de
ser granadino y de admirarle tanto, Rosales señaló que «este libro
era más lorquiano que el mismísimo Romancero gitano» (21).
El poema más
cristalinamente lorquiano es «Verde», el segundo, dedicado a su
hermana Esperanza: «Verde Mar, Verde Esperanza/ Verde amargura del
Verde». No es la única voz, la «esfinge esmeralda» que «duerme» o
el cielo que «muestra la sombra espaciosa de su frente» guardan un
melancólico eco machadiano; la «tarde estival, los arroyos/ (que)
bajo el sol desaparecen» no esconden su deuda del Juan Ramón del
poema «Infancia, campo verde», ese escenario se llena de imágenes
irracionales: «La brisa pone vendajes/ húmedos a nuestra fiebre» o
de voces modernistas «diademada por las crines/de centauros
transparentes ». El simbolismo del color verde es el que acerca la
escena al «Romance sonámbulo»: «En el balcón de la casa/ la niña
espera al ausente». Al igual que en el poema de Lorca, encontramos
a una joven que sueña en la baranda y, como en aquel otro, se
presagia la muerte, pero ahora los «ojos de fría plata» son unas
«suaves esmeraldas húmedas» —notemos aquí el calco de la rima
XII de Bécquer: «Que parecen sus pupilas/ húmedas, verdes e
inquietas»—. La luna «gitana» de Lorca queda transformada
ahora: «la luna es como un paréntesis/ de blanca melancolía» y las
«grandes estrellas de escarcha/ (que) vienen con el pez de sombra»
del romance lorquiano se ven ahora como una claridad celeste y
reveladora: «La noche prende sus sombras/con millares de
alfileres/en la pauta azul del cielo», imagen que recuerda a
aquella otra del poema «La hoguera» de Apollinaire: «El río
prendido con alfileres sobre la ciudad». El desenlace trágico que
se intuye en el romance de Lorca se diluye en cambio en el de
Rosales, con un carácter marcadamente existencialista: «La vida es
tiempo ¿sabes?/ ella espera y no comprende».
En el poema «Negro»
encontramos de nuevo algunos registros cercanos al universo
simbólico lorquiano. Desde los primeros versos se percibe el
presagio de una inexorable tragedia: «Vasos de angustia que el
alma/ del mundo vierte en la sombra»; se vislumbra un horizonte
infinito donde sin rumbo pululan los hombres con un dolor
incomprensible «al no encontrar horizontes/ que inmóviles nos
respondan». La angustia, el dolor, la tristeza por conocer el
destino del hombre, se deja escuchar por el azul del cielo, que
«toma un matiz de angustia con la hora», por la luz que «deja un
tono íntimo/ temblando sobre las cosas», por el aire que, al igual
que en Lorca, representa el vacío, la muerte, la nada (García
Posada, 1981: 115). Aunque en realidad es la Pena, el gran tema de
la obra lorquiana —«Pena limpia y siempre sola» del «Romance
de la Pena negra»—, la concreción de ese sufrimiento
intrínseco al pueblo andaluz, «un ansia sin objeto», como apuntaba
Lorca en su conferencia sobre el cante jondo, la que renace en este
texto: «La Pena fue tan amarga/ más que por pena, por sola», verso
que suena a aquel otro del poema «Separación» de Manuel
Altolaguirre («qué muerte fue tan amarga») o al poema «La
procesión» de Gerardo Diego, escrito bajo el influjo del Romancero
de una aldeana de Enrique Menéndez Pelayo y de Jardines lejanos de
Juan Ramón (Soria Olmedo, 2007: 222). Recordemos que en mayo de
1934 Luis Rosales publicó en el n.º 15 de Cruz y Raya un artículo
titulado «La Andalucía del llanto (al margen del Romancero
gitano)», donde reflexiona sobre el ser andaluz que se opone,
aunque sin llegar a nombrarla explícitamente, a la teoría que sobre
Andalucía tenía Ortega, para quien lo esencial del andaluz era que,
en lugar de esforzarse por vivir, «vive para no esforzarse, hace de
la evitación del esfuerzo principio de su existencia», y en ese
sentido coincidiría con Schlegel en que la pereza sería un residuo
del Paraíso (Whanon, 1997: 132). Otra característica del alma
andaluza, según Ortega, es su apego a la tierra, su ideal
vegetativo, mientras que para Luis Rosales lo que define la actitud
vital del andaluz es la pena, es decir, una interpretación trágica
de la existencia: «La pena de esta tierra andaluza, a la que tiende
unánimemente el andaluz, con todo el impulso de su unidad: la
profunda y no aparente unidad de su naturaleza» (Luis Rosales,
1934: 50).
El poema «Morado» es
una recreación del ambiente religioso que se vive en las calles
granadinas durante las procesiones de Semana Santa: «Oh angustia de
raíz morada/ Mañana de Viernes Santo». Las referencias bíblicas
—«Tres veces me has de negar/ antes de que cante el gallo»,
«El Rabí de Nazaret/ vierte su frente en las manos», «Jesús ha
elevado el cáliz/ de la amargura a sus labios», «Las Viñas de la
Pasión/ dan su vino más amargo», «Tres heridas luminosas/ del
cristo crucificado»— se superponen al devocionario popular y
folklórico de ese «misticismo de mantillas,/ sensualidad de
breviarios» que forma un rosario de pasos mientras el «reloj de
arena/ vuelca sus últimos granos». A medida que se avanza en la
procesión, el color morado adquiere una simbología disémica; por
una parte, como representación espiritual, «emblemas de religión/
que ha ennoblecido el morado», no en vano es el color tradicional
de los nazarenos, pero por otra —al igual que en la pasión de
Cristo— actúa como portador de la muerte y del dolor
universal. El dolor de la Pasión de Cristo es el mismo dolor
humano: «El pueblo muestra al desnudo/ su agrio corazón morado».
Algunos versos delatan ese vía crucis, la inminente proximidad a la
muerte, así la procesión va por «el vial de los cipreses», «la
lluvia tiende en el aire/ sus miradas de tentáculos»,
convirtiéndose en «agua empapada de cielo/ que se angustia en el
remanso» y hasta los «arqueros de la tarde/ duro corazón morado/
abren heridas de cielo/ con las flechas del ocaso». Esta figura del
arquero surge también en los poemas «Sevilla» («Sevilla es una
torre/ llena de arqueros finos») y «Arqueros» («Los arqueros
oscuros/ a Sevilla se acercan») de Poema de Cante Jondo que Lorca
compuso inspirado en la Semana Santa sevillana de 1921 (Durán
Medina, 1974: 17-20). Nótese, en cambio, cómo en Lorca ese misterio
de la festividad religiosa se convierte en un caricaturesco
escenario donde lo popular y lo mágico se encuentran de forma
irreverente: «Por la calleja vienen/ extraños unicornios./ ¿De qué
campo, de qué bosque mitológico?/ Más cerca,/ ya parecen
astrónomos./ Fantásticos Merlines/ y el Ecce Homo, Durandarte
encantado,/ Orlando Furioso» (poema «Procesión »). La descripción
de la escena se completa con el contrapunto aportado por la
sensualidad que desprenden las mujeres que acompañan a Cristo en
procesión de manera que el «dolor sin sombra que hoy deja su
virginidad en el tálamo» llega con las «sombras de opresión,
saetas/ nervios que vibran tensados», la mirada cargada de erotismo
sobre esas jóvenes difiere de la objetiva que el poeta nos da de
ellas, ya que caminan con sus «virginidades de cera», «tiemblan
castas avanzando » y están representadas de nuevo mediante la
blancura y la inocencia: «lirios de luz que derraman/
transparencias en las manos».
Esta disposición
aparece con la misma función en el poema «Blanco», color que
vinculado al fenómeno iniciático se opone al rojo por cuanto
encarna muerte y renacimiento, es el color de la transfiguración y
del entendimiento: «Blanca, blanca y para mí/ íntimamente
escarlata», «Espuma de castidades,/ pudores de Luna y Plata», «Tu
virginidad me encierra/ en un círculo de acacias», «Rojas rosas que
mis manos/ convierten en rosas blancas». No reniega Rosales de su
devoción primera por los modernistas hispanoamericanos, quienes
tuvieron interés por buscar un equilibrio entre dos arquetipos
femeninos. Para ello buscaron la combinación de una mujer
espiritual, etérea, inocente y una mujer sensual, llena de
erotismo. Un ejemplo de esta manifestación es el poema
«Divagaciones» de Rubén Darío. La poesía modernista es rica en
elementos simbólicos y mitológicos que puedan dibujar a cada una de
esas mujeres; uno de ellos es la expresión del color como
descriptivo de sus cualidades, por ello hallamos múltiples ejemplos
en los que existe una clara interacción entre el blanco, asociado a
lo puro, virginal, casto, en definitiva a la inocencia de la mujer
amada, y el rojo, indicativo de la sensualidad y el erotismo que se
desprende de ese otro arquetipo, la mujer sensual.
Asociado al blanco,
el color rojo se constituye como el símbolo esencial de la fuerza
vital, impulsiva, el eros triunfante y con esa plenitud se presenta
en el poema «Rojo»: «Un solo impulso vital/ lima las flechas del
tiempo./ Hora carnal en que extreman/ sus sensaciones los nervios»,
donde el deseo, caracterizado por signos positivos (el sol, la
vida, las ansias) se asocia a la sangre y ésta como principio de
generación aparece vinculada también a la fertilidad cerrando así
el círculo vital: «Todo es virginal y sangra/ virilidad del eterno/
el sol engendra la vida/ en el cauce del silencio». Este poema
tiene una tibia resonancia a «La casada infiel» de Lorca: «Sabor de
carnes desnudas/ hace vibrar el silencio./ Sabor de labios
gastados/ que aún estremece el recuerdo». Tampoco es difícil ver la
similitud con el «Romance de la luna, luna»: «Sus sueños tensan
estrellas/ (estrellas de níveos senos)./ La sensación ha enjoyado/
de áureos anillos sus dedos», versos de semejante tonalidad a
aquellos otros de Lorca: «En el aire conmovido/ mueve la luna sus
brazos/ y enseña, lúbrica y pura,/ sus senos de duro estaño (...)
harían con tu corazón/ collares y anillos blancos». La simbología
de la luz solar como principio ardiente, activo y masculino queda
concretada en el fuego y la de la oscuridad lunar, como contraparte
femenina, pasiva y fría, se representa mediante el agua, aquí
transfigurada en nieve: «Fuego y nieve la inconsciencia/ es la
ilusión del deseo».
El libro de las
baladas resulta en general menos coherente, puesto que los poemas
están repletos de notas, correcciones, versos añadidos al margen,
cambios en la numeración de los mismos e incluso en los títulos, de
manera que entendemos este manuscrito no como un libro acabado,
sino como un cuaderno de poemas por ordenar. Aun así, parece
evidente que la intención de Rosales era reunir estos poemas como
libro y no se trata de un simple borrador de los muchos que
encontramos en el legado personal del poeta. Debido a la falta de
espacio y a que me encuentro actualmente transcribiendo el
manuscrito para su próxima edición, voy a referirme tan sólo a
algunos de los textos más relevantes. Los primeros poemas presentan
un corte más clásico. «Balada de la esperanza» recrea una estampa
tópica en los primeros poemas de muchos autores del 27 e incluso
anteriores que recuperan el tema de la infancia como paraíso
perdido. En él, un grupo de niños juega y canta en la calle: «El
coro vibra en el aire/ igual que una cinta verde». Esta escena nos
recuerda a aquella otra del poema «Balada de la placeta» de Lorca
en la que los niños cantan con su «divino/ corazón de fiesta» y el
deseo del poeta es que Cristo le devuelva su «alma antigua de niño»
o a aquella otra «Balada triste» donde el canto de los niños le
traen a la memoria los días ya lejanos de la inocencia: «En abril
de mi infancia yo cantaba/ Niños buenos del prado» (Libro de
poemas, 1921); no están muy lejos de estos otros poemas como
«Recuerdo infantil » (Soledades) de Antonio Machado, la «Calle de
arrabal» de Dámaso Alonso (Poemillas de la ciudad), «Niños» de
Jorge Guillén o la «Elegía» de Juan Ramón Jiménez. El poema está
lleno de referencias, unas al folklore infantil, como la canción
incorporada como estribillo: «Al alimón, al alimón/ que se ha roto
la fuente./ Al alimón, al alimón/ llevadla a componer», un antiguo
juego llamado «Los caballeros» ya documentado en el siglo XVII, al
que también alude Juan Ramón Jiménez en «Los caballeros» de Por el
cristal amarillo (1961): »Juegos en el patio de la calle Nueva./
«Al alimón, al alimón, que se ha roto la fuente.»/ Yo veía, en el
sol alegre, la fuente, toda la historia». A la fuente se refería
también Jorge Guillén en un verso que recuperará con el tiempo
Lorca en su poema «Tu infancia en Menton»: «Sí, tu niñez, ya
fábulas de fuentes» (poema «Los jardines»). Los versos «Prisma de
siete colores/ su virginidad enciende» convocan al poema «La monja
gitana» de Lorca: «Vuelan en la araña gris,/ siete pájaros del
prisma». Incluso encontramos una velada referencia a la leyenda del
héroe Lohengrin, caballero del Grial, y de la princesa Elsa a la
que debía defender con la ayuda de un cisne mágico, y que Robert
Wagner popularizó con su ópera romántica del mismo nombre. El poema
«Balada de la muerta Niña» está en la línea de poemas como «La niña
muerta» de Juan Ramón Jiménez o «Mi niña se fue a la mar» de Lorca.
El estribillo «Luna y Mar dicen baladas/ Luna y Mar, la muerte
niña», así como el léxico («La Muerte ciñó de anillos/ todo el
dulzor de sus líneas», «Los ojos bellos de tristes/ húmedos de
lejanía») revelan una inequívoca impronta lorquiana y
juanramoniana.
En la primera parte
de «Baladas del desencanto», algunas imágenes nos convocan a los
tópicos renacentistas de la vida retirada: «Naturaleza desnuda de
todo ritmo orquestal./ El silencio se equilibra/ murado de
oscuridad», pero sobre todo destaca la antropomorfización de
elementos de la naturaleza que desprenden una sensualidad de clara
raigambre lorquiana. El despertar erótico deja su rastro en
imágenes que destacan más por su candor que por su plasticidad: «Y
el Viento besa tu boca./ Viento, no la beses más/ que despertarás
los senos/ nevados de castidad».
La segunda parte de
este mismo poema del desencanto comienza con una transparente deuda
de su maestro granadino en versos definitivos como los dos
primeros: «En el canto de los gallos/ sueñan los ojos del Alba»,
que no desentonan demasiado del original «Romance de la pena negra»
de Lorca: «Las piquetas de los gallos/ cavan buscando la
aurora».
Aunque el poema nos
revela también una imagen —«Lirios de blanca alegría/ mi
novia eterna es el agua»— que ya aparecía en Eternidades de
Juan Ramón Jiménez: «Mi novia sola es el agua / [...] que pasa
siempre y no acaba». Esta recurrencia temática la encontramos en
autores como Unamuno: «Agua que pasas soñando/ tu pasar es un
quedar»; Machado: «Todo pasa y todo queda» o Guillén: «El río se da
y perdura».
El poema «Balada del
Mar y el Niño» repite cuatro versos que ya leíamos en «Azul» de
Romances de colorido: «Infancia. Azulado y limpio/ mi traje de
marinero./ La vida multiplicada/ por el número de puertos».
La primera huella que
observamos es la del primer verso del poema, que nos recuerda
claramente a aquel «Infancia, campo verde» de Juan Ramón, pero
descubrimos otras dos: la del verso «Bajo el cielo y sobre el mar/
azules la mar y el cielo», que proviene del poema «A Margarita
Debayle» de Rubén Darío («Pues se fue la niña bella,/ bajo el cielo
y sobre el mar/ a cortar la blanca estrella/ que la hacía
suspirar»). Y la del Rafael Alberti de Marinero en tierra, en el
que el traje se había convertido en el depositario simbólico de la
nostalgia, la tristeza, la infancia perdida, la añoranza de un
mundo perdido y la ausencia de guarida, de refugio: «¡Traje mío,
traje mío,/ nunca te podré vestir,/ que al mar no me dejan ir! Los
poemas centrales son muy heterogéneos y pueden ir desde textos que
responden más bien al horizonte formalista, a la búsqueda de
asociaciones inéditas, a una depuración estética o a la creación
imaginística y simbólica, hasta textos de corte más clasicista que
describen estampas cotidianas del campo y de la tierra andaluza:
«¡Caminos de Andalucía cuando germinan las mieses!», que podría
relacionarse con el poema «Amarillo» de Romances de colorido, donde
el color simboliza la eternidad, la vida, de ahí que la espiga de
trigo, tradicionalmente considerada como un atributo de la
abundancia, de la fertilidad y del crecimiento, aparezca unida a la
tierra y al cuerpo femenino: «La niña ha granado moza/ como una
espiga de trigo/ (...) Vendimiadoras, corpiños,/ tierras de pardos
reflejos./ Otoño, pasiones torpes/ vida interior, cauces
secos».
En este aprendizaje,
encontramos la herencia de los rasgos vigentes en la poesía pura
tales como el raudal de imágenes, la predilección por determinados
vocablos, la reiteración de algunas expresiones o símbolos
reincidentes, así como estructuras sintácticas propias de algunos
poetas del 27 que en muchos casos provienen de Góngora y al igual
que en él «todo se hace alusivo, dinámico, cambiante, todo va a
depender de su conexión: tanto las realidades significadas, como la
significación de las palabras que las designan» (Rosales, 1971:
277).
En la última parte
del libro, un epígrafe titulado «Cartas líricas» recoge tres nuevos
poemas que por estructura, tonalidad y temática difieren claramente
del resto. El primero de ellos añade un intertexto inspirado por el
soneto «Melancolía» de Rubén Darío. Rosales admiraba de Rubén la
capacidad de extremar el lenguaje poético: «es el primero, en
nuestra lengua, en lograr asociaciones inéditas» (en Blas Matamoro,
1983: 45). Son poemas que, sin dejar de lado esa mecánica
academicista y laudatoria de los poetas que mejor conocía, aquellos
de los que había aprendido las claves de su escritura, se recrean
en el universo simbolista, en esa poesía moderna que se realiza a
sí misma «diciendo lo que no puede decirse de otro modo, es un
decir lo imposible » (45), una poética del misterio que escapa a lo
racional.
La depuración de este
proceso la llevará a cabo en Abril (1935). A medida que el joven
poeta escribe algunos de los poemas que compondrán su primer libro,
camina ya en la misma senda que los maestros del 27, participando
de un arte cada vez menos deshumanizado y más cercano a la realidad
existencial. A partir de entonces, pese a la disconformidad y
aparente individualidad de sus libros posteriores, hallamos ya ese
río interior que fluye por todos ellos como destinándolos a ser
parte de un único paisaje. Pero antes de volver la mirada hacia el
neoclasicismo que se impuso tras la guerra, mucho antes de dejarse
acunar por el rumor unamuniano, por la temporalidad machadiana, por
los graves ecos nerudianos y por la límpida fuerza de Vallejo,
mucho antes incluso de que Rosales fuera el Rosales que todos
conocemos, un modesto cuaderno de juventud, escondido entre los
papeles del poeta, nos descubre su primera vocación poética y el
escenario de su memoria granadina. Una y otra serán revividas en
libros posteriores, pero esa palabra ya está escrita en otro
decorado y bajo otro magisterio.
X. C.
V.—UNIVERSIDAD DE VALENCIA
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