Un año crucial: 1975
Como muchos otros españoles, Miguel Delibes
veía con incertidumbre y temor el destino que le esperaba a España
tras la muerte del general Franco. Y también como muchos otros
españoles el escritor deseaba para el país un futuro democrático y
unas instituciones democráticas, al igual que lo quería para los
países del llamado «Telón de acero», como esa frustrada Primavera
de Praga que él conoció bien sobre el terreno, y todo ello sin
menospreciar los frutos válidos conseguidos por el socialismo. Sin
embargo, cuando se presentía ya el final del régimen franquista,
Delibes no tenía muchas esperanzas en que pudiera producirse un
cambio mediante un proceso pacífico e incruento, semejante al que
había tenido lugar en Portugal durante la llamada «Revolución de
los claveles» en abril de 1974. En España había un legado de
violencia y cainismo del que era muy difícil zafarse: demasiadas
guerras en la historia contemporánea, a lo largo de los siglos XIX
y XX, demasiadas contiendas civiles, cuartelazos, pronunciamientos,
guerras carlistas, y la gran tragedia de 1936 a 1939 en la que
desembocaría tanto pasado de enfrentamientos. Por ello, y por haber
vivido la Guerra Civil así como la larga e interminable posguerra
con todas sus miserias, Delibes se enfrenta con recelo ante ese
futuro que se abre cargado de nubes tormentosas, y que llamamos
posfranquismo. Ese sentimiento de pesimismo ante el inmediato
horizonte político —a mi juicio, en modo alguno reaccionario,
sino miedo puro y duro— se refleja de forma muy especial en
su novela Las guerras de nuestros antepasados, cuya primera edición
es de enero de 1975, es decir, diez meses antes de producirse la
muerte del dictador. Esta obra fue escrita en un período convulso,
de huelgas, protestas y ebullición política dentro y fuera del
país, cuando el propio régimen estaba ya en franca descomposición,
antes de la muerte física del Jefe del Estado. Era ya la Transición
y, por lo tanto, este libro es una pieza importante y un testimonio
valioso de esa época.
Fue un año después de la aparición de Las
guerras..., cuando yo publiqué, en enero de 1976, desde las páginas
de esta misma revista ÍNSULA, una extensa reseña sobre esa novela,
artículo que llevó el título de «Determinismo y violencia en Las
guerras de nuestros antepasados ». Mi análisis no pudo zafarse de
la «circunstancia» de esos momentos, porque entonces creí, y sigo
creyendo, que Las guerras de nuestros antepasados era producto de
las circunstancias, y una reflexión en clave literaria a propósito
de lo que Delibes pensaba sobre los españoles y su atávica
violencia, y, de rebote, sobre el futuro inmediato que nos podía
aguardar. Pero tan poseído estaba yo del problema de España y de
las expectativas democráticas que ni siquiera tuve tiempo de
plantearme en mi reseña un análisis formal y estructural de la
novela, siendo ésta, al igual que el resto de sus libros, un
prodigio en su reflejo del habla coloquial y del tratamiento
artístico de la psicología y el comportamiento humanos, entre otros
valores literarios.
En síntesis, lo que sostenía en el citado
estudio era que Delibes, en Las guerras..., describía unas
características del pueblo español muy condicionadas por el pasado
de enfrentamientos bélicos, de forma que todo parecía apuntar a un
determinismo no sólo social, sino incluso genético, por lo que a
cada generación, tarde o temprano, le llegaba su guerra. Pacífico
Pérez, el protagonista de la novela, es el vástago atípico de una
familia de guerreros: guerra carlista la del bisabuelo, guerra de
África la del abuelo y Guerra Civil la del padre, pero de guerreros
no arrepentidos ni dolidos de haber estado en la guerra, sino todo
lo contrario: bien orgullosos, como lo demuestran sus continuas
declaraciones y esperpénticas actuaciones (incluidos improvisados
desfiles, envueltos en sus apolillados uniformes). Todo ello en un
pueblo de la Castilla profunda dividido en dos mitades
irreconciliables. En cambio, Pacífico, haciendo honor a su nombre,
muestra tal bondad y está tan alejado de la violencia y del ardor
guerrero que es algo así como el garbanzo negro de la familia,
causando la ira y el desprecio de sus mayores. Sin embargo, este
personaje terminará también matando —en concreto al hermano
de su novia— movido por un impulso alejado de todo
sentimiento de culpa. El mensaje es evidente: el pasado violento se
lleva en las venas, y siempre termina por aflorar.
Ante esta situación, mostraba yo mi
«desacuerdo» mediante algunas consideraciones de carácter
extraliterario o, mejor dicho, extratextual: si bien admitía los
efectos del determinismo social, negaba la del genético, y advertía
del peligro que suponía sostener —o, al menos,
describir— el carácter del pueblo español como propenso,
irremediablemente, a la violencia, porque ello podría conducir a
reforzar la idea de que solo un cirujano de hierro —otro
dictador— podría ser el remedio y la salvación de los males
atávicos de la patria. Como en 1975 casi todos los españoles
vivíamos el psicodrama nacional de lo que podría ocurrir en el
futuro inmediato, yo procuraba ver las cosas con más optimismo: una
superación de ese pasado tenebroso en aras del establecimiento de
un régimen democrático y de un Estado de derecho. Además, mostraba
también mi desagrado por el hecho de que Delibes pintaba, a través
de la Candi, novia de Pacífico, un tipo de juventud, «progre» y
supuestamente liberada, cargada de muchas contradicciones. La Candi
—la chica que ha estudiado en la ciudad— está poseída
de su papel liberador, que ejerce sobre Pacífico —el
aldeano— de una forma bastante cruel. Tampoco faltaba, en mi
visión, la del joven disidente de entonces que consideraba la
situación de España como un reguero de injusticias y desigualdades
que habían conducido, lamentable pero inevitablemente, a soluciones
de violencia.
Y todo eso se reflejó en mi artículo, que hoy
hubiera enfocado de otra manera, porque, sin dejar de referirme al
plano del significado (es decir, a todo ese componente ideológico),
no habría descuidado el análisis que el libro se merece desde el
punto de vista artístico.
El escritor responde por carta
Delibes leyó mi reseña, el primer artículo que
yo publicaba sobre su obra, y, para sorpresa mía, me escribió una
carta. No es frecuente que los autores escriban a sus críticos, y
mucho menos cuando en lo expresado ha habido, precisamente,
objeciones y críticas. Un dato más que apuntar sobre la bonhomía
del escritor vallisoletano. La carta, con fecha de 20 de febrero de
1976, escrita a mano, con su conocida caligrafía casi
indescifrable, decía así:
D. Pedro Carrero
Madrid
Querido amigo: muchas gracias por el extenso y
profundo estudio que dedica usted a mi última novela en la revista
«Ínsula ». Créame que me ha interesado mucho. Respecto a los dos
problemas que usted se plantea a lo largo de estas líneas debo
decirle que nunca utilicé a la Candi como un símbolo del
progresismo, sino del pseudoprogresismo, que tampoco escasea. La
Candi es también sujeto de agresión contra Pacífico [,] y su
filosofía es tan frágil que se desmorona con una barriga. Respecto
a la violencia social hereditaria no la he desechado del todo. Pero
es claro que a usted no le falta razón cuando atribuye esa
violencia a las «condiciones del escenario existencial » y,
podríamos añadir, a la reiterada aplicación de la fórmula del palo
y tentetieso a la que usted, aunque en otro sentido, alude. Mas en
esta novela yo me he limitado a los qués sin entrar en los porqués,
lo que sin duda daría materia para otra novela. Le reitero mi
reconocimiento y le envío un afectuoso saludo.
Miguel Delibes
Después concerté con Delibes una entrevista en
la Real Academia Española, un jueves por la tarde. Yo, a la sazón,
trabajaba como redactor en el Seminario de Lexicografía, en el
Diccionario Histórico de la Lengua Española, que dirigía Rafael
Lapesa, y del que era Redactor Jefe Manuel Seco. Con Seco hablaba,
a veces, de política en los pasillos de la Academia, y a él le
dediqué el citado artículo sobre Las guerras... de Delibes. Aquel
día —estoy hablando del mes de febrero de 1976— bajé
desde la primera planta a la planta baja donde tienen sus reuniones
los académicos. Delibes me acogió muy amablemente, pero yo apenas
si pude balbucear alguna palabra coherente, pues me puse nervioso.
Seguro que el escritor percibió mi azoramiento. Yo, después de
todo, era un empleado de la Casa, y no estaba acostumbrado a
moverme los jueves por la tarde en las proximidades del
sanctasanctórum donde se reúnen los académicos en sesión
plenaria.
Sin embargo, ilusionado por haber recibido esta
carta de Delibes y, por parte de él, tan buena y civilizada
acogida, yo le contesté con otra, de fecha de 3 de marzo de 1976,
una carta más extensa, manuscrita: un folio por las dos caras.
Conservo copia de ella, que no voy a reproducir en su integridad,
pero sí resumir. En primer lugar, me disculpaba por mi cortedad en
la reciente entrevista, y le agradecía su carta anterior, pues «no
siempre el escritor suele recompensar con su respuesta e interés
este tipo de trabajos». Luego entraba en materia, centrándome en
las luchas fratricidas entre los del Humán y los del Otero (el
pueblo de Las guerras...) con una hostilidad que se remonta, según
se dice en la novela «al tiempo de los moros». Y le decía lo
siguiente a Delibes: «tal y como usted presenta la situación, no
existen motivos racionales que justifiquen esa hostilidad» (si
acaso —añadía yo— la traída de aguas a los del Humán,
lo que provoca la famosa pedrea o cantea). Y muy llevado de mi
juvenil sentido de la justicia ante una España con tantas
desigualdades, y como un exponente más de la juventud «progre» y
contestataria de la época, le preguntaba al escritor si en ese
pueblo no había «ricos y pobres, explotadores y explotados,
caciques y jornaleros». Apuntaba, por tanto, a los «porqués», que
pudieran, de alguna forma, explicar los estallidos de violencia,
aunque yo consideraba lamentable la violencia. En honor al escritor
vallisoletano, hay que decir que años después, en 1981, Delibes
publicaría una de sus mejores obras, Los santos inocentes, que
tenía más o menos guardada en un cajón y de la que solo había
publicado un fragmento en forma de cuento —La milana—,
y en dónde sí se retrata a explotadores y explotados, en el régimen
semifeudal de un cortijo extremeño, con lo cual no hacía sino
recoger motivos recurrentes de otras novelas suyas donde se
denuncian las injusticias y desigualdades.
Volviendo a Las guerras... y a mi carta, más
adelante añadía lo siguiente, llevado también por mi juvenil ardor
y sin dolerme prendas:
La visión que se nos da del Humán del Otero es,
en cambio, más simplista, puesto que a ud. le ha interesado
destacar esa violencia ciega, en la que no descarta una explicación
genética. Y me parece esta explicación tan peligrosa, tan
pesimista, que aun en el supuesto de que hubiera una base
científica ¿cómo podríamos hacerlo extensible a toda una
colectividad? ¡Se ha especulado tanto con la «forma de ser» de los
pueblos y de las razas, etc.! En fin, usted ya me comprende.
Días después, en concreto el 14 de marzo de ese
mismo 1976, y a pesar de tanta cruda sinceridad por mi parte (o
consecuentemente con ello), Delibes me envió otra carta que
reproduzco a continuación:
A Pedro Carrero
Querido amigo: estuvo usted muy gentil y amable
bajando a saludarme la otra tarde en la Academia. Y, la verdad, no
advertí su pretendida cortedad: únicamente que apenas disponíamos
de unos minutos para saludarnos.
Sin duda, soy pesimista, pesimista en todos los
órdenes de la vida. Esto me hace sufrir pero se me impone: es algo
irremediable. Si usted tuvo ocasión de leer mi primera novela «La
sombra del ciprés» [sic] se daría cuenta de ello. Ahora, tras la
pérdida de mi mujer, pienso que la filosofía de Pedro, el
protagonista, no era tan descabellada.
Entiendo lo que usted me dice. No hay «qués»
sin «porqués ». Pero, por ejemplo, en Portugal, cuya historia es
paralela a la española —más grave y difícil en algún
aspecto— han pasado por una situación delicada sin matarse. Y
tenían también sus «porqués». Ya lo creo que los tenían. Le abraza
cordialmente
Miguel Delibes
Es evidente el pesimismo de Delibes en todos
los órdenes, una visión amarga de la vida que se puede rastrear a
lo largo de las distintas fases de su novelística: la muerte que,
agazapada, preside la vida; la mezquindad y el egoísmo como parte
consustancial de la locura humana; las injusticias de todo tipo en
un país marcado por grandes desigualdades; la indefensión de los
seres más débiles; el desamparo del mundo rural; la degradación del
entorno natural; la violencia de los españoles, de la que no se
salvan tampoco los habitantes de ese mismo marco rural, en modo
alguno idealizado. Es decir, hay un pesimismo filosófico,
universal, que tiene que ver con la condición y las circunstancias
de lo humano en cualquier latitud, y hay otro que toma como
referencia la idiosincrasia de los españoles. Pero lo cierto es
que, pesimismos aparte, todo este mundo novelesco, tan enraizado
con la realidad, hay que valorarlo, precisamente, en lo que tiene
de verdadero, de verosímil, de reflejo acertado del comportamiento
y de la manera de expresarse de los tipos humanos que el novelista
retrata. Un mundo novelesco en el que, además, el escritor
vallisoletano proyecta buenas dosis de ironía y también de
ternura.
Volvemos a la clave central de este estudio: la
violencia en general y, en particular, la de los españoles, tan
íntimamente relacionada con la cuestión de «las dos Españas». Mis
opiniones expresadas en el citado artículo y en la carta que envié
a Delibes son las de un joven contestatario de aquellos años que
deseaba para su país un sistema democrático y que temía una
repetición del pasado, es decir, la vuelta a alguna forma de
dictadura. Todo esto se inscribe, evidentemente, en lo
«extraliterario», pero en mi descargo diré que cualquier libro de
ficción que hace referencia a un contexto histórico concreto (como
es, en este caso, el devenir de los españoles) y apunta, en el
plano del significado, a una serie de ideas generalizadoras, merece
también un comentario ideológico. Como señala la estética de la
recepción, el proceso creativo no se completa hasta que el libro es
interpretado por el receptor, por el lector. Y ésa era, en esos
momentos, mi hermenéutica sobre la obra (dejando entonces a un
lado, soy consciente de ello, el análisis de su perfecta estructura
narrativa y del acertado lenguaje utilizado). Así que la tesis de
Delibes en Las guerras... se me antojaba como una forma de servir
en bandeja de plata la justificación de la doctrina del «palo y
tentetieso» para los españoles, doctrina que, por otra parte, no
era la de nuestro escritor. No era eso, precisamente, lo que el
novelista vallisoletano deseaba para España, pero su pesimismo le
conducía, peligrosamente, al terreno de la fatalidad, del callejón
sin salida. Afortunadamente para todos, Delibes se equivocó.
En noviembre de 1978 apareció El disputado voto
del señor Cayo, que puede considerarse, sin duda alguna, como otra
novela de la Transición en los términos más absolutos, pues hace
referencia, precisamente, a las primeras elecciones libres
—en concreto, a Cortes Constituyentes—, después de casi
cuarenta años, y que tuvieron lugar en junio de 1977. Cuatro años
después, en septiembre de 1981, Delibes publica Los santos
inocentes, una novela que nos retrotrae a los años del franquismo y
a cuyas líneas argumentales esenciales ya me he referido más
arriba. Considerando en conjunto estas dos novelas además de Las
guerras..., publiqué otro artículo también en estas páginas que
llevó el título de «El “leitmotiv” del odio y de la
agresión en las últimas novelas de Delibes». En las tres novelas
hay registros y modalidades diferentes de violencia. Si Delibes
afirma en su carta haber escrito sobre los «qués» en Las
guerras..., está claro que Los santos inocentes, como otras novelas
suyas anteriores, se inscribe en el terreno de los «porqués». Como
sabemos, un simple, un retrasado mental, Azarías, se convierte en
el brazo ejecutor frente a los abusos del señorito Iván. Si en Las
guerras... Pacífico era un «raro» y termina matando de una forma
espontánea, en Los santos inocentes Azarías premedita
cuidadosamente su venganza contra el matador de la grajeta. El odio
se ha apoderado de Azarías, lo suficientemente «astuto» como para
trazar su plan justiciero. Violencia, pues, de distinto signo en
las dos novelas, aunque entre los dos personajes hay un elemento
común y general a otros personajes de Delibes: su inserción en la
naturaleza, en el entorno rural. Los santos inocentes refleja
situaciones de abuso y explotación que explican los estallidos de
odio y de violencia.
Las elecciones del 77: el señor Cayo en su
rincón
¿Y en El disputado voto del señor Cayo? Ya hay
elecciones libres, se han legalizado los partidos políticos y por
primera vez los españoles pueden decidir. Sin embargo, la agresión
y la violencia siguen estando presentes. Ahora vemos cómo la
campaña electoral de esas elecciones se traslada a un pueblo de la
montaña donde sólo viven tres habitantes: el señor Cayo, su mujer y
otro vecino. Hay una violencia desgarradora, cruel e inmisericorde,
propia de ese pasado que se quiere superar y olvidar, y es la que
protagonizan los militantes ultraderechistas que irrumpen en
Cureña, los que humillan al señor Cayo y golpean con una cadena al
candidato de izquierdas. Pero hay otro tipo de violencia, más
sutil, en modo alguno parangonable a la de signo fascista, pero que
supone, a fin de cuentas, una «agresión», por lo que tiene de
conflicto: y es la vehemencia ideológica de los militantes de
izquierda —y especialmente la de Rafa— que irrumpen con
su programa electoral en la aldea de Cayo. Víctor, el candidato,
hombre maduro, se queda fuera de esa actitud ideológica arrolladora
y agresiva, pues es un idealista, un hombre que ha estado en la
cárcel, y ve con comprensión y curiosidad todo lo que hace y dice
el señor Cayo. Es un hombre auténtico y prudente. Los jóvenes, en
cambio, Laly y Rafa, se sorprenden del mundo en el que vive Cayo,
bien distinto del de la ciudad a la que están acostumbrados.
Quieren redimirle, pero el señor Cayo no necesita redención alguna,
él es feliz en el pueblo, y responde así a Laly cuando le dice que,
un hombre, a su edad, no debería seguir trabajando todo el día en
el huerto: «—Toó. Y ¿si me quita usted de trabajar en el
huerto, en qué quiere que me entretenga?». También se estrella Rafa
—un auténtico botarate—cuando, desgañitado, explica a
Cayo que los candidatos (Víctor y Laly) son «la opción del pueblo,
la opción de los pobres», porque Cayo, perplejo, responde:
«—Pero yo no soy pobre». Todos los esquemas mentales de los
militantes de izquierda se vienen abajo ante el señor Cayo y su
mundo. En realidad, es el señor Cayo el que tendría que redimirles,
con toda su sabiduría rural, su conocimiento del campo, de los
árboles, de las plantas, de los animales. Una vez más se viene
abajo la creencia de que los habitantes de las aldeas son unos
ignorantes, y una vez más Delibes nos muestra las maravillas y los
mil secretos y curiosidades de un entorno natural que corre el
peligro de degradarse, extinguirse y olvidarse en el momento en el
que en esas aldeas perdidas de la montaña no quede ni un solo
habitante más.
Pero El disputado voto del señor Cayo no es, en
modo alguno, una idealización del mundo rural. Y es aquí cuando
vuelve a surgir el tema de la violencia y del cainismo. Cuando los
militantes le preguntan a Cayo si vive alguien más en el pueblo,
aparte de él y su mujer, él les responde: «—Como quedar
—dijo el viejo indicando con la escriña la calleja—
también queda ese, pero háganse cuenta de que si hablan con ese no
hablan conmigo». Y después añade: «Aquí contra menos somos, peor
avenidos estamos». De ahí que no es extraño que, de vuelta ya a la
ciudad, el maltrecho Víctor diga lo siguiente sobre el señor Cayo:
«—El también odia, ¿sabes? —dijo pausadamente—:
Odia como nosotros». Y a continuación Víctor muestra las horribles
heridas que le han causado los ultras, mientras que le dice a uno
de los dirigentes de la campaña: «Esto no tiene remedio, Dani, es
como una maldición».
De manera que, con todos estos datos, yo seguía
rastreando unas constantes de odio y violencia en la que, hasta
esos momentos, era la última producción novelística de Miguel
Delibes. Unos meses después de la publicación de mi artículo,
recibí una carta del escritor fechada en Sedano el 3 de julio de
1982, que reproduzco a continuación:
Querido Carrero:
Vuelvo a darte las gracias ahora por tu lúcido,
agudo ensayo sobre el odio en mis últimas novelas que acabo de leer
en «Ínsula». ¿Qué más voy a decirte? Desgraciadamente no creo que
se pueda dar un paso en este viejo país sin encontrarte con el
odio: ostensible o soterrado, el odio está en todas partes, mueve
nuestros actos o aguarda, agazapado, en espera de su oportunidad.
Pero el caso es que yo no pensaba en nuestro cainismo al escribir
el «Cayo» o «Los [santos] inocentes » (sí en «Las guerras [de
nuestros antepasados]») pero tú ahora me demuestras que también en
esta ocasión pesaba sobre mí.
Voy poco por la Academia, apenas nada. Creo que
los pájaros o la terminología rústica no le interesan a nadie más
que a mí. Un cordial abrazo
Miguel Delibes
El reconocimiento que Delibes expresa en esas
líneas sobre las observaciones de mi citado estudio no dejó de
llenarme, evidentemente, de satisfacción, aunque nunca publiqué esa
carta del escritor vallisoletano, pues tanto ésa como las dos
anteriores son, hasta el día de hoy, inéditas, así como otras que
conservo del novelista. Ojalá que la relación entre el crítico y el
autor estudiado fuera siempre así. Ese artículo de abril de 1982 lo
considero mejor trabajado, desde el punto de vista de una crítica
global, que el que escribí en 1975 sobre Las guerras de nuestros
antepasados, pues abordo ya cuestiones referentes tanto al
significado como a la estructura de las obras de Delibes. Pero los
motivos recurrentes del odio y de la violencia habían seguido
apareciendo, por lo que yo sentía la obligación de rastrearlos, lo
que el propio escritor reconoce en su carta. Todo ello por no
hablar, en la misma línea del pesimismo delibiano, de la visión
negativa que en El disputado voto del señor Cayo se ofrece sobre la
clase política, aunque no sobre todos los políticos, porque Víctor,
el candidato, se salva, como también se salva Laly, aparte de
incurrir en algunas ingenuas declaraciones. Rafa
—indispensable, por otra parte, en cualquier organización
política— es el representante del político dogmático,
arribista, vehemente, mal estudiante («veintitrés años y segundo de
Derecho», le reprocha Laly), y presa de sus propias contradicciones
burguesas. Incluso sueña que, si gana su partido, desaparezcan los
exámenes, porque esa sería una forma de llevarse a la juventud de
calle (sic). En el transcurso de una comida, Laly resume con
acierto los rasgos de un personaje tan poco ejemplar como Rafa:
«—Reúnes todos los vicios del pequeño burgués, las tres pes,
como dice Ayuso: Pereza, pito y paladar». Buen ojo de águila el del
escritor vallisoletano, pues, en medio del entusiasmo que generaban
las primeras elecciones libres, no se escapaba de su visión del
cuerpo social la existencia de una fauna política como la que Rafa
representa.
Un sano debate al comienzo de los 80
Pero volviendo al tema del odio y de la
violencia atávicos en las novelas de Delibes, todavía quedaba
cuerda para hablar de esos temas al comienzo de los años 80.
También en abril de 1982, Carolyn Richmond publicó un breve ensayo,
en forma de libro, sobre Las guerras de nuestros antepasados. Sobre
ese ensayo publiqué una reseña también en ÍNSULA, en el número de
mayo-junio de 1983, que llevó el título de «A vueltas con Delibes,
los españoles y sus guerras (Sobre un libro de Carolyn Richmond)».
Resalté la importancia y las numerosas aportaciones de este
estudio, evidentemente más extenso y global que el que yo escribí a
comienzo de 1976, y en el que se analiza tanto la estructura como
el significado de la obra. Señalaba, no obstante, alguna diferencia
de opinión en la interpretación de la novela de Delibes en lo que
al tema de la violencia se refería, pues la autora lo enfocaba más
desde el punto de vista de la naturaleza humana en general que como
una característica de la naturaleza e idiosincrasia de los
españoles. En concreto, decía yo lo siguiente en mi reseña:
«Seguimos manteniendo, no obstante, como interpretación del
pesimismo que se refleja en la novela, que Delibes no hace
referencia a la naturaleza humana cuando aborda el tema de la
violencia (opinión sostenida por Carolyn Richmond), sino
específicamente a la condición y naturaleza de los españoles». Y,
entre otras cosas, afirmaba que «no es extraño que Las guerras de
nuestros antepasados despierte el interés de los hispanistas y que
ahora venga a sumarse un nuevo y entusiasta trabajo a la
bibliografía ya existente». Yo veía a Carolyn con cierta frecuencia
en la tertulia semanal de ÍNSULA, en la Gran Vía, en unas
dependencias de Espasa-Calpe, y me dijo que quizá sería bueno para
la revista reflejar este debate que habíamos iniciado sobre Las
guerras... en una sección que podía titularse «Cartas al Director»,
sección que ya había existido en tiempos y que quizá convendría
resucitar. La idea me pareció estupenda, de forma que aguardé su
respuesta, que llegó, efectivamente, en una carta al director en el
número de septiembre de 1983. En ella, decía Richmond:
«Es bien posible que el crítico haya acertado,
además, las intenciones del propio autor al escribir su novela;
pero, de todos modos, pienso que una creación literaria solo
perdurará si consiente una lectura más universal que
circunstancial. Si la novela en cuestión resiste el paso del
tiempo, cosa que está por ver, no será por tratar, como cree
Carrero “del problema específico de España —España como
problema, una vez más— y de la peculiar condición violenta de
los españoles”, sino precisamente por tratar “de la
índole de la naturaleza del hombre en general”».
A continuación Carolyn se referiría al hecho
curioso de que si antes los hispanistas de fuera solían insistir en
la idea de que España era diferente, ahora eran los hispanistas
españoles (refiriéndose a lo que yo sostenía en mi artículo) los
que, al parecer, nos obstinábamos en subrayar tal diferencia.
Como podrá observarse, el debate era una
muestra impecable de mutuo respeto y discrepancia civilizada que
debe existir en la crítica, y en esa misma línea contesté a la
carta de Carolyn Richmond, respuesta que apareció en la citada
sección de ÍNSULA en el número de febrero de 1984. En ella, tras
señalar que no creía en diferencias entre hispanistas de fuera e
hispanistas de dentro, declaraba que no había en mí «obstinación ni
complacencia en modo alguno en el tema de las presuntas violencias
y diferencias de los españoles [...] En todo caso [...] habrá que
atribuírselo al Delibes de esos años, no como complacencia, diría
yo, sino como seria y muy humana inquietud del novelista ante las
inciertas expectativas del posfranquismo y bajo la presión de un
pasado histórico poco risueño». Al mismo tiempo, sostenía que si la
lectura tenía que ser más circunstancial que universal, no por ello
se resentía la calidad literaria ni la perdurabilidad de la novela
Las guerras de nuestros antepasados. Además, en aquel artículo mío
del convulso 1976 lo que yo quería, precisamente, era «combatir» la
idea de que los españoles éramos «diferentes », es decir,
condenados a un futuro de violencia.
La cuestión, vista desde los 90
En el libro de César Alonso de los Ríos
Conversaciones con Miguel Delibes hay un apéndice titulado
«Conversaciones en el invierno del 92» en las que reanuda las ya
mantenidas con el escritor en 1970. Como es sabido, en 1992 la
democracia estaba más que consolidada y España pertenecía a la
Unión Europea. En un momento de la conversación, en que se habla de
problemas ecológicos y de la imposibilidad de que los gobiernos
hagan caso a las minorías intelectuales, dice Alonso de los
Ríos:
—En todo caso, Miguel, si echamos la
vista atrás, simplemente a los momentos en los que escribimos la
primera parte de estas conversaciones[,] debemos reconocer la
mejora de nuestra situación. Hoy nos sentimos a salvo del horror,
del miedo, de la inseguridad que eran los compañeros de la
dictadura.
Y Miguel Delibes, entre otras cosas, comenta lo
siguiente:
—[...] a mi entender el gran cambio que
se ha dado de Franco a hoy ha sido la liquidación de las guerras
civiles, la terrible salsa de la vida española durante más de un
siglo. La creación de una unidad europea con todas las dificultades
que comporta tiene una cosa hermosa y es que se acabaron los
cuartelazos. Esto vale por todo lo demás, por todas las objeciones
que puedan hacérsele. Por eso yo me considero europeísta y
partidario de Maastrich, aunque luego haya que matizar todo lo
matizable.
No es extraño que, al hilo de este pasaje de la
conversación, surja el recuerdo de Las guerras de nuestros
antepasados. Es Alonso de los Ríos quien lo trae a colación, pero
no exactamente como tal novela y su título, sino como una constante
histórica: «Con ello terminará el serial de «las guerras de
nuestros antepasados»». En efecto, Delibes reconoce que «el
cainismo, la violencia, las pugnas de pueblo contra pueblo que en
España llegaron a constituir un deporte se habrán acabado ». Más
adelante, y tras recordar que ese sentimiento de violencia estaba
muy metido en la sangre de los españoles, dice lo siguiente sobre
el personaje protagonista: «Pacífico empezó creyendo en la no
violencia y acabó convencido de que eliminar a un semejante con la
navajilla de abrir piñones era un acto normal».
Tampoco faltan referencias a El disputado voto
del señor Cayo en este apéndice de las conversaciones entre Alonso
de los Ríos y Delibes. Y así, entendemos mejor lo que el autor
piensa de sus personajes, por ejemplo, de Rafa, lo que concuerda
con lo que apuntábamos más arriba. El entrevistador comenta que «En
El disputado voto del señor Cayo vuelves, una vez más, a una idea
muy querida por ti y es que no conviene identificar lo urbano con
el progreso real y lo rural con la ignorancia. Sacas un gran
partido a la contraposición de los lenguajes rural-urbano». Y
responde el escritor:
—Cada palabra del señor Cayo es sustancia
y en cambio el chiquilicuatre ese, Rafa, es de una insustancialidad
inenarrable. Todo su lenguaje se reduce a quinientas palabras. La
formación, en cambio, del hombre que se ha educado en el medio
natural es completa.
Delibes se ha reservado expresar juicios de
valor sobre sus personajes para circunstancias como la de esta
entrevista. Está claro que no lo iba a hacer en su novela desde el
plano del narrador, como aquellos juicios de valor que a veces se
les escapaba a los novelistas del XIX. Al escritor moderno le basta
con hacer hablar y comportarse a los personajes (sin olvidar los
juicios de valor que emiten los propios personajes, como el ejemplo
antes citado de Laly) para que el lector extraiga una idea acertada
sobre cada uno de ellos. Y así, dibuja con acierto a unos y otros,
de forma que lo de «chiquilicuatre» aplicado a Rafa no nos coge por
sorpresa (recordemos que antes lo hemos definido como
«botarate»).
Capítulo cerrado (a modo de colofón)
Me veo obligado a hacer algunos comentarios que
de nuevo, irremediablemente, pertenecen a la esfera de lo
extraliterario o extratextual, aunque siempre derivado de los
textos y del pensamiento de Delibes. He sentido la tentación de
poner entre interrogantes lo de capítulo cerrado, pero no quiero
mentar al diablo ni pecar de desconfiado. Porque es evidente que,
después de todo lo andado por los españoles desde 1975 hasta la
actualidad, los temores que embargaban a Delibes en aquel año
crucial, y que subyacen en el significado de Las guerras de
nuestros antepasados, han desaparecido. La Transición aparece, así,
como un modelo ejemplar de transformación pacífica e incruenta de
un Estado totalitario a un Estado democrático y de derecho. El
propio escritor lo reconoce en 1992, en su nueva conversación con
Alonso de los Ríos. Venciendo su natural pesimismo, y a pesar de
los problemas existentes, se siente seguro dentro de la Unión
Europea. El camino no ha sido, precisamente, de rosas, el
terrorismo es un lastre insoportable y monstruoso y ha habido hasta
un intento de golpe de Estado entre medias, pero cada vez se ve más
lejos el fantasma de una confrontación civil. Sin embargo, en esas
conversaciones un tema que preocupa tanto al entrevistador como al
entrevistado es el de la posible fragmentación del Estado debido a
las aspiraciones independentistas que existen en algunas regiones.
¿Un nuevo motivo de confrontación? El tema, evidentemente, es muy
de actualidad, y arroja nuevos nubarrones sobre el futuro de España
(¿Cuándo llegaremos a gozar de la tranquilidad que, en ese sentido,
disfrutan otros Estados y cuándo llegaremos, definitivamente, a una
España bien vertebrada?). Cuando Alonso de los Ríos le pide a
Delibes una fórmula para la convivencia, el escritor responde de
esta manera, con unas palabras que suscribo, y ello nos sirve de
colofón a este estudio:
Yo no tengo fórmula ninguna. En todo caso mi
fórmula será la que dicta el sentido común. Soy poco político, pero
de entrada rechazo el invento federal. Creo que en un mundo que va
buscando entidades superiores a las de los viejos estados
representa un contrasentido que reforcemos la independencia de
provincias y regiones. El mayor respeto para las lenguas y las
culturas amenazadas, pero también el mayor celo para evitar la
disgregación.
P. C. E.—UNIVERSIDAD DE ALCALÁ
Bibliografía citada
ALONSO DE LOS RÍOS, C.: Conversaciones con
Miguel Delibes, Barcelona, Destino, col. Destinolibro, 1ª ed.,
junio de 1995.
CARRERO ERAS, P.: «Determinismo y violencia en
Las guerras de nuestros antepasados», Ínsula, núm. 350, enero de
1976, pp. 1 y 10.
— «El leitmotiv del odio y de la agresión
en las últimas novelas de Delibes», Ínsula, núm. 425, abril de
1982, pp. 4 y 5.
— «A vueltas con Delibes, los españoles y
sus guerras (Sobre un libro de Carolyn Richmond), Ínsula, núms.
438-439, mayo-junio de 1983, pp. 17 y 19); — [Una carta al
Director de Ínsula] Ínsula, núm. 447, febrero de 1984, p. 17.
DELIBES, M.: Las guerras de nuestros
antepasados, Barcelona, Destino, col. Áncora y Delfín, 1ª ed.,
enero de 1975.
— El disputado voto del señor Cayo,
Barcelona, Destino, col. Áncora y Delfín, 1ª ed., noviembre de
1978.
— Los santos inocentes, Barcelona,
Planeta, 1ª ed., septiembre de 1981.
RICHMOND, C.: Un análisis de la novela Las
guerras de nuestros antepasados, de Miguel Delibes, Barcelona,
Destino, col. Destinolibro, 1ª ed., abril de 1982; — [Una
carta al Director de Ínsula] Ínsula, núm. 442, septiembre de 1983,
p. 7.
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