El egotismo finisecular
La última década del siglo XIX fue una época
que cultivó un cierto narcisismo entre simbolistas, decadentes,
prerrafaelitas..., y rindió culto al yo como criterio de valor
estético y moral. La necesidad de «mostrarse» —consecuencia
de la actitud de rebeldía surgida con la modernidad— se
convirtió en tendencia de la Europa finisecular que usó el yo como
un desplante ante la sociedad. El resultado fue una literatura de
ensimismamiento, intimismo o egolatría, que halló su referente
modélico en la obra de Montaigne, autor calificado de egotista.La
palabra egotismo fue mencionada por primera vez en 1882 por Juan
Montalvo y, después, por Unamuno, Madariaga, o Baroja —quien
titula a su libro de 1917 Juventud, egolatría—, hasta que el
Diccionario Manual de la Academia en 1927 la defi ne como
‘afán de hablar uno de sí mismo o de afi rmar su personalidad
». Recogiendo esta pulsión, el Modernismo encarnará la cultura de
lo subjetivo y personal, en un momento en que urge reivindicar al
individuo como valor supremo frente al gregarismo del nuevo sistema
capitalista: «¡Horrible cosa es esa especie de suicidio moral de
los individuos en aras de la colectividad!», grita Unamuno en 1898.
Idéntica apuesta por la idiosincrasia propia, la diferenciación y
el personalismo puede verse en el artículo de Baroja, Contra la
democracia, donde expone su sospecha de que esta doctrina política
acabará exigiendo el sacrifi cio del individuo en aras de los
derechos de la mayoría:
¡Masas! —exclama Baroja—.
Compuestos heterogéneos, en los cuales el individuo se deslíe y se
borra aportando al total de las masas un grito, un puño amenazador,
un alarido desesperado. Las multitudes tienen oleaje como los
mares.
[Baroja, 1899: 112-113].
Producto de esta época es el dandismo, que
irrumpe como una minoría de élite reivindicando el derecho del
individuo a distinguirse de la masa. Barbey d’Aurevilly, en
Du dandysme et de Georges Brummell (1844), y Charles Baudelaire, en
Peintre de la vie moderne (1863), fueron sus teóricos,
registrándose dandismo por vez primera en el Diccionario Manual de
1927, voz que aún se mantiene: dandi ‘hombre que se distingue
por su extremada elegancia y buen tono’ (DRAE 22ª).
Baudelaire usará la fi gura del dandi para criticar la cultura y el
delirio del progreso, la americanización de Europa (el hombre-masa,
el robot, el hacinamiento urbano...), dado que su vida es una obra
de arte y la diseña para vivirla como una creación propia, según
unas reglas cuya validez es exclusiva y personal. Como él actuaron
Flaubert, Huysmans, Wilde, Barbey d’Aurevilly..., quienes
muestran el choque del genio romántico contra lo vulgar mediante
una exquisita sensibilidad, un gusto por la metafísica y un ideal
de virtud, pues el dandi lo es por elevación aristocrática de su
espíritu, no por su aspecto o maneras: «El dandismo no es un gusto
exagerado por el porte y la elegancia material, estas cuestiones
sólo son para el dandi un símbolo de la superioridad aristocrática
de su espíritu». [Baudelaire, en Todó, 1996: 150]. Este personaje
utiliza su fi gura como signo para vivir su ideal de belleza
—a su modo lo hicieron Juan Ramón, D’Ors, Cernuda o Gil
Albert—, de ahí su ardiente deseo de originalidad y culto al
yo visible en el maquillaje de Baudelaire (quien dedicaba dos horas
diarias a componer la fi gura y podía gastar ciento veinte francos
en el sastre ante los cuarenta del alquiler; y hacer
excentricidades como maquillarse, referirse a sí mismo en términos
de «majestad » o teñirse los cabellos de verde); en el pelo largo,
chaleco rojo y pantalones verdes de Gautier; en la levita negra,
monóculo, cadena de oro y paraguas de seda roja de Azorín...;
gestos que hacen del dandi el ultimo intento de heroísmo en las
decadencias.
En suma, el egotismo modernista inaugura lo que
será un rasgo capital en todo el arte del siglo XX: la afi rmación
de la idiosincrasia propia como forma de rebelarse contra los
estilos reinantes, recuérdese a Dalí, a Picasso... o el lienzo de
Magritte que representa una pipa y se titula: «esto no es una
pipa», indicando que la realidad depende de la interpretación que
el sujeto haga de ella. Si el realismonaturalismo había utilizado
la razón para la mímesis del objeto descrito, la nueva estética
modernista expresará el irracionalismo a través de la subjetividad
del yo como criterio de valor, en el convencimiento de que no hay
más mundo que el creado por nuestra conciencia a través de las
sensaciones; razón por la que Baudelaire afi rma: «La sensibilidad
de cada uno es su genio» y Valle-Inclán, en el prólogo a Corte de
amor (1903): «El Modernismo es un vivo anhelo de personalidad y por
eso advertimos en los escritores jóvenes más empeño en expresar
sensaciones que ideas.» [en Gullón, 1980: 192].
Algo semejante apunta Rubén Darío en 1882: «los
cánones del arte moderno no nos señalan más derrotero que el amor
absoluto a la belleza y [...] el desenvolvimiento y manifestación
de la personalidad.Sé tú mismo: ésa es la regla» y, en las palabras
liminares de Prosas profanas (1896), insiste: «Yo no tengo
literatura mía para marcar el rumbo a los demás: mi literatura es
mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro
personal». [Darío, 1991: 58]. Incluso años después, tras iniciar
Cantos de vida y esperanza (1905) con esta confesión:
«Yo soy aquel que ayer no más decía / el verso
azul y la canción profana », termina: «ser sincero es ser potente»
[Darío, 1991: 91-94]; actitud en la línea de Valle Inclán cuando,
en el prólogo a Corte de amor (1903), declara: «Yo he preferido
luchar, por hacerme un estilo personal a buscarlo hecho [...] de
esta manera hice mi profesión de fe modernista: buscarme en mí
mismo y no en los otros» [en Gullón, 1980:192]. Estos ejemplos y
otros muchos que podríamos citar dan razón del subjetivismo
exacerbado común a todos los autores del momento. El credo poético
con que Unamuno inicia sus Poesías (1907) es una declaración de
dandismo espiritual en la que defi ne su ideario estético: «Lo
pensado es, no lo dudes, lo sentido» [Unamuno, 1987: 53]. El
retrato con el que Antonio Machado presenta Campos de Castilla
(1912), pese al tono humilde, acaba con un reproche: «Y al cabo,
nada os debo: debéisme cuanto he escrito». Más rotundo se muestra
Manuel Machado en El mal poema (1909): «Ésta es mi cara y ésta es
mi alma. Leed:/ [...] es mi sangre la que destila por mi
pluma»...
Los llamados «géneros del yo»
La sacralización del yo pondrá de moda el
cultivo de géneros que lo exhiban, sean diarios, memorias,
confesiones, novelas con material autobiográfi co o forma de
diario, etc. De los prerrafaelitas, Dante Gabriel Rossetti es quien
más se interesa por mostrar su mundo interior, afán que le lleva a
escribir Hand and soul (1849) y a «pintar su alma». Baudelaire
elabora unos textos íntimos (Cohetes y Mi corazón al desnudo) donde
el ser profundo es la materia tratada y el fi n, conocerse a sí
mismo y a los demás. El poeta francés se aparta de la realidad
replegándose hacia su interior, observando la crisis de su tiempo
desde la atalaya de su biblioteca, como hará Azorín ante la de 1898
y como hizo Montaigne ante la del Humanismo.
En este contexto, algunos diarios íntimos se
hacen públicos, en ediciones póstumas, sin que sus autores hubieran
planeado editarlos, caso de Jean-Jacques Rousseau, Walter Scott,
Lord Byron, Benjamin Constant, Eugénie y Maurice de Guérin, Maine
de Biran, Joseph Joubert... El más destacado es el de
Henri-Fréderic Amiel (1821- 1881), con un total de 16.900 páginas
escritas durante cuarenta años, del que destaca su tono sincero, su
sensibilidad al analizar estados de ánimo, y su capacidad para
hacer universal una experiencia íntima. Publicado al año de su
muerte (1882), su infl uencia fue enorme y contribuyó a la creación
de un género literario —el diario— al convertir las
confi dencias a uno mismo en escritos para el público. En su
portada, «Diario íntimo» fue la sutil denominación que introdujo
Edmond Scherer, editor de una parte de los escritos (Fragments
d’un Journal intime, H. Georg, Genève, 1882-1884). Dado que
la vida de Amiel no fue singular, las anotaciones de su Diario
favorecieron la identifi cación de los lectores con él y la
posibilidad de incluir hechos insignifi cantes en esta clase de
escritos. Si Amiel escribió su diario sin saber si acabaría
publicándose, tras él, Tolstoi sabe que sí sucederá, como Gide
—el primero en hacerlo en vida y por entregas, de 1889 a
1949—. Finalmente, los hermanos Jules y Edmond Goncourt, Leon
Tolstoi, Stendhal, Paul Valéry, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir
o Anaïs Nin, Franz Kafka, Thomas Mann, Cesare Pavese... ya escriben
los suyos con intención explícita de publicarlos. Sea como sea, el
«diarismo» implica una búsqueda, no siempre consciente, de la
imagen que el yo tiene de sí mismo, con independencia de su
divulgación.
El diario es una mirada atenta a explicarse uno
mismo (de modo reiterativo), mientras que el dietario se halla más
atenta al otro (con artifi cio, intención literaria, manipulando
los hechos...). El diario y la autobiografi a suman lo afectivo y
la subjetividad a lo cotidiano, a diferencia del dietario o las
memorias que unen lo intelectual e intemporal del pensamiento a
referencias externas y ajenas al yo.
Incluso en un diario personal dirigido a mí
mismo, tengo que crear al destinatario. De hecho, el diario
requiere, en cierta forma, de la invención máxima de la persona que
habla y de aquella a la cual se dirige. La escritura siempre es una
especie de imitación del habla; y en un diario, por lo tanto, fi
njo estar hablando conmigo mismo. Pero nunca hablo así cuando me
refi ero a mí mismo. Ni podría hacerlo sin la escritura o, de
hecho, sin la imprenta. El diario personal es una forma literaria
muy tardía, de hecho desconocida hasta el siglo XVII. La clase de
arrobamientos verbales solipsistas que implica son un producto de
la conciencia como ha sido moldeada por la cultura de lo impreso.
[Ong, 1999:103].
En España —que no poseía tradición del
género— no se empezó a cultivar hasta el siglo XX. Entre el
XVII y el XIX no faltan autobiografías en nuestra letras, sino
intimidad (en la línea de las Confesiones de Rousseau), igual que
sucede en la novela o en la poesía, carentes de análisis
psicológico y refl exión moral. Sí tuvimos creaciones como las de
Moratín o Jovellanos, que escribieron anotaciones en agendas donde
no había introspección. La diferencia con los diarios es la misma
que entre las confesiones y las memorias: psicología moral e
individualismo frente al relato de historias. La trayectoria del
diario íntimo en España arranca de Unamuno, quien llenó cinco
cuadernos de tipo escolar entre 1897 y 1902 —publicados muy
tarde [Unamuno, 1970]— durante una profunda crisis espiritual
que cambió el rumbo de su vida tras la lectura de Kierkegaard, fi
lósofo danés a quien admiraba y cuyo extenso diario se descubrió a
fi nales del siglo XIX. El objetivo del autor vasco al escribirlo
fue autoconocerse —razón por la que cita a Sócrates, San
Agustín, Amiel [Unamuno, 1983: 50 y 195]—, así como salvar su
vida de la muerte, es decir, del olvido: «¿Qué es todo tu pasado?
¿Dónde está fuera de tu memoria? Y si tu memoria se desvanece ¿qué
será de el?».[Unamuno, 1983, 81].
En nuestros inicios al cultivar el género es
clara la infl uencia de otras culturas —como la
francesa— con gran tradición de diaristas que, al carecer de
confesores religiosos, vierten la intimidad en la escritura: «Habrá
que esperar a la generación del exilio bien entrada la posguerra
(Rosa Chacel) y a los intelectuales catalanes que escribían en
castellano (Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral) para que se reanude
el género». [Freixas, en Amiel, 1996: 22].
En el terreno literario, también los cuentos y
novelas del fi n de siglo español fi ngen la forma de un diario o
de unas memorias, caso de Baroja en sus cuentos Diario de un
desesperado (La justicia, 8.1.1894) y Diario de un estudiante
(Electra, 6.4.1901), con argumentos muy parecidos a los de su
novela Camino de perfección (1902). Son relatos breves, con el
trasfondo de un viaje, para enmarcar a un personaje angustiado y
enfermo que escribe un diario, planteamiento semejante a las
primeras obras de Azorín —el cuento Fragmentos de un diario,
1897 o la novela Diario de un enfermo, 1901—, quien
probablemente recibió el infl ujo de Charles Demailly (1851),
novela de los Goncourt primero titulada Les hommes de lettres, cuyo
protagonista escribe un diario personal: Memorias de mi vida
muerta. Martínez Ruiz la leyó mientras redactaba Diario de un
enfermo y, aunque no la tradujo totalmente, sí hizo su revisión fi
nal antes de aparecer publicada por entregas en la Revista Nueva;
de ahí que no sólo él, sino otros muchos novelistas siguieran como
modelo el relato de los Goncourt [Valverde, 1971: 122]. Para ellos
y sus personajes, el diario será un sustitutivo de la conversación
privada y un ámbito donde afi rmar lo que sienten, así como el
valor de su espíritu frente a su ser social. Dado que la vida
urbana fi nisecular provoca en el individuo la sensación de
hallarse perdido, sin relaciones interpersonales por las
distancias, los horarios y necesitado de intimidad, no extraña que
se busque en la escritura un alivio pues, como decía Amiel en su
Journal: «un diario es la farmacia del alma». [Amiel, 1996:
115].
Si Valle Inclán convierte sus memorias en fi
cción —Sonata de otoño (1902)—, según él mismo confi
esa, Unamuno fi nge el género en sus novelas Abel Sánchez (1917) o
San Manuel Bueno, mártir (1933) y Baroja se autorretrata en sus
novelas tanto como en sus memorias. Cuando tenía 44 años, el
novelista vasco escribió sus primeros escritos evocadores
—Juventud, egolatría (1917)— a los que llamó
autobiografía, y en los cuales explica cómo usó elementos de su
vida en sus obras de ficción. Así, las correrías de chico plasmadas
en Las inquietudes de Shanti Andía (1911) pueden considerarse notas
autobiográfi cas y recuerdos del San Sebastián de su niñez. En sus
Memorias, la parte titulada «De estudiante de medicina» fue tomada,
casi palabra por palabra, de El árbol de la ciencia; prueba de que,
para este escritor, la fusión de autobiografía y novela constituye
la única realidad, que depende de la visión del observador y se
subordina a su mirada. Para Baroja, memorias parece tener su
sentido original de recuerdos, como señala el propio Martínez Ruiz
[Azorín, 1943:1465]. Tanto las memorias de Baroja (Desde la última
vuelta del camino) como las de Azorín (Madrid, Valencia, París,
Memorias inmemoriales) son extensas y de cada período de su vida,
todas inspirados en la escritura de un modelo común: «Las memorias
de Baroja son una reedición de los Ensayos de Montaigne, en
especial del célebre capítulo dedicado a Raimundo Sibunde; vemos en
las páginas de Baroja la incertidumbre del juicio humano» [Azorín,
1943: 1464]. La misma actitud del perigordino llevará a algunos
escritores a cultivar la autobiografía, no por vanidad ni para
salvar del olvido su pasado, sino como sistema de autoconocimiento.
Si vivir supone ir cambiando, observarse día a día será el único
modo de aprendizaje utilizando la propia vida como libro. La
sensación y lo experimentado serán elementos fundamentales donde
asentar las creencias al ser lo que le ha sucedido a un sujeto y el
diario, la posibilidad de fi jar por escrito esa experiencia fugaz,
de la que nacerá la seguridad de su protagonista:
Los estados de conciencia muy interiorizados en
los cuales el individuo no está tan sumergido inconscientemente en
las estructuras comunitarias, son estados que, al parecer, la
conciencia nunca alcanzaría sin la escritura. [...] La escritura
introduce división y enajenación, pero también una mayor unidad.
Intensifi ca el sentido del yo y propicia más acción recíproca
consciente entre las personas. La escritura eleva la conciencia.
[Ong, 1999: 172-173].
La autoficción
Si la autobiografía es el relato retrospectivo
en prosa que una persona real hace de su existencia —vida
individual e historia de su personalidad, identificando al autor
con el narrador y el personaje descrito—, no hay mucha
diferencia entre lo autobiográfico y las novelas de juventud de
Baroja y Azorín —«Los Essais de Montaigne y las Memorias y
novelas de Azorín son obviamente autobiográficas, o mejor todavía,
autoretratos...» [Claramunt, citado por Riopérez, 1986:
180]—, lo cual les valió el califi cativo de egopeyas porque,
más que el género de la autobiografía en sí, en ellas la propia
biografía interesa como material novelesco. Lo autobiográfi co es,
además, exponente de una tendencia fi nisecular que se refl eja en
obras coetáneas: Declaración de un vencido, de Alejandro Sawa;
Cuesta abajo, de Clarín; La lámpara maravillosa, de Valle Inclán;
Cómo se hace una novela, de Unamuno...; y otras, más tardías, caso
de las novelas de Martín Gaite o Julio Llamazares. En todas, el
interés del novelista no es la historia del personaje descrito,
sino la autoconciencia de un yo que busca conocerse, recreando
vivencias e intentando dar coherencia intelectual a la propia vida,
aún en proceso.
No sucede así en la autoficción, neologismo
creado por Serge Doubrovsky en 1977 para denominar una variante
moderna de la autobiografía novelada. La autoficción es una forma
de escritura que presenta una historia verdadera a través de un
discurso ficticio en el que el autor se convierte a sí mismo en
sujeto y objeto de su relato, no dudando en involucrar hasta su
nombre para proponer un pacto de lectura que imite los principios
del pacto autobiográfico, al mismo tiempo que los subvierte. Lo que
distingue a la autoficción es que no reproduce con exactitud las
propias vivencias —caso de la autobiografía—, sino que,
utilizando materiales reales, recrea el pasado del escritor para la
ficción. Quien habla no es el autor, sino su construcción,
provocando así el efecto de verdad de algo que no lo es, a la vez
que se juega con la ambigüedad del yo narrador, cuyo nombre es el
del autor y el de su personaje. El objetivo de la autofi cción, al
manipular los datos reales y hacer un tipo de novela que juega con
la incertidumbre del lector, es convencerle de la «verdad
literaria». Lo importante de esta nueva novela es la capacidad de
metabolizar lo real y, al hacerlo, dar una certeza que la
literatura puede ofrecer y la realidad no siempre; siendo la
mentira fi cticia quien puede lograr acercarse más a «lo cierto»,
que acaba por ser un asunto técnico.
Si los Essais de Montaigne, las Memorias y
novelas de Azorín o los relatos de Martín Gaite son textos
autobiográfi cos en los que sus autores buscan conocerse a través
de la escritura, los cultivadores de la autofi cción —Javier
Cercas, Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Vicente Verdú, Javier
Marías, Julio Llamazares...— juegan a reinventarse, pues al
narrar su vida la transforman en una suerte de realismo mágico.
Siempre me reclamaba el cielo una versión
mejorada de mí, y como François Mauriac cuando le preguntaban qué
le habría gustado ser, yo respondía: «Moi même, mais réussi». En
general, este «moi même à réussir» ha sido el mayor y durable
tostón de mi vida. ¿Podría confi ar en ser alguna vez otro mejor?
¿Lograría curarme de ser este yo? [Verdú, 2008:84-85]. [la vida]
fue pareciéndome como una fi cción, una adición artifi cial del
tiempo ya vivido y padecido. Poco a poco, sin embargo, fue
alzándose de nuevo la literatura de la vida, la inesperada salud
tardía, la inédita no fi cción. [Verdú, 2008: 205].
De este modo, la herencia socrática que
Montaigne lega y el Modernismo finisecular transmite —el
conocimiento del yo— agoniza en la literatura actual, y
aunque Vila-Matas confiesa su deuda con Montaigne [Vila-Matas,
20.12.2003: 24], reconoce:
Muchos años antes de que oyera hablar de
autoficción, recuerdo haber escrito un libro que se llamó Recuerdos
inventados, donde me apropiaba de los recuerdos de otros para
construirme mis recuerdos personales. Todavía hoy sigo sin saber si
eso era o no autofi cción. El hecho es que con el tiempo aquellos
recuerdos se me han vuelto totalmente verdaderos.
Lo diré más claro: son mis recuerdos. [...] No
es necesario que seamos como los demás nos quieran ver, sino que la
escritura puede servirnos para construirnos nuestra propia
personalidad y biografía. Podemos renunciar a tener una caótica
relación con los acontecimientos de nuestra vida e intentar
autocrearnos, modelar nuestro propio personaje y nuestra propia
biografía para uso del lector, y para uso nuestro, por supuesto.
[Vila-Matas, 2007].
La razón principal que empujó a Azorín hacia el
diario fue la búsqueda de una técnica que le ayudara a diseñar un
nuevo concepto de novela: «El género del diario le ofrecía, sobre
todo, la posibilidad de concebir textos con una cierta autonomía
entre ellos, una cronología discontinua, la confesión subjetiva, el
uso de la primera persona..., técnicas que podían ayudarle a romper
con la forma ortodoxa del relato decimonónico». [Escartín, 2002:
112]. Como su antecesor, Vicente Verdú cree que la novela
tradicional ha muerto y halla en la autofi cción una nueva manera
de narrar basada en la introspección, lo fragmentario y lo
inmediato. Dado que «todas las creaciones son autobiográfi cas»
—afi rma— y el ser humano no es estático, sino que
evoluciona cambiando constantemente y nunca se acaba la posibilidad
de contar ese proceso, el argumento es interminable. Algo muy
similar había confesado Azorín en su libro de memorias, Valencia
(1941):
«Soy otro, soy otro». O sea: antaño fui un
hombre escritor llamado «Arriman» y «Cándido», luego otro hombre
escritor que fi rmaba sus obras con el nombre de José Martínez
Ruiz, y después otro, Antonio Azorín, y poco más tarde otro, Azorín
a secas, y ahora otro que ya no sé si es ese mismo Azorín en trance
de envejecer o alguien más o menos nuevo respecto del que antaño
publicó Castilla [...] Todos ellos esencialmente distintos entre
sí, todos entre sí «otros». [Laín, 1974: 40-41].
Como el alicantino, Verdú destaca la
importancia de la sensación por encima de los hechos contados,
suprimiendo la historia externa y dando sólo las impresiones del
personaje, como había aconsejado Amiel en su diario:
Las impresiones más delicadas son las más
fugitivas; si no se expresan al instante, se evaporan [...] Y
resulta que esas sensaciones fugaces [...] que pasan por nuestra
vida, son justamente lo que ésta tiene de más precioso.[...] En vez
de anotar las actividades de cada día, los hechos groseros sin
interés, buscar la música interior de las cosas; [...] en vez del
itinerario del viajero, sus impresiones de viaje, [...] la vida
subjetiva captada en su conciencia, más que narrada en sus actos.
[Amiel, 1996: 80-81].
Si la obra literaria es siempre autobiográfica,
entonces es innecesario fingir y, si aspira a conocer mejor al
hombre, no tiene mejor elección que la escritura del yo; razón por
la que no extraña que la última novela de Vila-Matas
—Dietario voluble (2008)— sea una suerte de diario. En
suma, aunque con mecanismos distintos a los usados por Montaigne o
los modernistas, la autofi cción confi rmaría la tendencia
introspectiva de las letras contemporáneas. Su modus operandi confi
rma lo dicho por García Márquez al iniciar su biografía, no en vano
titulada Vivir para contarla: «La vida no es lo que uno vivió, sino
la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». [García
Márquez, 2002: 7].
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