INSULA

Miscelanea
Número 760. Abril 2010

 
 

MONTSERRAT ESCARTÍN GUAL / DEL AUTOCONOCIMIENTO A LA AUTOFICCIÓN


 

El egotismo finisecular

La última década del siglo XIX fue una época que cultivó un cierto narcisismo entre simbolistas, decadentes, prerrafaelitas..., y rindió culto al yo como criterio de valor estético y moral. La necesidad de «mostrarse» —consecuencia de la actitud de rebeldía surgida con la modernidad— se convirtió en tendencia de la Europa finisecular que usó el yo como un desplante ante la sociedad. El resultado fue una literatura de ensimismamiento, intimismo o egolatría, que halló su referente modélico en la obra de Montaigne, autor calificado de egotista.La palabra egotismo fue mencionada por primera vez en 1882 por Juan Montalvo y, después, por Unamuno, Madariaga, o Baroja —quien titula a su libro de 1917 Juventud, egolatría—, hasta que el Diccionario Manual de la Academia en 1927 la defi ne como ‘afán de hablar uno de sí mismo o de afi rmar su personalidad ». Recogiendo esta pulsión, el Modernismo encarnará la cultura de lo subjetivo y personal, en un momento en que urge reivindicar al individuo como valor supremo frente al gregarismo del nuevo sistema capitalista: «¡Horrible cosa es esa especie de suicidio moral de los individuos en aras de la colectividad!», grita Unamuno en 1898. Idéntica apuesta por la idiosincrasia propia, la diferenciación y el personalismo puede verse en el artículo de Baroja, Contra la democracia, donde expone su sospecha de que esta doctrina política acabará exigiendo el sacrifi cio del individuo en aras de los derechos de la mayoría:

¡Masas! —exclama Baroja—. Compuestos heterogéneos, en los cuales el individuo se deslíe y se borra aportando al total de las masas un grito, un puño amenazador, un alarido desesperado. Las multitudes tienen oleaje como los mares.

[Baroja, 1899: 112-113].

Producto de esta época es el dandismo, que irrumpe como una minoría de élite reivindicando el derecho del individuo a distinguirse de la masa. Barbey d’Aurevilly, en Du dandysme et de Georges Brummell (1844), y Charles Baudelaire, en Peintre de la vie moderne (1863), fueron sus teóricos, registrándose dandismo por vez primera en el Diccionario Manual de 1927, voz que aún se mantiene: dandi ‘hombre que se distingue por su extremada elegancia y buen tono’ (DRAE 22ª). Baudelaire usará la fi gura del dandi para criticar la cultura y el delirio del progreso, la americanización de Europa (el hombre-masa, el robot, el hacinamiento urbano...), dado que su vida es una obra de arte y la diseña para vivirla como una creación propia, según unas reglas cuya validez es exclusiva y personal. Como él actuaron Flaubert, Huysmans, Wilde, Barbey d’Aurevilly..., quienes muestran el choque del genio romántico contra lo vulgar mediante una exquisita sensibilidad, un gusto por la metafísica y un ideal de virtud, pues el dandi lo es por elevación aristocrática de su espíritu, no por su aspecto o maneras: «El dandismo no es un gusto exagerado por el porte y la elegancia material, estas cuestiones sólo son para el dandi un símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu». [Baudelaire, en Todó, 1996: 150]. Este personaje utiliza su fi gura como signo para vivir su ideal de belleza —a su modo lo hicieron Juan Ramón, D’Ors, Cernuda o Gil Albert—, de ahí su ardiente deseo de originalidad y culto al yo visible en el maquillaje de Baudelaire (quien dedicaba dos horas diarias a componer la fi gura y podía gastar ciento veinte francos en el sastre ante los cuarenta del alquiler; y hacer excentricidades como maquillarse, referirse a sí mismo en términos de «majestad » o teñirse los cabellos de verde); en el pelo largo, chaleco rojo y pantalones verdes de Gautier; en la levita negra, monóculo, cadena de oro y paraguas de seda roja de Azorín...; gestos que hacen del dandi el ultimo intento de heroísmo en las decadencias.

En suma, el egotismo modernista inaugura lo que será un rasgo capital en todo el arte del siglo XX: la afi rmación de la idiosincrasia propia como forma de rebelarse contra los estilos reinantes, recuérdese a Dalí, a Picasso... o el lienzo de Magritte que representa una pipa y se titula: «esto no es una pipa», indicando que la realidad depende de la interpretación que el sujeto haga de ella. Si el realismonaturalismo había utilizado la razón para la mímesis del objeto descrito, la nueva estética modernista expresará el irracionalismo a través de la subjetividad del yo como criterio de valor, en el convencimiento de que no hay más mundo que el creado por nuestra conciencia a través de las sensaciones; razón por la que Baudelaire afi rma: «La sensibilidad de cada uno es su genio» y Valle-Inclán, en el prólogo a Corte de amor (1903): «El Modernismo es un vivo anhelo de personalidad y por eso advertimos en los escritores jóvenes más empeño en expresar sensaciones que ideas.» [en Gullón, 1980: 192].

Algo semejante apunta Rubén Darío en 1882: «los cánones del arte moderno no nos señalan más derrotero que el amor absoluto a la belleza y [...] el desenvolvimiento y manifestación de la personalidad.Sé tú mismo: ésa es la regla» y, en las palabras liminares de Prosas profanas (1896), insiste: «Yo no tengo literatura mía para marcar el rumbo a los demás: mi literatura es mía en mí; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal». [Darío, 1991: 58]. Incluso años después, tras iniciar Cantos de vida y esperanza (1905) con esta confesión:

«Yo soy aquel que ayer no más decía / el verso azul y la canción profana », termina: «ser sincero es ser potente» [Darío, 1991: 91-94]; actitud en la línea de Valle Inclán cuando, en el prólogo a Corte de amor (1903), declara: «Yo he preferido luchar, por hacerme un estilo personal a buscarlo hecho [...] de esta manera hice mi profesión de fe modernista: buscarme en mí mismo y no en los otros» [en Gullón, 1980:192]. Estos ejemplos y otros muchos que podríamos citar dan razón del subjetivismo exacerbado común a todos los autores del momento. El credo poético con que Unamuno inicia sus Poesías (1907) es una declaración de dandismo espiritual en la que defi ne su ideario estético: «Lo pensado es, no lo dudes, lo sentido» [Unamuno, 1987: 53]. El retrato con el que Antonio Machado presenta Campos de Castilla (1912), pese al tono humilde, acaba con un reproche: «Y al cabo, nada os debo: debéisme cuanto he escrito». Más rotundo se muestra Manuel Machado en El mal poema (1909): «Ésta es mi cara y ésta es mi alma. Leed:/ [...] es mi sangre la que destila por mi pluma»...

Los llamados «géneros del yo»

La sacralización del yo pondrá de moda el cultivo de géneros que lo exhiban, sean diarios, memorias, confesiones, novelas con material autobiográfi co o forma de diario, etc. De los prerrafaelitas, Dante Gabriel Rossetti es quien más se interesa por mostrar su mundo interior, afán que le lleva a escribir Hand and soul (1849) y a «pintar su alma». Baudelaire elabora unos textos íntimos (Cohetes y Mi corazón al desnudo) donde el ser profundo es la materia tratada y el fi n, conocerse a sí mismo y a los demás. El poeta francés se aparta de la realidad replegándose hacia su interior, observando la crisis de su tiempo desde la atalaya de su biblioteca, como hará Azorín ante la de 1898 y como hizo Montaigne ante la del Humanismo.

En este contexto, algunos diarios íntimos se hacen públicos, en ediciones póstumas, sin que sus autores hubieran planeado editarlos, caso de Jean-Jacques Rousseau, Walter Scott, Lord Byron, Benjamin Constant, Eugénie y Maurice de Guérin, Maine de Biran, Joseph Joubert... El más destacado es el de Henri-Fréderic Amiel (1821- 1881), con un total de 16.900 páginas escritas durante cuarenta años, del que destaca su tono sincero, su sensibilidad al analizar estados de ánimo, y su capacidad para hacer universal una experiencia íntima. Publicado al año de su muerte (1882), su infl uencia fue enorme y contribuyó a la creación de un género literario —el diario— al convertir las confi dencias a uno mismo en escritos para el público. En su portada, «Diario íntimo» fue la sutil denominación que introdujo Edmond Scherer, editor de una parte de los escritos (Fragments d’un Journal intime, H. Georg, Genève, 1882-1884). Dado que la vida de Amiel no fue singular, las anotaciones de su Diario favorecieron la identifi cación de los lectores con él y la posibilidad de incluir hechos insignifi cantes en esta clase de escritos. Si Amiel escribió su diario sin saber si acabaría publicándose, tras él, Tolstoi sabe que sí sucederá, como Gide —el primero en hacerlo en vida y por entregas, de 1889 a 1949—. Finalmente, los hermanos Jules y Edmond Goncourt, Leon Tolstoi, Stendhal, Paul Valéry, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir o Anaïs Nin, Franz Kafka, Thomas Mann, Cesare Pavese... ya escriben los suyos con intención explícita de publicarlos. Sea como sea, el «diarismo» implica una búsqueda, no siempre consciente, de la imagen que el yo tiene de sí mismo, con independencia de su divulgación.

El diario es una mirada atenta a explicarse uno mismo (de modo reiterativo), mientras que el dietario se halla más atenta al otro (con artifi cio, intención literaria, manipulando los hechos...). El diario y la autobiografi a suman lo afectivo y la subjetividad a lo cotidiano, a diferencia del dietario o las memorias que unen lo intelectual e intemporal del pensamiento a referencias externas y ajenas al yo.

Incluso en un diario personal dirigido a mí mismo, tengo que crear al destinatario. De hecho, el diario requiere, en cierta forma, de la invención máxima de la persona que habla y de aquella a la cual se dirige. La escritura siempre es una especie de imitación del habla; y en un diario, por lo tanto, fi njo estar hablando conmigo mismo. Pero nunca hablo así cuando me refi ero a mí mismo. Ni podría hacerlo sin la escritura o, de hecho, sin la imprenta. El diario personal es una forma literaria muy tardía, de hecho desconocida hasta el siglo XVII. La clase de arrobamientos verbales solipsistas que implica son un producto de la conciencia como ha sido moldeada por la cultura de lo impreso. [Ong, 1999:103].

En España —que no poseía tradición del género— no se empezó a cultivar hasta el siglo XX. Entre el XVII y el XIX no faltan autobiografías en nuestra letras, sino intimidad (en la línea de las Confesiones de Rousseau), igual que sucede en la novela o en la poesía, carentes de análisis psicológico y refl exión moral. Sí tuvimos creaciones como las de Moratín o Jovellanos, que escribieron anotaciones en agendas donde no había introspección. La diferencia con los diarios es la misma que entre las confesiones y las memorias: psicología moral e individualismo frente al relato de historias. La trayectoria del diario íntimo en España arranca de Unamuno, quien llenó cinco cuadernos de tipo escolar entre 1897 y 1902 —publicados muy tarde [Unamuno, 1970]— durante una profunda crisis espiritual que cambió el rumbo de su vida tras la lectura de Kierkegaard, fi lósofo danés a quien admiraba y cuyo extenso diario se descubrió a fi nales del siglo XIX. El objetivo del autor vasco al escribirlo fue autoconocerse —razón por la que cita a Sócrates, San Agustín, Amiel [Unamuno, 1983: 50 y 195]—, así como salvar su vida de la muerte, es decir, del olvido: «¿Qué es todo tu pasado? ¿Dónde está fuera de tu memoria? Y si tu memoria se desvanece ¿qué será de el?».[Unamuno, 1983, 81].

En nuestros inicios al cultivar el género es clara la infl uencia de otras culturas —como la francesa— con gran tradición de diaristas que, al carecer de confesores religiosos, vierten la intimidad en la escritura: «Habrá que esperar a la generación del exilio bien entrada la posguerra (Rosa Chacel) y a los intelectuales catalanes que escribían en castellano (Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral) para que se reanude el género». [Freixas, en Amiel, 1996: 22].

En el terreno literario, también los cuentos y novelas del fi n de siglo español fi ngen la forma de un diario o de unas memorias, caso de Baroja en sus cuentos Diario de un desesperado (La justicia, 8.1.1894) y Diario de un estudiante (Electra, 6.4.1901), con argumentos muy parecidos a los de su novela Camino de perfección (1902). Son relatos breves, con el trasfondo de un viaje, para enmarcar a un personaje angustiado y enfermo que escribe un diario, planteamiento semejante a las primeras obras de Azorín —el cuento Fragmentos de un diario, 1897 o la novela Diario de un enfermo, 1901—, quien probablemente recibió el infl ujo de Charles Demailly (1851), novela de los Goncourt primero titulada Les hommes de lettres, cuyo protagonista escribe un diario personal: Memorias de mi vida muerta. Martínez Ruiz la leyó mientras redactaba Diario de un enfermo y, aunque no la tradujo totalmente, sí hizo su revisión fi nal antes de aparecer publicada por entregas en la Revista Nueva; de ahí que no sólo él, sino otros muchos novelistas siguieran como modelo el relato de los Goncourt [Valverde, 1971: 122]. Para ellos y sus personajes, el diario será un sustitutivo de la conversación privada y un ámbito donde afi rmar lo que sienten, así como el valor de su espíritu frente a su ser social. Dado que la vida urbana fi nisecular provoca en el individuo la sensación de hallarse perdido, sin relaciones interpersonales por las distancias, los horarios y necesitado de intimidad, no extraña que se busque en la escritura un alivio pues, como decía Amiel en su Journal: «un diario es la farmacia del alma». [Amiel, 1996: 115].

Si Valle Inclán convierte sus memorias en fi cción —Sonata de otoño (1902)—, según él mismo confi esa, Unamuno fi nge el género en sus novelas Abel Sánchez (1917) o San Manuel Bueno, mártir (1933) y Baroja se autorretrata en sus novelas tanto como en sus memorias. Cuando tenía 44 años, el novelista vasco escribió sus primeros escritos evocadores —Juventud, egolatría (1917)— a los que llamó autobiografía, y en los cuales explica cómo usó elementos de su vida en sus obras de ficción. Así, las correrías de chico plasmadas en Las inquietudes de Shanti Andía (1911) pueden considerarse notas autobiográfi cas y recuerdos del San Sebastián de su niñez. En sus Memorias, la parte titulada «De estudiante de medicina» fue tomada, casi palabra por palabra, de El árbol de la ciencia; prueba de que, para este escritor, la fusión de autobiografía y novela constituye la única realidad, que depende de la visión del observador y se subordina a su mirada. Para Baroja, memorias parece tener su sentido original de recuerdos, como señala el propio Martínez Ruiz [Azorín, 1943:1465]. Tanto las memorias de Baroja (Desde la última vuelta del camino) como las de Azorín (Madrid, Valencia, París, Memorias inmemoriales) son extensas y de cada período de su vida, todas inspirados en la escritura de un modelo común: «Las memorias de Baroja son una reedición de los Ensayos de Montaigne, en especial del célebre capítulo dedicado a Raimundo Sibunde; vemos en las páginas de Baroja la incertidumbre del juicio humano» [Azorín, 1943: 1464]. La misma actitud del perigordino llevará a algunos escritores a cultivar la autobiografía, no por vanidad ni para salvar del olvido su pasado, sino como sistema de autoconocimiento. Si vivir supone ir cambiando, observarse día a día será el único modo de aprendizaje utilizando la propia vida como libro. La sensación y lo experimentado serán elementos fundamentales donde asentar las creencias al ser lo que le ha sucedido a un sujeto y el diario, la posibilidad de fi jar por escrito esa experiencia fugaz, de la que nacerá la seguridad de su protagonista:

Los estados de conciencia muy interiorizados en los cuales el individuo no está tan sumergido inconscientemente en las estructuras comunitarias, son estados que, al parecer, la conciencia nunca alcanzaría sin la escritura. [...] La escritura introduce división y enajenación, pero también una mayor unidad. Intensifi ca el sentido del yo y propicia más acción recíproca consciente entre las personas. La escritura eleva la conciencia. [Ong, 1999: 172-173].

La autoficción

Si la autobiografía es el relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su existencia —vida individual e historia de su personalidad, identificando al autor con el narrador y el personaje descrito—, no hay mucha diferencia entre lo autobiográfico y las novelas de juventud de Baroja y Azorín —«Los Essais de Montaigne y las Memorias y novelas de Azorín son obviamente autobiográficas, o mejor todavía, autoretratos...» [Claramunt, citado por Riopérez, 1986: 180]—, lo cual les valió el califi cativo de egopeyas porque, más que el género de la autobiografía en sí, en ellas la propia biografía interesa como material novelesco. Lo autobiográfi co es, además, exponente de una tendencia fi nisecular que se refl eja en obras coetáneas: Declaración de un vencido, de Alejandro Sawa; Cuesta abajo, de Clarín; La lámpara maravillosa, de Valle Inclán; Cómo se hace una novela, de Unamuno...; y otras, más tardías, caso de las novelas de Martín Gaite o Julio Llamazares. En todas, el interés del novelista no es la historia del personaje descrito, sino la autoconciencia de un yo que busca conocerse, recreando vivencias e intentando dar coherencia intelectual a la propia vida, aún en proceso.

No sucede así en la autoficción, neologismo creado por Serge Doubrovsky en 1977 para denominar una variante moderna de la autobiografía novelada. La autoficción es una forma de escritura que presenta una historia verdadera a través de un discurso ficticio en el que el autor se convierte a sí mismo en sujeto y objeto de su relato, no dudando en involucrar hasta su nombre para proponer un pacto de lectura que imite los principios del pacto autobiográfico, al mismo tiempo que los subvierte. Lo que distingue a la autoficción es que no reproduce con exactitud las propias vivencias —caso de la autobiografía—, sino que, utilizando materiales reales, recrea el pasado del escritor para la ficción. Quien habla no es el autor, sino su construcción, provocando así el efecto de verdad de algo que no lo es, a la vez que se juega con la ambigüedad del yo narrador, cuyo nombre es el del autor y el de su personaje. El objetivo de la autofi cción, al manipular los datos reales y hacer un tipo de novela que juega con la incertidumbre del lector, es convencerle de la «verdad literaria». Lo importante de esta nueva novela es la capacidad de metabolizar lo real y, al hacerlo, dar una certeza que la literatura puede ofrecer y la realidad no siempre; siendo la mentira fi cticia quien puede lograr acercarse más a «lo cierto», que acaba por ser un asunto técnico.

Si los Essais de Montaigne, las Memorias y novelas de Azorín o los relatos de Martín Gaite son textos autobiográfi cos en los que sus autores buscan conocerse a través de la escritura, los cultivadores de la autofi cción —Javier Cercas, Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño, Vicente Verdú, Javier Marías, Julio Llamazares...— juegan a reinventarse, pues al narrar su vida la transforman en una suerte de realismo mágico.

Siempre me reclamaba el cielo una versión mejorada de mí, y como François Mauriac cuando le preguntaban qué le habría gustado ser, yo respondía: «Moi même, mais réussi». En general, este «moi même à réussir» ha sido el mayor y durable tostón de mi vida. ¿Podría confi ar en ser alguna vez otro mejor? ¿Lograría curarme de ser este yo? [Verdú, 2008:84-85]. [la vida] fue pareciéndome como una fi cción, una adición artifi cial del tiempo ya vivido y padecido. Poco a poco, sin embargo, fue alzándose de nuevo la literatura de la vida, la inesperada salud tardía, la inédita no fi cción. [Verdú, 2008: 205].

De este modo, la herencia socrática que Montaigne lega y el Modernismo finisecular transmite —el conocimiento del yo— agoniza en la literatura actual, y aunque Vila-Matas confiesa su deuda con Montaigne [Vila-Matas, 20.12.2003: 24], reconoce:

Muchos años antes de que oyera hablar de autoficción, recuerdo haber escrito un libro que se llamó Recuerdos inventados, donde me apropiaba de los recuerdos de otros para construirme mis recuerdos personales. Todavía hoy sigo sin saber si eso era o no autofi cción. El hecho es que con el tiempo aquellos recuerdos se me han vuelto totalmente verdaderos.

Lo diré más claro: son mis recuerdos. [...] No es necesario que seamos como los demás nos quieran ver, sino que la escritura puede servirnos para construirnos nuestra propia personalidad y biografía. Podemos renunciar a tener una caótica relación con los acontecimientos de nuestra vida e intentar autocrearnos, modelar nuestro propio personaje y nuestra propia biografía para uso del lector, y para uso nuestro, por supuesto. [Vila-Matas, 2007].

La razón principal que empujó a Azorín hacia el diario fue la búsqueda de una técnica que le ayudara a diseñar un nuevo concepto de novela: «El género del diario le ofrecía, sobre todo, la posibilidad de concebir textos con una cierta autonomía entre ellos, una cronología discontinua, la confesión subjetiva, el uso de la primera persona..., técnicas que podían ayudarle a romper con la forma ortodoxa del relato decimonónico». [Escartín, 2002: 112]. Como su antecesor, Vicente Verdú cree que la novela tradicional ha muerto y halla en la autofi cción una nueva manera de narrar basada en la introspección, lo fragmentario y lo inmediato. Dado que «todas las creaciones son autobiográfi cas» —afi rma— y el ser humano no es estático, sino que evoluciona cambiando constantemente y nunca se acaba la posibilidad de contar ese proceso, el argumento es interminable. Algo muy similar había confesado Azorín en su libro de memorias, Valencia (1941):

«Soy otro, soy otro». O sea: antaño fui un hombre escritor llamado «Arriman» y «Cándido», luego otro hombre escritor que fi rmaba sus obras con el nombre de José Martínez Ruiz, y después otro, Antonio Azorín, y poco más tarde otro, Azorín a secas, y ahora otro que ya no sé si es ese mismo Azorín en trance de envejecer o alguien más o menos nuevo respecto del que antaño publicó Castilla [...] Todos ellos esencialmente distintos entre sí, todos entre sí «otros». [Laín, 1974: 40-41].

Como el alicantino, Verdú destaca la importancia de la sensación por encima de los hechos contados, suprimiendo la historia externa y dando sólo las impresiones del personaje, como había aconsejado Amiel en su diario:

Las impresiones más delicadas son las más fugitivas; si no se expresan al instante, se evaporan [...] Y resulta que esas sensaciones fugaces [...] que pasan por nuestra vida, son justamente lo que ésta tiene de más precioso.[...] En vez de anotar las actividades de cada día, los hechos groseros sin interés, buscar la música interior de las cosas; [...] en vez del itinerario del viajero, sus impresiones de viaje, [...] la vida subjetiva captada en su conciencia, más que narrada en sus actos. [Amiel, 1996: 80-81].

Si la obra literaria es siempre autobiográfica, entonces es innecesario fingir y, si aspira a conocer mejor al hombre, no tiene mejor elección que la escritura del yo; razón por la que no extraña que la última novela de Vila-Matas —Dietario voluble (2008)— sea una suerte de diario. En suma, aunque con mecanismos distintos a los usados por Montaigne o los modernistas, la autofi cción confi rmaría la tendencia introspectiva de las letras contemporáneas. Su modus operandi confi rma lo dicho por García Márquez al iniciar su biografía, no en vano titulada Vivir para contarla: «La vida no es lo que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». [García Márquez, 2002: 7].

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