INSULA

Juan Marsé en sus "Verdades verdaderas" (II parte)
Número 759. Marzo 2010

 
 

JEAN-CLAUDE SEGUIN VERGARA / EL CINE DE JAUN MARSÉ


 


Los libros de Juan Marsé son películas cinematográfi cas, son viajes por los fotogramas de la historia del cine, son imágenes en movimiento, flujos luminosos. En cada página recóndita se disimula un plano de The Shanghai gesture o la silueta de Sabú. Los libros de Juan Marsé están escritos con una cámara cinematográfica, su literatura es una literatura del ojo, de la visión, de la pantalla de un cine de barrio en los años 50. Y es que a la generación inocente la mecieron con las grandes cintas americanas, las figuras de Gene Terney o Marilyn Monroe. Si alguien como Terence Moix llegó a escribir una amplia y muy ilustrada historia del cine mundial y español, el autor de El embrujo de Shanghai ha publicado dos libros que, en cierto modo, son un ferviente homenaje al séptimo arte: Un paseo por las estrellas y Momentos inolvidables del cine. Dos libros profusamente ilustrados y muy diferentes en su forma de deslizarse entre los fotogramas de centenares de películas. Son invitaciones a viajes imaginarios, recorridos azarosos y sorprendentes, asociaciones atrevidas y rupturas; en ellos, el lector puede circular como le apetece, va de una página a una película, de un actor a un texto, no son libros que se leen, son libros que se (ad)miran.

Desde el título, Un paseo por las estrellas, Juan Marsé abre la puerta a la fantasía y al sueño, nos invita a jugar de forma casi infinita con las estrellas del cinematógrafo, abriéndonos paso entre un tupido bosque de rollos, de luz, de sombras y de celuloide. Basta con observar la contraportada del libro para entender que lo que tenemos entre las manos es un puzle cuyas piezas va colocando el novelista, pero un puzle al que le faltan muchas figuras... De hecho, las primeras líneas de la introducción instalan el decorado de la obra:

Todas las estrellas, grandes o pequeñas, las más refulgentes y universalmente conocidas y las de luminosidad más limitada y estrictamente nacional, todas las que habitan la infinita y fantasmal galaxia del celuloide, vivas o muertas, mitificadas y olvidadas, suelen arrojarse luz mutuamente y están unidas por lazos profesionales, a veces muy estrechos y fogosos —amándose y matándose en pelis donde comparten cartel, por ejemplo—, otras veces distantes y fríos, rozándose ocasionalmente o enviando luz a través de terceros —una estrella besa a un astro que, a su vez, besará a otra estrella en otra peli, y ésta a un nuevo astro en otra, y así sucesivamente por toda la galaxia (Marsé, 2001: 9).

Esta invitación a un viaje imaginario es una forma de decir la infinidad de las imágenes, el continuo flujo que nos hace pasar de un plano a otro, porque los actores —Un paseo por las estrellas es un libro de actores más que de películas y algunos directores— han ido dejando en su trayectoria huellas, índices de su paso por las películas, y cada vez que aparece en la pantalla, se presenta el actor con todos los papeles que ha interpretado, todas las vidas que ha ido viviendo en las oscuridades de los cines. Los actores no existen en sí, las películas no están ahí fijas, unos y otras están pillados en un amplio entramado, un cielo de estrellas y Juan Marsé nos invita a saltar buscando las pasarelas, las que él va instalando, aunque también podrían ser otras. A cada cual le toca buscar su camino.

Las figuras van por pares, de forma sistemática, una del cine español y otra del cine mundial, unas asociaciones improbables como las de Pepe Isbert y Marilyn Monroe (nº 1), de Rafaela Aparicio y Orson Welles (nº 11), de Chus Lampreave y Charles Laughton (nº 20), de Penélope Cruz y de King Kong (nº 36)... y tantas otras. Son así 36 juegos de rayuela que van desfi lando por las páginas de Un paseo por las estrellas. Como en un juego de cartas, las figuras van por parejas, pero el juego es llegar a construir el camino funambulesco y atrevido que conduce de la una a la otra. ¿Cuál es el viaje que nos invita a pasar de Pepe Isbert a Marilyn Monroe? Nunca coincidieron en ninguna película y en la vida probablemente menos. Ése es el juego: reunir siluetas que nadie hubiera imaginado asociar en una pareja cinematográfica. Sin embargo, antes de penetrar en la maraña artística a la cual nos invita Juan Marsé, la observación de las fotografías de las estrellas va revelando formas de complicidades. Entre dos fotos siempre existe un espacio inmenso, temporal, espacial, cultural, etc. Dos retratos —Pepe Isbert y Marilyn Monroe— que todo parece separar: un actor cómico con la dentadura atacada por la nicotina, una voz gangosa —las fotos también son sonoras, pero eso ya es otro viaje—, una ropa arraigada en la tierra española, la expresión de la naturalidad, una figura bonachona, Vallecas, Lavapiés... Y por otra parte, el glamour, la belleza, la «estrella» absoluta, la artificialidad, Hollywood, las majors. Dos retratos a años luz en el cielo estrellado. Las fotos, sin embargo, van diciendo más cosas, la lenta observación hace que surjan partículas similares, deslices y desplazamientos. Detrás de las capas primeras, superfi ciales, de los cristales de plata, van surgiendo pasarelas. Las imágenes se van superponiendo, las sonrisas cruzando. Marilyn esboza una risa que nos lleva a sus propias desgracias, a la vacuidad de las Barbies, a la tragedia de su vida. Como una pasarela que conduce a la muerte, como la sonrisa de Pepe Isbert nos lleva también al cáncer y a la desaparición. Las fotos son simulacros, es un reino de sombras —como escribía Gorki hablando del cine— de donde surgen, como íntima resistencia al tiempo, las siluetas de los desaparecidos. Porque Un paseo por las estrellas también es una ruta sembrada de cadáveres. Figuras de distintos cines, de otros tiempos, de varios lugares que se cruzan en el laberinto de su soledad de iconos. Diálogos inciertos, hilos que conducen de Victoria Abril a Cary Grant, de Verónica Forqué a Groucho Marx, de Penélope Cruz a King Kong. Juan Marsé va construyendo una inmensa telaraña con sus infi nitas encrucijadas, sus laberintos sembrados de fotos de película, de escenas imborrables del séptimo arte. Allí están Jane en los brazos de Tarzán, los dos travestis de Con faldas y a lo loco o Alberto Closas y Lucía Bosé corriendo hacia la bicicleta y el ciclista muerto. El poder de la imagen.

Y después está el destino azaroso de los encuentros, los caminos sinuosos que conducen de una estrella a otra como en el tablero del ajedrez. Las parejas que propone Juan Marsé son tan insólitas, tan improbables, que es como si el novelista hubiera querido asociar lo imposible, lo más distante, lo más alejado que se pueda uno imaginar. ¿Qué tendrá que ver Manolo Morán con Ingrid Bergman? Ése es el desafío: encontrar el camino tortuoso, un camino de saltamontes para salvar las distancias. Es un camino en sentido único que nos lleva del cine español al americano esencialmente, como si de repente las fi guras del cine peninsular se alzaran al nivel hollywoodiense. Y volviendo a Manolo Morán, ¿quién puede estar más lejos de una estrella como Ingrid Bergman que Manolo Morán, una ayuda sonriente que permitía atravesar los tristes años? Los textos asociados a las parejas suelen empezar por uno o dos párrafos dedicados al actor o al director español. Así empieza el paseo 30:

Estaba el otro día leyendo tan tranquilamente la columna de Jaime Campmany y la columna se me cayó encima, contaba un gracioso: Me dejó hecho polvo, con tres costillas rotas y un buen chichón, así que ahora leo las columnas periodísticas provisto de casco y metido en una tanqueta, incluso cuando la columna es del buenazo de Haro Tecglen. He aquí un estilo de humor bien dudoso en un tipo pusilánime y con poca gracia, un pocasolta, que decimos en catalán. Si lo cito es porque siempre que me aborda (a veces en el espejo) algún pocasolta de esos que venderían su alma al diablo por ser graciosos, pienso en el derroche de gracia natural y de barriga y de papada y de verbo vertiginoso de uno de los más grandes cómicos entre los grandes actores de reparto (no sería justo llamarle secundario, cuando él solito salvó no pocos engendros) del cine español. Hablo de Manolo Morán. En una época siniestra para nuestro cine, enfermo de mensajes cuarteleros o de sacristía —con las excepciones bien conocidas—, este hombre creó tipos entrañables y supo sortear la gracejería cutre y revisteril, aquel humor racial y facha y presuntamente rumboso (algo así como el verbo saleroso y grasiento de Antonio Burgos) ofreciendo a cambio una humanísima, sencilla y fraternal parodia del hombre de la calle (Marsé, 2001: 136).

Es como si tuviéramos un segundo retrato de la figura del artista. Se trata en cierto modo del segundo retrato después de la fotografía. Sin embargo, estas primeras líneas del «paseo» no desvelan nada sobre el enigma que relaciona Manolo Morán con Ingrid Bergman. Llevados de la mano por el novelista, vamos recorriendo escenas de películas, encontrando actores, saltando de una cinta a otra. Podríamos sintetizar dicho recorrido alineando los diferentes intérpretes o directores que van marcando las etapas: Manolo Morán > Pepe Isbert > Emma Penella > José Luis Gómez > Terence Stamp > William Wyler > Bette Davis > Herbert Marshall > Jennifer Jones > Gregory Peck > Ingrid Bergman. Lo gracioso es intentar localizar cuándo salimos del territorio del cine español para entrar en el cine americano. Como se puede observar, el «paso» se hace entre José Luis Gómez y Terence Stamp. El nudo en cierto modo es la película de Pilar Miró, Beltenebros, en la cual coinciden los dos actores. En eso consiste el juego: en encontrar la película española en la que trabajó un actor americano, o a la inversa, en buscar la película americana en la cual se lucía el actor español. Esta técnica se vuelve a repetir a lo largo del libro: Tras el cristal es el «paso» entre Chus Lampreave y Charles Laughton (20), Todo es posible en Granada conecta a Manolo Caracol con Gene Tierney. Este juego de pistas lúdico y desenfadado se repite a lo largo de la obra y así van pasando los «paseos». Sin embargo, Juan Marsé termina su recorrido por una especie de premonición:

Pienso ahora que no habría estado mal pasar un momento por la órbita de Gary Cooper y pararnos a contemplar en ¿Por quién doblan las campanas? Lo único que se deja contemplar en esta peli, el maravilloso rostro de Ingrid Bergman/ María, con el pelo muy corto, su camisa de mangas recogidas y sus alpargatas. Pero me he desviado sin querer. Otra vez será: las estrellas siguen ahí, hasta el fin de los tiempos, y nos envían su luz aunque hayan muerto (Marsé, 2001: 138).

Estas últimas frases ya anuncian indirectamente otro juego, el del desvío posible, el de las alternativas no escogidas, el de los caminos que se bifurcan. Porque el juego no acaba ahí, como si quisiera ofrecer aún más el sentimiento de lo inestable, de lo improbable, de lo movedizo, Juan Marsé ofrece otros tantos atajos que nos conducen de nuevo, pero de manera menos tortuosa, de Manolo Morán a Ingrid Bergman. En este caso, el camino es mucho más corto y así del actor español pasamos a Edgar Neville (Frente de Madrid) donde intervenía Juan de Landa que interpretó un papel en La burla del diablo de John Huston donde trabajaba Peter Lorre, que hacía de Ugarte en Casablanca, coincidiendo con Ingrid Bergman.

Un paseo por las estrellas anuncia ya lo que es un juego, un desplazamiento, una forma de saltar de una película a otra, una delicia para los cinéfi los... y también es una forma de compendio de guiones posibles o probables, de fragmentos inolvidables u olvidados. Juan Marsé ofrece sobre todo un recorrido mental por las estrellas, un ir y venir de una película a otra, de una secuencia a otra, nos invita a dejar que fl uya la memoria, nos propone un inmenso puzle cinema tográfi co.

La publicación de los dos libros dedicados al cine se sitúa entre la salida de La gran desilusión (2000) y de Canciones de amor en Lolita’s club (2005), como si formaran parte de un díptico particular dentro de la obra de Juan Marsé. Basta con buscar en la página ofi cial del escritor en Internet, para darnos cuenta de que ni siquiera aparecen estos libros de cine en el apartado «bibliografía», como si se tratara de algo aparte, como si el propio novelista los considerara un divertimento. Tal vez se pueden leer además como un substrato referencial de sus novelas tan cinematográfi cas. Lo cierto es que con Momentos inolvidables del cine, aunque de forma muy diferente, seguimos por la senda de la frivolidad, pero también de la memoria. Frivolidad porque el cine lo es como espectáculo, como forma de huir de la realidad, como plasmación de las vidas que no nos tocó vivir, como puro simulacro, tan poco simulacro... Memoria porque el cine describe territorio pasado, fi guras que conllevan una parte de nuestros recuerdos, unas imágenes con nuestras circunstancias, nuestros deseos frustrados, nuestros deseos acariciados. Por eso, cuando se abren las novelas de Juan Marsé, no solo se van recorriendo unas narraciones y unos espacios geográfi cos precisos, sino que además se abren puertas a películas, surgen planos, estampas y, de la misma forma, cuando se abren los dos libros de cine, uno puede volver a las páginas de Si te dicen que caí, de Ronda del Guinardó o de El embrujo de Shanghai.

Lo primero que salta a la vista cuando uno hojea Momentos inolvidables del cine es la inmensa calidad de las fotos que reúne. En muchos casos se trata de fotofi jas que se han convertido con el tiempo en la imagen de la película, como en el caso, entre muchos otros, de El tambor de hojalata, con el niño tocando su instrumento favorito o Manhattan de Woody Allen y su inimitable bruma neoyorquina. Así también el ladrón de bicicleta sentado en la acera, con sus dudas y su moral, y su hijo, a su lado, cuya mirada parece fundirse en la angustia del padre. Porque lo que caracteriza una parte esencial de las fotos del libro es que son «instantes decisivos» como lo decía Henri Cartier- Bresson, instantes que no solo dicen su contenido, sino que se ensanchan hacia otros territorios, que recorren espacios de tensión, de dolor, de placer o de fascinación. Rita Hayworth en brazos de Orson Welles con sus imágenes repitiéndose al infi nito en espejos sucesivos inmortaliza el momento inolvidable de La dama de Shanghai. A diferencia de lo que encontramos en Un paseo por las estrellas, en este álbum, mejor que libro, ha desaparecido el capricho organizativo y las fotos están clasifi cadas por orden cronológico. Eso no quita, por supuesto, que cualquiera pueda ir de una imagen a otra, ya que no existe tampoco una lógica que lo impida. Por eso se abre con Nosferatu el vampiro (1922) y acaba con Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier, casi ochenta años en el recorrido cinematográfico del siglo XX. ¿Por qué Juan Marsé ha prescindido de los casi treinta años del cine primitivo? ¿Por qué no nos ofrece algún fotograma de la Salida de la fábrica, de los Lumière, al fi n y al cabo, el primer icono cinematográfi co? ¿Por qué faltan casi todos los burlescos con la excepción tardía de Charles Chaplin en Tiempos modernos? ¿Y Cabiria? Es como si el cine empezara con el expresionismo alemán. Tal vez sea porque Momentos inolvidables del cine se presente también como un álbum de la memoria estancada...

Un álbum de las huellas que el tiempo ha ido dejando en nuestra mente. Porque lo que se puede afi rmar, en ambos libros, es que el cine participa de lo íntimo, de la «casa particular» de Juan Marsé, pero que nuestra memoria y sus territorios a menudo cruzan la del novelista cinéfi lo, y los hitos son muchas veces los mismos. ¿Quién no recuerda defi nitivamente a Marilyn Monroe con las faldas levantadas por el aire en La tentación vive arriba? En Burgos, hace pocos años, en una tienda a lo largo del Arlanzón -tal vez siga allí-, delante del escaparate estaba la fi - gura de tamaño natural de Marilyn sujetándose las faldas... Otro icono inolvidable. Pero el recuerdo no siempre embellece, a veces, repite infi nitamente los temores infantiles, los miedos a las botas y a los uniformes, por eso, allí fi gura también entre Tarzán y su compañera y Una noche en la ópera, El triunfo de la voluntad de la tristemente talentosa Leni Riefensthal, inventora audaz del cine político y del cine de deportes, tristemente...

La inscripción en el tiempo tal vez provoque el deseo de dejar que algunas imágenes se vayan decantando, como si todavía no hubieran madurado lo bastante, como si necesitaran algo más para volverse inolvidables. No es el caso de la foto de Pulp Fiction, que no es sino la del cartel —¡y con el cigarrillo en la mano!— que al estrenarse ya se había vuelto inolvidable. Pero no ocurre otro tanto con la Nicole Kidman de Todo por un sueño, a la que le falta bastante pátina para poder mantenerse en nuestra memoria colectiva, si es que algún día lo logra... Es como si conforme los colores empezaran a penetrar en el álbum las fotos se hicieran más presentes, como si estuvieran más pegadas a un tiempo preciso. Porque para llegar a ser inolvidable, la foto tiene que pasar por un lento proceso que la va despegando de sus referencialidades, pasar por ciertos olvidos, por el tamiz del tiempo. Filtrándose, llegan algunas fotos a salvar las épocas y los años... Tal vez sea el privilegio de las fotos en blanco y negro el de poder sumirse rápidamente en las capas de la memoria. De Woody Allen, ya hablamos de lo «inolvidable» de la foto de Manhattan, pero las tres mujeres de Hannah y sus hermanas, por mucho que sonrían, están como estancadas, no parecen poder llegar a «inolvidalizarse» algún día.

Si en cierto modo se puede considerar que Un paseo por las estrellas es una forma amable y divertida de rescatar el cine español enganchándolo al tren cinematográfico de la modernidad o del glamour, los 99 Momentos inolvidables de cine constituyen una lectura bastante menos alentadora de la producción española. Son cinco las películas que salva Juan Marsé en su álbum: Los Tarantos, El verdugo, El espíritu de la colmena, El Sur y ¿Qué he hecho yo para merecer esto? También está Un perro andaluz, pero todos sabemos que Luis Buñuel es universal... y que Viridiana no aparece en el libro. Tal vez sólo sea el lugar que ocupa el cine español en el cine mundial o tal vez sea un cine que no dio mucho para soñar y respirar. El cine americano era más propicio para ayudarnos a fantasear. La presencia de El espíritu de la colmena y de El Sur es casi natural; no sólo porque se trata de unas auténticas obras maestras, sino porque llevan además la firma de Víctor Erice, director frustrado de El embrujo de Shanghai —no la cinta de Josef von Sternberg, sino la novela de Juan Marsé— y autor de un guión luminoso La promesa de Shanghai (Seguin, 2004). Con El verdugo, Luis García Berlanga fi rmaba una de las obras inolvidables del cine español. Si ¿Qué he hecho yo para merecer esto? se ha ido convirtiendo en un clásico del cine español (Cueto: 2009), Los Tarantos debe su presencia en el álbum a la figura excepcional de Carmen Amaya que, como recuerda el propio Marsé, no recibió «ni una nota, ni un telegrama de las autoridades, sólo una fuente en el paseo marítimo [...] recuerda hoy su nombre».

En cuanto a los 99 textos que acompañan las fotografías, son inconfundibles momentos de escritura del novelista, que ofrecen formas de comentarios, de refl exiones y de anécdotas en las cuales trasparece el inmenso talento de Juan Marsé y su conocimiento profundo del cine. Pero también son formas de faire-valoir de las fotografías, unos comentarios «prescindibles», como escribiera Julio Cortázar, que dejan intacto el impacto del icono, de la representación o del simulacro. Al fi n y al cabo, lo que ha pretendido Juan Marsé es hacer que escapemos al presente irrepetible y que volvamos la vista y la mente hacia nuestra memoria.

En estos tiempos de memoria, de leyes a favor de la memoria, Juan Marsé con este díptico ofrece al lector, y sobre todo al espectador, una íntima refl exión sobre la memoria. Está hecha de fragmentos, de trozos, de unidades separadas, y la mente, la anamnesis, los procesos mentales, van reconstruyendo continuamente el puzle. Porque antes de que queden totalmente destrozados, estas fotos, estos instantes inolvidables van tejiendo el patchwork de nuestro pasado y de nuestra ilusiones. Cada uno tiene en algún rincón de algún armario las mismas fotos u otras que van revelando el mundo de fantasías de cada cual. Juan Marsé no crea el tejido, es el sastre, es el costurero. Por eso, ambos libros son sobre todo invitaciones a crear nuestras propias memorias con material propio o ajeno. Y eso, simplemente para resistir las embestidas del tiempo que vuelve a colocar las fotos en un cajón de sastre...

J. C. S. V.—UNIVERSITÉ LUMIÈRE-LYON 2


Bibliografía CUETO, R. (2009), ed.: ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, Valencia, Ediciones de la Filmoteca.

MARSÉ, J. (2001): Un paseo por las estrellas, Barcelona, RBA.

—, (2004): Momentos inolvidables del cine, Barcelona, Carroggio.

SEGUIN, J.-C. (2004), ed.: Shanghai, entre promesse et sortilège, Lyon, Le Grimh.

 
 
 
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