Los
libros de Juan Marsé son películas cinematográfi cas, son viajes
por los fotogramas de la historia del cine, son imágenes en
movimiento, flujos luminosos. En cada página recóndita se disimula
un plano de The Shanghai gesture o la silueta de Sabú. Los libros
de Juan Marsé están escritos con una cámara cinematográfica, su
literatura es una literatura del ojo, de la visión, de la pantalla
de un cine de barrio en los años 50. Y es que a la generación
inocente la mecieron con las grandes cintas americanas, las figuras
de Gene Terney o Marilyn Monroe. Si alguien como Terence Moix llegó
a escribir una amplia y muy ilustrada historia del cine mundial y
español, el autor de El embrujo de Shanghai ha publicado dos libros
que, en cierto modo, son un ferviente homenaje al séptimo arte: Un
paseo por las estrellas y Momentos inolvidables del cine. Dos
libros profusamente ilustrados y muy diferentes en su forma de
deslizarse entre los fotogramas de centenares de películas. Son
invitaciones a viajes imaginarios, recorridos azarosos y
sorprendentes, asociaciones atrevidas y rupturas; en ellos, el
lector puede circular como le apetece, va de una página a una
película, de un actor a un texto, no son libros que se leen, son
libros que se (ad)miran.
Desde el
título, Un paseo por las estrellas, Juan Marsé abre la puerta a la
fantasía y al sueño, nos invita a jugar de forma casi infinita con
las estrellas del cinematógrafo, abriéndonos paso entre un tupido
bosque de rollos, de luz, de sombras y de celuloide. Basta con
observar la contraportada del libro para entender que lo que
tenemos entre las manos es un puzle cuyas piezas va colocando el
novelista, pero un puzle al que le faltan muchas figuras... De
hecho, las primeras líneas de la introducción instalan el decorado
de la obra:
Todas
las estrellas, grandes o pequeñas, las más refulgentes y
universalmente conocidas y las de luminosidad más limitada y
estrictamente nacional, todas las que habitan la infinita y
fantasmal galaxia del celuloide, vivas o muertas, mitificadas y
olvidadas, suelen arrojarse luz mutuamente y están unidas por lazos
profesionales, a veces muy estrechos y fogosos —amándose y
matándose en pelis donde comparten cartel, por ejemplo—,
otras veces distantes y fríos, rozándose ocasionalmente o enviando
luz a través de terceros —una estrella besa a un astro que, a
su vez, besará a otra estrella en otra peli, y ésta a un nuevo
astro en otra, y así sucesivamente por toda la galaxia (Marsé,
2001: 9).
Esta
invitación a un viaje imaginario es una forma de decir la infinidad
de las imágenes, el continuo flujo que nos hace pasar de un plano a
otro, porque los actores —Un paseo por las estrellas es un
libro de actores más que de películas y algunos directores—
han ido dejando en su trayectoria huellas, índices de su paso por
las películas, y cada vez que aparece en la pantalla, se presenta
el actor con todos los papeles que ha interpretado, todas las vidas
que ha ido viviendo en las oscuridades de los cines. Los actores no
existen en sí, las películas no están ahí fijas, unos y otras están
pillados en un amplio entramado, un cielo de estrellas y Juan Marsé
nos invita a saltar buscando las pasarelas, las que él va
instalando, aunque también podrían ser otras. A cada cual le toca
buscar su camino.
Las
figuras van por pares, de forma sistemática, una del cine español y
otra del cine mundial, unas asociaciones improbables como las de
Pepe Isbert y Marilyn Monroe (nº 1), de Rafaela Aparicio y Orson
Welles (nº 11), de Chus Lampreave y Charles Laughton (nº 20), de
Penélope Cruz y de King Kong (nº 36)... y tantas otras. Son así 36
juegos de rayuela que van desfi lando por las páginas de Un paseo
por las estrellas. Como en un juego de cartas, las figuras van por
parejas, pero el juego es llegar a construir el camino funambulesco
y atrevido que conduce de la una a la otra. ¿Cuál es el viaje que
nos invita a pasar de Pepe Isbert a Marilyn Monroe? Nunca
coincidieron en ninguna película y en la vida probablemente menos.
Ése es el juego: reunir siluetas que nadie hubiera imaginado
asociar en una pareja cinematográfica. Sin embargo, antes de
penetrar en la maraña artística a la cual nos invita Juan Marsé, la
observación de las fotografías de las estrellas va revelando formas
de complicidades. Entre dos fotos siempre existe un espacio
inmenso, temporal, espacial, cultural, etc. Dos retratos
—Pepe Isbert y Marilyn Monroe— que todo parece separar:
un actor cómico con la dentadura atacada por la nicotina, una voz
gangosa —las fotos también son sonoras, pero eso ya es otro
viaje—, una ropa arraigada en la tierra española, la
expresión de la naturalidad, una figura bonachona, Vallecas,
Lavapiés... Y por otra parte, el glamour, la belleza, la «estrella»
absoluta, la artificialidad, Hollywood, las majors. Dos retratos a
años luz en el cielo estrellado. Las fotos, sin embargo, van
diciendo más cosas, la lenta observación hace que surjan partículas
similares, deslices y desplazamientos. Detrás de las capas
primeras, superfi ciales, de los cristales de plata, van surgiendo
pasarelas. Las imágenes se van superponiendo, las sonrisas
cruzando. Marilyn esboza una risa que nos lleva a sus propias
desgracias, a la vacuidad de las Barbies, a la tragedia de su vida.
Como una pasarela que conduce a la muerte, como la sonrisa de Pepe
Isbert nos lleva también al cáncer y a la desaparición. Las fotos
son simulacros, es un reino de sombras —como escribía Gorki
hablando del cine— de donde surgen, como íntima resistencia
al tiempo, las siluetas de los desaparecidos. Porque Un paseo por
las estrellas también es una ruta sembrada de cadáveres. Figuras de
distintos cines, de otros tiempos, de varios lugares que se cruzan
en el laberinto de su soledad de iconos. Diálogos inciertos, hilos
que conducen de Victoria Abril a Cary Grant, de Verónica Forqué a
Groucho Marx, de Penélope Cruz a King Kong. Juan Marsé va
construyendo una inmensa telaraña con sus infi nitas encrucijadas,
sus laberintos sembrados de fotos de película, de escenas
imborrables del séptimo arte. Allí están Jane en los brazos de
Tarzán, los dos travestis de Con faldas y a lo loco o Alberto
Closas y Lucía Bosé corriendo hacia la bicicleta y el ciclista
muerto. El poder de la imagen.
Y
después está el destino azaroso de los encuentros, los caminos
sinuosos que conducen de una estrella a otra como en el tablero del
ajedrez. Las parejas que propone Juan Marsé son tan insólitas, tan
improbables, que es como si el novelista hubiera querido asociar lo
imposible, lo más distante, lo más alejado que se pueda uno
imaginar. ¿Qué tendrá que ver Manolo Morán con Ingrid Bergman? Ése
es el desafío: encontrar el camino tortuoso, un camino de
saltamontes para salvar las distancias. Es un camino en sentido
único que nos lleva del cine español al americano esencialmente,
como si de repente las fi guras del cine peninsular se alzaran al
nivel hollywoodiense. Y volviendo a Manolo Morán, ¿quién puede
estar más lejos de una estrella como Ingrid Bergman que Manolo
Morán, una ayuda sonriente que permitía atravesar los tristes años?
Los textos asociados a las parejas suelen empezar por uno o dos
párrafos dedicados al actor o al director español. Así empieza el
paseo 30:
Estaba
el otro día leyendo tan tranquilamente la columna de Jaime Campmany
y la columna se me cayó encima, contaba un gracioso: Me dejó hecho
polvo, con tres costillas rotas y un buen chichón, así que ahora
leo las columnas periodísticas provisto de casco y metido en una
tanqueta, incluso cuando la columna es del buenazo de Haro Tecglen.
He aquí un estilo de humor bien dudoso en un tipo pusilánime y con
poca gracia, un pocasolta, que decimos en catalán. Si lo cito es
porque siempre que me aborda (a veces en el espejo) algún pocasolta
de esos que venderían su alma al diablo por ser graciosos, pienso
en el derroche de gracia natural y de barriga y de papada y de
verbo vertiginoso de uno de los más grandes cómicos entre los
grandes actores de reparto (no sería justo llamarle secundario,
cuando él solito salvó no pocos engendros) del cine español. Hablo
de Manolo Morán. En una época siniestra para nuestro cine, enfermo
de mensajes cuarteleros o de sacristía —con las excepciones
bien conocidas—, este hombre creó tipos entrañables y supo
sortear la gracejería cutre y revisteril, aquel humor racial y
facha y presuntamente rumboso (algo así como el verbo saleroso y
grasiento de Antonio Burgos) ofreciendo a cambio una humanísima,
sencilla y fraternal parodia del hombre de la calle (Marsé, 2001:
136).
Es como
si tuviéramos un segundo retrato de la figura del artista. Se trata
en cierto modo del segundo retrato después de la fotografía. Sin
embargo, estas primeras líneas del «paseo» no desvelan nada sobre
el enigma que relaciona Manolo Morán con Ingrid Bergman. Llevados
de la mano por el novelista, vamos recorriendo escenas de
películas, encontrando actores, saltando de una cinta a otra.
Podríamos sintetizar dicho recorrido alineando los diferentes
intérpretes o directores que van marcando las etapas: Manolo Morán
> Pepe Isbert > Emma Penella > José Luis Gómez >
Terence Stamp > William Wyler > Bette Davis > Herbert
Marshall > Jennifer Jones > Gregory Peck > Ingrid Bergman.
Lo gracioso es intentar localizar cuándo salimos del territorio del
cine español para entrar en el cine americano. Como se puede
observar, el «paso» se hace entre José Luis Gómez y Terence Stamp.
El nudo en cierto modo es la película de Pilar Miró, Beltenebros,
en la cual coinciden los dos actores. En eso consiste el juego: en
encontrar la película española en la que trabajó un actor
americano, o a la inversa, en buscar la película americana en la
cual se lucía el actor español. Esta técnica se vuelve a repetir a
lo largo del libro: Tras el cristal es el «paso» entre Chus
Lampreave y Charles Laughton (20), Todo es posible en Granada
conecta a Manolo Caracol con Gene Tierney. Este juego de pistas
lúdico y desenfadado se repite a lo largo de la obra y así van
pasando los «paseos». Sin embargo, Juan Marsé termina su recorrido
por una especie de premonición:
Pienso
ahora que no habría estado mal pasar un momento por la órbita de
Gary Cooper y pararnos a contemplar en ¿Por quién doblan las
campanas? Lo único que se deja contemplar en esta peli, el
maravilloso rostro de Ingrid Bergman/ María, con el pelo muy corto,
su camisa de mangas recogidas y sus alpargatas. Pero me he desviado
sin querer. Otra vez será: las estrellas siguen ahí, hasta el fin
de los tiempos, y nos envían su luz aunque hayan muerto (Marsé,
2001: 138).
Estas
últimas frases ya anuncian indirectamente otro juego, el del desvío
posible, el de las alternativas no escogidas, el de los caminos que
se bifurcan. Porque el juego no acaba ahí, como si quisiera ofrecer
aún más el sentimiento de lo inestable, de lo improbable, de lo
movedizo, Juan Marsé ofrece otros tantos atajos que nos conducen de
nuevo, pero de manera menos tortuosa, de Manolo Morán a Ingrid
Bergman. En este caso, el camino es mucho más corto y así del actor
español pasamos a Edgar Neville (Frente de Madrid) donde intervenía
Juan de Landa que interpretó un papel en La burla del diablo de
John Huston donde trabajaba Peter Lorre, que hacía de Ugarte en
Casablanca, coincidiendo con Ingrid Bergman.
Un paseo
por las estrellas anuncia ya lo que es un juego, un desplazamiento,
una forma de saltar de una película a otra, una delicia para los
cinéfi los... y también es una forma de compendio de guiones
posibles o probables, de fragmentos inolvidables u olvidados. Juan
Marsé ofrece sobre todo un recorrido mental por las estrellas, un
ir y venir de una película a otra, de una secuencia a otra, nos
invita a dejar que fl uya la memoria, nos propone un inmenso puzle
cinema tográfi co.
La
publicación de los dos libros dedicados al cine se sitúa entre la
salida de La gran desilusión (2000) y de Canciones de amor en
Lolita’s club (2005), como si formaran parte de un díptico
particular dentro de la obra de Juan Marsé. Basta con buscar en la
página ofi cial del escritor en Internet, para darnos cuenta de que
ni siquiera aparecen estos libros de cine en el apartado
«bibliografía», como si se tratara de algo aparte, como si el
propio novelista los considerara un divertimento. Tal vez se pueden
leer además como un substrato referencial de sus novelas tan
cinematográfi cas. Lo cierto es que con Momentos inolvidables del
cine, aunque de forma muy diferente, seguimos por la senda de la
frivolidad, pero también de la memoria. Frivolidad porque el cine
lo es como espectáculo, como forma de huir de la realidad, como
plasmación de las vidas que no nos tocó vivir, como puro simulacro,
tan poco simulacro... Memoria porque el cine describe territorio
pasado, fi guras que conllevan una parte de nuestros recuerdos,
unas imágenes con nuestras circunstancias, nuestros deseos
frustrados, nuestros deseos acariciados. Por eso, cuando se abren
las novelas de Juan Marsé, no solo se van recorriendo unas
narraciones y unos espacios geográfi cos precisos, sino que además
se abren puertas a películas, surgen planos, estampas y, de la
misma forma, cuando se abren los dos libros de cine, uno puede
volver a las páginas de Si te dicen que caí, de Ronda del Guinardó
o de El embrujo de Shanghai.
Lo
primero que salta a la vista cuando uno hojea Momentos inolvidables
del cine es la inmensa calidad de las fotos que reúne. En muchos
casos se trata de fotofi jas que se han convertido con el tiempo en
la imagen de la película, como en el caso, entre muchos otros, de
El tambor de hojalata, con el niño tocando su instrumento favorito
o Manhattan de Woody Allen y su inimitable bruma neoyorquina. Así
también el ladrón de bicicleta sentado en la acera, con sus dudas y
su moral, y su hijo, a su lado, cuya mirada parece fundirse en la
angustia del padre. Porque lo que caracteriza una parte esencial de
las fotos del libro es que son «instantes decisivos» como lo decía
Henri Cartier- Bresson, instantes que no solo dicen su contenido,
sino que se ensanchan hacia otros territorios, que recorren
espacios de tensión, de dolor, de placer o de fascinación. Rita
Hayworth en brazos de Orson Welles con sus imágenes repitiéndose al
infi nito en espejos sucesivos inmortaliza el momento inolvidable
de La dama de Shanghai. A diferencia de lo que encontramos en Un
paseo por las estrellas, en este álbum, mejor que libro, ha
desaparecido el capricho organizativo y las fotos están clasifi
cadas por orden cronológico. Eso no quita, por supuesto, que
cualquiera pueda ir de una imagen a otra, ya que no existe tampoco
una lógica que lo impida. Por eso se abre con Nosferatu el vampiro
(1922) y acaba con Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von
Trier, casi ochenta años en el recorrido cinematográfico del siglo
XX. ¿Por qué Juan Marsé ha prescindido de los casi treinta años del
cine primitivo? ¿Por qué no nos ofrece algún fotograma de la Salida
de la fábrica, de los Lumière, al fi n y al cabo, el primer icono
cinematográfi co? ¿Por qué faltan casi todos los burlescos con la
excepción tardía de Charles Chaplin en Tiempos modernos? ¿Y
Cabiria? Es como si el cine empezara con el expresionismo alemán.
Tal vez sea porque Momentos inolvidables del cine se presente
también como un álbum de la memoria estancada...
Un álbum
de las huellas que el tiempo ha ido dejando en nuestra mente.
Porque lo que se puede afi rmar, en ambos libros, es que el cine
participa de lo íntimo, de la «casa particular» de Juan Marsé, pero
que nuestra memoria y sus territorios a menudo cruzan la del
novelista cinéfi lo, y los hitos son muchas veces los mismos.
¿Quién no recuerda defi nitivamente a Marilyn Monroe con las faldas
levantadas por el aire en La tentación vive arriba? En Burgos, hace
pocos años, en una tienda a lo largo del Arlanzón -tal vez siga
allí-, delante del escaparate estaba la fi - gura de tamaño natural
de Marilyn sujetándose las faldas... Otro icono inolvidable. Pero
el recuerdo no siempre embellece, a veces, repite infi nitamente
los temores infantiles, los miedos a las botas y a los uniformes,
por eso, allí fi gura también entre Tarzán y su compañera y Una
noche en la ópera, El triunfo de la voluntad de la tristemente
talentosa Leni Riefensthal, inventora audaz del cine político y del
cine de deportes, tristemente...
La
inscripción en el tiempo tal vez provoque el deseo de dejar que
algunas imágenes se vayan decantando, como si todavía no hubieran
madurado lo bastante, como si necesitaran algo más para volverse
inolvidables. No es el caso de la foto de Pulp Fiction, que no es
sino la del cartel —¡y con el cigarrillo en la mano!—
que al estrenarse ya se había vuelto inolvidable. Pero no ocurre
otro tanto con la Nicole Kidman de Todo por un sueño, a la que le
falta bastante pátina para poder mantenerse en nuestra memoria
colectiva, si es que algún día lo logra... Es como si conforme los
colores empezaran a penetrar en el álbum las fotos se hicieran más
presentes, como si estuvieran más pegadas a un tiempo preciso.
Porque para llegar a ser inolvidable, la foto tiene que pasar por
un lento proceso que la va despegando de sus referencialidades,
pasar por ciertos olvidos, por el tamiz del tiempo. Filtrándose,
llegan algunas fotos a salvar las épocas y los años... Tal vez sea
el privilegio de las fotos en blanco y negro el de poder sumirse
rápidamente en las capas de la memoria. De Woody Allen, ya hablamos
de lo «inolvidable» de la foto de Manhattan, pero las tres mujeres
de Hannah y sus hermanas, por mucho que sonrían, están como
estancadas, no parecen poder llegar a «inolvidalizarse» algún
día.
Si en
cierto modo se puede considerar que Un paseo por las estrellas es
una forma amable y divertida de rescatar el cine español
enganchándolo al tren cinematográfico de la modernidad o del
glamour, los 99 Momentos inolvidables de cine constituyen una
lectura bastante menos alentadora de la producción española. Son
cinco las películas que salva Juan Marsé en su álbum: Los Tarantos,
El verdugo, El espíritu de la colmena, El Sur y ¿Qué he hecho yo
para merecer esto? También está Un perro andaluz, pero todos
sabemos que Luis Buñuel es universal... y que Viridiana no aparece
en el libro. Tal vez sólo sea el lugar que ocupa el cine español en
el cine mundial o tal vez sea un cine que no dio mucho para soñar y
respirar. El cine americano era más propicio para ayudarnos a
fantasear. La presencia de El espíritu de la colmena y de El Sur es
casi natural; no sólo porque se trata de unas auténticas obras
maestras, sino porque llevan además la firma de Víctor Erice,
director frustrado de El embrujo de Shanghai —no la cinta de
Josef von Sternberg, sino la novela de Juan Marsé— y autor de
un guión luminoso La promesa de Shanghai (Seguin, 2004). Con El
verdugo, Luis García Berlanga fi rmaba una de las obras
inolvidables del cine español. Si ¿Qué he hecho yo para merecer
esto? se ha ido convirtiendo en un clásico del cine español (Cueto:
2009), Los Tarantos debe su presencia en el álbum a la figura
excepcional de Carmen Amaya que, como recuerda el propio Marsé, no
recibió «ni una nota, ni un telegrama de las autoridades, sólo una
fuente en el paseo marítimo [...] recuerda hoy su nombre».
En
cuanto a los 99 textos que acompañan las fotografías, son
inconfundibles momentos de escritura del novelista, que ofrecen
formas de comentarios, de refl exiones y de anécdotas en las cuales
trasparece el inmenso talento de Juan Marsé y su conocimiento
profundo del cine. Pero también son formas de faire-valoir de las
fotografías, unos comentarios «prescindibles», como escribiera
Julio Cortázar, que dejan intacto el impacto del icono, de la
representación o del simulacro. Al fi n y al cabo, lo que ha
pretendido Juan Marsé es hacer que escapemos al presente
irrepetible y que volvamos la vista y la mente hacia nuestra
memoria.
En estos
tiempos de memoria, de leyes a favor de la memoria, Juan Marsé con
este díptico ofrece al lector, y sobre todo al espectador, una
íntima refl exión sobre la memoria. Está hecha de fragmentos, de
trozos, de unidades separadas, y la mente, la anamnesis, los
procesos mentales, van reconstruyendo continuamente el puzle.
Porque antes de que queden totalmente destrozados, estas fotos,
estos instantes inolvidables van tejiendo el patchwork de nuestro
pasado y de nuestra ilusiones. Cada uno tiene en algún rincón de
algún armario las mismas fotos u otras que van revelando el mundo
de fantasías de cada cual. Juan Marsé no crea el tejido, es el
sastre, es el costurero. Por eso, ambos libros son sobre todo
invitaciones a crear nuestras propias memorias con material propio
o ajeno. Y eso, simplemente para resistir las embestidas del tiempo
que vuelve a colocar las fotos en un cajón de sastre...
J. C. S.
V.—UNIVERSITÉ LUMIÈRE-LYON 2
Bibliografía CUETO, R. (2009), ed.: ¿Qué he hecho yo para merecer
esto?, Valencia, Ediciones de la Filmoteca.
MARSÉ,
J. (2001): Un paseo por las estrellas, Barcelona, RBA.
—,
(2004): Momentos inolvidables del cine, Barcelona, Carroggio.
SEGUIN, J.-C. (2004), ed.:
Shanghai, entre promesse et sortilège,
Lyon, Le Grimh.
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