Entre
Italia y España ha existido siempre una red de caminos deida y
vuelta que llegan a nuestros días, dibujando una larguísimahistoria
política, literaria o artística llena de nombres propios,que son
una prueba bullente y viva sobre un viaje interminable. Trazar una
ruta, siquiera aproximada, sobre tan vasto recorridono deja de ser
una pretensión vana. Pero quizás valga la pena elesfuerzo, sobre
todo si se cuenta con el concurso de los autoresque integran este
número monográfico. La revista Ínsula seadelanta así al XVII
Congreso de la Asociación Internacional deHispanistas, que se
celebrará del 19 al 24 de julio de 2010 en laciudad de Roma. En él
colaborarán numerosas instituciones,tanto italianas como españolas,
y sobre todo el haz de universidadesromanas y de otros lugares de
Italia que integran la ComisiónLocal Organizadora (1).
En él se
recogen, sin ánimo de exhaustividad, una serie de trabajosque
sitúan las relaciones hispanoitalianas en su decurso temporal,
conespecial atención a la parcela literaria, aunque no falten al
respectootras incursiones, como las referidas a la ópera o al cine.
En semejantepanorama, parecía obligada la presencia de ese
hispanismo pujante,que ha tenido siempre en Italia una de sus
mejores residencias, asícomo el contrapunto de los investigadores
españoles.
Al
abrigo de esta convocatoria, y agradeciendo a todos cuantos
hanparticipado en ella su colaboración, además de a la revista
Ínsulapor su cobijo, nos permitimos dar una breve noticia de un
librodel escritor aragonés Pedro Pedro Manuel de Urrea, que andaba
perdidoy ha sido localizado recientemente en la Biblioteca Pública
deGrenoble por el profesor Enrique Galé (Urrea, 2008). Su hallazgo
ycuanto supone la edición y estudio del mismo permitirán sin
dudanuevas y sugerentes investigaciones, ya que la obra se
adelanta, por sutema y traza, a otras posteriores de primera
magnitud que tuvieron enItalia su razón y destino, aparte de ser un
eslabón crucial en la cadenaliteraria de las peregrinaciones.
La doble
vía
Infinitos son casi los lugares que Roma ocupa en la memoria
literaria,artística, política e histórica, incluidos aquellos que
la dibujan comotérmino de un viaje o peregrinación (Egido, 2005).
En ese sentido, laLiteratura Española ha mirado hacia ese término
constantemente a lolargo de la historia, ofreciendo relieves muy
diversos en los distintosgéneros. Caput mundi, ciudad de Dios en la
tierra o «Roma putana»,como se la califica en La Lozana andaluza,
lo cierto es que su nombreha sido cifra de interpretaciones
diversas (Navarro, 2002). Su soloenunciado configura, desde la
Antigüedad clásica, una apretada antología,que el Siglo de Oro
intensificó y elevó a los más altos empleos.
Sobre
todo si tenemos en cuenta su presencia en la obra de TorresNaharro,
Juan de Valdés, Miguel de Cervantes, Mateo Alemán,Calderón de la
Barca o Baltasar Gracián, entre otros muchos. Encierto modo, las
numerosas entradas bibliográficas que la describenson en sí mismas
un auténtico camino de la escritura a lo largo de lahistoria
literaria, por no hablar del que emprendieron tantísimos
artistas—Moratín y Goya entre ellos— hacia ese y otros
lugares deItalia, para volver luego de ella con sus cuadernos
llenos de dibujos yapuntes, o con partituras y hasta fotogramas. Un
último testimonio,Cuatro noches romanas (Barcelona, Tusquets,
2009), de GuillermoCarnero, nos ofrece las huellas del tiempo sobre
una ciudad que,como la literatura, se ha destruido y devorado a sí
misma para renacerde nuevo.
A esa
saga literaria, que a partir de la Edad Media describe Romacomo
lugar de peregrinación, se ha incorporado con todo derechouna obra
desaparecida durante siglos: De la peregrinación de las trescasas
sanctas de Herusalem, Roma y Santiago, andada y compuesta pordon
Pedro Manuel de Urrea, donde este describió, entre 1519 y 1521,en
su castillo de Trasmoz, los viajes que había realizado como
peregrinohacia esos lugares santos. Al hilo del recuento se
entreveranpoesías, cartas, cuentos, oraciones y toda una serie de
piezas que laconvierten en una curiosa miscelánea. Basada en
fuentes diversas,éstas van desde la Biblia y la tradición
grecolatina de los viajes, a otrosprecedentes bien conocidos, como
El libro de las maravillas del mundode Juan de Mandeville, que tuvo
su versión aragonesa con anterioridada la castellana.
La obra,
publicada en 1523, ofrece una mirada curiosa y personalsobre la
vida mediterránea en la época de Carlos V, a la par que muestrala
necesidad de su autor por retratarse a sí mismo en su doble fazde
pecador y arrepentido. Pero además el señor de Trasmoz se situóen
un lugar destacado de la política de su tiempo, que le llevó
inclusoa dirigirse epistolarmente nada menos que a Barbarroja, al
mismoemperador y al papa, dándoles todo tipo de consejos.
Las
maravillas de Roma
El viaje
hacia la ciudad papal, que ocupa el primer libro, no deja detener
un interés evidente, habida cuenta de que es anterior al saqueoque
hicieran, en mayo de 1527, las tropas imperiales, luego dibujadopor
Alfonso de Valdés en su Diálogo de las cosas acaecidas en Roma.
Eleco de tal desastre se escucharía también en romances y canciones
quetrataron de justificarlo y de dibujar la tristeza del Santo
Padre ante laquiebra de la nave de San Pedro. Anteriormente
Bartolomé de TorresNaharro ya la había descrito en su Propalladia
(1517) como «castillode la malicia», «cueva de pecadores» y
«paraíso de lujuria», donde lavirtud parecía brillar por su
ausencia. De ahí su irónico deseo final enbusca de gracia:
Pues a
Roma llaman santa,
que
santos nos haga Dios.
No será
extraño que, con posterioridad a esos hechos, la
literaturaofreciera de ella dos senderos opuestos, pero, en cierto
modo, complementarios,que mostraban, por un lado, la tradición de
los Mirabiliaurbis Romae —en su doble vertiente, cultural o
sacra— y, porotro, el perfil de una ciudad corrupta, que
seguía alimentando todoslos vicios, como aquella sombra fugitiva
con la que la difuminó Quevedoen uno de los sonetos más conocidos
sobre el tema.
Urrea
salió hacia tierras extrañas, al igual que hicieran más tarde,cada
uno a su modo, los protagonistas del Persiles cervantino o de
ElCriticón de Baltasar Gracián, para contar después los trabajos y
losdías empleados en el viaje (Hahn, 1973; Egido, 2004 y
Gracián,2009). Es evidente que el poeta aragonés trató, en este
caso, de mostrarsea sí mismo como un auténtico peregrinus,
dispuesto a mejorarsea través de un camino de redención cultural,
espiritual y hasta política.
Sus
orígenes familiares, que llevarían posteriormente a la inclusiónde
los Aranda en el Libro Verde de Aragón, así como lapersecución
misma que sin duda tuvo el libro de la Peregrinación porparte de la
Inquisición, hacen más plausible el sentido de esta obra enla que
su autor trató de ofrecer una imagen de sí mismo santificaday
cualificada, en su doble vertiente personal y pública.
La
peregrinación de don Pedro se acogió, por un lado, al
ritualacostumbrado a lo largo de la Edad Media por cuantos se
dirigían alos lugares santos, y, por otro, al sentido espiritual,
de raíz agustiniana,que dignificaba el camino como vía de
perfección anímica(Ehrlicher, 2008). Su trayecto hacia Roma,
Jerusalén y Santiago conllevaademás un itinerario cultural digno de
encomio, que empieza yapor la serie de templos que, incluido el del
Pilar, visitó el señor deTrasmoz hasta regresar a sus tierras.
Claro que, a la par que fue trazandoun itinerario tan loable, su
Peregrinación dio señales de quetodo camino, como la Y de los
pitagóricos, tiene una doble vía,que implica igualmente el ancho
sendero de los vicios (Harms, 1970,y Egido, 2005). Éstos fueron
además evidentes —desde las crónicasmedievales santiaguinas a
La Voie Lactée de Buñuel— en ese mundo,como mostró la
historia que los poblaba de falsos mendigos o gentessin escrúpulos
que practicaban el engaño so capa de romeros.
El viaje
de Urrea tiene curiosamente mucho más de humano quede divino, y sin
la carga alegórica o anagógica que tendrían otras
peregrinacionesposteriores, tanto en la novela como en los autos
sacramentales,preocupados sobre todo por santificar el camino. De
ahí elinterés de esta obra, que, al igual que La Lozana andaluza y
otrasanteriores al Concilio de Trento, presentan una desenvoltura
temáticay una libertad terminológica que luego desaparecerían como
porensalmo.
Sin
entrar en las partes dedicadas a Jerusalén y Santiago, el viajea
Roma de Pedro Manuel de Urrea tiene un interés evidente,
comonotable predecesor de otros muchos autores que tuvieron en Roma
elnorte de sus peregrinaciones, pero también por lo que supone en
símismo desde el punto de vista autobiográfico. Sobre todo si
apreciamoscuanto supone el relato de una vida, ficiticia o no, que
emprenderíanluego El Lazarillo y otras obras picarescas, incluida
la Vida ytrabajos de Jerónimo de Pasamonte o el Guzmán de
Alfarache. Pues entodas ellas sus protagonistas trataron, en buena
medida, de justificarseante unos destinatarios concretos a partir
del relato detenido de sucaminar por la vida.
Dividida
en tres partes o libros, el primero de ellos se despliegadesde la
villa de Trasmoz y las ciudades de Épila y Zaragoza a la ciudadde
Roma, mostrando no sólo las «cosas que le acaecieron» alautor, sino
el recuento de las reliquias, iglesias y lugares santos queaparecen
en los reinos, países, provincias, islas, puertos, ríos y golfospor
los que pasa, incluyendo hasta la diferencia que las monedas
ofrecenen cada lugar. Se abre así un mapa en el que aparecenLérida,
el Monasterio de Monserrate, Barcelona, Alcudia,Mallorca, las islas
de Cerdeña y Ponce, pasando por la ciudadde Gayeta, hasta llegar a
la santa e ínclita Roma, «cabeçade la fe y señora del mundo».
De este
modo, Urrea no solo da lecciones diversas ycuriosas sobre los
lugares descritos a los más diversos niveles,sino de sí mismo, como
viajero que se encomienda a la SantísimaTrinidad y a la Virgen,
introduciendo además, en eldecurso de sus andanzas, otras piezas
diversas. Entre ellas,unas coplas a una dama a la que servía y a la
que ahoraofrece su desengaño, o un caso sucedido en Zaragoza sobre
el pecadode soberbia, que prueba, al igual que el milagro de la
Virgen deMontserrat, los valores de religiosidad que el autor
quiere ir introduciendoen su camino de perfección. De este modo, el
viaje se va trufandode poemas, cartas, refranes, alocuciones y
relatos componiendoun curioso mosaico, tanto personal como ajeno,
en el que el vicio escastigado y la virtud bendecida y alcanzada en
último término.
La Roma
de Urrea, trazada desde los cimientos de sus fundadores,se
vislumbra como metonimia universal, pues, a su juicio, «Roma
esEspaña. Roma es Francia. Roma es Italia. Roma es Alemania. Romaes
todo el mundo, como siempre lo fue». La ciudad ofrece así el
trasfondode las lupas o lobas que la convirtieron en Lupanar, pero
tambiénel lado que la sacralizara como emporio y cifra de la
cristiandad.
El juego
con el envés de su nombre, que glosarían un Quevedo o unAlberti,
aparece ya claramente trazado en ella:
Esta
ciudad de Roma, puestas sus letras deste nombre,
Roma, al
revés, començando por donde acauan, dizen:
«Amor».
Y assí es razón que, aunque su nombre dize «amor»
al
revés, le tengamos nosotros al derecho deuoción por las
cosas de
Dios y amor por las del mundo (p. 47).
El libro
ofrece en cada uno de sus párrafos, historias y temas
entrelazadosesa cara janual de una ciudad viciosa, pero cuyas
calles, plazas,puentes, puertas, templos, reliquias y antiguallas
la hacen garantede cultura y religiosidad. Todo ello descrito con
el acicate de alusioneseruditas, como la mano de Scévola, la aguja
de César y las referenciasa la Eneida o a la mitología grecolatina,
al hilo de los cuales, el autorofrece sus puntos de vista como
observador o sus conocimientos directossobre lo que relata. En ese
sentido, es interesante el lugar que ocupanen el relato los
milagros o las historias de endiablados.
Por todo
ello, la Peregrinación, en éste como en los otros doslibrosque la
componen, es algo más que una de tantas guías quemostraronlas
maravillas romanas, incardinando en su trazado urbanouna serie de
historias que prefiguran los hallazgos que casi un siglodespués
mostraría El Persiles. Roma aparece además como un mosaicode razas
en el que, al igual que en esa obra de Cervantes, aparecen
losjudíos; en este caso, al abrigo de una iglesia que los acoge,
porque«muchos se tornan cristianos» (p. 61). Es notable igualmente
el cuidadocon el que Urrea describe los festejos romanos donde
corrían las«mundarias» o mujeres enamoradas, así como las
invenciones, que,como ya dijera Jorge Manrique en sus Coplas,
tenían un claro arraigoen el Aragón medieval que se prolongaría
siglos después.
En ese
sentido no deja de ser curioso cómo el autor va mezclandola cara
lúdica y la religiosa, sobre todo cuando describe las
carnestolendasromanas y unos amigos suyos le instan a que se
disfrace. Sudefensa no puede ser más curiosa, pues, pese a que es
consciente deque, yendo en tan santísimo viaje, más era «tiempo de
confesores quede donayres», finalmente, y para no ser hipócrita, se
puso una máscara,lo que le llevó luego a escribir unas coplas. En
ellas cuenta precisamentecómo, «vio que sacauan de la misma casa un
hombre aenterrar», por lo que «le vino a la conciencia vn
pensamiento de labrevedad desta vida»; asunto que nos recuerda
otros relatos de polianteaque llegarían a Espronceda y otros
autores románticos. El poemanos ofrece así la doble vía ofrecida
por «las carnestoliendas» y el ViernesSanto, o lo que es lo mismo,
los caminos de la virtud y del vicioque conforman la obra de
principio a fin.
Roma
ocupa en ella un amplio espacio, con historias curiosas,como las
del nigromántico o la fiesta de Trastacho, en la que los«riones» o
capitanes sacaban a centenares de hombres armados a laantigua, con
espada, celada y pavés, para participar en un festejo en elque se
despeñaban puercos, toros y carretas. La visión carnavalescaestá
llena de viveza, y prueba un trasfondo pagano en el que los
cardenalesy prelados se disfrazaban para alancear los toros,
mientras lashermosas romanas contemplaban desde sus cadalsos la
faena al son de«pífaros» y «atambores». Ocasión que rememora el
perdón para quelos judíos no salieran de la ciudad y que nos obliga
a recordar otrasmuchas en las que el autor se refiere a ellos, cual
si sangrara por laherida, o a los moriscos conversos. La obsesión
de Urrea por las invencionesse ve también en la fiesta de la plaza
Nagoya, donde detallael desfile de niños y caballeros a la
antigua.
Pero más
allá de estas y otras curiosidades, como la de las horas yreloj de
Roma y de toda Italia, o la cuestión de la moneda o pecunia,lo más
curioso es el recuento de su visita al Santo Padre cuando lebesó el
pie. En dicho relato es evidente la necesidad que Urrea tienede
retratarse a sí mismo con todo detalle como testigo de vista no
solodel palacio sacro en el que reside el Pontífice, sino del
vestido que estellevaba, como si todo ello probara la autenticidad
de su viaje y decuanto va contando. Las coplas a San Pedro son
además una oraciónañadida en la que le ruega intervenga ante Dios
para que le perdonesus pecados y le dé la victoria en su
peregrinación.
Hablen
cartas y callen barbas
Este
libro se construye así armónicamente, al igual que los otros
dos,como un ascenso que culmina, en este caso, con las
mencionadascoplas y una carta al Papa, rubricada luego con una
oración a laSantísima Trinidad, «donde ruega que lo lleue con vien
en estesanctíssimoviaje». Pero tal vez lo más interesante resida
—al igual queocurre con la carta al Emperador o a Barbarroja
al término de losviajes a Jerusalén y a Santiago— en la
mencionada epístola al papaLeón X. En ella, Urrea ofrece una pieza
de retórica galeata en la que,postrado a sus pies, discurre a la
par en términos morales y estilísticosque envuelven tanto las
cuestiones de la humildad como las relativasal bajo estilo con el
que él mismo dice está escribiendo. No deja deser curioso al
respecto la velada arrogancia del señor de Trasmoz,quien, lejos de
achicarse para pedir la bendición, no duda en dar alSanto Padre una
lección acerca de cómo puede y tiene que enderezarel aumento y
prosperidad de la santa fe apostólica.
Urrea no
se para en barras, como tampoco lo hace en la cartaposterior
dirigida al emperador Carlos V, ofreciendo en esta toda seriede
consejos en relación con los turcos, verdaderos lobos que
atentancontra la iglesia. De ahí la exigencia de una liga de reyes,
particularmentelos de España y Francia, con el Papa a la cabeza,
para frenardicha amenaza y atraer al seno eclesial a los griegos y
a otras provinciasextrañas. Consciente de que no es fácil contar
con la colaboración delos distintos reyes, Urrea no se achanta,
aconsejando al Pontífice quesi ellos no quieren ayudar
económicamente, «se podría y deueríatomar alguna parte de la
sobrada renta que la Iglesia posee, porque sino quisiesen los
incrédulos que se apartaron de la fidelidad por obediencia,la
podamos tomar por rigor». La arrogancia del buen Urreano tiene
límites, sobre todo si añadimos el último punto de su cartaal Papa,
donde dice que
en las
cosas de justicia eclesiástica mande Vuestra Sanctidad
vayan
con buena orden administradas y los oficios y dignidades
diuinas
no se compren ni vendan por dinero, porque lo
que se
ha de adquirir con sancto entendimiento no se aya con
abierta
bolsa, porque las buenas obras de los sanctos varones
no
ternán fuerça pues que les faltará el mundano favor
(p.
70).
No es de
extrañar que, por esta y otras razones, incluido su origenfamiliar,
la Inquisición entrara a saco y prohibiera el libro, pues,
inclusoen la despedida de esa epístola, Urrea trata al Papa como a
alguiennecesitado de consejo, que debe hacer lo que de él se
espera,poniendo su alma «donde está la de aquel primero que tuuo el
diuinocargo que Vuestra Sanctidad tiene».
Hacia
Venecia
A partir
de ahí, y tras haber recibido la bendición papal, el libro II
,camino de Jerusalén, ofrecerá un itinerario lleno de curiosidades
en elque se detalla su paso por una toponimia que invoca los
nombres deNarnie, Terni, Espulitre, Requenate o Loreto. En esta
tenemos ocasiónde observar, al igual que ocurriera al principio del
libro I, la importanciaque tienen los templos marianos, en
consonancia con lo queluego haría Lope en El Peregrino en su
patria, y sobre todo Cervantesen El Persiles. La ocasión le sirve
de nuevo al autor para contar unmilagro de esa Virgen, ocurrido
hacía pocos años, lo que contribuye ala verosimilitud de su viaje y
al simbolismo de María como mediadoraen el camino hacia Jerusalén.
Luego vendrán Ancona, Senegalla, Rímine,Servia, Révena y Choza,
hasta parar en la ciudad de Venecia,ocupando un lugar que hasta
parece ensombrecer a Roma, pese a queaquella no sea tan grande,
como el mismo autor dice. Sobre todo sitenemos en cuenta el espacio
que alcanza su descripción en este libro,ofreciendo además en ella
un razonamiento dirigido a su duque, LeonardoLeridano, que incluso
tiene a bien contestar y alabar al autor.
La
estancia veneciana le permite entrar en el detalle de las
maravillasde una ciudad «puesta en la meytad de la mar, donde no ay
otrasegunda en el mundo» (p. 107). Pero además el relato ofrece
constantesreferencias a detalles de vista que garantizan la verdad
de unas descripcionesen las que la mirada delautor aflora
constantemente, obsesionadode nuevo por los castigosinfligidos a
los judíos y por compararalgunas de sus costumbres conlas de
España. La iglesia de SanMarcos, descrita con todo lujo dedetalles
en su factura y costumbres,se recrea sobre todo en dar una
sensaciónvivida de sus misas y fiestassolemnes, como la de la
Asunción,incluyendo a veces una perspectivairónica, cuando se trata
de hacer algunaobservación pecuniaria sobrelos venecianos. Lo
cierto es queUrrea nos ofrece una visión curiosa,que se extiende al
gobierno de unaciudad regida por las obras de TitoLivio, lo que le
permite señorearsedel mundo, como hicieron los romanos.
El
catálogo de las ciudades yfortalezas que pertenecen a SanMarcos,
así como el relativo a susiglesias y cuerpos santos, es desdeluego
abrumador. Sobre el fondo desus plazas, calles y puentes, la
figurade don Pedro Manuel de Urrea apareceofreciendo siempre una
perspectiva llena de movimiento, fruto dealguien que primero la
imaginó de modo que no se pudiera pasear porella, y que luego
anduvo cruzándola a pie.
En
Venecia aflora además una historia personal que creemos ocupaun
lugar relevante en la Peregrinación y que se relaciona con
aquelladama de la que se despidió antes de salir de su tierra. Me
refiero almomento en el que cuenta cómo, estando en un mesón, fue a
visitarleallí una mujer enamorada, «mundaria bien vestida mas no
hermosa»,contra la que hace unas coplas. El poema, lleno de humor,
se ofrece, eneste caso, como un descanso parejo al de las
carnestolendas romanas,pues no deja de ser una tentación en el
camino sacro con cuyo reclamoparece querer exorcizar a esta buena
«cuñada de Satanás» (p. 115).
«De la
differencia que ay de la lengua española a la ytaliana»
Además
de esa circunstancia y del recuento de las calles de Venecia ode
cómo sus vecinos tienen agua dulce, Urrea no deja puntada sinhilo,
incluso a la hora de recordar lugares cercanos, como el deMurán,
donde todas las casas «son hornos de vidrio, el qual se hazemejor
que en ninguna parte del mundo» (p. 117). Pero, al igual queun
Alfonso de Valdés en el Diálogo de la lengua, Urrea se preocupópor
señalar la diferencia que había entre la lengua española y
laitaliana,ofreciendo un breve pero señalado capítulo. Lo
interesantees que sus observaciones se deducen de un diálogo del
autor con unhuésped veneciano con el que discutió acerca de la
superioridad deuno u otro idioma.
El punto
de mira de Urrea sobre el tema es meridiano. A su juicio,la
superioridad del español se cifra en que se trata de una lenguaque
solo ha sido alterada por otradistinta del latín, constatando
quelos moros han dejado algunos vocablos«que comienzan en A y
algunosotros en los quales entra estaletra Z, así como azeyte,
aceituna,azahar, azul (p. 117). Sin embargo,«La dulce lengua
ytaliana» se ha corrompidopor la presencia de españoles,franceses y
tudescos. Claroque tales aseveraciones no impidenal señor de
Trasmoz elogiar a losingenios de Italia, que
ofrecenbuenas«canciones y barzoletes, capítulosy lamentos, sonetos
y estrimbotesy frotulas».
Para
nuestro autor, la lenguaitaliana presenta apenas algunas
diferenciasvocálicas con la españolaen las terminaciones,
mostrándoseademás conocedor del idioma y terminandocon una
componendaque le lleva a afirmar: «las cosas queen España se
componen son talesque podrían cotejar con las ytalianas,aunque
cierto a mí me parecemuy bien lo ytaliano» (p. 118). Ladiscusión
entre los dos contrincantes acaba así en tablas, con un paseode
ambos por Venecia, lo que le lleva a afirmar a don Pedro «quenunca
parecen ni se pueden ver las mugeres principales sino por
marauillay, aunque yo ni ninguno de nosotros no llevávamos
voluntadde pecar, teníamos desseo de ver. Y es cierto que entramos
en más demil casas por ver los edificios dellas y por maravilla
vimos ningunadama, de lo qual no nos pesó mucho porque en tal
tiempo el pensamientoy la vista se deuen también escusar como la
obra» (p. 118).
Al leer
todas esas observaciones sobre la poesía italiana, no podemospor
menos que preguntar por qué don Pedro no ensayó el sonetoni se
adhirió plenamente a las corrientes del Humanismo
renacentista,permaneciendo anclado en un mundo excesivamente
ligadotodavía al pasado. No deja de ser interesante al respecto la
constataciónque hace Enrique Galé sobre la estancia en Épila de
AndreaNavaggero, que pasó por allí en 1525, camino de Granada,
donde secanonizó el encuentro con Boscán y la entrada en España del
endecasílabo.
Pero,
para entonces, el bueno de Urrea ya había pasado amejor gloria. En
cualquier caso, no deja de tentarnos la posibilidad deque, si,
según parece, fue el propio Navaggero el que le sirvió de
salvoconductoen su viaje por Italia, conversaran alguna vez sobre
elmanejo del endecasílabo, sin que el señor de Trasmoz se dejara
tentarpor ello.
Testigo
de vista
Los
diálogos sobre la poesía y las cuestiones de la lengua no
quitaronque don Pedro hiciera un descanso para encarecer la
hermosura de lasvenecianas, aunque fueran tan caras de ver. Ello no
fue óbice, sinembargo, para observar que todas eran «naturalmente
muy gruesas,por lo qual creo que no deuen tener mucho fuego de amor
porquedonde ay mucha gordura ay humidad», dando otros detalles
sobre suscofias y tocados. Encerradas por sus maridos, estas apenas
si salían demañana y cubiertas para asistir a alguna fiesta
religiosa, aunque semejantesituación parece sirvió más de acicate
que de freno para pecar,pues, según Urrea, «Muchas van romeras que
buelven rameras».
Venecia
dará pie además a unas coplas con las que el poeta aragonésdio
respuesta a una dama tapada a la que abordó diciéndole quea lo
mejor se cubría por ser fea. Los versos suplen así lo que, no
estandoen camino santo hacia Jerusalén, hubiera podido ser un
servicioamoroso. Sobre todo si tenemos en cuenta que la mencionada
señora,al descubrirse, se mostró como un bello ángel divino que le
tentabacomo un demonio. La cuestión es que el autor parece no pudo
resistirdel todo a tan cautivo deseo, y finalmente decidió
marcharse de laciudad, no sin antes presentarse ante el príncipe de
Venecia. Al igualque ocurriera con el Papa, el encuentro da pie a
que el autor se muestrecomo testigo de vista privilegiado, aunque
ahora no le entregueninguna carta al duque Leonardo Leridano, sino
que establezca conél un razonamiento verbal y su consiguiente
respuesta.
Urrea,
tan preocupado siempre por asuntos económicos, razonaante la
majestad veneciana sobre la cantidad de dinero que los
peregrinostienen que pagar a su paso por la ciudad, doliéndose de
ello, yacordando con él qué barco tomarían para proseguir el
camino. Unavez más, el señor de Trasmoz se enaltece a sí mismo a
través de larespuesta del príncipe veneciano, que lo califica de
«hombre principaly caballero de merecimiento y de claro
yngenio».
Don
Pedro se presenta además como un claro mediador y portavocíade los
peregrinos ante el príncipe, con el que finalmente estosajustan al
detalle la capitulación para el viaje por mar. De ese
modo,numerosísimos españoles, alemanes, tudescos, italianos,
franceses,ingleses, húngaros y apolonieses, incluidos algunos
frailes franciscanos,observantes y conventuales, que disputan entre
sí, parecen sometersea su razonamiento y mandato. El autorretrato
dibuja así no solosu perfil de hombre ingenioso, sino de buen
juicio, pues se adelantaal problema que implicaba andar juntos
personas de distinta lengua ycondición, a sabiendas que «ni los
franceses otorgarían auer Cid RuyDíaz ni los españoles doze pares
de Francia» (p. 125).
La
solución al problema la da esa alocución que don Pedro hizo,al
parecer, en latín para que la entendieran todos, y que él traduce
alromance para que la entiendan sus lectores. Sin entrar en el
menudode su razonamiento, lo cierto es que en él se presenta a sí
mismo comomaestro de la concordia, apelando a la paz que también
debe haberentre los reyes de cada una de sus naciones. Solo así se
alcanzaría elfinal feliz de una misma empresa, la de «conquistar la
casa sancta» ala que todos ellos se encaminaban. El aplauso de los
peregrinos conviertea Urrea en artífice de la paz y promotor de un
viaje de amistadque se rubrica en Venecia con la fiesta de Pascua
del Espíritu Santo.
Antes de
embarcarse, todavía don Pedro discurre sobre otras pascuasy fiestas
venecianas, llenas de pompa en sus procesiones y ceremonias.
Pero una
vez más, el aparente lujo y ornato de las mismas, asícomo la
devoción de los peregrinos, no quita que se nos muestre
laexistencia de abusos con los pobres por parte del patrón de la
naveque los lleva, convirtiendo el camino en negocio, y acogiéndose
alrefrán: «A palabras, palabras; a cartas, cartas; a dinero, alma y
cuerpo».
Urrea
detalla además con finura el interior de los aposentos de
laembarcación y la caridad que él y otros derrocharoncon los
necesitados,hasta que finalmente, con el viento a favor, alzaron
anclas y guindaronvelas para proseguir por mar el camino hacia
Jerusalén.
Caminar
para contarlo y justificarse
El libro
de Urrea, editado y comentado minuciosamente por EnriqueGalé,
guarda sin duda muchas sorpresas que la crítica irá estudiandocon
el tiempo, sobre todo en lo que atañe a una factura literaria
cargadade sorpresas y a un entramado histórico, político y
religioso digno deatención. Por nuestra parte, solo tratamos de
abrir boca con algunasde las curiosidades que encierra respecto al
tema de las peregrinacionesy al mapa de una Italia, que, en sus
trazos romanos y venecianos, sirvióa su autor para retratarla y
retratarse a sí mismo con un doble perfil,vicioso y virtuoso. Como
libro de viajes, contiene una visión de encrucijadade culturas,
costumbres y lenguas no exenta de interés. Comoautobiografía,
ofrece el atractivo de una obra en la que Urrea se dibujaa sí mismo
como hombre religioso y político, capaz de codearse en cadauno de
los lugares que visita con las más altas instancias, y que,
haciéndoseperdonar, quiere presentarse ante los lectores como
alguien capazde superar las circunstancias y superarse a sí mismo.
Su Peregrinaciónrepresenta además un eslabón en la cadena iniciada
por los Reyes Católicospara el progreso de las artes de la paz
(Gargano, 2008), a lo quedon Pedro añade la voluntad de una liga
mediterránea contra el peligroturco, bajo la égida del Emperador
Carlos y la tutela papal.
La
libertad con la que se dirige a los mandatarios civiles y
eclesiásticos,así como la frescura con la que trata sobre el amor,
la guerra, las lenguas,la corrupción, el dinero, la brujería o el
sexo, convierten el caminar y elcontar de Pedro Manuel de Urrea en
una peregrinación por la escriturallena de sorpresas. Estas no se
ciñen, como ya hemos dicho, a Italia, sinoque se extienden hasta la
Jerusalén Santa, para luego regresar de vuelta aEspaña y llegar a
Santiago de Compostela, para volver finalmente a sutierra. Tan
peregrino viaje, y nunca mejor dicho, nos muestra ademáshasta qué
punto su autor quiso llegar a casa lo más tarde posible,
haciendoasí que el lector prolongara también el placer de una
lectura que guardano pocas sorpresas sobre géneros y temas
variadísimos.
La
Peregrinación de Urrea es algo más que una miscelánea o unsimple
libro de viajes. Detrás de ella subyace, a lo que creemos,
lavoluntad de alguien que, como en la ficticia voluntad de Lázaro
deTormes, hace relación de su vida para hacerse perdonar, pero
sobretodo, en este caso, para hacerse respetar y admirar por sus
dichos ypor sus hechos (Egido, 2009). Tarea de los estudiosos será
la de proseguirel camino abierto por Enrique Galé para conocer
mejor la obrade este autor que ha permanecido oculta durante
siglos.
Obras
mayores vendrían después que mejorarían el trazado dePedro Manuel
de Urrea por Italia y otros lugares santos, pues ya lodecía Eugenio
Asensio: «Los milagros literarios, como el nacer de untipo
inolvidable, suelen estar copiosamente presagiados y preparadosen
obras anteriores».
A.
E.—Universidad de Zaragoza
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