Para
Cristóbal Fernández, arquitecto.
Hay
poetas a quienes la madurez deja sin argumentos literarios y hay
poetas en quienes la madurez se convierte en el argumento capital.
Joan Margarit pertenece a esta última estirpe, que es la de la
tradición clásica, por un conjunto de razones que me gustaría
desgranar en este artículo en torno a un poeta legible y muy leído,
sobrio e intenso, pero sobre todo valiente de un modo muy inusual
entre poetas (pero frecuente en los excelentes poetas). Tendemos a
creer que la valentía es virtud juvenil. Es un espejismo: suele
confundirse demasiadas veces con la temeridad, y eso es una
deformación de la valentía, es insensatez y delirio más que
valentía, que es una virtud de justicia y cálculo. La valentía
ética conduce a asumir el tamaño de lo real y de sus deficiencias,
a desprotegerse de autojustificaciones emotivas, al
desenmascaramiento de la red de autoengaños que tejemos como falsos
consuelos en la andadura vital. Y ésos son vectores decisivos de la
altura que la poesía de Joan Margarit ha ganado desde sus cuarenta
y tantos años, lejos de la edad juvenil.
Porque
empezó como muchos poetas: infectado de sentimentalismo, y lo hizo
en la lengua de cultura aprendida en los colegios del franquismo,
pero que no era la hablada en casa. Sus primeros poemas son los del
joven que viaja en barcos mercantes entre las islas Canarias, donde
reside, y Barcelona, donde estudia arquitectura. No es entonces un
poeta valiente; es un poeta confundido, como casi todos los poetas
jóvenes. La impregnación viscosa de Pablo Neruda y sentimental de
Antonio Machado, la primera aproximación a Rilke (que no perderá
ya), el runrún sentimental y a ratos cruel que llegará de Leo Ferré
o Georges Brassens y de algunos boleros muy escogidos están en la
base de una inundación cardíaca y retórica en sus libros en
castellano, y la propensión rítmica y retórica a la elevación épica
del tono traducen la ambición de un joven que quiere ser poeta en
los años sesenta y setenta. De sus primeros libros en castellano ni
se acuerda ni quiere que nadie se acuerde, aunque el primero lo
prologase Cela. Ni conocía a Margarit ni Margarit conocía a Cela,
pero el prólogo a Cantos para la coral de un hombre solo (1963) se
lo puso igual a la vista de los poemas. Paradójicamente, allí
empezaba no exactamente un nuevo poeta, sino las razones para
empezar a deshacer al poeta artificial a la búsqueda del poeta
verdadero.
Reaprender el principio
No sé si
Margarit tiene conciencia de que una de sus frases predilectas
sobre los requisitos de un poeta —encontrar su propia
voz— fue también uno de los latiguillos de Cela a propósito
de la literatura, pero en todo caso la biografía de poeta de
Margarit consiste en hallar esa voz propia desmontando el andamiaje
de las voces aprendidas y pegadizas de otros poetas («eso también
es un capítulo que el joven poeta debe aprender: hay que sumergirse
en la obra de los maestros, pero también hay que saber salir», dice
en el primer capítulo de Nuevas cartas a un joven poeta, 2009) y
sobre todo hallar el camino a la verdad moral que nos construye en
silencio y en soledad. Y de ese desmontaje fue naciendo, con
algunos destellos y mucha inseguridad, su voz lírica en catalán
desde 1980. El primer paso de la depuración de disfraces llegó con
el cambio de lengua y el hallazgo y la complicidad de una figura
capital en su biografía literaria, Miquel Martí i Pol. Empezó el
aprendizaje de la lengua del corazón y los sentimientos, la
apropiación de la lengua doméstica por debajo de su biografía de
hijo de arquitecto itinerante (trabajaba su padre desde 1940 en la
Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones). Y en esa
voz latía también la conciencia de la derrota, como hijo de una
familia vencida.
Els
primers freds (2004) es el título conjunto que ha puesto a la obra
completa que se inicia con un primer ciclo, Restos de aquel
naufragio, todavía con rastros del poeta en castellano, y un
segundo ciclo, El orden del tiempo, que reúne una treintena de
poemas, todo lo que el poeta ha salvado de sus diez primeros libros
en catalán y que en su día obtuvieron numerosos premios de las
letras catalanas, poco menos que uno por poemario. Pero el poeta no
se engañó ni se dejó engatusar: aquella poesía primera en catalán
no era suya todavía porque funcionó sobre todo como un modo de
recuperar el tiempo perdido. No era perdido por estar escrito en
castellano; era perdido porque tenía que volver a empezar con otro
modo de entender el significado de la poesía.
La
plenitud de Margarit se inicia hacia 1987 con libros tocados de
precisión y racionalidad lírica: Llum de pluja, Edat roja, Els
motius del llop y Aiguaforts se publican entre 1987-1995. Cuando
escribe Llum de pluja o, mejor aún, dos años después, Edat roja
(1990), el hombre ha reconquistado el presente para el poeta, para
hacer poemas como los que quiere el hombre adulto: un modo de
restituir el orden al de - sequilibrio interior, esa forma prestada
de comprensión e indagación de cada uno. Se siente equilibrado con
respeto a su aprendizaje de la poesía y sabe que por delante puede
empezar una forma de plenitud, pero seguramente sabe también que la
inversión que va a pedir ese futuro tiene riesgos que pasan por un
compromiso de veracidad cada vez más tensa, más aguda y más
dispuesta a disolver los manes del idealismo sentimental o la
hipocresía calculada como falso atajo al bienestar. Entre el jazz y
la arquitectura, la caligrafía moral de un poeta se ha ido haciendo
precisión de microscopio: Els motius del llop (1993) o Aiguaforts
(1995) ponían en verso a un hombre libre, capaz de adiestrar al
lenguaje para que sea alusivo pero exacto, afilado pero rítmico en
su propósito de musitar la intuición del desengaño, del desamor y
del amor, del apremio de la muerte o de la verdad de uno mismo.
No son
temas de una originalidad pasmosa, ni su poesía juega en ese tapete
para pobres, porque la madurez lo ha hecho clásico jovial y nada
amonestador, lúcido pero no cascarrabias, hablador y ocurrente pero
ni chistoso ni palabrero. Su mirada sobre la existencia y sus
decepciones ha de ir ganando desde entonces un filo y una lucidez
valiente con pocas analogías en la literatura catalana y española.
Es el momento en que su relación con algunos poetas de distintas
edades empieza a fraguar, y entre ellos nombres con afinidades
ético-estéticas muy claras, como Antonio Jiménez Millán, como Luis
García Montero, como Luis Antonio de Villena, como Carlos Marzal.
Sus cómplices catalanes habrán sido primero Joaquín Marco, que
editó Crónica en 1975, en la colección Ocnos, y después otros
poetas y traductores como Pere Rovira o Sam Abrams, como Francesc
Parcerisas, Alex Susanna (que editó en la colección Àurea, en
Columna, la trilogía Edat roja, Els motius del llop y Aiguaforts) o
Enric Sòria. Por entonces Margarit escribe un artículo extenso e
importante en el suplemento cultural Quadern, de El País, que le
enfrenta con una tradición de neovanguardismo y epigonismo
modernista: rebaja la importancia tanto de J.V. Foix como de Carles
Riba —nombres intocables entonces— y sitúa en el lugar
central la poesía de Salvador Espriu, de Gabriel Ferrater o de Joan
Vinyoli como maestros inmediatos.
El
racionalismo de la exactitud
Margarit
tiene cincuenta años mientras escribe Edat roja y desde hace
veintiuno es catedrático de Cálculo de Estructuras en la
prestigiosa Escuela de Arquitectura de Barcelona entonces, cuando
la lidera Oriol Bohigas. Como arquitecto, siempre en colaboración
con su socio, el también arquitecto y catedrático de Cálculo de
estructuras Carles Buxadé, es ya conocido como docente e
investigador por publicaciones que han leído todos los ingenieros y
arquitectos habidos y por haber de los últimos cincuenta años. Pero
además ha sido también por entonces responsable de algunas obras de
referencia, como la cúpula del Pabellón Fernando Buesa en Vitoria
(Premios español y europeo de estructuras metálicas en 1977) bajo
la cual juega actualmente el Tau Vitoria de Baloncesto, y será
responsable de la reforma y remodelación del Estadio y el Anillo
Olímpico en 1992 o de la estructura del Templo de la Sagrada
Familia en Barcelona. Y al contrario que uno de los grandes poetas
del canon de Margarit, el también arquitecto Thomas Hardy (al que
ha traducido y prologado), no tuvo necesidad de suspender su
actividad profesional para dedicarse a la poesía: Hardy fue
arquitecto mientras fue también novelista de éxito, y sólo en la
plena madurez de su biografía, ya en el siglo XX, abandonó la
arquitectura y dedicó su tiempo a la poesía prácticamente para
reinventar la tradición anglosajona moderna. A Margarit no le hizo
falta: la leyenda dice que los poemas de esta etapa tan intensa y
rica —los años ochenta y noventa— podían escribirse
muchas veces en la libreta que lo acompañaba en las visitas de
obras, pero por una vez la leyenda incluye buena parte de la
verdad. Y no es casual: es arquitecto de obras extraordinarias y es
arquitecto resignado también a las funciones menores de la
inspección de edificios y la detección de patologías constructivas,
tan frecuentes en la expansión periférica de la ciudad de Barcelona
en los años sesenta y setenta.
Lo
cuento como anécdota porque quiero sacarle una categoría: esa
arquitectura a ras de suelo, reparando y reforzando los bloques de
viviendas de la emigración de los años 50, 60 y 70 del Besòs o Nou
Barris, tiene algo que ver con la poesía de reparaciones y suturas
emocionales que va a ir escribiendo entonces, donde el pasado y la
biografía sentimental de cada lector puede identificar los
desperfectos de su armazón, las amenazas de desplome estructural,
el miedo de una grieta en el muro de carga que el poeta asedia con
las armas del cálculo y con las armas de la poesía. El hilo de la
coherencia es nítido, y Margarit lo ha recordado muchas veces: el
primero que le quitó de encima el mito de que una casa —o un
poema— debía ser original fue José Antonio Coderch, mucho más
partidario de que la casa fuese «virtuosa y humilde.Ni
independiente, ni vana. Ni original ni suntuosa«, como dice uno de
los versos del poema que Margarit dedica a su maestro. Ni la
suntuosidad de los materiales, ni la extravagancia de las formas,
ni las escalas gigantescas darán valor a las casas si no son
primero espacios habitables, y eso está muy cerca de la poética de
un autor de austeridad cálida, de proximidad cordial y afectiva al
lector pero a cambio de la veracidad.
El
riesgo del sentimentalismo de esta poética está embridado en el
despojamiento de la retórica y en la intensidad de la inteligencia
reflexiva. Esos ingredientes serán los grandes protagonistas de los
poemas de la plenitud lírica de Margarit, cuando el realismo se
alía con el racionalismo práctico y lúcido, cuando las mentiras y
las fantasías consoladoras se reducen sólo a mentiras inútiles y la
verdad es el único refugio contra la decepción y el acecho de la
muerte, la enfermedad o la frustración: «ser vell és que la guerra
s’ha acabat. Saber on són els refugis, ara inútils» dice un
poema de Casa de Misericòrdia (2007). Esa conquista de la lucidez
explica el exacto título de uno de los primeros trabajos hecho con
amor y precisión sobre su poesía, escrito por Joaquín Marco en
1990, «La poesia sàvia de Joan Margarit». Trataba de Edat roja y
ese libro empezaba con el tono y la intención que su poesía no va a
abandonar ya: «Què has dit que no sigui una mentida».
La
cordura del vitalista
Son
valores difíciles de manejar en crítica literaria: el puritanismo
cauteloso y la profilaxis cobardona que la crítica se asigna a sí
misma, impide a menudo expresar con crudeza las virtudes de una
poesía que se remonta a la tradicicón clásica pero tiene su mejor
encarnación en la vocación de verdad ética y razonada líricamente
de los poetas anglosajones modernos: de Thomas Hardy a Robert
Lowell, de Philip Larkin o Auden a Elisabeth Bishop, de Luis
Cernuda a Gabriel Ferrater o José Agustín Goytisolo. Con estos
poetas es fácil entender su percepción negativa no tanto de las
vanguardias como de los efectos narcotizantes de las vanguardias
porque tras ellas «salió vencida la humildad tradicional del arte,
muy maltratada con el racionalismo». Por eso su poesía no es tanto
la construcción de espacios inventados por las palabras cuanto la
indagación en el espacio moral y biográfico con la palabra y la
precisión del verso. Cuando el Margarit de hoy recuerda la fuerza
visual de la pintura de Nonell no calla su influencia honda (como
sucede con la poesía de Baudelaire y con la pintura de Gauguin,
como sucede con el magisterio de Coderch o como sucede con el jazz
de Charlie Parker, Chet Baker o John Coltrane), porque «encara
m’ensenyen a buscar la força a través de la humilitat,
l’únic camí que pot dur cap al poema»: en él han de confluir
el coraje ético de la escritura y la humildad literaria sobre lo
hecho, como recuerda en las Nuevas cartas a un joven poeta.
La
desconfianza frente a la memoria y la templanza ante el dolor, la
certidumbre de la decepción y la crueldad episódica del desengaño,
la herida revisitada del pasado o el sentimiento de decrepitud son
los materiales éticos y emotivos de los mejores poemas de Joan
Margarit, pero con una virtud adicional que los hace reunir la
concisión y la exactitud para dar intensidad. Rehúyen los alivios
ficticios y semifantasiosos y buscan el lenitivo de la mirada fría
sobre la realidad y sus carencias, con las contradicciones asumidas
y los fracasos funcionando como combustible para la lucidez
higiénica. Es un poeta sin creencia religiosa y su fuente de
consuelo es la racionalidad que mira a la sinrazón de la existencia
desde la piedad y desde la entereza pero con la alergia encendida
contra la autocompasión. Estació de França (1999) consolida
plenamente esta voz y este tono y se expande en diversos libros,
registros civiles y precisos de los avatares de una conciencia que
envejece y pierde. Llama con el poema al pasado para entenderlo y
entenderse mejor, y no acepta el arrebato del prejuicio porque lo
de - sactiva: sus poemas enseñan a comprender la mecánica del
desengaño tanto como el desvalimiento de una hija, o pueden evocar
un primer viaje a Madrid comisionado por los rojos locales para
conectar con Gabriel Celaya y una primera prostituta... Todo sin
leyenda ni trauma ni bobadas mítico-decorativas (ni por el lado de
los rojos ni de la mujer). Pero también poemas que hablan del amor
por la primera hija muerta a los pocos días, y por la hija perdida
con treinta años, del amor por las distintas mujeres que han ido
siendo Raquel-Mariona (o Mariona-Raquel), de las profundas grietas
que las distintas infancias van dejando en una hija mayor, y el
hijo ganado para el amor y para el jazz. Y hablan de su misma
profesión de arquitecto, del amor difícil por un padre que fue
haciéndose fascista como el país entero, y del amor propio como
piel que se pierde a favor de la lucidez y contra el orgullo; los
viajes rituales a París y la fascinación por la arquitectura del
hierro, el peso de otros poetas en su propia obra y el peso de
nuevos afectos. Los libros trazan una suerte de autorretrato
honrado y radial donde los poemas pueden tener la crueldad justa
para tener que abandonar el libro y regresar al cabo de un rato.
Tales poemas están fijados en libros posteriores a Estació de
França (1999) como Càlcul d’estructures (2005), Casa de
Misericòrdia (2007) y Misteriosamente feliç (2009), que asedian sin
miedo la senectud desde el final de la madurez, y de nuevo sin
hacer trampas para que el poema no se caiga (como se suelen caer
las casas hechas con trampas): «el passat torna, però ja la vida/
l’ha desemmascarat» dicen unos versos de Casa de
misericòrdia.
Tras los
sesenta años el tiempo que queda ya no da para hacer tonterías ni
para modelar versos con fingimientos o notas falsas. Quizá no somos
arquitectos ni poetas, pero sí padecemos rencores velados y
codicias vergonzosas, heridas mal curadas y también la felicidad
plácida y sin culpa, y hasta experiencias límite del amor. Joana
(2002) es un poemario dedicado a registrar los ocho meses de agonía
y muerte de su hija de treinta años, afectada del síndrome de
Rubinstein-Taybe. La elegía amorosa se hace también batalla de
reeducación para la vida y para el olvido atenuador, como hacen
casi todos sus poemarios de madurez. La despide en el último poema
un padre que se descubre convaleciente de otra enfermedad tan
irreversible como la muerte, el alivio del olvido. Ni idealismo
iluso sobre la perpetuación de los muertos en la memoria —no
perdura ella, sino otra, después del «Saqueo» de la muerte: «Ara
ets una altra»— ni patetismo desolado por la ausencia, ni
dramatismo incendiario: sí la consignación murmurada con palabra
precisa del dolor de la pérdida y la evocación de los espacios
compartidos de otro tiempo. En ellos está, también, la lírica de un
estoico sentimental y la cordura de un vitalista que escribe antes
o después de la desesperación porque la desesperación sólo llora o
hace mala literatura.
Margarit
en los últimos poemarios ha tendido a incluir prólogos o epílogos
(que han culminado en las Noves cartes a un jove poeta), además de
anotaciones explicativas y confesionales sobre algunos poemas, como
ha hecho en Edat roja, o en Estació de França o Càlcul
d’estructures (y cuya utilidad razona cuando prologa y
estudia los poemas de Elisabeth Bishop). No es una operación
secundaria, sino que explica algo de la función básica de su
poesía: el apresamiento en el poema de una experiencia precisa de
carácter interior, cuya expresión es al mismo tiempo su radiografía
comprensiva. «Comprendre cansa», dice uno de sus versos, y ésa es
la tensión a la que somete al lector, poniendo ante el espejo del
poema los materiales que pueden recrear las vías de comprensión
analítica de sí mismo y las ventajas inequívocas de optar por la
claridad para entender lo que sucede en la vida ética y
sentimental. La fuerza del poema es una fuerza de raíz clásica, se
siente cómoda en la noción misma de catarsis, y Margarit lo sabe.
La catarsis se lleva mal con la mentira presuntamente consoladora
porque casi siempre es débil, viscosa, pobre material que
incapacita para ser feliz. Y la poesía de Margarit es la poesía de
un hombre esencialmente feliz porque está hecha de lucidez y de
claridad mental, de inteligencia y cuidado atento: la poesía acaba
siendo una Casa de misericòrdia porque la intemperie es peor: «En
els ossos del temps no hi ha tendresa./ Els llocs ja no
existeiexen./ Les noies ja són velles o estan mortes».
Los
escenarios naturales —el espacio de Forès o de Colera, la
Barcelona vivida o la memoria de la infancia dispersa por Sanaüja y
Girona— pautan a menudo sus poemas, y en los mejores está el
logro de analogías iluminadoras o la narración que se hace
reflexión, o la reflexión que se hace cuadro plástico, sensual y
vivo, pero nunca impreciso o engañosamente vistoso. El artificio
del poema ha interiorizado el saber clásico y necesita cada vez
menos, y en poemas cada vez más cortos, para que cristalice
tibiamente en ellos la verdad casi siempre fría.
J.
G.—UNIVERSIDAD DE BARCELONA
Noticia
bibliográfica
Las dos
mejores aproximaciones de conjunto al autor han sido muy próximas
en el tiempo: el excelente monográfico de 2007 que le dedicó la
revista El coloquio de los perros, con contribuciones de Joaquín
Marco, Jiménez Millán, Enric Sòria o Carlos Marzal, además del
entorno inmediato del autor, y al año siguiente la monografía con
un excelente CD a cargo de J. M. García Ferrer y Martí Rom, Joan
Margarit (Col·legi d’Enginyers Industrials de Catalunya,
2008), con contribuciones de Jiménez Millán o Manuel Vilas, además
de una excelente y bien pautada entrevista de cien páginas. El
estudio que prologa la antología bilingüe de José Luis Morante,
Arquitecturas de la memoria (Cátedra, 2006), suministra numerosa
información útil mientras Antonio Jiménez Millán antologó poemas y
numerosas reseñas y artículos sobre sus obras en Amor y tiempo. La
poesía de Joan Margarit (Córdoba, La manzana poética, 2005), donde
incluye trabajos de Emilio Lledó, Miquel Martí i Pol, José Agustín
Goytisolo, Francesc Parcerisas, Luis Antonio de Villena, Luis
García Montero, Javier Cercas, o el propio Jiménez Millán, que
prologó también su traducción de Edat roja en Maillot amarillo, de
la Diputación de Granada, en 1995. El artículo citado de Margarit
se titulaba «Gabriel Ferrater, punt de partida», y apareció en el
Quadern de El País el 22 de septiembre de 1988, y el de Joaquín
Marco en el mismo sitio el 13 de diciembre de 1990, mientras que yo
mismo dediqué un análisis extenso a su primera etapa en Revista de
Catalunya, 85 (mayo de 1994). Su traducción, con Sam Abrams, de la
Obra poética de Elisabeth Bishop va precedida de un excelente
estudio de Margarit (Ediciones Igitur, 2008) y la antología
Barcelona amor final (en edición trilingüe catalán, castellano,
inglés) cuenta con apuntes autobiográficos sobre los motivos de las
diversas secciones del libro. El autor cuenta también con la página
web http://www.joanmargarit.com.
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