INSULA

LA RACIONALIDAD LÍRICA DE JOAN MARGARIT
Número 753. Septiembre 2009

 
 

JORDI GRACIA / LA RACIONALIDAD LÍRICA DE JOAN MARGARIT


 

Para Cristóbal Fernández, arquitecto.


Hay poetas a quienes la madurez deja sin argumentos literarios y hay poetas en quienes la madurez se convierte en el argumento capital. Joan Margarit pertenece a esta última estirpe, que es la de la tradición clásica, por un conjunto de razones que me gustaría desgranar en este artículo en torno a un poeta legible y muy leído, sobrio e intenso, pero sobre todo valiente de un modo muy inusual entre poetas (pero frecuente en los excelentes poetas). Tendemos a creer que la valentía es virtud juvenil. Es un espejismo: suele confundirse demasiadas veces con la temeridad, y eso es una deformación de la valentía, es insensatez y delirio más que valentía, que es una virtud de justicia y cálculo. La valentía ética conduce a asumir el tamaño de lo real y de sus deficiencias, a desprotegerse de autojustificaciones emotivas, al desenmascaramiento de la red de autoengaños que tejemos como falsos consuelos en la andadura vital. Y ésos son vectores decisivos de la altura que la poesía de Joan Margarit ha ganado desde sus cuarenta y tantos años, lejos de la edad juvenil.

Porque empezó como muchos poetas: infectado de sentimentalismo, y lo hizo en la lengua de cultura aprendida en los colegios del franquismo, pero que no era la hablada en casa. Sus primeros poemas son los del joven que viaja en barcos mercantes entre las islas Canarias, donde reside, y Barcelona, donde estudia arquitectura. No es entonces un poeta valiente; es un poeta confundido, como casi todos los poetas jóvenes. La impregnación viscosa de Pablo Neruda y sentimental de Antonio Machado, la primera aproximación a Rilke (que no perderá ya), el runrún sentimental y a ratos cruel que llegará de Leo Ferré o Georges Brassens y de algunos boleros muy escogidos están en la base de una inundación cardíaca y retórica en sus libros en castellano, y la propensión rítmica y retórica a la elevación épica del tono traducen la ambición de un joven que quiere ser poeta en los años sesenta y setenta. De sus primeros libros en castellano ni se acuerda ni quiere que nadie se acuerde, aunque el primero lo prologase Cela. Ni conocía a Margarit ni Margarit conocía a Cela, pero el prólogo a Cantos para la coral de un hombre solo (1963) se lo puso igual a la vista de los poemas. Paradójicamente, allí empezaba no exactamente un nuevo poeta, sino las razones para empezar a deshacer al poeta artificial a la búsqueda del poeta verdadero.

Reaprender el principio

No sé si Margarit tiene conciencia de que una de sus frases predilectas sobre los requisitos de un poeta —encontrar su propia voz— fue también uno de los latiguillos de Cela a propósito de la literatura, pero en todo caso la biografía de poeta de Margarit consiste en hallar esa voz propia desmontando el andamiaje de las voces aprendidas y pegadizas de otros poetas («eso también es un capítulo que el joven poeta debe aprender: hay que sumergirse en la obra de los maestros, pero también hay que saber salir», dice en el primer capítulo de Nuevas cartas a un joven poeta, 2009) y sobre todo hallar el camino a la verdad moral que nos construye en silencio y en soledad. Y de ese desmontaje fue naciendo, con algunos destellos y mucha inseguridad, su voz lírica en catalán desde 1980. El primer paso de la depuración de disfraces llegó con el cambio de lengua y el hallazgo y la complicidad de una figura capital en su biografía literaria, Miquel Martí i Pol. Empezó el aprendizaje de la lengua del corazón y los sentimientos, la apropiación de la lengua doméstica por debajo de su biografía de hijo de arquitecto itinerante (trabajaba su padre desde 1940 en la Dirección General de Regiones Devastadas y Reparaciones). Y en esa voz latía también la conciencia de la derrota, como hijo de una familia vencida.

Els primers freds (2004) es el título conjunto que ha puesto a la obra completa que se inicia con un primer ciclo, Restos de aquel naufragio, todavía con rastros del poeta en castellano, y un segundo ciclo, El orden del tiempo, que reúne una treintena de poemas, todo lo que el poeta ha salvado de sus diez primeros libros en catalán y que en su día obtuvieron numerosos premios de las letras catalanas, poco menos que uno por poemario. Pero el poeta no se engañó ni se dejó engatusar: aquella poesía primera en catalán no era suya todavía porque funcionó sobre todo como un modo de recuperar el tiempo perdido. No era perdido por estar escrito en castellano; era perdido porque tenía que volver a empezar con otro modo de entender el significado de la poesía.

La plenitud de Margarit se inicia hacia 1987 con libros tocados de precisión y racionalidad lírica: Llum de pluja, Edat roja, Els motius del llop y Aiguaforts se publican entre 1987-1995. Cuando escribe Llum de pluja o, mejor aún, dos años después, Edat roja (1990), el hombre ha reconquistado el presente para el poeta, para hacer poemas como los que quiere el hombre adulto: un modo de restituir el orden al de - sequilibrio interior, esa forma prestada de comprensión e indagación de cada uno. Se siente equilibrado con respeto a su aprendizaje de la poesía y sabe que por delante puede empezar una forma de plenitud, pero seguramente sabe también que la inversión que va a pedir ese futuro tiene riesgos que pasan por un compromiso de veracidad cada vez más tensa, más aguda y más dispuesta a disolver los manes del idealismo sentimental o la hipocresía calculada como falso atajo al bienestar. Entre el jazz y la arquitectura, la caligrafía moral de un poeta se ha ido haciendo precisión de microscopio: Els motius del llop (1993) o Aiguaforts (1995) ponían en verso a un hombre libre, capaz de adiestrar al lenguaje para que sea alusivo pero exacto, afilado pero rítmico en su propósito de musitar la intuición del desengaño, del desamor y del amor, del apremio de la muerte o de la verdad de uno mismo.

No son temas de una originalidad pasmosa, ni su poesía juega en ese tapete para pobres, porque la madurez lo ha hecho clásico jovial y nada amonestador, lúcido pero no cascarrabias, hablador y ocurrente pero ni chistoso ni palabrero. Su mirada sobre la existencia y sus decepciones ha de ir ganando desde entonces un filo y una lucidez valiente con pocas analogías en la literatura catalana y española. Es el momento en que su relación con algunos poetas de distintas edades empieza a fraguar, y entre ellos nombres con afinidades ético-estéticas muy claras, como Antonio Jiménez Millán, como Luis García Montero, como Luis Antonio de Villena, como Carlos Marzal. Sus cómplices catalanes habrán sido primero Joaquín Marco, que editó Crónica en 1975, en la colección Ocnos, y después otros poetas y traductores como Pere Rovira o Sam Abrams, como Francesc Parcerisas, Alex Susanna (que editó en la colección Àurea, en Columna, la trilogía Edat roja, Els motius del llop y Aiguaforts) o Enric Sòria. Por entonces Margarit escribe un artículo extenso e importante en el suplemento cultural Quadern, de El País, que le enfrenta con una tradición de neovanguardismo y epigonismo modernista: rebaja la importancia tanto de J.V. Foix como de Carles Riba —nombres intocables entonces— y sitúa en el lugar central la poesía de Salvador Espriu, de Gabriel Ferrater o de Joan Vinyoli como maestros inmediatos.

El racionalismo de la exactitud

Margarit tiene cincuenta años mientras escribe Edat roja y desde hace veintiuno es catedrático de Cálculo de Estructuras en la prestigiosa Escuela de Arquitectura de Barcelona entonces, cuando la lidera Oriol Bohigas. Como arquitecto, siempre en colaboración con su socio, el también arquitecto y catedrático de Cálculo de estructuras Carles Buxadé, es ya conocido como docente e investigador por publicaciones que han leído todos los ingenieros y arquitectos habidos y por haber de los últimos cincuenta años. Pero además ha sido también por entonces responsable de algunas obras de referencia, como la cúpula del Pabellón Fernando Buesa en Vitoria (Premios español y europeo de estructuras metálicas en 1977) bajo la cual juega actualmente el Tau Vitoria de Baloncesto, y será responsable de la reforma y remodelación del Estadio y el Anillo Olímpico en 1992 o de la estructura del Templo de la Sagrada Familia en Barcelona. Y al contrario que uno de los grandes poetas del canon de Margarit, el también arquitecto Thomas Hardy (al que ha traducido y prologado), no tuvo necesidad de suspender su actividad profesional para dedicarse a la poesía: Hardy fue arquitecto mientras fue también novelista de éxito, y sólo en la plena madurez de su biografía, ya en el siglo XX, abandonó la arquitectura y dedicó su tiempo a la poesía prácticamente para reinventar la tradición anglosajona moderna. A Margarit no le hizo falta: la leyenda dice que los poemas de esta etapa tan intensa y rica —los años ochenta y noventa— podían escribirse muchas veces en la libreta que lo acompañaba en las visitas de obras, pero por una vez la leyenda incluye buena parte de la verdad. Y no es casual: es arquitecto de obras extraordinarias y es arquitecto resignado también a las funciones menores de la inspección de edificios y la detección de patologías constructivas, tan frecuentes en la expansión periférica de la ciudad de Barcelona en los años sesenta y setenta.

Lo cuento como anécdota porque quiero sacarle una categoría: esa arquitectura a ras de suelo, reparando y reforzando los bloques de viviendas de la emigración de los años 50, 60 y 70 del Besòs o Nou Barris, tiene algo que ver con la poesía de reparaciones y suturas emocionales que va a ir escribiendo entonces, donde el pasado y la biografía sentimental de cada lector puede identificar los desperfectos de su armazón, las amenazas de desplome estructural, el miedo de una grieta en el muro de carga que el poeta asedia con las armas del cálculo y con las armas de la poesía. El hilo de la coherencia es nítido, y Margarit lo ha recordado muchas veces: el primero que le quitó de encima el mito de que una casa —o un poema— debía ser original fue José Antonio Coderch, mucho más partidario de que la casa fuese «virtuosa y humilde.Ni independiente, ni vana. Ni original ni suntuosa«, como dice uno de los versos del poema que Margarit dedica a su maestro. Ni la suntuosidad de los materiales, ni la extravagancia de las formas, ni las escalas gigantescas darán valor a las casas si no son primero espacios habitables, y eso está muy cerca de la poética de un autor de austeridad cálida, de proximidad cordial y afectiva al lector pero a cambio de la veracidad.

El riesgo del sentimentalismo de esta poética está embridado en el despojamiento de la retórica y en la intensidad de la inteligencia reflexiva. Esos ingredientes serán los grandes protagonistas de los poemas de la plenitud lírica de Margarit, cuando el realismo se alía con el racionalismo práctico y lúcido, cuando las mentiras y las fantasías consoladoras se reducen sólo a mentiras inútiles y la verdad es el único refugio contra la decepción y el acecho de la muerte, la enfermedad o la frustración: «ser vell és que la guerra s’ha acabat. Saber on són els refugis, ara inútils» dice un poema de Casa de Misericòrdia (2007). Esa conquista de la lucidez explica el exacto título de uno de los primeros trabajos hecho con amor y precisión sobre su poesía, escrito por Joaquín Marco en 1990, «La poesia sàvia de Joan Margarit». Trataba de Edat roja y ese libro empezaba con el tono y la intención que su poesía no va a abandonar ya: «Què has dit que no sigui una mentida».

La cordura del vitalista

Son valores difíciles de manejar en crítica literaria: el puritanismo cauteloso y la profilaxis cobardona que la crítica se asigna a sí misma, impide a menudo expresar con crudeza las virtudes de una poesía que se remonta a la tradicicón clásica pero tiene su mejor encarnación en la vocación de verdad ética y razonada líricamente de los poetas anglosajones modernos: de Thomas Hardy a Robert Lowell, de Philip Larkin o Auden a Elisabeth Bishop, de Luis Cernuda a Gabriel Ferrater o José Agustín Goytisolo. Con estos poetas es fácil entender su percepción negativa no tanto de las vanguardias como de los efectos narcotizantes de las vanguardias porque tras ellas «salió vencida la humildad tradicional del arte, muy maltratada con el racionalismo». Por eso su poesía no es tanto la construcción de espacios inventados por las palabras cuanto la indagación en el espacio moral y biográfico con la palabra y la precisión del verso. Cuando el Margarit de hoy recuerda la fuerza visual de la pintura de Nonell no calla su influencia honda (como sucede con la poesía de Baudelaire y con la pintura de Gauguin, como sucede con el magisterio de Coderch o como sucede con el jazz de Charlie Parker, Chet Baker o John Coltrane), porque «encara m’ensenyen a buscar la força a través de la humilitat, l’únic camí que pot dur cap al poema»: en él han de confluir el coraje ético de la escritura y la humildad literaria sobre lo hecho, como recuerda en las Nuevas cartas a un joven poeta.

La desconfianza frente a la memoria y la templanza ante el dolor, la certidumbre de la decepción y la crueldad episódica del desengaño, la herida revisitada del pasado o el sentimiento de decrepitud son los materiales éticos y emotivos de los mejores poemas de Joan Margarit, pero con una virtud adicional que los hace reunir la concisión y la exactitud para dar intensidad. Rehúyen los alivios ficticios y semifantasiosos y buscan el lenitivo de la mirada fría sobre la realidad y sus carencias, con las contradicciones asumidas y los fracasos funcionando como combustible para la lucidez higiénica. Es un poeta sin creencia religiosa y su fuente de consuelo es la racionalidad que mira a la sinrazón de la existencia desde la piedad y desde la entereza pero con la alergia encendida contra la autocompasión. Estació de França (1999) consolida plenamente esta voz y este tono y se expande en diversos libros, registros civiles y precisos de los avatares de una conciencia que envejece y pierde. Llama con el poema al pasado para entenderlo y entenderse mejor, y no acepta el arrebato del prejuicio porque lo de - sactiva: sus poemas enseñan a comprender la mecánica del desengaño tanto como el desvalimiento de una hija, o pueden evocar un primer viaje a Madrid comisionado por los rojos locales para conectar con Gabriel Celaya y una primera prostituta... Todo sin leyenda ni trauma ni bobadas mítico-decorativas (ni por el lado de los rojos ni de la mujer). Pero también poemas que hablan del amor por la primera hija muerta a los pocos días, y por la hija perdida con treinta años, del amor por las distintas mujeres que han ido siendo Raquel-Mariona (o Mariona-Raquel), de las profundas grietas que las distintas infancias van dejando en una hija mayor, y el hijo ganado para el amor y para el jazz. Y hablan de su misma profesión de arquitecto, del amor difícil por un padre que fue haciéndose fascista como el país entero, y del amor propio como piel que se pierde a favor de la lucidez y contra el orgullo; los viajes rituales a París y la fascinación por la arquitectura del hierro, el peso de otros poetas en su propia obra y el peso de nuevos afectos. Los libros trazan una suerte de autorretrato honrado y radial donde los poemas pueden tener la crueldad justa para tener que abandonar el libro y regresar al cabo de un rato. Tales poemas están fijados en libros posteriores a Estació de França (1999) como Càlcul d’estructures (2005), Casa de Misericòrdia (2007) y Misteriosamente feliç (2009), que asedian sin miedo la senectud desde el final de la madurez, y de nuevo sin hacer trampas para que el poema no se caiga (como se suelen caer las casas hechas con trampas): «el passat torna, però ja la vida/ l’ha desemmascarat» dicen unos versos de Casa de misericòrdia.

Tras los sesenta años el tiempo que queda ya no da para hacer tonterías ni para modelar versos con fingimientos o notas falsas. Quizá no somos arquitectos ni poetas, pero sí padecemos rencores velados y codicias vergonzosas, heridas mal curadas y también la felicidad plácida y sin culpa, y hasta experiencias límite del amor. Joana (2002) es un poemario dedicado a registrar los ocho meses de agonía y muerte de su hija de treinta años, afectada del síndrome de Rubinstein-Taybe. La elegía amorosa se hace también batalla de reeducación para la vida y para el olvido atenuador, como hacen casi todos sus poemarios de madurez. La despide en el último poema un padre que se descubre convaleciente de otra enfermedad tan irreversible como la muerte, el alivio del olvido. Ni idealismo iluso sobre la perpetuación de los muertos en la memoria —no perdura ella, sino otra, después del «Saqueo» de la muerte: «Ara ets una altra»— ni patetismo desolado por la ausencia, ni dramatismo incendiario: sí la consignación murmurada con palabra precisa del dolor de la pérdida y la evocación de los espacios compartidos de otro tiempo. En ellos está, también, la lírica de un estoico sentimental y la cordura de un vitalista que escribe antes o después de la desesperación porque la desesperación sólo llora o hace mala literatura.

Margarit en los últimos poemarios ha tendido a incluir prólogos o epílogos (que han culminado en las Noves cartes a un jove poeta), además de anotaciones explicativas y confesionales sobre algunos poemas, como ha hecho en Edat roja, o en Estació de França o Càlcul d’estructures (y cuya utilidad razona cuando prologa y estudia los poemas de Elisabeth Bishop). No es una operación secundaria, sino que explica algo de la función básica de su poesía: el apresamiento en el poema de una experiencia precisa de carácter interior, cuya expresión es al mismo tiempo su radiografía comprensiva. «Comprendre cansa», dice uno de sus versos, y ésa es la tensión a la que somete al lector, poniendo ante el espejo del poema los materiales que pueden recrear las vías de comprensión analítica de sí mismo y las ventajas inequívocas de optar por la claridad para entender lo que sucede en la vida ética y sentimental. La fuerza del poema es una fuerza de raíz clásica, se siente cómoda en la noción misma de catarsis, y Margarit lo sabe. La catarsis se lleva mal con la mentira presuntamente consoladora porque casi siempre es débil, viscosa, pobre material que incapacita para ser feliz. Y la poesía de Margarit es la poesía de un hombre esencialmente feliz porque está hecha de lucidez y de claridad mental, de inteligencia y cuidado atento: la poesía acaba siendo una Casa de misericòrdia porque la intemperie es peor: «En els ossos del temps no hi ha tendresa./ Els llocs ja no existeiexen./ Les noies ja són velles o estan mortes».

Los escenarios naturales —el espacio de Forès o de Colera, la Barcelona vivida o la memoria de la infancia dispersa por Sanaüja y Girona— pautan a menudo sus poemas, y en los mejores está el logro de analogías iluminadoras o la narración que se hace reflexión, o la reflexión que se hace cuadro plástico, sensual y vivo, pero nunca impreciso o engañosamente vistoso. El artificio del poema ha interiorizado el saber clásico y necesita cada vez menos, y en poemas cada vez más cortos, para que cristalice tibiamente en ellos la verdad casi siempre fría.

J. G.—UNIVERSIDAD DE BARCELONA

Noticia bibliográfica

Las dos mejores aproximaciones de conjunto al autor han sido muy próximas en el tiempo: el excelente monográfico de 2007 que le dedicó la revista El coloquio de los perros, con contribuciones de Joaquín Marco, Jiménez Millán, Enric Sòria o Carlos Marzal, además del entorno inmediato del autor, y al año siguiente la monografía con un excelente CD a cargo de J. M. García Ferrer y Martí Rom, Joan Margarit (Col·legi d’Enginyers Industrials de Catalunya, 2008), con contribuciones de Jiménez Millán o Manuel Vilas, además de una excelente y bien pautada entrevista de cien páginas. El estudio que prologa la antología bilingüe de José Luis Morante, Arquitecturas de la memoria (Cátedra, 2006), suministra numerosa información útil mientras Antonio Jiménez Millán antologó poemas y numerosas reseñas y artículos sobre sus obras en Amor y tiempo. La poesía de Joan Margarit (Córdoba, La manzana poética, 2005), donde incluye trabajos de Emilio Lledó, Miquel Martí i Pol, José Agustín Goytisolo, Francesc Parcerisas, Luis Antonio de Villena, Luis García Montero, Javier Cercas, o el propio Jiménez Millán, que prologó también su traducción de Edat roja en Maillot amarillo, de la Diputación de Granada, en 1995. El artículo citado de Margarit se titulaba «Gabriel Ferrater, punt de partida», y apareció en el Quadern de El País el 22 de septiembre de 1988, y el de Joaquín Marco en el mismo sitio el 13 de diciembre de 1990, mientras que yo mismo dediqué un análisis extenso a su primera etapa en Revista de Catalunya, 85 (mayo de 1994). Su traducción, con Sam Abrams, de la Obra poética de Elisabeth Bishop va precedida de un excelente estudio de Margarit (Ediciones Igitur, 2008) y la antología Barcelona amor final (en edición trilingüe catalán, castellano, inglés) cuenta con apuntes autobiográficos sobre los motivos de las diversas secciones del libro. El autor cuenta también con la página web http://www.joanmargarit.com.

 
 
 
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