INSULA

"Este infinito silencio, con esta voz". Romanticismo alemán en las letras españolas
Número 751-752 . Julio 2009

 
 

CRISTINA PATIÑO EIRÍN / ESE INFINITO SILENCIO, CON ESTA VOZ


 


Un paisaje. Un paisaje tras una ventana. Tal vez así podríamos entender y ver el ideario romántico alemán y, desde dentro, las formas de su impacto, una suerte de germanismo español. Estas páginas invitan a seguir ese halo en una proyección histórica que trasciende los lindes habitualmente fijados de 1770 a 1850 para aquel período y llega a hoy. Estudiado en relación con su homólogo español por Hans Juretschke, no lo ha sido tanto en esa secuela menos evidente pero acaso más profunda y arraigada que se hinca en los mediados del siglo XIX e invade nuestro tiempo. El clarividente Larra supo verlo, aunque no acertase a vislumbrar más que su sombra. La prensa barcelonesa le dio acogida temprana. ¿Es posible entretejer algunos de sus hilos en esa secuencia que entonces se abre?

«¿Qué soy yo en mi interioridad?» se preguntaba Francisco de Paula Canalejas, como ha recordado Laureano Bonet en un trabajo señero —«La sangre del pelícano», que la Bibliografía de este número recoge y que incide en la penetración del idealismo alemán en las letras de la Restauración—. Un trabajo que constata, con Urbano González Serrano, el consiguiente «hastío que produce en el alma el saber abstracto, que no penetra en la vida». ¿Qué huella han dejado esa pregunta y esa respuesta en las letras españolas? ¿Podemos leerlas en el trasfondo del fenómeno de la cultura romántica que los alemanes acuñaron, vencido el hiato entre clasicismo y romanticismo? Si, como ha escrito Antoni Marí en su monumental El entusiasmo y la quietud. Antología del romanticismo alemán (Barcelona, Tusquets, 1979, 1998), éste presenta «una defensa de la subjetividad contra las amenazas de la ciencia, de la técnica, de la razón universal, contra las tentativas que tienden a neutralizar la prerrogativa inalienable de la existencia personal », puede colegirse de ese rastro sumergido un rasgo distintivo del devenir literario contemporáneo. Al pedir un Goethe desde dentro, sin Weimar, Ortega y Gasset ya había indagado en 1932 en lo que, por debajo de las significaciones histórico-literarias, quiere decir romanticismo: «el descubrimiento preconceptual de que la vida no es una realidad que tropieza con más o menos problemas, sino que consiste exclusivamente en el problema de sí misma».

Conocido como Kunstperiode o «Período Artístico» desde Heinrich Heine, este tiempo originario es el tiempo marcado por la figura de Goethe. Se extiende desde el estallido de la Revolución francesa hasta la de julio de 1830 y al aunar el ensamblaje de Clasicismo y Romanticismo plantea la dicotomía arte-vida.

Sin haber cruzado aún el ecuador del siglo XIX, Julián Sanz del Río escribía ya en su trabajo «Lengua y literatura alemanas», aparecido en la Revista de Madrid, «en vano se busca hoy la noble sencillez y diafanidad de la prosa de Goethe, la clara e ingeniosa sencillez de Lessing, el fuego eléctrico de Schiller, la rigurosa concisión de Juan de Müller o algo parecido». Esa carencia no parece haberse prolongado en las décadas siguientes en que irrumpe, poderosa y tranquila, la fuerza del realismo. Un sustrato germánico nutre la estirpe krausista de modo tal que no cabe dudar de su impronta en el pensamiento, la estética y la literatura. Ideas de Hegel y de Richter, de los hermanos Schlegel... fecundarán páginas y sensibilidades de Cádiz a Barcelona dotando al proceso conformador de la secuencia realista-naturalista de muy singulares adherencias. Acaso sean ésas las que contribuyen de un modo más fecundo —al margen Francia— a su especificidad. Otra literatura situada en la periferia europea, la rusa, se vio radicalmente alterada en la dirección de sus ideas por la metafísica alemana, como muy atinadamente ha señalado Isaiah Berlin.

Esas huellas pueden rastrearse diacrónicamente en una macrosecuencia que supera la segunda mitad del Ochocientos y llega a las vanguardias y aún a nosotros. Este número monográfico, en el que alienta esa suerte de infinito silencio del Romanticismo alemán en las voces y los ecos de quienes en España le dieron acomodo, transita de los números cosmopolitas de El Europeo, como nos ayuda a ver Antoni Marí, hasta llegar a Valente, gracias a Claudio Rodríguez Fer, y a Aquel domingo de Jorge Semprún, de la mano de Marisa Siguán. El arco que se abre a los ojos del lector retiene en su filiación alemana la tipología de los héroes románticos españoles que aborda Pilar Tejero, los avatares metamórficos de Arlequín en el Hoffmann leído en España como estudia David Roas, pero también recupera —en la palabra de Leonardo Romero Tobar— la devota lectura que Valera hiciera del autor de Fausto, así como la decisiva amistad que entablaron Augusto Ferrán y Gustavo Adolfo Bécquer, que conoció a fondo la tradición alemana por su mediación como revela fehacientemente Jesús Rubio Jiménez. Los sucesivos encauzamientos epistemológicos a que dio lugar la recepción por parte de Menéndez Pelayo de la literatura alemana —la de Heine en particular— son objeto de análisis para Borja Rodríguez Gutiérrez y Raquel Gutiérrez Sebastián y es Heinrich Heine poeta predilecto de una joven traductora del alemán como lo fue, a sus expensas, Emilia Pardo Bazán, aspecto éste que evoca Ángeles Quesada Novás. Galdós y Goethe y Goethe en Clarín, sendas contribuciones de Alan E. Smith e Yvan Lissorgues, respectivamente, ahondan en los vectores de ese diálogo con quien «es todos los contrarios»—Marí dixit— y autor de duros ataques a Hölderlin, a Jean Paul y Kleist en nombre de su presunto clasicismo. No es extraño que Heine dejase de alabar la vida de Goethe, pero no su poesía. Tampoco lo es que confluyan ambos, con Richter, en el trabajo de Marisa Siguán, final de nuestro recorrido del silencio a la voz.

El verso de Leopardi, y su advocación catalizadora de estas páginas, contienen el propósito de esta aproximación a una materia que se revela compleja e inacabable. La vertiente estética queda aquí sustanciada en algunas de las figuras más sobresalientes que jalonan un siglo con una orilla en el XIX y la otra en el XX, pero es, no obstante, urgente hacer lo propio para indagar en el hondón del pensamiento crítico-filosófico y en sus derivas estéticas, en los sustentos romántico-alemanes de un Giner de los Ríos, un Manuel de la Revilla, un Joan Maragall... por no referirme ahora a Valle-Inclán o al primer Juan Ramón. Quede esta tarea para otra ocasión. Asomémonos ahora a ese paisaje, a ese sigiloso romanticismo alemán que dota de tantas y tan singulares voces y alientos a buena parte de la literatura española.

C. P. E.—UNIVERSIDAD DE SANTIAGO DE COMPOSTELA

 
 
 
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