Un
paisaje. Un paisaje tras una ventana. Tal vez así podríamos
entender y ver el ideario romántico alemán y, desde dentro, las
formas de su impacto, una suerte de germanismo español. Estas
páginas invitan a seguir ese halo en una proyección histórica que
trasciende los lindes habitualmente fijados de 1770 a 1850 para
aquel período y llega a hoy. Estudiado en relación con su homólogo
español por Hans Juretschke, no lo ha sido tanto en esa secuela
menos evidente pero acaso más profunda y arraigada que se hinca en
los mediados del siglo XIX e invade nuestro tiempo. El clarividente
Larra supo verlo, aunque no acertase a vislumbrar más que su
sombra. La prensa barcelonesa le dio acogida temprana. ¿Es posible
entretejer algunos de sus hilos en esa secuencia que entonces se
abre?
«¿Qué
soy yo en mi interioridad?» se preguntaba Francisco de Paula
Canalejas, como ha recordado Laureano Bonet en un trabajo señero
—«La sangre del pelícano», que la Bibliografía de este número
recoge y que incide en la penetración del idealismo alemán en las
letras de la Restauración—. Un trabajo que constata, con
Urbano González Serrano, el consiguiente «hastío que produce en el
alma el saber abstracto, que no penetra en la vida». ¿Qué huella
han dejado esa pregunta y esa respuesta en las letras españolas?
¿Podemos leerlas en el trasfondo del fenómeno de la cultura
romántica que los alemanes acuñaron, vencido el hiato entre
clasicismo y romanticismo? Si, como ha escrito Antoni Marí en su
monumental El entusiasmo y la quietud. Antología del romanticismo
alemán (Barcelona, Tusquets, 1979, 1998), éste presenta «una
defensa de la subjetividad contra las amenazas de la ciencia, de la
técnica, de la razón universal, contra las tentativas que tienden a
neutralizar la prerrogativa inalienable de la existencia personal
», puede colegirse de ese rastro sumergido un rasgo distintivo del
devenir literario contemporáneo. Al pedir un Goethe desde dentro,
sin Weimar, Ortega y Gasset ya había indagado en 1932 en lo que,
por debajo de las significaciones histórico-literarias, quiere
decir romanticismo: «el descubrimiento preconceptual de que la vida
no es una realidad que tropieza con más o menos problemas, sino que
consiste exclusivamente en el problema de sí misma».
Conocido
como Kunstperiode o «Período Artístico» desde Heinrich Heine, este
tiempo originario es el tiempo marcado por la figura de Goethe. Se
extiende desde el estallido de la Revolución francesa hasta la de
julio de 1830 y al aunar el ensamblaje de Clasicismo y Romanticismo
plantea la dicotomía arte-vida.
Sin
haber cruzado aún el ecuador del siglo XIX, Julián Sanz del Río
escribía ya en su trabajo «Lengua y literatura alemanas», aparecido
en la Revista de Madrid, «en vano se busca hoy la noble sencillez y
diafanidad de la prosa de Goethe, la clara e ingeniosa sencillez de
Lessing, el fuego eléctrico de Schiller, la rigurosa concisión de
Juan de Müller o algo parecido». Esa carencia no parece haberse
prolongado en las décadas siguientes en que irrumpe, poderosa y
tranquila, la fuerza del realismo. Un sustrato germánico nutre la
estirpe krausista de modo tal que no cabe dudar de su impronta en
el pensamiento, la estética y la literatura. Ideas de Hegel y de
Richter, de los hermanos Schlegel... fecundarán páginas y
sensibilidades de Cádiz a Barcelona dotando al proceso conformador
de la secuencia realista-naturalista de muy singulares adherencias.
Acaso sean ésas las que contribuyen de un modo más fecundo
—al margen Francia— a su especificidad. Otra literatura
situada en la periferia europea, la rusa, se vio radicalmente
alterada en la dirección de sus ideas por la metafísica alemana,
como muy atinadamente ha señalado Isaiah Berlin.
Esas
huellas pueden rastrearse diacrónicamente en una macrosecuencia que
supera la segunda mitad del Ochocientos y llega a las vanguardias y
aún a nosotros. Este número monográfico, en el que alienta esa
suerte de infinito silencio del Romanticismo alemán en las voces y
los ecos de quienes en España le dieron acomodo, transita de los
números cosmopolitas de El Europeo, como nos ayuda a ver Antoni
Marí, hasta llegar a Valente, gracias a Claudio Rodríguez Fer, y a
Aquel domingo de Jorge Semprún, de la mano de Marisa Siguán. El
arco que se abre a los ojos del lector retiene en su filiación
alemana la tipología de los héroes románticos españoles que aborda
Pilar Tejero, los avatares metamórficos de Arlequín en el Hoffmann
leído en España como estudia David Roas, pero también recupera
—en la palabra de Leonardo Romero Tobar— la devota
lectura que Valera hiciera del autor de Fausto, así como la
decisiva amistad que entablaron Augusto Ferrán y Gustavo Adolfo
Bécquer, que conoció a fondo la tradición alemana por su mediación
como revela fehacientemente Jesús Rubio Jiménez. Los sucesivos
encauzamientos epistemológicos a que dio lugar la recepción por
parte de Menéndez Pelayo de la literatura alemana —la de
Heine en particular— son objeto de análisis para Borja
Rodríguez Gutiérrez y Raquel Gutiérrez Sebastián y es Heinrich
Heine poeta predilecto de una joven traductora del alemán como lo
fue, a sus expensas, Emilia Pardo Bazán, aspecto éste que evoca
Ángeles Quesada Novás. Galdós y Goethe y Goethe en Clarín, sendas
contribuciones de Alan E. Smith e Yvan Lissorgues, respectivamente,
ahondan en los vectores de ese diálogo con quien «es todos los
contrarios»—Marí dixit— y autor de duros ataques a
Hölderlin, a Jean Paul y Kleist en nombre de su presunto
clasicismo. No es extraño que Heine dejase de alabar la vida de
Goethe, pero no su poesía. Tampoco lo es que confluyan ambos, con
Richter, en el trabajo de Marisa Siguán, final de nuestro recorrido
del silencio a la voz.
El verso
de Leopardi, y su advocación catalizadora de estas páginas,
contienen el propósito de esta aproximación a una materia que se
revela compleja e inacabable. La vertiente estética queda aquí
sustanciada en algunas de las figuras más sobresalientes que
jalonan un siglo con una orilla en el XIX y la otra en el XX, pero
es, no obstante, urgente hacer lo propio para indagar en el hondón
del pensamiento crítico-filosófico y en sus derivas estéticas, en
los sustentos romántico-alemanes de un Giner de los Ríos, un Manuel
de la Revilla, un Joan Maragall... por no referirme ahora a
Valle-Inclán o al primer Juan Ramón. Quede esta tarea para otra
ocasión. Asomémonos ahora a ese paisaje, a ese sigiloso
romanticismo alemán que dota de tantas y tan singulares voces y
alientos a buena parte de la literatura española.
C. P.
E.—UNIVERSIDAD DE SANTIAGO DE COMPOSTELA
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