Un
repaso a todo lo que se ha ido publicando a lo largo de 2008
muestra la infinita variedad de tendencias incluso entre aquellos
escritores que han apoyado, cuando no justificado, su escritura en
manifiestos que intentan demostrar la existencia de escuelas o
grupos. Por su parte, los escritores españoles testigos de la
guerra civil y de los años más duros de la posguerra, han mostrado
las inagotables posibilidades del supuestamente inflexible
realismo. Ana María Matute (Barcelona, 1926), en Paraíso inhabitado
(Destino) se ha mantenido fiel a sus raíces estéticas. En un relato
claramente autobiográfico, a la sórdida disciplina de un ambiente
opresivo opone la rebeldía de la imaginación. Los cuentos
infantiles que alimentan la novela, con Andersen a la cabeza, son
tan delicados y encantadores como perversos, como lo es el mundo
fantástico cercano a Olvidado Rey Gudú. Crónica de una época,
historia del ansia o necesidad del amor y de la pérdida brutal de
éste, Paraíso inhabitado es un acto de desmitificación, una
reivindicación de la pureza, una denuncia de la frigidez emotiva y
un desborde sentimental, expresados con una naturalidad y
conciencia del buen escribir poco frecuentes en nuestros
narradores.
Juan
Goytisolo (Barcelona, 1931), como James Joyce en Ulises, ha ido
destruyendo sistemáticamente el concepto tradicional de novela,
suplantando el terrorismo político, que repudia, por el terrorismo
expresivo. El exiliado de aquí y de allá (Galaxia Gutenberg/Círculo
de Lectores) no sólo rompe radicalmente con la linealidad del
relato, sino también con el argumento, dos pilares de la novela
realista de tradición decimonónica. El lector queda así sin puntos
de referencia, perdido en el interior del nihilismo más absoluto.
Fiel a su trayectoria de rupturas y a la creación de un universo
inconfundible, regresa a espacios y a personajes de sus novelas
anteriores para testimoniar, con corrosivo sarcasmo, la ceremonia
de la destrucción. Estamos en un mundo dantesco controlado por los
ordenadores, por el terrorismo islámico y por la hipócrita moral
católica. Una novela o singular crónica hecha pedazos que «brega
con el Sistema y el Antisistema» y que testimonia «el desconcierto
y la locura del universo».
De
espaldas al realismo
No hay
punto de referencia generacional para Javier Tomeo (Quicena,
Huesca,1932). Se le ha querido identificar con el teatro del
absurdo francés, pero hay en él la procacidad, un humor
codornicesco inconfundiblemente español. Con un desparpajo casi
obsceno, maneja fantoches que se convierten en patéticos seres
humanos, una cualidad visible en Los amantes de silicona
(Anagrama), donde unos muñecos de sex shop son en realidad
auténticas criaturas desamparadas. Novela sórdida y homenaje al mal
gusto que es preciso leer como una provocación a las convenciones
morales. En las antípodas de Tomeo está Carlos Pujol (Barcelona,
1936), con una escritura cosmopolita, atenta al buen y comedido
narrar, pese a lo que hay de aventura y de extravagancia. En Dos
historias romanas (Destino) todo está al servicio de una
naturalidad y una armonía que se enfrentan a los avatares de la
historia y a tristes historias de amor. Ambientada en la época de
la unificación de Italia y en los convulsos años en torno a la
guerra civil española y la segunda guerra mundial, el suyo es un
mundo esencialmente novelesco, alejado de discursos moralistas o de
ambiciosas propuestas literarias.
Si el
cosmopolitismo, sana reacción a lo carpetovetónico, en Pujol se
expresa como una forma de narrar el mundo, en Julián Ríos (Vigo,
1942) es una forma de escribirlo. Larva —novela única en la
literatura española contemporánea— es la mejor lectura que se
ha hecho del Ulises de Joyce. Ríos ha penetrado en el corazón mismo
de la lengua, para liberarla de unas cadenas muchos más rígidas en
español que en inglés. Pero de la misma forma que Joyce, en
oposición a Ulises o a Finnegans Wake creó, con Dublineses, unos
relatos magistrales de corte clásico, Ríos, en Cortejo de sombras
(Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores), recupera una novela de
juventud ambientada y dominada por lo fúnebre, lo misterioso y lo
fantasmagórico, y por un realismo opresivo, en un pueblo de
ambientes cerrados y familias rencorosas. El Dublín del primer
Joyce transportado al mundo rural de Galicia en una novela de
tintes sombríos.
No
ficción (Anagrama), de Vicente Verdú (Elche, 1942) es un buen
ejemplo de cómo se borra la frontera entre lo imaginario y lo real.
El mismo título invita al desconcierto. Estamos ante las memorias
de un hipocondríaco con enfisema, problemas de estómago,
hipertrofia del masetero, pinchazos en el abdomen, adicto a los
fármacos, al alcohol o a los porros, obsesionado con la edad,
vulnerable, neurótico, depresivo, que persigue la felicidad y la
armonía del cuerpo y del espíritu como quien persigue a un
fantasma. Novela concebida como una secreción, como un esfuerzo
estéril por despojarse del yo. «El oficio del yo» se convierte en
el pavesiano «oficio de vivir».
Un lugar
muy destacado merece el Dietario voluble de Enrique Vila-Matas
(Barcelona, 1948). Hay aquí mucho de autobiográfico y diarístico
—la enfermedad que ha cambiado su vida, su ciudad, los
viajes, el encuentro con amigos—, de artículo, de ensayo
literario y de creación, con reflexiones sobre el paso del tiempo
el azar o la búsqueda de un paisaje moral. Lo que originalmente es
una selección de artículos de prensa se convierte en una fluida
narración concebida como un proyecto unitario.
Campo de
amapolas blancas (Tusquets), de Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de
Albalar, Cáceres, 1950), nos transporta, y no sólo por el acertado
título, a un mundo cercano al de Los girasoles ciegos de Alberto
Méndez, por lo que hay de sugerencias en las relaciones afectivas y
de fatídica aceptación de la desgracia. Novela breve, sutil, de una
realidad apenas insinuada, en la que destacan —como
oportunamente señala Luis Landero en el epílogo— la
misteriosa figura del padre de H, el tono del relato, la capacidad
de rememorar hechos remotos en el tiempo y la distancia con el
presente narrativo, la reconstrucción de una ciudad tan ficticia
como real, Murania y, subrayo yo, el carácter simbólico a través de
la reproducción del cuadro de Kandinsky, las referencias a William
Saroyan o a La náusea de Jean-Paul Sartre, y el mismo título: «el
mejor estímulo del espíritu se hallaba en las hojas blancas de las
amapolas, porque éstas contenían la esencia del paraíso, su
síntesis primordial»; la «¡Amapola, sangre de la tierra, amapola,
herida del sol, boca de la primavera azul, amapola de mi corazón»,
de Juan Ramón Jiménez.
Escritor
de numerosos registros, en Las fuentes del Pacífico (Siruela) Jesús
Ferrero (Zamora, 1952) ha creado una novela de aventuras ambientada
a finales del siglo XIX que gira en torno a la búsqueda de una
civilización ideal, a la codicia y al deseo. A millas de distancia
de su sorprendente y celebrado Belver Yin, Ferrero no teme caer en
los lugares comunes más socorridos, manipulados con obvia
complacencia, dando por supuesta la complicidad del lector. Esto no
impide que en la búsqueda de las fuentes del Pacífico no haya
momentos de intensidad. La voluntad de novelar y la complicidad con
el lector es más obvia todavía en Todo eso que tanto nos gusta
(Destino) de Pedro Zarraluki (Barcelona, 1954). Aquí la verdadera
aventura consiste en la búsqueda de un espacio ideal que le permita
huir de la civilización, tema latente también en la novela de
Ferrero. Más que el previsible desarrollo argumental, con un más
previsible y descarado final feliz, lo que le interesa son las
situaciones, divertidas unas, sentimentales otras, con personajes
que se ganan pronto la simpatía del lector. En El manuscrito de
piedra (Alfaguara), la primera novela de Luis García Jambrina
(Zamora, 1960), lo novelesco se sostiene sobre dos ingredientes, el
histórico y el bibliográfico, sin el gratuito efectismo de los
bestsellers, que los han utilizado como una fórmula. Centrada en la
Salamanca del siglo XV y protagonizada por el autor de La
Celestina, Fernando de Rojas, la reconstrucción histórica es
impecable, con dos notables virtudes: la capacidad para recrear el
mundo cotidiano de la época y al mismo tiempo las intrigas, la
represión, el papel de los dominicos en la Inquisición, la
persecución de los judíos y, de una forma muy sutil, los nexos, por
ejemplo, entre La Celestina y Lazarillo de Tormes. A esta
complicidad histórica y literaria se añade lo que tiene de novela
de misterio, de aventuras y, si se me permite el anacronismo, de
policíaca.
Perspectivas históricas
Ignacio
Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960), en un radical cambio de
dirección, y alentado posiblemente por la reconstrucción que hizo,
en Enterrar a los muertos, de la amistad de José Robles con el
novelista norteamericano John Dos Passos y de su asesinato del
primero en plena guerra civil, publica una de las mejores novelas
del año, Dientes de leche (Seix Barral). El prólogo resume, a
través de la imagen del niño Juan Cameroni y de su abuelo haciendo
el saludo fascista, las vicisitudes de la familia desde que
Raffaele Cameroni se establece en Zaragoza acabada la guerra,
convertido en un héroe, hasta el frustrado golpe de Estado de 1981
y la llegada de los socialistas al poder. El espacio central está
ocupado por la Falange, el fascismo —que, «a diferencia del
falangismo, no era un instrumento para hacer política, sino una
forma de vivir y entender la vida»— y la complicidad del
clero. El prólogo oculta la razón por la que Juan, a los catorce
años, acompaña a su abuelo pero se niega a levantar el brazo. Es
decir, se añade un ingrediente misterioso que pondrá de relieve el
drama de una familia enfrentada ideológicamente. A la historia
colectiva se añade la personal y la dimensión sentimental triunfa
sobre la política, la narración sobre la crónica.
Dos
anomalías
Capítulo
aparte merecen dos novelas de autores jóvenes pero con una sólida
trayectoria. Francisco Casavella (Barcelona 1963-2008) ha sido
considerado como el heredero directo de Juan Marsé, deuda que él
mismo ha reconocido. Tienen en común su interés por la figura del
antihéroe y por los barrios marginados de Barcelona, pero en
Casavella hay una extravagancia y una extrañeza desgarradoras que
han convertido obras como Un enano en Las Vegas o la extensa
trilogía El dia del Watusi en inevitable punto de referencia como
el creador de una nueva dirección de la tradición realista más
descarnada. Lo que sé de los vampiros, ganadora del Premio Nadal
2008, fue una verdadera sorpresa, una dirección insólita que nos
aleja de su mundo habitual. Se trata de una parodia del Siglo de
las Luces que viene a serlo también de nuestro propio siglo, en un
esfuerzo por fusionar historia y ficción como antes, con mucho más
acierto, había fusionado crónica y ficción.
También
en Ray Loriga (Madrid, 1967), en Ya sólo habla de amor (Alfaguara),
se advierte un cambio radical con respecto a sus primeras novelas
cercanas al realismo sucio norteamericano que lo convirtieron en
uno de los mejores representantes de la nueva novela de la década
de los noventa. Por más que nos movemos de nuevo en el vacío y en
la incapacidad de vivir plenamente la realidad, aquí todo
(ambientación en una embajada suiza, personajes, diálogos, el
espejo de la Alicia de Lewis Carroll) se mueve en un plano de
irrealidad que poco tiene que ver con el mejor Loriga. Incluso la
atractiva prosa y la capacidad de convertir en cinematográfico lo
que es pura narración están al servicio de un tipo de relato más
distante y cerebral.
La
novela apocalíptica
Nembrot,
de José María Pérez Álvarez (O Barco de Valdeorras, Ourense, 1952)
representó una de las novelas más nuevas y originales de 2003 y
marcó una de las líneas más definidas de lo que podría llamarse la
nueva novela. Línea que se reafirma ahora en La soledad de las
vocales (Bruguera), dominada por la soledad, el vacío, la extrañeza
y una visión apocalíptica que le acerca a las últimas novelas de
Juan Goytisolo. Asistimos asimismo a la novela como proceso, es
decir, al camino de incertidumbres sobre el que se construye o se
escribe la realidad, para concluir que «la literatura nunca trata
de nada, es un vacío, así que pienso que la literatura es como la
vida». La misma visión desolada, aquí a través del humor y la
ridiculización, la tenemos en España (DVD) de Manuel Vilas
(Barbastro, 1962). La novela tiene mucho de crónica de una España
heredera de la crisis del 98 pese a que «el noventayochismo era
anacronía, inquisición, superstición, literatura antigua» y a que
«nuestras preocupaciones históricas son reaccionarias». Hay, pues,
necesidad de liberarse de pensamientos ajenos y tradicionales
convertidos en lugares comunes por la crítica académica. Pero es
también una novela sobre el mal, la impunidad del crimen o las
grandes escombreras postindustiales. Se trata, pues, de la crónica
de una época, la propuesta de una nueva literatura, una burla de la
cultura oficial y una visión eminentemente apocalíptica del nuevo
siglo.
Nocilla
Dream, de Agustín Fernández Mallo (A Coruña, 1967), sirvió para
definir las aspiraciones de todo un grupo de escritores interesados
en codificar y hasta dogmatizar una serie de principios estéticos.
Pero estamos ante una aventura individual por parte de un escritor
que no necesita apoyos generacionales para mostrar su talento, como
lo ha confirmado en Nocilla Experience (Alfaguara) —segundo
volumen de una trilogía, Proyecto Nocilla, que se cerrará con
Nocilla Lab—, con un experimentalismo plenamente integrado a
las exigencias del relato. Nos movemos en un mundo extraño, en un
paisaje exótico eminentemente industrial, con curiosas teorías y
con un nuevo humanismo que consiste en «desafiar los límites
humanos por medio de la ciencia y la tecnología combinadas con el
pensamiento crítico y creativo». Novela asimismo que busca un nuevo
ritmo que refleje el nuevo ritmo del mundo donde la linealidad
tradicional (y se incluye aquí la linealidad de los diálogos) no
tiene cabida.
La misma
coherencia en sus planteamientos radicales advertimos en Ricardo
Menéndez Salmón (Gijón, 1971) quien, tras la revelación que supuso
La ofensa, reafirma en El derrumbe (Seix Barral) su fértil
imaginación y su capacidad para estructurar un mundo complejo
dominado por el mal, el caos y la violencia, en el que se escucha
«el zumbido de los muertos». De nuevo nos encontramos en pleno
progreso tecnológico, sin signos de heroísmo intelectual, donde los
personajes lloran «por su edad, por su tiempo». Un tiempo
apocalíptico dominado por lo monstruoso.
El país
del miedo (Seix Barral) de Isaac Rosa (Sevilla, 1974) representa un
giro muy notable con respecto a sus dos novelas anteriores y se
integra plenamente dentro de la escritura apocalíptica. El marco
narrativo se ha reducido para hacer más intenso el espacio opresivo
en el que nos movemos. Estamos en un presente en el que la crónica
está depurada hasta el máximo a favor de los sentimientos y de las
situaciones dramáticas, en un crescendo de violencia y de miedo.
Sordidez política y moral en una ciudad no identificada que se
convierte en una verdadera metáfora de nuestro tiempo.
Exasperación psicológica
Hay dos
novelas breves que merecen una atención especial, por su calidad y
por lo que difieren del radicalismo que he estado señalando como
rasgo representativo de los narradores del nuevo siglo. Andrés
Barba (Madrid, 1975) se ha mantenido fiel, en Las manos pequeñas
(Anagrama), a su trayectoria anterior, que incluye su celebrada La
hermana de Katia. Se trata de una recreación del mundo del colegio
en la línea de Cristina Fernández Cubas y del juego como ritual de
tantos cuentos de Julio Cortázar, al que se añade la perversa
inocencia de la pintura de Balthus, la desolada orfandad y el
inquietante pasado que una niña perturba con su inesperada
presencia. Una serie de motivos recurrentes acentúan la misteriosa
fuerza del relato. La misma fuerza encontramos en Naturaleza infiel
(RBA), primera novela de Cristina Grande (Lanaja, Huesca, 1962),
una de las más gratas sorpresas del año. Confesiones en primera
persona que van revelando, con una prosa dramáticamente serena, las
fisuras de una familia, los afectos y los desafectos, las amenazas
de un pasado ajeno a la armonía y a la belleza, la reconstrucción
de una época sin afán de crónica. Relato en el que todo es esencial
y modelo de novela breve.
Los
cuentistas
En 2008
se consolida el creciente interés por el cuento, apoyado por la
difusión del microrrelato y por la apuesta de editoriales como
Menos Cuarto o Página de Espuma. José María Merino (A Coruña, 1941)
nos ha sorprendido, en Las puertas de lo posible (Páginas de
Espuma), con unos cuentos inspirados en el progreso científico,
pero no para refugiarse en las manidas fantasías de la ciencia
ficción, sino para ilustrar la realidad del presente y las
consecuencias que ésta tendrá sobre el futuro. Más previsibles son
los textos de Juan José Millás (Valencia 1946), en la línea de sus
novelas y de sus creativas columnas periodísticas. Los objetos nos
llaman (Seix Barral) son relatos que no siempre sortean el peligro
más obvio del microrrelato: el dominio de la anécdota y del
ingenio. Millás es un mago prodigioso al que de vez en cuando se le
ven los trucos. Los mejores son aquellos en los que da una
dimensión humana que justifica la inverosimilitud. La irregularidad
es el rasgo principal del conjunto.
Muy
oportuna la publicación de Todos los cuentos (Tusquets) de Cristina
Fernández Cubas (Arenys de Mar, 1945), en el que se incluye un
texto inédito, «El faro», a modo de homenaje a Edgar Allan Poe.
Tenemos así la oportunidad de valorar en su justa dimensión la
maestría de la que hoy por hoy es la más indiscutible cultivadora
del género, voz clásica y moderna al mismo tiempo, con una enorme
variedad de registros que giran en torno al miedo, el misterio, lo
desconocido, lo fantasmagórico o el enfrentamiento con el mundo de
los adultos. Pocos escritores pueden dirigirse a un número tan
amplio de lectores sin hacer concesiones de ningún tipo, con una
dificilísima sencillez y una entrañable complicidad.
Si
Cristina Fernández Cubas representa la más feliz recuperación,
Eduardo Lago (Madrid, 1954) la más feliz revelación, desde que en
2006 obtuviera el Premio Nadal con Llámame Brooklyn, una novela que
trataba de incorporar las virtudes del cuento. En El ladrón de
mapas (Destino) asistimos a la operación inversa: se sirve de un
conjunto muy variado de cuentos para ir trazando un mundo narrativo
propio de la novela. Escenarios muy variados, personajes
extravagantes o marginados, homenaje a escritores o cineastas
(Kipling, Conrad, Felipe Alfau, Dostoievski, el Visconti de Las
noches blancas) que se integran en el relato. Estamos moviéndonos
simultáneamente en la unidad y en el fragmento.
Si
Cristina Grande representa la revelación del año como cultivadora
de la novela breve, Sònia Hernández (Terrassa, 1976) lo es como
escritora de relatos. Los enfermos erróneos (La otra orilla)
comparte no pocos de los rasgos más poderosos de Naturaleza infiel:
la enfermedad como síntoma de un malestar general, la exacerbación
de la naturaleza individual, la ausencia de crónica, la creación de
un mundo cerrado, obsesivo, en el que tiene poca cabida el humor,
aunque no está del todo ausente. Sin que sus textos dejen de ser
producto de la imaginación, dan la sensación de ser
autobiográficos. Con Sònia Hernández estamos más cerca de la
locura, su pesimismo es mucho más radical, los personajes buscan en
vano su propia personalidad o identidad y hay un esfuerzo
desesperado por integrarse al mundo. Crea, de este modo, una aguda
sensación de ansiedad.
La
narrativa latinoamericana
Imposible como resulta ofrecer un panorama completo de la mejor
narrativa española del año, todavía más complejo es el de la
narrativa latinoamericana, por la cantidad, la calidad y la
diversidad y por la ignorancia de la crítica española, fruto tanto
de la inercia como de la soberbia, como si nos bastase la innegable
vitalidad (que con demasiada frecuencia se confunde con la calidad)
de la narrativa española.
Inevitable celebrar la publicación de la novela inédita de
Guillermo Cabrera Infante (Gíbara, 1929-Londres 2005) La ninfa
inconstante (Círculo de Lectores/Galaxia Gutenberg), con la que
completa la trilogía iniciada con lo que son ya dos clásicos de la
literatura latinoamericana, Tres Tristes Tigres y La Habana para un
infante difunto. Regresamos así a la Cuba de Fulgencio Batista, a
las aventuras y fracasos amorosos («nos encontramos para
perdernos»), a los paseos por La Habana, al cine, al bolero, a los
amigos, a la imaginación verbal y a un continuo sentimiento de
felicidad perdida.
Jorge
Edwards (Santiago de Chile, 1931), en La Casa de Dostoievski
(Planeta) regresa con renovada vitalidad a un Chile que nos es
familiar, centrado ahora en la figura de un excéntrico poeta.
Leyenda que no puede ocultar la ruina y la derrota, crónica y
parodia de una época que se mueve entre Santiago y La Habana, es
una novela divertida, accidentada y con situaciones conmovedoras.
Una escritura inmediata que contrasta con la complejidad de Mario
Levrero (Montevideo 1940-2004). Su inédita La novela luminosa
(Mondadori) es inabarcable, voluntariamente irregular, tan llena de
defectos como de virtudes, de iluminaciones como de reiteraciones,
esencialmente fragmentaria, con una unidad que se nos escapa de las
manos. La voluntad autobiográfica es obvia: su vida, su escritura,
sus sueños, una mente atormentada, un carácter minuciosamente
obsesivo, una voluntad destrozada por las adicciones. Novela dentro
de una novela que no llega a serlo, inteligente, llena de
situaciones tan absurdas como divertidas, ejercicio de sensibilidad
e inteligencia que nos sumerge en un rompecabezas de infinitas
piezas, en un laberinto onírico y en la luminosidad del caos.
Como
Rodrigo Rey Rosa, Horacio Castellanos Moya (Honduras, 1957) se ha
ido afirmando como uno de los valores más sólidos de la novela
centroamericana. Tirana memoria (Tusquets) representa otro triunfo
del dominio del relato. La novela se desarrolla como un contrapunto
que muestra dos aspectos de una misma situación: la historia de dos
fugitivos —la parte más ágil del relato, dominada por los
diálogos, con escenas de tensión y otras abiertamente
divertidas— y el retrato de una familia durante los últimos
meses de la dictadura del general Maximiliano Hernández Martínez,
escrito en forma de diario por doña Haydée. La novedad del relato
es que los protagonistas son personas de la alta burguesía sin una
ideología concreta, esencialmente religiosas y conservadoras, pero
defensoras de los principios democráticos. De este modo, la novela
evita el panfletarismo y se interesa tanto por el testimonio
político como por el retrato de una clase social. Una tercera
parte, el diario de Mingo escrito veinte años más tarde, subraya la
dignidad humana frente a la falta de valores éticos de las clases
dirigentes.
En Casi
nunca (Anagrama), XXX Premio Herralde, se unen las dos vertientes
de la escritura de Daniel Sada (Mexicali, México, 1953): la del
cronista de los pueblos del desierto mexicano, con una prosa densa,
de naturaleza poética, y la del inventor de situaciones
melodramáticas, dominadas por la parodia, en torno a una historia
amorosa. Los continuos desplazamientos y la variedad de las
situaciones producen una extraña sensación de vitalidad que
contrasta con una sociedad adormecida por el retraso, el
aislamiento y el convencionalismo.
Con El
mar de todos los muertos (Lumen), Javier Argüello (nacido en Chile
en 1972, crecido en Buenos Aires y residente en Barcelona) regresa
a los principios de la narración pura, con una novela de aventuras,
fantasmagórica, misteriosa pero que tiene mucho de metaliteratura
—el mar de Conrad y de Melville, el mundo de los muertos de
Juan Rulfo— y de metaficción, con el pirandelliano
enfrentamiento entre el escritor y sus personajes. Tal vez la carga
de irrealidad y el efectismo resultan a veces excesivos, pero el
relato no pierde en ningún momento su poderosa fuerza de atracción
y de originalidad.
En los
ocho relatos que integran Los amantes de Todos los Santos
(Alfaguara), Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), apoyándose en una
cita de Tobias Wolff («un libro de relatos deber ser como una
novela en la que los personajes se conocieran entre sí»), crea un
hilo conductor que se apoya en maestros del género como Chejov,
Kafka, Joyce o Raymond Carver y en un paisaje común, las Ardenas,
en Bélgica, donde el autor pasó un año, para sumergirnos, también
aquí, en la extrañeza, la soledad, los desencuentros amorosos, la
vulnerabilidad, el miedo al abandono o el miedo compartido a estar
solos. La sencillez expresiva y la contención de los sentimientos
hacen más punzante la intensidad del fracaso.
Si en
Vásquez es el distanciamiento sentimental el que intensifica la
desolación, en Pétalos y otras historias incómodas (Anagrama), de
Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), lo es la extrema
delicadeza. Los escenarios son aquí muy variados, pero más que para
ambientar sirven para intensificar la sensación de desazón, de
extrañeza y de ausencia, de algo etéreo que nos seduce y se nos
escapa de las manos, para sentirnos atraídos por una malsana o
malherida «voluptuosidad desquiciante». No podría haber mejor
broche para este tortuoso recorrido de la narrativa en lengua
castellana de un 2008 que ha dejado tantas puertas abiertas.
J. A. M.
R.—CRÍTICO Y ESCRITOR
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