INSULA

Colliure, 1959
Número 745-746. Enero 2009

 
 

ARACELI IRAVEDRA / CUANDO DE AQUELLO TAMBIÉN HACÍA VEINTE AÑOS (*)


 

El 22 de febrero de 1939 Antonio Machado moría en Colliure. Era para él el último destino de una forzosa batida en retirada que había comenzado en noviembre de 1936, cuando, por determinación del Quinto Regimiento, la intelligentzia republicana es puesta a salvo en Valencia de los bombardeos de los rebeldes sobre Madrid. Los días del poeta en Rocafort y Barcelona son aún de relativa calma y confort frente a los que se abren en la madrugada del 23 de enero de 1939, cuando las autoridades republicanas evacúan a un Machado anciano y de salud quebrada irreversiblemente a Francia. Junto a cientos de españoles que taponan la carretera del litoral catalán, bajo los bombardeos, la lluvia recia y el frío de enero, el poeta alcanza la frontera a pie y desde allí toma el tren hasta el pueblo cercano de Colliure, para alojarse en el Hotel Bougnol-Quintana. Ni los cuidados de los amigos ni la asistencia protectora del Gobierno pueden nada contra su deterioro físico y anímico: Machado cae enfermo de gravedad y fallece a los pocos días, sin duda más ligero de equipaje de lo que ni siquiera él había alcanzado a presagiar.

Este final dramático era la pieza que faltaba para redondear el mito del hombre generoso e íntegro que sufrió a España hasta entregarle la vida. Con su penosa muerte en el exilio, Machado sellaba su compromiso sin ambages con la fe democrática de la República, del que ya había hablado con elocuencia su intenso activismo intelectual para una de las tribunas de la España dividida, prolongación coherente por cierto de unas convicciones políticas bien asentadas antes de la guerra. Pero este último episodio lo alzaba definitivamente como el gran paradigma moral ante los sectores más progresistas del país. Su sacrificio, pasión y muerte por la causa de la República convirtieron a Machado de inmediato en un santo laico, el «San Antonio de Colliure» del que luego harían mofa quienes denunciaron la veneración acrítica de un poeta del que no se ponderaban valores poéticos sino, exageradamente, valores éticos y humanos.

Con todo, entre el austero funeral «de Estado» que se rindió al poeta en Colliure -doce soldados españoles de la Segunda Brigada de Caballería conducen el ataúd, envuelto en la bandera republicana- y el homenaje conmemorativo que le organizó la República «en la sombra» hubieron de pasar veinte años. En la España del interior esta vertiente del mito, la del hombre sabedor de una doctrina aderezada con unas gotas de jacobinismo, comienza a fabricarse en la prensa de la zona roja que difunde la noticia del fallecimiento y se amplifica durante las pocas semanas de vida que le quedan a la República. Pero la guerra la ganó Franco, y desde entonces, la leyenda sólo pudo alimentarse en la clandestinidad (y también -dicho sea de paso- por obra de ella).

De Escorial (1940) a Cuadernos Hispanoamericanos (1949)

No obstante, la cultura franquista no podía prescindir de un poeta de la talla de Machado. Claro que los intentos de asimilación en el proceso de reconstrucción cultural en que hubieron de emplearse los intelectuales del Régimen exigían «interpretaciones» y equilibrios difícilmente sostenibles. En efecto, «rescatar» a Machado como muy tempranamente lo hizo Dionisio Ridruejo desde la revista Escorial (1940: 93-100) resultaba una tarea costosa y de dudosa honestidad por cuanto implicaba traicionar la raíz del sistema ideológico del poeta. En el que iba a ser el prólogo a las pretendidas Poesías completas del autor sevillano, que editaría Espasa- Calpe un año después, el objetivo de Ridruejo no era otro que el de redimir para la causa falangista a un gran poeta que a su vez había sido enemigo civil. Pero retirar a Machado la etiqueta de poeta nefando obligaba a cuestionar la firmeza de su ideario político; por eso Antonio Machado había sido, según las razones de Ridruejo, uno de esos secuestrados morales atrapados por el enemigo rojo contando con «la concurrencia de la senilidad, el hábito de la incomunicación y una cierta incapacidad para el entendimiento del mundo real», a lo que había que sumar la importuna casualidad de que, en el reparto de las dos Españas, al poeta «le tocó estar enfrente». El responsable de esta lectura, que no tardaría en enemistarse con el Régimen, pronto iba a lamentar su falseamiento, y de hecho, sólo andados unos meses prohibiría su reimpresión como prólogo a la edición machadiana.

Con todo, durante la década de los cuarenta son Dionisio Ridruejo y sus camaradas del entorno de Escorial quienes, con la venia oficial y los medios editoriales a su alcance, van a cincelar la primera de las imágenes del poeta difundidas después de su muerte, o, con palabras de Valente, el que será su «primer gran apócrifo falso»: un Machado «puesto en circulación previo despojo de sus contenidos éticos o ético-políticos» (1971: 104). Lo que quedaba, entonces, era un modelo estrictamente estético que les guiaría en el proceso de rehumanización en que se hallaba embarcada toda la literatura tras la guerra. El Machado esencial e intimista, el poeta temporalista aunque desvinculado de su tiempo es el que reclaman estos autores para cimentar, al par que una palabra cordial que dé cauce a sus tribulaciones existenciales, un proyecto de interiorización que los aísle, en el espacio incorrupto de lo privado, de un entorno social problemático que les decide a la introspección más que a la protesta. Y éste es el Machado que celebra, en 1949 y con motivo del décimo aniversario de su muerte, la revista Cuadernos Hispanoamericanos, en torno a la cual se aglutinan ahora los poetas falangistas. Ellos son los promotores de un número especial que la citada publicación dedica al poeta sevillano, en realidad el primer homenaje machadiano que organiza una revista literaria española después de la guerra civil. Y Antonio Machado aún no era una figura fácil de recordar. Por eso esta nueva revista oficial, a cargo de Laín Entralgo, toma las debidas precauciones para evitar la frustración del homenaje; por ejemplo, señalando desde el mismo editorial los cauces por los que ha de discurrir la aproximación al poeta: la actualización, políticamente inofensiva, de un Machado neorromántico e intimista, a salvo de toda tentación de compromiso ético con los accidentes de la historia que pudiera levantar sospechas de disidencia ideológica.

Sin embargo, entre el grueso de colaboradores que partían a la busca de ese Machado esencial y exento de accidentes, una firma rompía la uniformidad del discurso pautado. Eugenio de Nora, un joven poeta del ámbito de Espadaña, venía a mostrar su desacuerdo con esa interpretación del sevillano como poeta lírico, ensimismado, melancólico, cultivador de una poesía «eterna» y trascendente. Más aún, se atrevía a suponer que si Machado hubiese podido asistir a la situación poética del momento, caracterizada por la propensión al intimismo y al cultivo de lo autobiográfico, la habría juzgado «negativa», «impotente » y hasta «poética y culturalmente ‘reaccionaria’». Algunos textos del poeta le servían para probar que Machado postulaba una poesía objetivista y solidaria, y que se interesaba no sólo por el hombre esencial que ve en sí mismo, sino también por el que supone en su vecino. Y proclamaba, en fin, el derecho de que, con o contra el machadismo que entonces parecía prevalecer, otros discípulos no menos auténticos potenciasen sentidos por completo diversos: frente al Machado autobiográfico, el poeta portavoz de la conciencia colectiva; frente al Machado nostálgico, el poeta crítico y combativo; y frente al Machado esencial y eterno, el poeta afincado en su tiempo. Para los seguidores de esteMachado entendía Nora que el poeta había dejado «su más cariñoso y conmovedor saludo: ‘Pero amo mucho más la edad que se avecina y a los poetas que han de surgir, cuando una tarea común apasione las almas’» (1949: 583-592).

El texto de Eugenio de Nora anuncia un sustantivo cambio de rumbo en el proceso de recuperación de Antonio Machado iniciado en 1940. El relevo lo van a tomar los poetas sociales, que reciben con entusiasmo el saludo machadiano y, arropados por el ejemplo del «poeta del pueblo», se apasionan en una nueva tarea común, que, naturalmente, no puede ser otra que la lucha contra el Régimen. Diez años más tarde, éste es el Machado celebrado en Colliure, y a pesar de censuras y mordazas, también en numerosas expresiones del interior.

Colliure, 1959

Eugenio de Nora sentaba tempranamente las bases de un nuevo discurso que reconocía en el pensamiento de Machado la legitimación de un proyecto poético orientado a la superación del subjetivismo. Este proyecto, etiquetado bajo los nombres de realismo social y realismo crítico, tuvo su núcleo de germinación en las páginas de Espadaña, y diez años serían suficientes para su afianzamiento como tendencia dominante. La poesía social y crítica hizo de Antonio Machado su principal bandera ética y estética: por un lado, el sustrato teórico de su obra revelaba su fuerte carácter precursor de los nuevos rumbos líricos; por otro lado, y sobre todo, Machado aparecía ante los ojos de estos poetas como una referencia insoslayable como personaje civil, del que se recuperaba su discurso ideológico hasta entonces silenciado, su moral republicana, sus reiteradas protestas de democracia y demofilia. Y su impecable coherencia con sus compromisos democráticos, que lo llevaron a morir en el exilio, lo convertía en una inmejorable arma arrojadiza contra la Dictadura. Esta instrumentalización del poeta como piedra de activismo político instituía un nuevo apócrifo falso también denunciado por Valente: «el Machado convertido en pancarta y propaganda, en campo de pelea, en dogma, batallón y monumento a medias» (1971: 104). Y así, cuando se alcanzaba el veinte aniversario del fallecimiento del poeta, ya se había recuperado el discurso interrumpido con el fin de la guerra civil y la victoria del franquismo. Fueron éstos, en verdad, los años de la definitiva canonización de Machado como «San Antonio de Colliure», elevado a enseña de la cultura de la resistencia.

Y fue precisamente Colliure el lugar elegido para la celebración más emblemática, del 21 al 23 de febrero ante la tumba de Machado, así como en el Hotel Bougnol-Quintana donde muere el poeta. La crítica ya se ha ocupado de determinar el sentido de este homenaje (Riera, 1988: 171-176). Convocado por un grupo de intelectuales franceses y al parecer respaldado por el Partido Comunista, el acto de algún modo pretendía, bajo pretexto de exaltar la figura de Machado, reencontrar a los exiliados de dentro y de fuera, según sugería el texto de la convocatoria: «Es ocasión de hacer coincidir en torno al nombre de nuestro gran poeta a los intelectuales españoles separados geográficamente por acontecimientos ya lejanos y cuyas consecuencias es de interés fundamental para España eliminar definitivamente» (en Celaya, 1979: 125). Tomaba, así, un abierto cariz de oposición al Régimen y fue, en definitiva, una conmemoración político-literaria en la que Antonio Machado era erigido en símbolo cívico. Un símbolo que -a decir de uno de los protagonistas del encuentro- vibraba principalmente «en su dimensión de futuro, como algo casi exclusivamente creado por la proyección de nuestra propia esperanza» (Valente, 1971: 219-220).

Representaba para muchos, que asentían a la consigna de reconciliación nacional lanzada por el PCE en los años cincuenta, la encarnación de un espíritu de concordia capaz de congregar en torno suyo a todos los españoles sin distinción de tendencias, tal como subrayaba por ejemplo Celaya, que glosó este y otros homenajes en distintas publicaciones extranjeras. Vale la pena reproducir algunas de sus palabras, por cuanto desvelan en su tono y revelan en su fondo el primero de los significados posibles que el acto adquiría para sus protagonistas:

El homenaje a Antonio Machado se convertía así en nuestras conciencias, a la vez que en un emocionante recuerdo del más grande de los poetas españoles del siglo, en una reivindicación de lo que este hombre entrañado en el pueblo, digno y a la vez pacífico, encarnaba de nuestras preocupaciones actuales, y de nuestra necesidad de manifestarnos contra el clima de guerra civil en que quiere mantenernos el franquismo (1979: 120).

Entre la delegación de poetas españoles que asistió a Colliure, resultó ser Blas de Otero el único representante de la generación del realismo social, acompañado por un nutrido grupo de la emergente generación de los cincuenta: Valente, González, Caballero Bonald, más los catalanes Gil de Biedma, Barral, Goytisolo y Costafreda.Todos juntos posaron en una célebre fotografía que sirvió para presentar a los «poetas de la resistencia» en revistas y periódicos extranjeros. Y sirvió asimismo de fotografía generacional. Pues, en efecto, también ha sido de sobra destacada la enorme trascendencia que cobra el evento para el lanzamiento del conjunto de poetas amigos liderado por el «grupo de Barcelona» (Riera, ibíd.). Éste es el acto generacional por antonomasia y el punto de partida de una meditada operación propagandística que tiene lugar a través de dos movimientos paralelos calculadamente vinculados al homenaje de Colliure: una maniobra «de taller» -la antología Veinte años de poesía española- y una «gestión editorial» -la colección poética «Colliure»-, ambas encomendadas a José María Castellet (Barral, 1982: 177). La antología se abría con una dedicatoria «A la memoria de Antonio Machado, en el veinte aniversario de su muerte», pues, según anunciaba el prologuista, la nueva generación se siente «unida y en movimiento precisamente [...] conmemorando el veinte aniversario de la muerte de Antonio Machado». Además, Castellet presentaba a los jóvenes como una generación orientada hacia «una poesía realista que hace suyos, en líneas generales, los postulados que Antonio Machado propugnara» (1960: 55 y 101). La colección, de hecho, busca en su serie de títulos proyectados probar la vigencia de ese «realismo histórico» de supuesta ascendencia machadiana. Si los textos finalmente publicados -de Celaya a Valente, de González a Barral- daban en efecto la razón a las tesis promulgadas por el editor de la antología es algo que habrán de dirimir los análisis efectuados en los trabajos que componen este número. En todo caso, parece claro que lo que se jugaba en «Colliure» trascendía el puro terreno de la estética, o la estética era lo más residual: «Allí se fraguó -recuerda Caballero Bonald- una especie de pacto político-moral-literario», y ello «aun contando con que nuestras respectivas poéticas no tuvieran muchos puntos comunes» (en Payeras, 1990: 39). Pues por encima estaba el empeño en un proyecto político de oposición al Régimen -consolidar una literatura de la resistencia- y una cuestión de política literaria -la promoción de un grupo generacional.

1959: Machado en el interior

Pero algo se movía también en el interior. De hecho, muchos que no acudieron a la cita de Colliure se congregaron en Segovia -por ejemplo, el mismo Celaya- en un homenaje de parecido signo celebrado en la casa donde había vivido el poeta. La significación del acto quedaba de nuevo fijada en el texto de la circular, que aludía por cierto en los mismos términos al evento paralelo de Colliure: «Un homenaje a Antonio Machado resuena, inevitablemente, como un homenaje al pueblo español» (en Celaya, 1979: 126). Un doble homenaje, así, de - sarrollado en un clima de semiclandestinidad y bajo una fuerte vigilancia policial. Relata Gabriel Celaya que fue silenciado por todos los medios de difusión oficiales, prohibidos los actos públicos y que, con intención de boicot, fue convocado un homenaje alternativo, éste de inspiración oficial, a la misma hora en Soria (1979: 122), donde el Régimen trataba aún de apropiarse de un Antonio Machado «químicamente puro». Mientras tanto, resulta cuando menos llamativo que las palabras del acto segoviano -pocas y alusivas- fueran pronunciadas por Pedro Laín Entralgo y Dionisio Ridruejo, dos intelectuales que habían capitalizado en la pasada década la celebración del poeta desde la ladera oficial. Ahora, sin embargo, se alineaban con quienes empuñaban los versos subversivos de «Una España joven», y Ridruejo recordaba «cómo nuestro poeta supo hacer suyos todos los dolores y las esperanzas del pueblo español» (ibíd.: 128). En realidad, la evolución ideológica trazada por este viejo falangista ya le conducía a proponer, en algunos ensayos contemporáneos de la conmemoración machadiana, una manifiesta palinodia respecto de las «apreciaciones de urgencia» efectuadas en 1940 (1973: 81-86), o a hilvanar títulos tan reveladores como éste de su colaboración para el diario Le Monde: «En commemorant l’anniversaire de la mort d’Antonio Machado l’élite intellectuelle espagnole manifeste contre Franco» (1976: 365).

Los homenajes a Machado devinieron en efecto, según revelan los documentos de este y otros protagonistas, una forma de protesta de los intelectuales españoles. En verdad, la asimilación de la figura del poeta por parte del franquismo exigió hasta el final lecturas muy sesgadas y graves mutilaciones; resulta desde luego sintomático, como lamenta Celaya (1979: 124), que veinte años después de su muerte siguieran sin publicarse en España sus obras completas. Pero la medida de los forcejeos del poder contra los intentos de restauración de una imagen y un significado que ya difícilmente podían sofocarse nos la presta asimismo la inflexión de las entregas que algunas publicaciones periódicas consagraron, también en 1959, a la memoria de Antonio Machado. Ahora es el caso de la malagueña Caracola y de Acento cultural. La primera acoge en los números 84-87 (1959-1960) sus páginas extraordinarias dedicadas al poeta sevillano. El breve editorial que preside el volumen aparece esta vez -frente al que orientaba en 1949 el especial de Cuadernos Hispanoamericanos- libre de sesgo de ninguna clase. El homenaje incorpora, junto a algunas colaboraciones ensayísticas, una amplia serie de poemas procedentes de plumas del más diverso acento: desde José Herrera Petere, Leopoldo de Luis, Jaime Gil de Biedma o Jesús López Pacheco hasta José Antonio Muñoz Rojas o José María Pemán. Y el tono de los textos, por fuerza desigual a la vista de esta nómina, oscila entre el lirismo y la épica, el intimismo y el compromiso, la invocación de la filiación ideológica de Machado y la expresa negación de la misma. Sobre todo, resulta interesante comprobar hasta qué punto el posicionamiento político incide en la elaboración del tópico de la muerte del poeta en el que recalan la mayor parte de las composiciones: mientras las más combativas acentúan como es lógico la tragedia de la guerra, con su consecuencia de muerte en el destierro («La sombra de Caín, que tú cantaste,/ todo lo oscureció, ¡ay claro cielo!,/ y entonces te marchaste/ llevándote la muerte de tu suelo»), las más «oficialistas» tratan de eludir el dramatismo y restan trascendencia a este episodio inculpador («Pero su encierro/ en su alma igual y sencilla/ fue tal, que, por maravilla,/ nunca estuvo en el destierro»). Con todo, y pese a esta ausencia de uniformidad, la lectura de las colaboraciones poéticas permite detectar que el perfil del referente machadiano ha cambiado visiblemente de signo: el componente político invade ya la escena, y esto por más que la redacción de la revista insista en mantener una cuidadosa profilaxis en la antología de poemas machadianos (tal vez sometida a expurgo) que clausura la entrega, pues nada hay en ella que rescate la voz del Machado republicano e institucionista, ni siquiera en los textos -más proclives a la «doctrina»- de la serie de la guerra.

Distinto y más audaz es el talante de Acento cultural, que dedica a Machado su entrega de marzo de 1959. Y ello pese a que también esta revista vinculada al S.E.U. -aunque presidida por un extraordinario espíritu de independencia- hubo de padecer las coerciones de la censura. Con todo, tanto en el texto inicial que precede a las colaboraciones como en la «Antología de urgencia» que cierra el volumen se adivina una clara voluntad de mostrar el rostro «nefando» del poeta. Desde luego no podemos suponer inocente que el editorial se abra evocando los emblemáticos versos finales de «El mañana efímero», poco menos que convertidos en lema de la poesía de la resistencia; y el lamento que sigue por la intacta vigencia del mensaje machadiano -«tan realmente válido como a su muerte»- no ofrece lugar a dudas. Las colaboraciones acogidas por la revista se reparten entre la prosa y el verso. Y si entre las primeras se cuentan ensayos que sientan algunos presupuestos del realismo social (en las firmas de Garciasol o Moreno Galván), Acento no logra evitar la injerencia de «una palabra católica, una palabra cristiana, una palabra española, rabiosa y auténticamente española», a cargo de Adolfo Muñoz Alonso. De las colaboraciones en verso, varias son las voces que cultivan por entonces la poesía social -Figuera, De Luis, Caballero Bonald, Goytisolo, López Pacheco- y que proponen la imagen y el discurso de Machado consabidos: el poeta que muere por su pueblo y cuya palabra ejemplar alberga una virtualidad salvífica. No obstante, si nos atenemos al testimonio de Celaya (1979: 123), faltan algunas composiciones que no lograron burlar la censura (entre otras, las de Otero y el mismo Celaya): el Director General de Prensa prohíbe toda alusión a los homenajes de Colliure y Segovia y ordena la inclusión de los poemas leídos en el homenaje oficial de Soria (y, en efecto, se publican los de López Anglada, Salvador Jiménez o Manuel Alcántara). Con estos datos, resulta sin embargo sorprendente que en la antología machadiana que incorpora la revista sea Campos de Castilla el libro de poesía mejor representado -con predominio de los versos civiles y combativos-, y la selección dé entrada asimismo a las provocaciones de Mairena, en textos a veces tan inequívocamente acusatorios como éste: «La patria [...] es, en España, un sentimiento sencillamente popular, del cual suelen jactarse los señoritos. En los trances más duros, los señoritos la invaden y la venden, el pueblo la compra con su sangre y no la mienta siquiera». Arbitrariedades censoras aparte, queda claro que se ha resquebrajado la compacta imagen de Machado como poeta ensimismado, soñador, incansable sondeador del misterio, para colarse ya sin remedio por esa fisura el icono progresista que deposita la esperanza colectiva en el martilleo coral de los yunques.

Un viaje de ida y vuelta: 1959-2009

1959 es el año en el que Antonio Machado alcanza la cima de su popularidad entre los poetas españoles. A partir de esta fecha, el fervor machadista inicia su declive; y si en los primeros sesenta todavía se repiten las visitas a Colliure y los homenajes a Machado, éstos aparecen, cada vez más, como mecánicos reflejos rituales que como iniciativas de sincero entusiasmo. La destitución de este magisterio se produce paralelamente al progresivo languidecimiento y agotamiento en sí misma, hacia mediados de los años sesenta, de la literatura social, vinculados a un generalizado desencanto de la lucha contra el Régimen. Y el simultáneo abandono de Machado no sólo puede leerse en el menguado vigor de los eventos conmemorativos, sino también en la paulatina desaparición de menciones poéticas y guiños intertextuales (durante un tiempo tan habituales como buscados), o más explícitamente, de las apelaciones al poeta en los textos programáticos de quienes antes se decían sus discípulos. Los poe - tas del medio siglo que en la selección de Rubén Vela Ocho poetas españoles (publicada en 1965, pero elaborada entre 1959 y 1961) otorgaban un unánime lugar de privilegio a la influencia de Machado han disuelto su uniformidad a la altura de 1968, y en la Antología de la nueva poesía española preparada por José Batlló matizan, muchos de ellos, la importancia de un ejemplo que acabó por revelarse menos estético que moral.

Es precisamente en torno a esta fecha cuando la actitud iconoclasta de una nueva generación, formada de espaldas a la poesía social, protagoniza una reacción orientada a derribar el mito que la tiranía cultural de la «poesía académica» imponía como el maestro al que emular y venerar. Antes que una sólida razón estética, era esta rebeldía la que promovía su rechazo, pues, como bien analizó Valente, más que a Machado en sí, los jóvenes recusaban sin saberlo ellos mismos «sucesivas imágenes de éste que ellos ya no querían llevar […] en procesiones más o menos heredadas» (1971: 103). Y así fue como el santo laico fue desalojado de su pedestal. Con todo, del espíritu de ruptura de los polémicos novísimos no participaron otras formas coetáneas de escritura que, sin necesidad de consumar la desavenencia de los padres, mostraron su voluntad de continuismo con la poesía anterior. Otra serenidad les asistió para saber reconstruir bajo sus diferentes máscaras el verdadero rostro de Machado, y lejos de negar su magisterio, conquistaron una manera de acercamiento personal y la libertad para reconocer en la obra del poeta, sin mitificaciones ni beaterías, uno de los eslabones de su propia identidad. Es lo que permite que sigamos hallando, a cargo de poetas de esta generación (D. J. Jiménez, J. L. Panero, J. Munárriz, M. d’Ors…), composiciones que convocan desde múltiples tonos al Antonio Machado exiliado en Colliure, aunque algunas se propongan ciertamente como una respuesta a la instrumentalización de este episodio por quienes se encargaron de erigir sobre él uno de los falsos apócrifos del poeta. Esta más aquilatada lectura sólo fue realizada por el bloque novísimo una vez superados los planteamientos heterodoxos que identificaron el primer momento generacional; al viraje estético que no tarda en restaurar en el texto los vínculos cordiales acompaña una postura más juiciosa ante la tradición, y ambos extremos repercuten de modo favorable en la recepción de Machado. Es entonces cuando el más insolente de la coqueluche castelletiana, Pere Gimferrer, se anima a proclamar que «Antonio Machado nos sigue mostrando su camino», y rectifica iniciales reservas contra el «costumbrista rural» y el «moralista casero» (1975: 11); y para el año del cincuentenario de su muerte, mayor es la pasión que pone en sus palabras uno de los seniors, Antonio Martínez Sarrión, al despreciar las «torpes pellas» de antaño contra la «inmensa estatura» del poeta y defenderla con fervor reverencial que nos devuelve a otras épocas: «Antonio Machado, fallecido y sepulto en el exilio hace 50 años y fresco hoy en su obra como rosa de abril, no precisará ni de una aspirina en el agua para seguir conservando la lozanía» (1989: 2).

Pero 1989 es ya el tiempo de otra nueva hornada que trae consigo cambios sustanciales en las referencias de autoridad, propicios para la restauración de la imagen de Machado. El legado de los autores del cincuenta se instaló en la base de la poética más joven, funcionó como punto de enlace con otras tradiciones estimadas, y algunos regresaron al que un día había sido maestro de aquéllos. Sobre todo, la lección literaria de Antonio Machado fue recuperada por los poetas granadinos de «la otra sentimentalidad», quienes tomaron este nombre justamente del poeta que, tras revisar este concepto y definir los sentimientos como construcciones históricas, ponía las bases para la comprensión de la literatura en su radical historicidad. Este rebrote del culto machadiano, a cargo de un núcleo poético que pronto se convertiría en importante referente de la joven generación, trajo nuevos peregrinajes a la tumba de Machado, donde volvía a celebrarse un símbolo que deliberadamente integraba lo poético y lo político, en estricta coherencia con un planteamiento teórico que postulaba la forzosa trabazón de estas dos categorías. El poema «Colliure», de Luis García Montero (2008: 104-105), es seguramente el último tributo de la poesía española al Antonio Machado recordado hace cincuenta años en el camposanto francés. Con este testimonio poético, elaborado a partir de la anécdota de un viaje a Colliure en compañía de Ángel González, García Montero compone un homenaje que congrega a todos los actantes de esta trama: evoca el triste sacrificio de Machado que ve morir sus sueños en difícil soledad, pero celebra también la labor de resistencia en la que un González «herido» por la historia se emplea con sus compañeros de viaje recogiendo el testigo del poeta exiliado; y extiende, a su vez, un conmovido recuerdo al destino roto de España alojado en aquel «lugar sagrado», compartiendo con ambos poetas una misma derrota. La misma sorda derrota que Ángel González ya había entonado en su más célebre homenaje a Machado -«Camposanto en Colliure»- un lejano 22 de febrero ante la tumba del poeta, cuando ésta aún yacía allí, abatida pero orgullosa, clandestina pero acechante en la mitología de quienes la visitaban, «igual que una bandera al pie de un mástil» (González, 1994: 150).

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