Manuel
José Quintana (1772- 1857) fue uno de los más influyentes
escritores del momento que le tocó vivir; momento, a su vez, muy
importante para la historia de España. Por otro lado, la suya fue
una trayectoria singular, ya que, tras un influjo notorio durante
los años de la Guerra de la Independencia y aun después, se
convirtió, a partir de los años treinta aproximadamente, en una
especie de sombra, que sólo tiene presencia en las instituciones
políticas a las que perteneció, como referente ético y recuerdo de
la lucha por conseguir una nueva España. Como muchos hombres
públicos de su tiempo, se inició en la literatura para luego pasar
a la política. De la poesía y el teatro llegó al periodismo, luego
a la historia y finalmente a la política. Representa bien el
destino de los hombres de letras del siglo XVIII y del XIX, que
entendieron su labor cultural de modo político y comprometido con
la sociedad.
Fue un
intelectual implicado, que no olvidó nunca su legado literario, de
manera que una y otra vez, cada vez que se reeditaba o representaba
alguna de sus obras, la retocaba y adaptaba a las coordenadas
políticas, no tanto estéticas, del momento. En realidad, esta
actitud suya refiere su interés por fijar y controlar su imagen y
sus escritos. De hecho, fue uno de los que mejor gestionó su
reflejo público y literario mientras vivió, pero también se cuidó
de que esa imagen fuera la que él quería, y no otra, tras su
muerte. Legaba a la posteridad un modelo. Desde pronto se instaló
en el registro del prócer que está en contacto con los valores de
la honestidad y la virtud, del que está en contacto con la
inmortalidad y deja una trayectoria ejemplar de hombre célebre, de
héroe cívico, que no acepta conductas ni actos deshonrosos.
Quintana
encontró su lugar en el mundo en la acción moral; es decir, en la
acción política, en la ciudad, en ser útil a la nación naciente y a
su patria. Podría haber dicho, como le dijo Sócrates a Critón en
momentos críticos: «¿acaso eres tan sabio que te pasa inadvertido
que la patria merece más honor que la madre, que el padre, que
todos los antepasados, que es más venerable y más santa y que es
digna de la mayor estimación entre los dioses y entre los hombres
de juicio?» (Crit. 51a). Y por esa patria, por no renunciar a su
destino, padeció cárcel y destierro. Fue coherente, pero también
estaba enamorado de ese destino, que era el del héroe ejemplar, el
del ciudadano útil. Eligió ser modelo de virtud, ser ejemplo de
excelencia en una España naciente, y alcanzar la gloria del
recuerdo, de la inmortalidad, al ser imitado y recordado como aquel
que no renuncia a sus ideales políticos. Representa los valores de
la nación que se quería fundar, antes, pero sobre todo en las
coordenadas de las Cortes de Cádiz. La vida de Quintana está basada
sobre pilares éticos de la conducta y en un sentido trascendente de
la vida que le lleva a pensar que no vale la pena vivir de
cualquier manera, dejando pasar la oportunidad de destacarse de
algún modo. Por momentos parece que lleva en el bolsillo y lo ojea
el Emilio de Rousseau.
Educó a
los ciudadanos en la idea del deber y del amor a la patria,
mediante sus obras literarias, con su discurso político, que se
vierte en distintos cauces, pero muy en especial en la poesía, los
periódicos, los escritos históricos y en las proclamas, y con su
ejemplo, pues, finalmente, ese parece haber sido su compromiso: ser
modelo para los demás.
Militó
en el lado de los liberales, y desempeñó desde la Junta Central y
en las Cortes gaditanas una importante labor en pro de la defensa
española, de la educación y de la consideración de América como
parte esencial de España. Entendió que la literatura debía ser
moral y ejemplar, que había que enseñar con lo que se escribía,
igual que se hacía con el ejemplo de la conducta y la coherencia,
aunque esa actitud pudiera ocasionar desgracias, como le ocurrió a
él. Ser escritor no era algo ocasional o fortuito; implicaba un
compromiso con el lector y con la verdad, un sacerdocio. Los años
que van de 1814 a 1820 los pasó en prisión en Pamplona por haber
sido fiel a sus ideas liberales, a la patria y preferir no escapar
al exilio, como pudieron hacer otros. Allí escribió una Memoria en
la que explicaba su actuación y su trayectoria, y en la que deja
constancia de su condición ineludible de hombre de letras, de
sujeto político. Es así, escritor político, como se siente y como
se sitúa en el mundo; y es desde su gabinete de estudio desde donde
entiende y explica la realidad.
La suya
fue una dedicación al bien público, a la felicidad de los
ciudadanos, que llevó a cabo en todas y cada una de sus
actuaciones. El ciudadano, entonces y para él, lo era porque tenía
obligaciones antes que derechos, y aquéllos eran los que debían
guiar su actuación para convertirle, precisamente, en ciudadano.
Esta imagen moral es la que Quintana se forja desde muy pronto: él
representa a ese ciudadano para el que antes que nada es su patria.
Una vez construida la imagen y asumido por muchos como su
referente, Quintana, tras los avatares políticos del reinado de
Fernando VII, se convirtió en el monumento que recordaba la lucha
de los españoles por la libertad y la nación; era una institución
que representaba la España liberal, y durante muchos años, pues su
vida fue larga, ejerció de icono, si bien cada vez más en el
silencio. Porque el destino de todos, incluidos los héroes, es el
olvido, y así, a pesar de los intentos, por parte de algunos, de
mantener su recuerdo mediante la erección de un sepulcro que lo
destacase entre los demás, la sombra ganaba terreno. Su nombre, por
ejemplo, no es incluido entre los de aquellos cuyos restos habían
de pasar al Panteón Nacional, inaugurado en 1869; el sepulcro, que
se hacía por suscripción pública, se construye finalmente, pero
catorce años después de su muerte y tras pasar temporadas de
absoluto despego y letargo. Cuando sus restos se trasladan en 1922,
porque el cementerio donde descansan está en ruina, el que había
sido héroe de la libertad y ejemplo de ciudadano es ya para la
opinión pública un simple poeta, un «gran lírico y autor
dramático». Calificativos que deforman su memoria y no se ajustan
en realidad a lo que Manuel José Quintana fue.
De
algunos de los diferentes perfiles de su figura dan cuenta los
trabajos que siguen. De la plasmación política de su labor
literaria, periodística y educativa tratan los artículos de Jesús
Cañas Murillo, José Checa Beltrán, Alberto Romero Ferrer y Marieta
Cantos Casenave. Fernando Durán López refiere las similitudes y
diferencias en el modo de entender el mundo y el momento histórico
que existieron entre él y José María Blanco White, en tanto que
maneras distintas de ser intelectual. Acerca de la experiencia del
exilio, conocida por muchos en aquellos años, y de lo que significó
vital, política y culturalmente, escribe Raquel Sánchez; y Marta
Palenque lo hace sobre el episodio de la coronación de Quintana, de
las implicaciones que tuvo políticas y para la sociedad
literaria.
J. Á.
B.—CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
|