"Yo
mismo soy la materia de mi libro", "Es a mí a quien pinto"
"Otros
miran ante sí, yo miro a mi interior",
MONTAIGNE
Acaban
de publicarse varias ediciones de los ensayos de Montaigne
(1533-1592) (1), y ello obliga a reconocer de nuevo su proximidad
con la cultura actual, tanto por el tema de sus escritos como por
la forma y enfoque dispensados. Humanista por su formación, su
dominio del latín y su gusto hacia las letras antiguas, Montaigne
lo es aún más en el sentido filosófico, por sus valores procedentes
de los clásicos y por su alto concepto del ser humano, cuyo respeto
le lleva a convertirlo en el eje de su obra. Es un precursor de la
modernidad por su interés en hablar no del "hombre", en general,
sino de su yo concreto desde una visión subjetiva, razonada,
curiosa y libre, en una forma que trasciende los géneros clásicos,
y con un estilo espontáneo que anuncia la nueva prosa moderna; todo
lo cual convierte a este escritor en un adelantado a su tiempo y en
un referente para generaciones futuras que lo leerán con devoción
—la de Shakespeare, Quevedo, Voltaire, Kant, Goethe,
Flaubert, Nietzsche, Gide, Proust, Azorín, Lévi-Strauss,
Pla...—, no en vano los Essais, obra a la que dedicó veinte
años de su vida, es el libro de los libros después de la
Biblia.
Montaigne y Descartes son los dos autores que más han contribuido a
la construcción de la subjetividad moderna, al entender que el
sujeto nace en soledad, consigo mismo y apartado de los otros,
aunque el objeto de su reflexión sea el mundo del que se aleja.
Entre la divisa socrática y los descubrimientos de Freud y Jung
está Montaigne advirtiéndonos que no seremos felices hasta que no
tengamos el valor de aceptar la condición humana y gozar de lo que
uno es: "entre nuestras enfermedades la más salvaje es despreciar
nuestro ser" (III,13). Su mensaje, útil para la vida práctica,
hereda el de Séneca y Epicuro, con la ventaja respecto de los
antiguos de ser una voz más cercana: la del europeo recién nacido,
del cual descendemos y que en buena parte aún somos. Si Montaigne
nos resulta cercano es por su defensa del individualismo y culto a
la singularidad —"La cosa más importante del mundo es saber
ser uno mismo" (I,38)—, razón por la cual el siglo XVII
criticó su actitud, tildándola de egoísta, y el XVIII no la
entendió. Serán las Confesiones (1782-1789) de Rousseau las que
iniciarán el interés por la intimidad, que se afianza con el
período romántico y culmina en el Modernismo. A pesar del
calificativo de "egoísta" con que Pascal calificó a Montaigne, si
hay una palabra que defina bien al autor es egotista (2) por su
afán de explorar la identidad humana para hacerla comprensible:
"Estúdiome más que cualquier otro tema. Es mi metafísica y mi
física" (III,13). Su método no es otro que inclinarse primero a
entender su caso para, una vez logrado, poder ir a la búsqueda de
un principio más general aplicable a todos. No se trata de
arrepentirse de los propios extravíos ante Dios —como San
Agustín—, ni de convertirse en modelo de una actitud moral
—caso de Séneca—; Montaigne busca hablar de sí mismo
por sí mismo para conocerse, ignorando los juicios de valor y la
tutela moral: "Los demás educan y forman al hombre, yo lo cuento"
(I,2). Ayudado de unas andas —la ética y el estudio de la
conducta y el carácter—, este autor no pretende una
transformación de su ser que sirva de ejemplo, ni redactar un
manual de autoayuda para desorientados; sino asumir la propia
realidad de forma absoluta mediante la introspección y el
reconocimiento del yo —"Esto no es mi doctrina, sino mi
estudio; y no es la lección de otros, es la mía" (II,6)—;
porque, a su entender, el primer deber moral consiste en ser uno
mismo, saber vivir en sí y para sí, ya que hacerlo es la mejor
manera de ayudar a la Humanidad: "La principal tarea que cada cual
tiene es su propia conducta; y para eso estamos aquí". (III,10).
Dado que no es posible ni aconsejable cambiar nuestra naturaleza,
no sirve criticar a un semejante; en consecuencia, Montaigne
desarrolla una ética o regla de vida, "la ciencia que trata del
conocimiento de mí mismo, que me instruye para vivir y morir bien",
cuyo objetivo es aprender a disfrutar de una existencia plena,
natural, y de una muerte aceptada y digna; no en vano "El que
aprende a morir, aprende a no servir. El saber morir nos libera de
toda atadura y coacción" (I,20).
Desde la
infancia,Montaigne fue consciente de que sólo en sí mismo podría
hallar respuesta y consuelo a la ardua tarea de vivir. Su padre le
procuró una exquisita educación —según principios
erasmistas— con la que aprendió a cultivar su espíritu, con
independencia de opinión y sin prejuicios. A los tres años fue
confiado a un preceptor alemán, que se dirigía a él en latín, y,
hasta los seis, vivió una infancia marcada por la libertad, la cual
terminó abruptamente con su ingreso en la escuela y sus
imposiciones: el aprendizaje del francés, una pedagogía religiosa y
la filosofía escolástica: "Los maestros no cesan de gritarnos en
los oídos como si vertieran agua en un embudo, y nuestro cometido
se limita a repetir lo que nos han dicho", pero "saber de memoria
es no saber" (I,25). Hombre de pocas relaciones —"soy animal
de compañía y no de tropa" (III,3)—, conoció en el Parlamento
de Burdeos a su gran amigo Étienne de La Boètie, personaje decisivo
tanto en lo personal como en lo literario: "Esa amistad [...] que
Dios ha querido tan entera y perfecta [...] ¿es mucho si la fortuna
la logra una vez en tres siglos?" (I,28). Sus diálogos fueron para
Montaigne método de conocimiento socrático —"El ejercicio más
fructífero y natural de nuestro espíritu es, a mi entender, la
conversación " (III,8)— y su temprana muerte, en 1563, le
hizo descubrir la soledad y la certeza de no poder hallar en nadie
—salvo en sí mismo— apoyo para sus reflexiones. Sin la
voz de La Boètie, pero con la herencia de sus libros, Montaigne
elige permanecer en su biblioteca hablando consigo mismo y con los
textos, actitud que heredará Quevedo: "con pocos pero doctos libros
juntos, / vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis
ojos a los muertos" (Quevedo, 1995:103). Sus interlocutores serán
Platón, Epicuro, Séneca, Plutarco, Lucrecio..., cuyas sentencias
Montaigne hará grabar en el techo de su biblioteca —como
homenaje a sus maestros— e incluirá en sus escritos, por
centenares y hábilmente modificadas: "Platón cita a menudo este
gran precepto: Realiza tus propios actos y conócete" (I,2).
Consciente de la fragilidad humana por su reiterada experiencia con
la muerte (las guerras, la peste, la pérdida de padre, de sus cinco
hijos y de su amigo), Montaigne se aleja de la vida social y, a los
38 años, abandona sus cargos públicos para retirarse al castillo
familiar del Périgord, donde dedicarse a leer y gozar de una
existencia sencilla. Allí escribirá los Essais, cuya primera
edición aparece en Burdeos,1580; y, una década después, la
definitiva, 1588.
Defensor
del pensamiento individual y libre frente a la imposición de credos
e ideologías, Montaigne rechazó doctrinas e indagó en el propio yo
sin apoyos: "prefiero forjar mi alma que amueblarla" (III,3). No
trató de prescribir reglas, sino de poner ejemplos de cómo
procuraba liberarse de todo aquello que pudiera limitarle: la
vanidad, el miedo, el dinero, los fanatismos... Humanista
convencido de la superioridad de los valores clásicos, no es de
extrañar que la Iglesia incluyera su obra en el índice de libros
prohibidos en 1676, por entender que ofrecía argumentos para una
revolución secular con su defensa del hedonismo, del culto a la
individualidad y a la libertad desde una mirada escéptica y
relativista. Mientras Calvino o los nuncios proclamaban: "sabemos
la verdad", Montaigne se preguntaba: "Qué sé yo?"; si aquellos
pretendían imponer cómo vivir, su consejo era: "¡Pensad vuestros
propios pensamientos, no los míos! ¡No me sigáis ciegamente,
permaneced libres!" (I,27; III,2). En suma, para Montaigne,
analizar la propia idiosincrasia conlleva alejarse de los dogmas y
mostrarse escéptico ante nuestro saber: "no garantizo más certeza
en lo que digo sino que es lo que entonces tenía en mi pensamiento,
pensamiento tumultuario y vacilante. Hablo de todo platicando, no
asegurando". (III,11); de ahí la divisa que mandó grabar en su
medalla: Que sais-je?
Del
"conócete a ti mismo" a la exhibición de yo
Montaigne explicita la finalidad de sus Essais: "Hace varios años
que soy yo el único objetivo de mis pensamientos, que no analizo y
estudio más que mi propia persona; y si estudio otra cosa, es para
aplicarla al pronto sobre mí, o mejor dicho, aplicármela a mí".
(II,6). Al descubrir sus gustos y opiniones, el gascón distingue al
individuo público (un gentilhombre del XVI) del privado: "El
alcalde y Montaigne siempre fueron dos, con harto clara
separación". (III,10). "No escribo mis acciones, me escribo yo, mi
esencia" (II,6). Hacerlo le permite poder dar una visión plena de
sí: "yo soy el primero en dar a conocer mi ser total, en mostrarme
como Michel de Montaigne, no como gramático, o poeta, o
jurisconsulto". (I,2). Tras reflexionar sobre su persona e
interesarse por lo que le diferencia de los demás —su ser
único—, Montaigne busca el elemento común que le asemeja a
otros —su dimensión universal—, dando una acertada
radiografía de la naturaleza humana; no en vano "cada hombre
comporta la forma entera de la condición humana" (III,2).
El ser
humano retratado por Montaigne muestra su miseria, su vanidad, sus
miedos, pero también su dignidad —"Si se mirasen los demás
atentamente como yo, hallaríanse, como yo, llenos de inanidad y
necedad" (III,9)—; pues somos una suma de tradiciones,
creencias y pensamientos heredados —"Las leyes de la
conciencia, que nosotros decimos nacer de la naturaleza, nacen de
la costumbre" (I,23); "Me casé, es verdad; pero no fui al
matrimonio; me llevaron" (III,3); "no sotros no vamos; nos
arrastran" (II,1)—; y, sobre todo, somos fluctuantes, y
contradictorios, por la inconstancia del yo, que el autor
ejemplifica en sí mismo:
Todas
las contradicciones se dan en mí [...] Vergonzoso, insolente;
casto, lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado [...] y
cualquiera que se estudie bien atentamente hallará en sí mismo, e
incluso en su propio entendimiento, esta volubilidad y
discordancia. (II,1).
Para
expresar el problema de la identidad cambiante de la persona a lo
largo del tiempo —"existe tanta diferencia entre uno y uno
mismo, como entre uno y los demás" (II,1)—, Montaigne elige
una forma espontánea, abierta y fluctuante, que intenta describir
con la palabra Essais: ‘ensayos’,
‘intentos’, ‘aproximaciones’; pero también
‘experiencias’. Montaigne concibe su libro como una
"marquetería mal unida" de muchas piezas —a semejanza de las
Obras morales de Plutarco— y reivindica su desorden como
rasgo de su libertad y "buena fe", pese a ser consciente de su
rareza: "Es libro único en el mundo y en su especie, de propósito
raro y extravagante". (II,8). Con todo, la "desorganización" se
debe, en parte, al modo de escribir los Ensayos: el autor pensaba
en voz alta y un secretario —existieron tres sucesivos—
tomaba nota del dictado; lo cual le permitió usar técnicas
modernas, como un entramado sin orden de materiales varios,
yuxtapuestos a modo de collage (fragmentos narrativos, citas,
reflexiones, anécdotas históricas, impresiones personales...),
unidos por asociación libre y en una constante acronía...—.
Los 107 Ensayos sorprenden precisamente por su variedad y por los
contrastes que contienen, siendo el yo del autor lo que asegura la
unidad del conjunto. Si los más breves son anotaciones de lectura
de una o dos páginas, otros suponen auténticos ensayos filosóficos,
de inspiración estoica o escéptica —Apología de Raimundo
Sibunde (II,12)—, con abundantes confidencias personales
—Sobre la vanidad (III,9); Sobre la experiencia
(III,13)— que abogan por la tolerancia: ni rebeldía ni
pasión, sólo estoicismo —"mi deseo es pasar dulcemente y no
laboriosamente lo que me resta de vida" (III,9)—. En cuanto
al estilo, Montaigne prefiere un discurso conversacional: "Me gusta
el andar poético, a saltos y a brincos" (III,9) al ordenado y
metódico; así como una prosa abigarrada y diversa, a la
erudita.
De todas
las técnicas, sus mejores hallazgos son la subjetividad, el tono
testimonial y el descubrimiento literario de la función del yo;
pues escribir es una forma de mantener un registro fiel de uno
mismo a cada instante, acechando la conducta presente, no los
recuerdos del pasado, para tomar conciencia y asumir la
transformación con relativismo —"No pinto el ser. Pinto el
paso: no el paso de una edad a otra, [...] sino día a día, minuto a
minuto". (I,2)—; de ahí la necesidad de adecuar la dinámica
de la escritura a la de su yo: "Mi estilo y mi mente vagabundean
igual" (III,9). Así, la primera versión de los Essais revela al
Montaigne auténtico que quiere conocerse; la última, aquel que
necesita mostrar al mundo cómo es. Tras diez años de retiro, el
autor cierra una etapa e inicia otra a sus 48 años, cuando la fama
lo convierte en escritor y decide escribir para los demás. Comienza
entonces un viaje que durará 17 meses, un tercer volumen y a
corregir el conjunto de sus ensayos; prueba de que su discurso es
una meditación en proceso que no aspira a cerrarse tras un
resultado.
Azorín y
el maestro Montaigne
Relacionar a Azorín con Montaigne es ya un lugar común para la
crítica especializada; en concreto la admiración del alicantino por
el gascón —su modelo vital— cuyas ideas estoicas,
epicúreas y escépticas cristalizan en una filosofía de vida y se
traducen en una conducta y ética particulares: "yo amo a este gran
filósofo por estas cosas: Montaigne representa la concepción
ondulante, flexible, circunstante, contingente de la vida"
(Martínez Ruiz, 1992: 176). Azorín confiesa identificarse con el
pensador francés —a cuya sombra es un "pequeño
filósofo"—, fundiendo como él literatura y biografía; binomio
que se evidencia en sus novelas (La voluntad, Antonio Azorín y Las
confesiones de un pequeño filósofo); en sus artículos de periódico,
protagonizados por el mismo yo narrativo ("Los buenos maestros:
Montaigne", Helios, oct. 1904); en los textos personales (Memorias
inmemoriales) o en aquellas obras donde analiza la creación
literaria como un quehacer más del personaje (Capricho). No parece
azar que el mencionado artículo de 1904 fuera el último que el
autor firmase como "J. Martínez Ruiz" y no con el pseudónimo
"Azorín", que ya había empezado a usar ese mismo año. En sus
Memorias, el escritor quiere hablar de lo que ha sido; pero de lo
que ha sido ¿quién?:
"Soy
otro, soy otro". O sea: antaño fui un hombre escritor llamado
"Ariman" y "Cándido", luego otro hombre escritor que firmaba sus
obras con el nombre de José Martínez Ruiz, y después otro, Antonio
Azorín, y poco más tarde otro, Azorín a secas, y ahora otro que ya
no sé si es ese mismo Azorín en trance de envejecer...[Valencia,
1941].
La tesis
azoriniana no plantea que con el paso del tiempo "somos otros",
sino que "somos de otro modo" (Laín Entralgo, 1974: 40-41),
mezclando la realidad y el deseo. El alicantino no pretende hablar
de uno, sino de todos y de ninguno: del hombre múltiple que quiso
ser, al modo de los heterónimos de Pessoa y los complementarios de
Machado. En suma, Azorín y Montaigne analizan sus inclinaciones
personales y se afanan por retratarse en su constante evolución,
viéndose con objetividad, a la vez que recreándose con la
imaginación; lectores voraces en su paraíso libresco, pero también
alquimistas escuchándose vivir para transmutar su experiencia en
escritura.
Todas
las novelas de Azorín tienen el aire de autobiografías (se han
calificado de egopeyas) por la condición de los personajes, puras
variaciones de la etopeya del autor. Aunque se afirma que Martínez
Ruiz es uno de los autores más autobiográficos, por incluir siempre
materiales personales en sus escritos, en ellos no muestra al
hombre con sus sentimientos; sino al novelista, no en vano, en sus
Memorias, el alicantino reconoce: "el subjetivismo de sus primeros
años de escritor —el uso del yo que tanto se le
reprochaba— era cosa encimera y que lo más recóndito y
personal continuaba escondido." ["Otras influencias ", Memorias].
Incluso busca distanciarse del que fue hablando de sí mismo en
tercera persona: "Y en estas cuartillas me propongo escribir de los
gestos y dichos de X." ["Nadie", Memorias]. Lo mismo sucede en los
Essais, donde, pese a la interminable referencia a gustos,
costumbres e ideas de Montaigne, se advierten verdaderas lagunas
para el conocimiento de su personalidad, oculta tras el velo sutil
del autobiografismo.
Aunque
se ha dicho que dicha estrategia suple la falta de fantasía en los
relatos del alicantino, lo cierto es que plantea un recurso muy
actual en sus tentativas para crear una nueva novela: el uso
distorsionado de los propios recuerdos como materia literaria. "La
vida no es lo que uno vivió, es lo que uno recuerda", sentencia
García Márquez en la primera línea de sus memorias Vivir para
contarla (2002). Lo cierto es que en los siglos XX-XXI se impondrá
una variante de la autobiografía —la autoficción— que
funde lo biográfico con la narrativa al identificar el nombre del
protagonista con el del autor, que busca así reinventarse (Alberca,
2007), caso de C. Martín Gaite, J.Marías, J. Llamazares, J. Cercas,
A. Muñoz Molina o E. Vila-Matas... Mucho antes que ellos, en 1904,
José Martínez Ruiz se convierte en personaje al firmar sus trabajos
con el apellido de su ente de ficción, "Azorín", un joven rebelde y
anarquista, como él, cuyo mentor (Yuste) encarna las ideas del
alcalde de Burdeos: "Y como Azorín viese que se iba poniendo triste
y que el escepticismo amable del amigo Montaigne era, amable y
todo, un violento nihilismo, dejó el libro y se dispuso a ir a ver
al maestro, que era como salir de un hoyo para caer en una fosa".
No extraña que su evolución le lleve a convertirse en un
intelectual resignado y contemplativo como el perigordino, a quien
cita y parafrasea: "Ahora Azorín lee a Montaigne. Este hombre que
era un solitario y un raro, como él, le encanta". (La voluntad,
I,7).
Algún
crítico ha puntualizado que Azorín no leía a Montaigne, sino a uno
de sus descendientes más lúcidos, La Rochefoucauld. Lo cierto es
que lo leía de joven diariamente: "Todas las tardes la filosofía de
Montaigne iba entrando en mí..." y de adulto: "Montaigne ha pasado
también en mi espíritu; dejó su sedimento", "Yo no leo a Montaigne;
lo releo por tercera, por cuarta, por quinta, por sexta vez. Pocos
filósofos hay que puedan soportar esta prueba". (Campos, 1964: 138
y Martínez Ruiz, 1970: 126). Con su habitual laconismo, Martínez
Ruiz no anotaba al margen sugerencias o dudas; sino que se limitaba
a marcar con lápiz la frase o párrafo de su interés. Los elegía de
diversos colores (azul, verde, rojo y marrón) para destacar
conceptos a los que regresar en lecturas posteriores: "Abro ahora
el libro y voy buscando, por entre las múltiples señales hechas con
lápices de colores, los pasajes en que el maestro escribe sobre
este trance terrible..." (Martínez Ruiz, 1948:70). Algo parecido
hacía Montaigne respecto de las ediciones que manejaba de autores
clásicos, cuyas frases subrayaba, además de anotar al margen sus
comentarios y la fecha de sus impresiones. Varias tratan del
conocimiento propio a través del acto de escribir, y es el hecho de
compartir dicho objetivo y verlo desarrollado por Montaigne de
manera brillante, lo que explica el trato de maestro que el
alicantino le dispensa.
La
edición de Martínez Ruiz —de los hermanos Didot, encuadernada
en piel, en cuatro volúmenes de pequeño formato, hoy conservada en
la casa-Museo de Azorín en Monóvar— fue su texto de cabecera,
por cuanto lo menciona en entrevistas: "El Montaigne que yo leía en
el Bélix —aquí lo tengo— es el publicado en 1802 por
Fermín y Pedro Didot, en cuatro tomitos [...] ahora mismo acabo de
hojear a Montaigne en la misma edición" (Campos, 1964: 133 y 159).
Es el ejemplar que aparece en sus novelas como preciado equipaje de
su protagonista, el mismo que nosotros hemos manejado (3):
"... en
la maleta va colocando unas camisas de finísimo hilo, unos
calzoncillos, unos calcetines, unos pañuelos —cuatro tomitos
impresos por Didot, limpiamente, en el año 1802—.Azorín los
pasa, los repasa, los acaricia, los abre al azar". [Antonio Azorín,
II, 21].
El
estilo Azorín: el estilo de los Essais
Es
innegable la tendencia de Azorín a la introspección y a la forma de
un ficticio diario como estrategia literaria desde sus inicios: en
artículos —Charivari, crítica discordante (1897)—;
cuentos —"Fragmentos de un diario", Bohemia (1897) o
Soledades (1898)—; y primeras novelas: Diario de un enfermo
(1901) y La voluntad (1902). La afición de este autor por crear
obras literarias donde la ficción se mezcla con los rasgos propios
del diario —anotando una biografía de lo sentido más que de
lo sucedido—, la racionalidad del ensayo y lo fragmentario
del artículo de periódico acabará por conformar su estilo. El
diario le permitirá dar respuesta a un problema acuciante, sufrido
también por Montaigne, Larra, Amiel o Unamuno: la identidad del ser
dividido entre su vida pública y privada, la del
escritor-periodista frente a la del sujeto en crisis que se
analiza: "El yo agresivo se enfrenta con el mí contemplativo y el
ser está dividido sin esperanza y reducido al papel de espectador
de su propia existencia" (La voluntad, I,25). El escritor
proyectará dicha escisión en los personajes al registrar tanto sus
acciones como sus confidencias. Las anotaciones en un diario
ofrecerán a Azorín, además de la autenticidad perseguida, una
alternativa formal novedosa para el nuevo concepto de novela que se
busca hacia 1900: cronología discontinua, tono confesional e
intimista, uso de la primera persona narrativa, bosquejo breve,
yuxtaposición de contenidos, lengua conversacional, relativismo en
el punto de vista (visible en las soluciones provisionales y
finales abiertos), mirada contemplativa, sucesos cotidianos,
descripciones pictóricas, tempo lento, impresionismo, sensaciones,
matices, silencios..., rasgos distintivos de lo que se ha dado en
llamar estilo Azorín.
Hallada
la fórmula, el novelista creará sus obras repitiendo un número
parecido (30-40) de unidades breves y autónomas de la misma
extensión, a modo de cuadros o piezas heterogéneas más que
capítulos de un conjunto, que suman: anécdotas, artículos
periodísticos, párrafos de otros libros, circulares políticas... De
este modo se quiere trasladar a la forma lingüística cada estado de
ánimo e impresión, sin vínculos lógicos ni enlaces (frases
yuxtapuestas), en una suerte de "impresionismo " novelesco, cuyo
efecto es el de un estilo estático, repetitivo y cortado.
Si el
francés experimentó o "ensayó" una forma para sus escritos
autobiográficos, otro tanto hizo Martínez Ruiz a partir de los
Essais, caso de un relato de 1942 que inicia así: "He puesto ya en
una cuartilla las palabras decisivas El escritor. Ese es el título
de la novela". (Martínez Ruiz, 1942:20) A pesar de haber
explicitado el género, la lectura de sus páginas no lo confirma; es
más, la editorial Espasa publicó en Argentina las tres primeras
ediciones de la obra en la serie verde de ensayo. Sólo en la
cuarta, y por indicación de su autor, fue traspasada a la serie
azul de narrativa. De forma similar, la siguiente —Capricho,
1943— empieza con esta reflexión: "El autor por capricho (4)
tiene este libro. [...] Novela o lo que sea. Novela o circunspectas
confidencias" (Martínez Ruiz, 1943: 9), lo cual nos lleva al punto
crucial que anunciábamos: los límites entre escritura
autobiográfica y obra de ficción.
Si la
autobiografía es el relato retrospectivo en prosa que una persona
real hace de su existencia —vida individual e historia de su
personalidad, identificando al autor con el narrador y el personaje
descrito—, no hay mucha diferencia entre lo autobiográfico y
las novelas de Azorín; cuyo interés no es la historia anecdótica
del personaje descrito —la suya—, sino la
autoconciencia de un yo que quiere entenderse, recreando vivencias
e intentando dar coherencia intelectual a la propia vida, aún en
proceso. Así empieza la novela Las confesiones de un pequeño
filósofo (1904): "Yo no quiero ser dogmático y hierático; y para
lograr que caiga sobre el papel, y el lector la reciba, una
sensación ondulante, flexible, ingenua de mi vida pasada, yo tomaré
entre mis recuerdos algunas notas vivaces e inconexas —como
lo es la realidad—."
Tanto el
autorretrato impresionista de las Memorias y novelas de Azorín,
como la autobiografía sin entramado de los Essais de Montaigne
suponen un intento de conocerse a través de la escritura. Aunque
ambos escritores acaben mostrándose en parte, y en parte,
reinventándose, ello no anula la herencia socrática que el francés
lega a la modernidad y palpita en Azorín: la necesidad de
conocerse, a pesar de la esencia evanescente y proteica del yo. Un
siglo después, la búsqueda continúa, aunque los novelistas actuales
no quieran ver la imagen que les devuelve el espejo de la página
escrita y decidan inventar su propio reflejo.
Bibliografía citada
ALBERCA,
M. de: El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la
autoficción, Madrid, Biblioteca Nueva, 2007.
CAMPOS,
J: Conversaciones con Azorín, Madrid, Taurus, 1964, p. 138.
LAÍN
ENTRALGO, P.: "Azorín: el mismo, pero de otro modo", Revista de
Occidente, núm. 133, abril de 1974, pp. 40-41.
MARTÍNEZ
RUIZ, J.: Capricho, Madrid, Austral, 1943, p. 9.
—
El escritor, Madrid, Austral, 1942, p. 20.
—
Política y literatura: Fantasías y devaneos, O.C., IV, Madrid,
1948, p. 70.
—
"Las ideas de Montaigne", Tiempos y cosas, Madrid, Salvat, 1970, p.
126.
—
"Los buenos maestros: Montaigne", Artículos anarquistas, Barcelona,
Lumen, 1992, p. 176. (ed. J. M. Valverde).
QUEVEDO,
Desde la Torre, Poemas morales, Poesía completa I, Madrid, Turner,
1995, p. 103 (ed. J. M. Blecua).
M. E.
G.—UNIVERSITAT DE GIRONA
|