"... es
evidente que en Madrid se vive demasiado en el café..." (Clarín,
1886: 19).
A lo
largo de los últimos decenios ha tenido lugar -y
perdóneseme la simplicidad de estos párrafos
iniciales- el progresivo declive de dos corrientes
hegemónicas en la crítica del siglo XX, aun cuando sería temerario
rechazar algunos de sus logros más útiles: el formalismo a
ultranza, con sus derivaciones estructuralistas, tan extremosas, y,
frente a él, un sociologismo de cariz positivista o marxista. El
primero, obstinado en alejar el texto literario de cualquier
escenario autorial o histórico. El segundo, reduciendo la obra
artística a mero documento, ausente no pocas veces el más mínimo
asomo de expresividad autorreferencial. De acuerdo con Emil Volek,
el formalismo juzgaba un poema, una novela como textos
autosuficientes que flotan en un vacío ajeno a la Historia, y cuyos
resortes estilísticos estarían "ensamblados mecánicamente tal como
lo están las partes funcionales" de un automóvil (1992: 21).
Mientras, por otro lado, y en palabras ahora de H. R. Jauss, la
crítica marxista apenas pudo superar la reducción de la obra de
arte "a una mera función reproductora", si bien a la larga algunas
voces discordantes no pudieran ocultar el "carácter formador de
(auto)realidad del arte" (2000: 148).
Con el
actual cuestionamiento de esos dos presupuestos el texto ha
retornado a la vida (y al autor), no por la vía de la abstracción,
sino resaltando, al contrario, el juego convivencial entre ambas
partes, con sus múltiples acciones y reacciones. En este sentido
algunas ideas que vieron la luz en la primera mitad del siglo XX (y
que, por su heterodoxia, no lograron fácilmente abrirse camino)
inspiran con fuerza la teoría literaria de estos últimos tiempos:
tal ocurre con Mijail Bajtin, su discípulo Valentin N. Voloshinov o
Boris Eichenbaum, entre otros críticos no menos valiosos.
Recuérdese la tan fértil noción de las contigüidades, o vecindades
del primero, y el acento puesto por Eichenbaum en la
"correspondencia ", o "interacción", entre lo artístico y "los
hechos exteriores", algunos de ellos parte sustancial en el
trajinar cotidiano del escritor (Volek, 1992: 245). Pero no menos
destacables son las ideas de Voloshinov acerca de los engarces
entre la literatura y la realidad, una realidad que penetra en el
texto, fecundándolo por medio de la parole o habla viva. Así lo
abona esta cita, vieja en años pero rica aún en sugerencias:
Donde el
análisis lingüístico ve sólo las palabras y las interrelaciones
entre sus aspectos abstractos (fonéticos, morfológicos,
sintácticos, etc.), la percepción artística viva y el análisis
sociológico concreto descubren las relaciones entre personas, sólo
reflejados y fijados en el material verbal. El discurso es un
esqueleto que se cubre de carne viva en el proceso de la percepción
artística y, por lo tanto, sólo en el proceso de la comunicación
social viva (Volek, 1995: 217).
El arte
de la conversación
Palabra
carnal; seres humanos hablando entre sí; comunicación espontánea;
percepción artística no menos nerviosa, etc. Tales enunciados nos
invitan a estudiar dichas interrelaciones entre el existir, el
convivir y el escribir que, en buena medida, pueden plasmarse en
este hecho plural, y tan ruidoso, que conocemos como la vieja
academia, el círculo, el salón, el cenáculo, el café, el bar, el
club, el mentidero, el corrillo, el pub y hoy -en
plena era cibernética- el blog, la charla entre
internautas que supera las barreras físicas y se derrama por todo
el planeta: por ejemplo, el recién inaugurado blog literario La
nave de los locos, de Fernando Valls. La clásica tertulia, en
ocasiones tan hermética, parece por tanto internacionalizarse,
abierta como está a los cuatro vientos electrónicos, aun cuando en
este caso sea a medias tertulia y escritura epistolar, pues, como
exponía un tratadista del siglo XIX, "No es más una carta que una
conversación entre personas ausentes; por lo mismo la elocuencia
correspondiente a ésta, debe ser la que caracterice a aquélla; esto
es, el mismo estilo que se usa cuando se habla" (J. M., 1858: 5).
En suma, el arte de la conversación inserto en la vida que fluye,
líquida e incontenible: la tertulia, sí, personaje central de este
número de ÍNSULA.
No
escasean los lienzos que recogen algunas famosas tertulias, esas
figuras oscilantes, vibrátiles tan características, repitámoslo,
del hecho literario más vivaz, desplegando sus humildes
convenciones, el gesto huidizo, la efímera tensión dialogal, a
diferencia de la gran liturgia (un tanto congelada) más propia de
la moderna Academia y sus canónigos: el epicentro, en este caso,
del poder cultural. Acude veloz a nuestra memoria el cuadro de J.
Gutiérrez Solana, La tertulia del café Pombo, cenáculo que, casi
resulta ocioso recordarlo, gobernó Ramón Gómez de la Serna. Pero
trasladémonos a las letras inglesas para hacer hincapié en el óleo
de Vanessa Bell The Memoir Club -tal era el nombre de
la tertulia-, compuesto hacia 1943, y en el que asoma
buena parte del Círculo de Bloomsbury en reposado coloquio: Leonard
Woolf, E. M. Forster, Duncan Grant, Maynard y Lydia Keynes,
mientras los contertulios fallecidos están representados en los
retratos que cuelgan en una pared, entre ellos Virginia Woolf y
Lytton Strachey. Una Conversation Piece, a no dudarlo, que refleja
la gestualidad flemática, el elegante desaliño, la palabra saliendo
de los labios entre bisbiseos, con aquella indolencia tan típica de
las élites anglosajonas del pasado siglo: acaso lo más cercano al
Jardín de Epicuro. Una seña de identidad, en fin, que los
vendavales de la Historia habrán ya barrido y un tanto distinta a
las tertulias hispánicas, donde abundan las palabras atronadoras,
las frases que saltan como chasquidos -el sarcasmo
suplantando tantas veces a la ironía.
¿Es
posible hablar de una cierta institucionalización de la tertulia?
Y, en caso afirmativo, ¿cabría realizar el recuento de algunos
rasgos estables? Es decir, una fisonomía que se mantenga indeleble
con el paso del tiempo y de las lógicas mutaciones en la
convivencia de un pequeño círculo intelectual. Probablemente el
término institucionalización no sea el más idóneo, pese a que las
tertulias antes mencionadas -junto a otras que, en el
caso de las letras españolas, han mantenido su fuego largos
años- sean vistas como agrupaciones bien ajustadas,
con un discreto ramillete de fórmulas que los integrantes del grupo
han de respetar, fórmulas a menudo secretas, o sobreentendidas,
nunca expuestas ante la mirada ajena. Lo indecible, por cierto,
puede dibujar más fielmente, y por la vía negativa, la verdadera
faz de cada cenáculo o peña (quizá el término peña ofrezca hoy una
expresividad más bien festiva o lúdica).
"Encendíamos palabras"
Por otro
lado, y casi huelga recordarlo, siempre tiene lugar un proceso
selectivo en la aceptación de los posibles integrantes de la
tertulia, proceso a medias consciente e inconsciente: las
afinidades electivas juegan aquí un papel crucial. Unas mismas
ideas estéticas, políticas, sociales; una cierta igualación en la
edad y en la procedencia social; intereses profesionales
compartidos; tal vez unos gustos semejantes en la etiqueta de las
bebidas: en esta orquesta dirigida con mano firme
-pero comedida - por un maestro de
ceremonias no suele tolerarse las voces que desafinen en demasía...
J. M. Castellet ha confesado que, en sus años juveniles
-y tras salir de la universidad-, tuvo
bien claro el núcleo catalán del medio siglo el papel que jugaría
la "inteligencia selectiva" para, con ello, autoprotegerse al
máximo, pues
nuestro
grupo estaba rodeado de mucha gente y entre esa gente había poetas,
algunos bastante malos. No sé si atribuirlo al rigor que exigía
Manolo Sacristán, o a la no menor severidad de Gabriel Ferrater,
pero es evidente que hicimos una criba y si el grupo alcanzó a ser
homogéneo en tantos aspectos es porque valorábamos muy en
particular la inteligencia, palabra mágica para nosotros. Solíamos
decir en nuestras reuniones: fíjate, este ensayista o narrador es
inteligente, pero aquel poeta no lo es... Ahora bien esta
inteligencia debía estar acompañada, además, de una cierta
capacidad de seducción y brillantez. Los escritores que carecían de
tales cualidades eran excluidos con cierta crueldad de nuestras
tertulias y actividades editoriales.
Para
concluir Castellet que "esa arrogancia tan propia, además, de la
juventud era consecuencia de nuestra falta de maestros, viéndonos
forzados, por ello, a ser una generación por completo autodidacta:
de hecho, ejercíamos nosotros mismos de maestros, pasándonos
novelas, ensayos, poemas y discutiéndolos largamente
-de ahí, no lo olvides, nació la inspiración para
escribir La hora del lector-. Así, en estas tertulias
los comentarios que cada uno hacía, sobre todo si eran originales
-el último poeta inglés leído por Gil de Biedma,
pongo por caso- nos daban un sentido de la amistad y
de la coherencia como grupo que se está formando. Sí, la palabra
inteligencia era mágica: nos fascinaba más que la bondad, lo
reconozco" (Bonet, 18 de septiembre de 1990).
Esta
rememoración coincide con lo que comenta -en un plano
ahora académico- Ágnes Heller a propósito de las
tertulias, especialmente la tertulia juvenil: "una comunidad de
elección" que implica siempre una intensa "consciencia del
nosotros", y conciencia que alcanza aún mayor brío cuando se
comparte una "función común" (1977: 84 y 85). Todo eso (y volvemos
a Escuela de Barcelona) es perceptible en los siguientes versos de
Jaime Gil, versos que -a partir de un poderoso
apóstrofe- van deslizándose en forma de reguero
autobiográfico en unos tiempos juveniles orientados a construirse
una nueva mentalidad, en pugna con los cánones vigentes
entonces:
Mirad:
somos nosotros. Un destino condujo diestramente las horas, y brotó
la compañía. Llegaban noches. Al amor de ellas nosotros encendíamos
palabras, las palabras que luego abandonamos para subir a más:
empezamos a ser los compañeros que se conocen por encima de la voz
o de la seña (1959: 11).
La
tertulia, una abreviatura
Estos
versos (como el anterior testimonio de J. M. Castellet) invitan
nuevamente a reflexionar sobre los vínculos existentes entre
tertulia y juventud, o, hilando más fino, entre una tertulia y la
construcción de un grupo generacional: la misma Ágnes Heller
estudia cómo la creación de un círculo de amigos con creencias
afines implica, en mayor o menor medida, la "maduración de la
personalidad" de sus miembros (1977: 70). Y, con ello, la
solidificación de un foco intelectual que aspira, a menudo con
singular agresividad, a ocupar los núcleos de producción cultural
en un momento histórico, sobre todo cuando éste se halla inmerso en
honda crisis: los llamados "puntos límite de la Historia", según
expresión acuñada asimismo por la filósofa húngara (1977: 388).
Hecho curioso: medio siglo antes que Ágnes Heller reflexionara
sobre tales interacciones, ya Manuel Azaña en un agudísimo (y algo
cruel) ensayo sobre los escritores del 98 apuntó cómo éstos
activarían su propia identidad de grupo al coincidir su crisis de
crecimiento psicológico, o intelectual -el "conflicto
de la vocación"- con la crisis envolvente del
"desengaño ante la derrota" (1966, I: 557).
Ahora
bien, si el núcleo familiar puede considerarse como la
miniaturización de la sociedad, bien podrían ser la tertulia, el
círculo, una abreviatura de la propia comunidad literaria, con su
poder hegemónico y los contra-poderes que pugnan por sustituir al
primero para, de esa manera, hacerse una firma, amén de instaurar
nuevos valores culturales, frente a inercias ideológicas
(entienden) muy envejecidas: la forja, repitámoslo, de una nueva
mentalidad. En algunas de las más deslumbrantes páginas de La
novela de un literato, evoca Cansinos-Asséns cómo en el Madrid de
finales del XIX, y a resultas del desenlace de la guerra
hispano-americana, se extendió la miseria económica entre los
jóvenes. Tal hecho y en el terreno, ahora, de las letras, se
visualizaría en numerosas tertulias, corros y salones
-como el presidido por Carmen de
Burgos-, adonde iban a parar los desechos
intelectuales que malvivían en los bajos fondos de la ciudad.
Cenáculos en los que, además, las promesas aún en agraz se
mezclaban con escritores ya maduros, sumidos en el fracaso y el
alcohol. En resumidas cuentas, los "hampones literarios" que
anegaban las tabernas, los cafés, las vías públicas haciendo
tertulia alrededor de una mesa de pino, o formando corrillos por la
Puerta del Sol (1982, I: 111). Como, en fin, recuerda Cansinos-
Asséns,
La
Puerta del Sol era en aquel tiempo una especie de ágora donde
pululaban literatos bohemios y filósofos cínicos. Siempre, al
desembocar en ella, algún desconocido se destacaba de los grupos y
os saludaba y obligaba a deteneros. Formábanse allí corrillos
perennes, día y noche, y en unos se hablaba de política y en otros
de literatura.
-Son los antiguos mentideros -comentaba
Villaespesa. -Es el patio de Monipodio
-definía Bargiela-. De allí salían
aquellos individuos sucios y harapientos que os pedían un cigarro o
unas perras para tomar un vasito a cambio de unas lisonjas
hiperbólicas (1982, I: 110).
Estos
últimos renglones hacen hincapié en la dimensión sociológica de la
tertulia en el Madrid de entre siglos: la bohemia se daba la mano
con el hampa. Pero una aproximación más plástica
-resaltando determinados signos que conforman esos
cenáculos- podría también sernos muy útil,
situándonos ahora nuevamente en el espacio acotado de las élites.
En el año 1933, por ejemplo, Edmund Wilson reseñó el libro de
Gertrude Stein The Autobiography of Alice B. Toklas, en cuyas
páginas se habla de la vida amorosa y social de ambas mujeres y,
como telón de fondo, despunta bullicioso el París de las primeras
décadas del siglo XX. Le atrae en particular al gran cronista de la
Lost Generation el salón que presidió esta pareja en el 27 de la
rue de Fleurus, definiéndolo como "un organismo
artístico-social-intelectual ", organismo decisivo, añade, para la
implantación de las más osadas vanguardias en la Europa de aquellos
días. Y salón -concluye ahora con dejo
proustiano- donde Gertrude Stein imponía siempre su
vigorosa personalidad, un poco a la manera de madame Verdurin, pues
"Se tiene la impresión de que cuando sus protegidos (Matisse o
Hemingway) se trasladan a otro lugar, o dejan de necesitarla, ya no
puede creer en ellos tan firmemente " (1961: 575 y 576).
La
tertulia, un "mirador"
En dicha
cita el término crucial es organismo, palabra que delinea
claramente tanto el salón (espacio privado de la sociabilidad
cultural), como la tertulia, un ámbito ya más público de esa misma
sociabilidad. Si, en imagen de César González Ruano, es la tertulia
un "mirador", cabría muy bien apostillar que se trata del lugar
adonde nos trasladamos para ver y ser vistos, con la carga de
esnobismo que ello implica (Bonet Correa, 1987: 35). Y posiblemente
tal proceder no ande muy lejos de la descripción sobre las
conductas humanas en los recintos urbanos desarrollada por Lionel
Trilling en su ya clásico ensayo "Manners, Morals, and the Novel":
"¿Pertenezco? ¿Realmente pertenezco? ¿Y él, pertenece? " (1953:
204). En este espiarse unos a otros alrededor de una mesa, la frase
que centellea como una cuchilla entre el humo es, sin disputa, la
heroína de la reunión, pero no le van a la zaga el libro, la
revista que el contertulio muestra con gestos ostentosos, o asoman
astutamente del bolsillo de su chaqueta: hoy el Doctor Pasavento,
de E. Vila-Matas, El adversario, de Emmanuel Carrère, o el número
recién impreso del New York Review of Books. Y, treinta años atrás
(¿departiendo este mismo tertuliano, pero con más brío juvenil, en
el pub de moda de la barcelonesa calle Tuset?) Los últimos y los
primeros, de Ivy Compton-Burnett, Retahílas, de Carmen Martín
Gaite, y, por supuesto, la entrega aún fresca del New York Review
of Books...
Pero
cabe preguntarse ahora, situándonos en una perspectiva levemente
semiológica y recogiendo algún apunte anterior: ¿es la tertulia una
entidad cristalizada por entero, con un armazón fijo,
institucional, por reiterarlo una vez más? ¿Se trata, al contrario,
de un organismo más bien elástico, sin excesiva cohesión? Es
probable que lo segundo: en este caso (y soy consciente de la
desmesura del símil, casi propia de algún lienzo de Francis Bacon)
la tertulia sería algo parecido a un cuerpo cálido, asimétrico,
hinchado de roja vitalidad, que se encoge o se ensancha a cada
instante, respira, se aisla o entra en contacto con el resto del
espacio que lo rodea. Una cervecería, pongamos por caso: en el
Madrid de los primeros 1870, y en pleno hervor revolucionario, la
Cervecería Inglesa, donde se reunían "Los Asturianos", el grupo de
universitarios procedentes de Oviedo, entre ellos Leopoldo Alas, A.
Palacio Valdés, Eduardo Bustillo y Pepín Quevedo. Aprendices de
escritor en torno a una mesa de mármol y, rodeándolos, día tras
día, los mismos
grupos
negros de siempre; periodistas, políticos, literatos, bolsistas,
vagos y gente indefinible, vestidos todos casi lo mismo, afeitados
todos, sin salir de tres o cuatro tipos de corte de barba, todos
con ideas parecidas, con anhelos iguales; [...] servidos por
imperturbables camareros, usureros de la propina, pálidos también
[...] (Clarín, 1886: 17 y 19).
O el
taller de un artista: la altillo de la calle Montcada, en la
Barcelona de 1940, donde hacen tertulia una pandilla de
estudiantes, según documenta Carmen Laforet en Nada y que más
tarde, a la altura de 1949, y en Destino, logrará Ignacio Agustí
desvelar la identidad de alguno de ellos: por ejemplo, Ramón
Eugenio de Goicoechea, en su haber ya algún trabajo sobre Bécquer
por aquellas fechas tan tempranas. Aquí se adivina, sin la menor
duda, una atractiva muestra de esa aleación entre la realidad y la
literatura que constituye el eje de nuestro artículo... Y aleación
por partida doble: la literatura alude a la vida y ésta
reaparecerá, algún tiempo más tarde, en forma de prosa
periodística. Escribe y cita, en efecto, el autor de Mariona
Rebull, montando un pequeño collage entre su propio texto y el
texto de Laforet, tras referirse a unos "tiempos [...] tristes y
arrebatados":
"Aquí
tienes a Iturdiaga, Andrea... Este hombre acaba de llegar del
Monasterio de Veruela, donde ha pasado una semana siguiendo las
huellas de Bécquer...". Este Iturdiaga, el inolvidable personaje
que Carmen Laforet describe en Nada, seguidor de las huellas de
Bécquer, no es otro que [R. E. de] Goicoechea. "El más notable de
todos -dice Carmen Laforet, refiriéndose a Iturdiaga,
en el cenáculo de jóvenes artistas que frecuenta
Andrea- parecía ser Itudiaga. Hablaba con gestos
ampulosos y casi siempre gritando. Luego me enteré de que tenía
escrita una novela en cuatro tomos, pero no encontraba editor"
(Laforet, 1946: 159 y 160; Agustí, 1949: 14).
O una
librería: la del editor don Fernando Fe, en Madrid también, y en la
Carrera de San Jerónimo, a últimos del siglo XIX, donde se daba
cita la alta intelectualidad, hojeando las novedades recién
llegadas de París: la librería "más literaria" de la Villa, al
decir de Azorín (1941: 33). O una editorial: el Cuarto de los
Sabios, en Seix Barral, cuyos muros oyeron engolosinados el brillo
de tantas y tantas discusiones sostenidas entre algunas de las
figuras más punteras de la generación del medio siglo
-los Barral, Castellet, Ferrater, Gil de Biedma y J.
M. Valverde-. O asimismo un domicilio particular: la
tertulia presidida en su casa por J. V. Foix, en el barrio de
Sarrià, los domingos por la tarde y a la que asistí, siendo todavía
estudiante, en los primeros 1960 gracias al entrañable amigo Albert
Manent. En ella, y a diferencia de los cenáculos públicos, se
reunían gentes de diversas edades, mientras el creador de Gertrudis
reflexionaba en voz alta sobre los ismos europeos de entreguerras,
mostrándonos sus objets trouvés de las playas de la Costa Brava:
maderos fosilizados por el salitre, en forma de extrañas esculturas
abstractas; piedras con insólitas trazas humanas, pulimentadas con
el ir y venir del oleaje, mientras, por la ventana, se filtraba una
canción, entre melancólica y serena, de la bella Françoise Hardy.
O, por último, una revista: nuestra siempre joven ÍNSULA y las
tertulias pilotadas por José Luis Cano durante largo tiempo, en las
que solían aparecer escritores (Francisco Ayala, José Hierro,
Leopoldo de Luis, J. García Hortelano, entre otros) e hispanistas
de ambas orillas del Atlántico...
Aquel
olor a tabaco
Por lo
tanto una tertulia suele ser su espacio, o sea, el establecimiento
público donde se asienta y crece con el transcurrir de los años,
quedando por decirlo de algún modo acotada para siempre
-si seleccionamos, en este caso, un determinado lugar
de encuentro-. Así, el café Gijón y sus múltiples
peñas, evocadas por la pluma irónica de F. Fernán- Gómez: "nuestro
café, mi café, el café por antonomasia", diría este escritor,
cineasta y perenne contertulio (1995: 28). Al igual que en
Barcelona, y en la década de 1950, lo fuera El Turia, según
menciona ahora el inolvidable Lorenzo Gomis:
Este
café fue, por así decir, la tertulia de las tertulias, y por ella
pasaban jóvenes escritores de muy diversa ideología. Era la suma de
todos estos grupos juveniles que proliferaban por los distintos
bares y pisos de la ciudad, aglutinándolos y canalizando sus
aficiones literarias. En El Turia leyeron sus escritos gente como
Ana María Matute, Juan Goytisolo, yo mismo, Luis Carandell, José
Agustín Goytisolo, Carlos Barral, Julio Manegat, Juan Germán
Schroder y muchos otros amigos (Bonet, 27 de mayo de 1992).
Y tantos
otros establecimientos que, con giro metonímico, dan nombre a
importantes cenáculos: verbigracia, El Gato Negro; el Nuevo Café
Levante (donde reinaba Valle- Inclán); el Café Colonial (a medias
canalla y literario); Els Quatre Gats; el Lyon d'Or
o, por último, y en la actual Barcelona, la cafetería Oxford, cuya
tertulia conduce con gran calor Alberto Blecua, desde 1967, año de
su fundación. Pero prosiguiendo con esta aproximación casi
fisiológica de la tertulia, por medio de la recolección de unos
pocos signos materiales, no se olvide otra obviedad: tal organismo
emite sonidos, palabras sueltas o cruzadas, frases sin rematar,
gritos, risas, burlas, agudezas, esparciéndose todo ese ruido por
entre una neblina humosa. Así solía ocurrir en épocas no lejanas:
el olor a tabaco era otra seña indispensable en esas reuniones,
como lo es la mesa, la misma mesa siempre, fetiche a todas luces
innegociable. Y, a menudo, se murmura, se difama, extendiéndose
ahora entre los asistentes el amarillo del rencor o de la
rivalidad, lo que demuestra una vez más la guerra cultural que
suele tener lugar en el seno de la gran urbe. Núcleos ideológicos,
o generacionales, en pugna que, en ocasiones, comparten el mismo
café, cervecería o restaurante, pero respetándose las distancias
con el máximo celo: unas distancias mentales que se materializan en
los espacios físicos que separan una mesa de otra, pues cada
cenáculo suele marcar su territorio de manera bien ostensible. El
propio F. Fernán-Gómez rememora esas espaciosidades casi infinitas
existentes entre tertulia y tertulia en el ya citado Café
Gijón:
En el
Gran Café de Gijón apareció una tertulia distinta de la nuestra,
aunque también literaria. García Nieto advirtió un día que aquellos
que se sentaban no cerca del rincón en que lo hacíamos nosotros,
sino cerca de la barra, eran los jóvenes. [...]. Pero aquellos
recién llegados, que no querían nada con nosotros, o todo lo más
saludos a distancia, tenían diez años menos. Eran, efectivamente, y
con todo derecho, "los jóvenes" y nosotros habíamos dejado de serlo
(1998: 358).
Denso
murmullo de sofisterías
La
tertulia por tanto es (o era) un denso murmullo repleto de
sofisterías que florece, se esparce por entre la bruma azulosa del
tabaco y -no se olvide- logra
reinventarse una y mil veces a lo largo de sus sucesivas
convocatorias: tiene algo en común (si no resulta tampoco excesivo
ese paralelo) con la escritura ensayística, con su fragmentarismo,
sus sutiles incoherencias, sus paradojas, su fuerte
personalización, sus sabias inconclusiones que tanto repugnan a la
clerecía académica, como bien advirtió Adorno. Mas escritura que se
torna oral, se materializa, se vuelve carnal, se enciende, por
decirlo nuevamente con los símiles de Voloshinov y Jaime Gil. Si
bien no siempre ocurre eso, por lo menos en alguno de tales rasgos:
los más punzantes o belicosos. No se olvide que cuando una tertulia
se adentra por los territorios de la privacidad, puede
ocasionalmente alcanzar mayor placidez, moderándose un poco las
aristas del arte de la murmuración. F. Fernán-Gómez evocará con
efusión otra tertulia, la que tenía lugar en el domicilio de Edgar
Neville, casi una anti-tertulia, y cuyos protagonistas eran el
propio Edgar, Conchita Montes, Miguel Mihura, Mingote y Tono. Pocas
veces, comenta el autor de El viaje a ninguna parte, "se ha
producido una tertulia tan tranquila, tan candenciosa, tan sorda,
tan falta de alardes de ingenio -y tan sobrada de
serenidad- por parte de todos" (1995: 256). Sí, hasta
cierto punto una antitertulia: sosiego, color deliberadamente
grisáceo -a diferencia de los estallidos del rojo y
del amarillo-, delicadeza, palabras casi disueltas en
un largo susurrar...
Hasta
aquí estas notas sueltas a guisa de introducción al presente
monográfico, un monográfico donde se entrecruzan muy diversas
perspectivas tipológicas e historicistas sobre una materia a buen
seguro apasionante. Como habrá observado el lector, resulta muy
arduo definir con precisión los trazos más estables que configuran
ese fenómeno, tan fascinante, de la sociabilidad cultural llamado
tertulia, círculo, salón, cenáculo -y hoy, en plena
era de la "pluma electrónica", el blog o la bitácora virtual
(Ayerdhal, 2007: 9)-: cada posible definición
conlleva, pues, su réplica negadora. En parte porque tales
organismos no se avienen con la rigidez corporativa y exhiben, en
cambio, un armazón blando, poroso, que se reproduce sin más en
formas múltiples, dispares, nunca enteramente cristalizadas: casi
cabría hablar de un estado de ánimo que hipnotiza a todos sus
participantes. Es muy revelador, a ese respecto, que Vicente
Aleixandre le comente a J. L. Cano, en una vieja carta de 1944
-remitida desde su refugio de
Miraflores- que lo imagina, una vez más, en Madrid y
"Yendo al Gijón, que es tu pequeño vicio" (1986: 68). Fenómeno, por
otro lado, que está sin duda avivando la atención de los estudiosos
de la literatura y, vale reiterarlo, porque queda muy lejos el
tiempo en que se analizaba el hecho artístico desde una atalaya en
exceso formalista o, al contrario, exageradamente sociológica. Y
desdeñándose en ambos casos lo que hoy constituye una de las
tácticas dominantes en la nueva crítica: acercar el texto al vivir
cotidiano y a sus múltiples azares, evitando con ello caer en la
más gélida abstracción.
L.
B.-UNIVERSITAT DE BARCELONA
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