«Hierba
de soledad, palomas negras: he llegado, por fin; éste no es mi
lugar, pero he llegado.» Demasiada rotundidad en este cierre de un
poema de Libro del frío (1992) como para no intuir el peso de un
recorrido que es asumido por Antonio Gamoneda con plena y hasta
cierto punto lacerante conciencia de una quiebra vital. Creo, en
efecto, que su obra no puede ser sentida en toda su potencia
expresiva si no se concibe la escritura poética, y en especial la
del autor leonés, como un acto inquisitivo, como ordalías
solitarias en las que el poeta se enfrenta antes que a nada a sí
mismo. Trataré, pues, de recortar uno de los nudos que, a mi
juicio, sostienen en tensión el discurso del poeta: su vivencia de
lo impuro.
Conciencia de lo (im)puro
La
conciencia vigilante había adquirido tintes inusitados en un título
anterior, Descripción de la mentira (1977). Será difícil encontrar
una obra donde la revisión del pasado personal se plasme con la
intensidad con la que aparece en este libro, escrito
-como es bien sabido- tras un periodo de
silencio en el que Antonio Gamoneda atiende a sus obligaciones
profesionales y entra de lleno en la resistencia antifranquista.
Aunque puedan rastrearse muestras anteriores («Malos recuerdos», de
Blues Castellano), es éste el momento en el que la vivencia
asciende de manera desconocida, por apasionada y sugerente, en su
obra, y me atrevo a decir que en nuestra poesía contemporánea. Es
sustancial en este punto conceder toda credibilidad y trascendencia
al verso que sigue: «Vienen rostros sin proyectar sombra ni hacer
crujir la sencillez del aire» [173] (1). Si bien el YO parece
mantenerse en la órbita de una sola voz enunciativa, que convenimos
en llamar autor, las segundas personas a las que esa voz interpela
no son siempre las mismas: los amigos desaparecidos, el padre
ausente, la figura materna o la mujer compañera actúan de polos que
imantan la voz del poeta. La ascensión de figuras y voces recreadas
del pasado encontrará cauce en obras posteriores del poeta, pero,
en el caso de la más reciente, Cecilia (2004), tiene lugar una
proyección, pues será ahora la voz del poeta la que vaya
conformando el pasado de la niña como una presencia futura:
«Sueñas. // Tienes miedo de lo que no existe (...) // Yo
también tengo miedo de mi rostro que se va haciendo invisible.//
Cesa de soñar, o, mejor, sueña los rostros que están fuera de ti:
mírame» [501].
Señalaba
que Gamoneda retoma la creación poética a mediados de los setenta,
tras un período de lucha noble pero sin trascendencia social; y que
sale de aquel marasmo, más que purificado, mixtificado, serena y
dignamente impuro. El poeta insistirá una y otra vez en señalar «la
suciedad hirviendo dentro de mi alma» [186] y, sin pudor, en
aceptarla: «Huelo los testimonios de cuanto es sucio sobre la
tierra y no me reconcilio pero amo lo que ha quedado de nosotros»
[178]. Y esta aceptación es soportable sólo en la medida en que no
proviene de la traición, sino de la supervivencia en los dominios
de «un país sin verdad» [178] en el que «Nadie tenía razón ni
esperanza» [186]. La convivencia (incluso sin ser connivencia)
diaria con la injusticia mancha y perturba, pero, al menos en su
caso, no se mezcló con la sumisión innoble o ignominiosa: exigió
una resistencia fundamentalmente interior («Ciego en la
inmovilidad, como basalto dentro del basalto, me poseyó el olvido.
Éste fue mi descanso // Permanecí, permanecí, pero mi obra es la
retracción» [179]). De este modo, el poeta reconoce que «es una
historia horrible el silencio pero hay una salud que sucede a la
desesperación» [186]. No hay descanso en la aspiración a la
justicia, sino en la asunción profunda de la vida. El poeta, en
fin, relata un tiempo sin condiciones objetivas de verdad. ¿Quién
puede -me atrevo a interpretar- ser justo
en el horror, en la mentira? No puedo evitar en este punto
preguntarme si, además de la condición de duelo señalada por Casado
en su epílogo reciente a Esta luz, no existe una semilla de culpa
por haber resistido. ¿No siente el superviviente de los campos de
concentración cierto sentimiento de culpa por haber sobrevivido?
¿No nos preguntamos con frecuencia por qué son otros los que caen
segados por la enfermedad o la desgracia? ¿Soportar tanta ignominia
no implica un pacto con lo impuro de nosotros mismos? Sea como
fuere, el poeta muda de piel, deja atrás la juventud («La juventud
me ha abandonado en esta delación» [191]). Viejo y sabio, el poeta
suelta su lengua áspera y comprensiva, dulce y afilada. Es la voz
de la edad.
Así las
cosas, DM resulta un libro histórico, no ya por la naturaleza
temporal de sus iluminaciones, sino por la trascendencia y
oportunidad de su discurso. En nuestra poesía de posguerra se había
escuchado al poeta expósito, olvidado del Padre (el poeta
existencialista); también al poeta desposeído, que grita la
injusticia (el poeta social). De ambas figuras participó, aunque a
su modo personal, Antonio Gamoneda. Pero lo que el poeta leonés
traza como aportación original en DM tiene más que ver con el
concepto de superviviente, que, con distintos matices a los aquí
sugeridos, ha propuesto igualmente Miguel Casado. Así pues, la obra
poética de Gamoneda quedaría legítimamente ligada a la singularidad
histórica y artística de la literatura contemporánea al formar
parte de una de las constelaciones más insólitas y sugerentes de la
literatura del siglo pasado, la de los autores que han enraizado lo
mejor de su creación en la experiencia traumática de la
supervivencia: Primo Levi, René Char, Paul Celan o Nazim Hikmet (a
quien Gamoneda admira desde los tiempos de su Blues).
(Im)pureza y forma
Pero
volvamos sobre apreciaciones previas acerca de la materia temporal
y biográfica que nutre DM. Las «apariciones» mencionadas con
anterioridad (amigos suicidas, el padre muerto...) encuentran
plasmación adecuada en el ritmo del poema, que va ganando su paso
más personal en bloques delimitados por un silencio revelador.
Detengámonos en ello.
Al
inicio del largo poema que es DM el ritmo predominante es el del
verso libre en la modalidad del versículo. Pero los paralelismos
típicos del verso bíblico van cediendo y las unidades rítmicas
aumentan de extensión: se trata del verso mayor. Todo el extenso
poema discurrirá en esa frontera poco estable entre los llamados
géneros poético y narrativo. Distinción que el poeta siempre ha
discutido hasta borrarla de su discurso teórico y de su práctica
poética. La inestabilidad que aquí comentamos se resolverá
genialmente más adelante, en Libro del frío, y tras el trabajo
fructífero sobre materiales en prosa que había dado lugar a Lápidas
unos años antes.
Pero no
adelantemos acontecimientos. Regresemos a 1977, a DM y su ritmo «de
música gótica (...) como un gregoriano», según lo denomina
Ildefonso Rodríguez en su imprescindible ensayo acerca de las
músicas de Gamoneda. Nunca he respirado las pausas que separan sus
bloques como pausas versales clásicas. Frente a la inminencia y
tensión de la pausa sin inflexión descendente, que presagia la
entrada de un nuevo verso, siempre he preferido leer estos bloques
como enunciados que no esperan continuidad, que podrían desembocar
en posibles cierres (que luego sabemos puramente provisionales). De
ahí la fuerza que cobra el arranque de la nueva unidad, del nuevo
bloque. No leo DM como si se tratara de un poema fluyente,
imparable, desbocado. Así pudo sentirlo el autor, sin duda, y así
podrá verse en su totalidad; pero durante la lectura el discurso
parece estar a punto de clausurarse en cada pausa, para volver a
iniciarse tras un fundido. Desde este punto de vista, las pausas se
justifican en la medida en que se acompasan al ritmo de las
apariciones. Ritmo, pues, de oscuridades y repentinos deslumbres,
de silencio y de advenimientos irremediables, que busca la palabra
y donde, en cambio, los «labios pesan en las pausas ilícitas»
[215], provocando la morosidad de su particular desarrollo:
«Reconoced mi lentitud y el animal que sangra dulcemente dentro de
mi alma» [179].
Doy por
sentado que se trata de un modo de respiración, de corporeidad
recitativa, de oralidad. (Sí, oralidad, concepto que en nuestra
poesía contemporánea con frecuencia ha sido chatamente reducido a
coloquialismo.) Pero creo que este lenguaje, que el poeta ha
tildado como «enjundia de mi cuerpo» [188], resulta tanto de una
respiración como de la naturaleza
'visionaria' de la enunciación, en la que
el poeta se disuelve en un ser que espera el nuevo advenimiento
para, casi de corrido, recitar una visión (aquí retrospectiva,
hacia el pasado) amasada durante el silencio intermedio, pero que
no puede comprometerse a una continuación. De este modo, los
silencios son también expresión de un yo, esto es, testimonio y
signo poéticos, y no exclusivamente elementos métricos o retóricos.
Esos fundidos son intersticios donde se adivina al poeta que sólo
obtuvo consuelo en la retracción, es decir, al individuo que asumió
el silencio como un estado natural de resistencia; estado del que
viene y que, de algún modo, está aún en trámites de abandonar.
Este
espesor de los silencios será ya ingrediente ineludible del decir
gamonediano. Es bien sabido que su libro posterior, Lápidas (1987),
proviene de un trabajo sobre textos en prosa titulado Lapidario. De
nuevo Miguel Casado explora los procedimientos transformadores
puestos en juego durante esa experiencia alquímica (2001: 131-142).
Entre ellos se encuentra, cómo no, el aumento de pausas; la
inclusión del silencio como medida rítmica y tonal. Probablemente
sin saberlo, Gamoneda lleva hasta sus últimas consecuencias una
intuición de Jean-Paul Sartre: «Los silencios en la prosa son
poéticos en la que medida en que establecen límites» (2003: 66, n.
5). En la ya citada conversación con Ildefonso Rodríguez [78], el
propio poeta leonés reconoce a propósito de su posterior Libro del
frío: «hay una progresión de palabras que confiere límites».
He
comentado arriba que las vacilaciones entre el poema en prosa y el
versículo se mantenían en amplias porciones de DM. Lápidas (L), sin
embargo, se juega en el tablero del poema en prosa mediante un
trabajo sobre materiales primigeniamente narrativos. En Libro del
frío (LF), la resolución de esta trayectoria será implacable y de
una contundencia artística inédita. De nuevo las palabras del poeta
a Ildefonso Rodríguez nos ponen sobre la pista: «Quiero pensar que
de Descripción de la mentira al [por entonces] incompleto Libro del
frío he tendido una distancia. Que pudiera ser un fraseo distinto
del mismo discurso» [Ib.]. En efecto, la aleación de estos poemas
en prosa es de una calidad y originalidad superior, para mi gusto,
a la lograda en Descripción y Lápidas. Se trata, como en este
último, de un conjunto de poemas en prosa pero que encubren
estratos métricos más complejos y originales. Junto con la fuerza
de su visión y la precisión de su conciso imaginario, el autor nos
regala una síntesis rítmica que contribuye a hacer de LF una obra
indispensable de la poesía contemporánea en español. Para sostener
esta afirmación, me gustaría detenerme en uno de sus textos más
memorables:
Nuestros
cuerpos se comprenden cada vez más tristemente, pero yo amo esta
púrpura desolada.
Ah la
flor negra de los dormitorios, ah las pastillas del amanecer.
Es
fácilmente perceptible el rastro de la métrica tradicional: el
primer tramo del bloque inicial (hasta «...tristemente») se
apoya acentualmente sobre el mismo timbre vocálico, («Nuéstros
cuérpos se comprénden...); asimismo, la posición simétrica de
acentos permite la lectura de una pauta rítmica basada en cláusulas
tetrasilábicas con acento en penúltima: ooóo («Nuéstros cuerpos /
se comprenden / cada vez más / tristemente»); este mismo tramo
hasta la pausa intermedia puede ser partido en dos octosílabos y,
aún más, la segunda y última parte conforman un mecanismo bimembre
de dos endecasílabos. Sin embargo, el ritmo del poema no es, al
menos únicamente, el que establecen las formas acentuales y
silábicas, y esto es así porque tales procedimientos aparecen
integrados y, a la vez, relativizados por una jerarquía rítmica
superior que, sin borrarlos, los aprovecha sólo hasta cierta
medida. Así, estos recursos imantan las palabras del texto gracias
al trabajo sobre la materia fónica, pero no llegarán a condicionar
definitivamente el ritmo que el poeta entiende adecuado a su
dicción y a su propósito. En primer lugar, observemos la
participación de dos procedimientos compensatorios de los elementos
métricos clásicos arriba explicados:
a) Por
un lado, la ausencia de pausas versales tras las unidades de ocho y
once sílabas rompe la expectativa rítmica, pues la pausa versal
ordena, tensa y contribuye a identificar los decursos anterior y
posterior como unidades métricas;
b) por
otro lado, los versos endecasílabos no presentan un ritmo acentual
clásico, pues, si bien se encuentran cercanos a la variante sáfica,
se materializan extravagantes e infrecuentes al aceptar dos acentos
extrarrítmicos antes de la cuarta sílaba y no aparecer un acento
extrarrítmico después de ese eje silábico en el caso del segundo;
así, su continuación en series átonas de más de cuatro sílabas
desnaturaliza la percepción habitual de ambos endecasílabos, que se
nos ofrecen destensados, más cercanos al decir natural.
Estos
movimientos compensatorios facilitan el movimiento rítmico superior
del poema que no sería otro que la desproporción entre la extensa
parte primera y la inesperada concisión del movimiento final. Este
procedimiento ya había sido utilizado en DM, aunque sin la
participación crucial de la pausa intermedia dentro de un mismo
bloque. De alguna manera, podríamos decir que desde DM el poeta se
va desprendiendo de las pausas y va ganando silencios. Más allá de
las pausas versales, el doble silencio concede al texto un fluir
respirado y a la vez mental. En el poema que aquí nos ocupa, el
silencio intermedio provoca una expectación que apunta a una nueva
serie extensa y no a este remate emotivo y narrativamente recortado
por la ausencia de verbos y marcas de progresión discursiva («ah la
flor negra de los dormitorios, ah las pastillas del amanecer »).
Pareciera que el poeta abandonase el desarrollo que seguiría al
silencio para poner fin a un discurso que se le hubiera hecho
repentinamente inútil (o insoportablemente doloroso).
En pocas
ocasiones se habrá dado en un nuestra poesía una estratificación
rítmica en la que silabeo, tonicidad, respiración (por tanto,
oralidad) e inflexión mental se integren de forma tan contundente y
natural. Pruebe el lector a recitar el poema organizándolo en
unidades versales y omitiendo la pausa doble. Hallará no ya otro
ritmo, sino el desajuste notorio entre esa nueva escansión
imaginada (que se nos haría enérgica, vigorosamente juvenil) y la
melancólica aceptación del tiempo que destila el poema.
Trayectorias como la de Antonio Gamoneda contribuyen a cerrar un
círculo iniciado con las secuencias poéticas de la prosa litúrgica
(motetes, etc.) y la prosa cadenciosa («numerosa») de los
tratadistas, más allá, incluso, del medievo; al cabo, poesía y
prosa han ido cerrando el arco milenario gracias al acercamiento
iniciado por Whitman, Rimbaud, Laforgue..., y que en las
postrimerías del siglo veinte parece conocer cierres tan brillantes
como este Libro del frío. Cabría aquí subrayar el interés que ha
suscitado en Gamoneda la prosa medieval y clásica. Con justicia se
suele traer a colación la influencia de la poesía bíblica y de
Saint-John Perse como acicates de su incursión en formas cercanas a
la prosa, pero se olvida el interés del autor por La Celestina y la
obra de humanistas y viajeros del XVI. De ahí el proyecto que años
más tarde emprenderá en Libro de los venenos (1995), una singular
aventura de apropiación poética de la prosa expositiva del médico y
humanista segoviano Andrés de Laguna (2).
Definitivamente, todo apunta a que la impureza, la mixtificación es
para Antonio Gamoneda algo más que una perspectiva ética: cuaja,
asimismo, en un sentir estético que contribuye a difuminar los
límites genéricos establecidos en la medida en que el poeta
necesita una música propia, liminal, mixta (impura) para agrandar
su vislumbre poético.
Tal vez
lo expuesto hasta ahora nos permita aquilatar la armonización de
materiales de muy diverso origen y sólo en apariencia
incompatibles: el poeta del yo, del ingreso en sí mismo, del verso
respirado y del silencio que delata la humana oralidad del
discurso, es asimismo el poeta que siente sobre sí a su familia, a
sus amigos y conciudadanos; que hace acopio de materiales de origen
narrativo; que no olvida las posibilidades musicales del verso
tradicional; que es portador al fin de un habla imparable. Es el
poeta cercano a la llaneza expresiva de sus orígenes sociales («hay
luz sobre los cuestos» [134]) y el alquimista que se instruye en
venenos, muestras botánicas, prácticas médicas, mientras, ni mucho
menos como fondo, aparecen espigadas muestras de pintura y música
contemporáneas (Picasso, Béla Bártok...).
Valores
sémicos de lo (im)puro
Pero
hemos orillado momentáneamente la veta menos formal de esa asunción
de lo impuro y, en cambio, deberíamos volver a ella para, esta vez,
perfilar su valor sémico y connotativo en el contexto amplio de la
obra gamonediana. Es cierto, sin duda, que el término va
reiterándose en la medida en que, como comentaré más adelante, el
poeta reutiliza elementos a lo largo de toda su obra; pero no se
trata de un término asociado a un concepto fijo. Aún más, la
expresión parece ir desprendiéndose de carga conceptual, de
connotaciones ideales. Intentemos un esbozo de este deslizamiento
sémico a partir de algunas citas:
- De Sublevación inmóvil (1960): «No toques, Dios, mi
corazón impuro» [51].
- De DM: «Pesan las máscaras de la pureza, pesan los
paños sobre las formas de la patria» [p 201].
- De L: «Háblame para que conozca la pureza de las
palabras inútiles» [240].
- De LF: «Ahora siento la pureza de los límites y mi
pasión no existiría si supiese su nombre» [335]; «Ah la pureza de
los cuchillos abandonados» [346].
- De Exentos III (2004): «¿Para qué soportar la pureza
de las preguntas?» [517].
Las
citas no dan idea del aumento acentuado de esta recurrencia léxica
desde Lápidas. En DM aparece aún en limitada cantidad, ya que el
poeta gravita en torno a otros términos emparentados, pero más
cercanos quizá a la connotación valorativa (plenitud o perfección).
En todo caso, si se acepta esta breve muestra, advertiremos que el
término lanza reflejos éticos en los inicios de su obra. La
proximidad del vocablo al poderoso núcleo léxico «Dios» parece
apuntar a una interpretación de carácter moral. Un componente ético
más amplio volverá a surgir, siguiendo esa extraña circularidad
gamonediana, en títulos posteriores, especialmente en el comentado
autoexamen de DM, cuyo ejemplo espigado sugiere las imposiciones
(in)morales de una sociedad enferma bajo la dictadura, y en la
reaparición en LF de su amigo y maestro Jorge Pedrero, quien, desde
su radical condición de suicida -no de
superviviente-, se alza en referente biográfico de la
sección «El vigilante de la nieve». Pero tal vez no sería
aventurado apuntar que, poco a poco, al término pureza y a sus
derivados léxicos se van adhiriendo consideraciones estéticas; y
así, la «pureza de los límites» puede interpretarse también como la
superación de las diferencias tradicionales entre géneros, de modo
que puro se convierte aquí en la raíz, de origen medieval, del
término apurar, aceptado como acción de llevar algo hasta el final
o de agotarlo. En otras ocasiones, la expresión pureza parece tener
ya sólo un valor adverbial, en el sentido de aludir a la intensidad
de la percepción. En definitiva, el término im-pureza bascula entre
los contenidos ético-religioso, estético y circunstancial, aunque
con tendencia al descarte progresivo del primero y al predominio de
las connotaciones «materialistas» del último. Se trata de un
proceso particular de alejamiento de los conceptos ideales. A mi
entender, asistimos de este modo a la mengua de cualquier idealismo
o simbolismo trascendental pactado del que no sea enteramente
responsable el lector: «En los últimos símbolos, ves la pureza sin
significado » [399]. Tras los cuerpo a cuerpo poéticos precedentes
del poeta con su pasado, LF se asoma al paisaje estepario de las
cosas, a la ausencia de significación convencional: «Bajo las alas
silenciosas, la inmensidad carece de significado» [307].
Claro
que -como admitía en el párrafo anterior-
aún permanecen rescoldos de orden ético en la sección «El vigilante
de la nieve». Pero el poeta no es el que «ponía vértigo en la
pureza» -como digo, su amigo el pintor
Pedrero-; es más, el autor se reprocha a sí mismo:
«sin embargo, has llegado a la vejez y haces gestos impuros,
también indescifrables » [376], conjugando así dos líneas maestras
de este libro: la humana impureza y la opacidad semántica de lo que
nos rodea. Porque no hay traducibilidad posible: las cosas están y
en esa presencia, sentida hondamente por el poeta, el mundo le
entrega una soledad tan bella como terrible. No se trata de una
situación casual; por el contrario, el proceso interior y el ajuste
de cuentas con el idealismo estético, largamente amasados en los
libros anteriores, desembocan en un «materialismo» poético sin
paliativos. Una vez más cobran aquí pertinencia extraordinaria unas
palabras que medio siglo atrás escribiera Jean- Paul Sartre:
«Cuando los útiles quedan rotos, los planes desvirtuados y los
esfuerzos en la nada, el mundo se manifiesta con una frescura
infantil y terrible» (ob. cit.: 65).
Todavía
en Arden las pérdidas (2003, AP) «todos los signos están vacíos»
[415]. En cierto modo, este libro sería el epílogo de un vértigo
iniciado años atrás, una manifestación de esa voz que Tomás Sánchez
Santiago denomina «rebotante» y que caracteriza a un discurso
obsesivo y autorreferencial (2006). No obstante, AP se constituye
en discurso bifronte. El paisaje despojado de sentido continúa
frente al poeta, pero los poemas, al modo de las páginas
desplegadas de un libro abierto, ofrecen, junto al desierto
simbólico de LF, los espacios de la memoria que poblaban los libros
anteriores. Así, por ejemplo, la pureza perdida de la niñez
comparte espacio con el presente: «veo la pureza de rostros que se
forman en la lluvia [...]. Son los desvanes de la infancia»
(417). Los poemas acusan esa copresencia temporal y el discurso
poético se polariza sobre los términos vi y ahora, a veces
resueltos dialécticamente en el adverbio aún. Materialidad y
recuerdo se engastan en nuestro topos, la (im)pureza, para dar
cuenta de una especie de condena: «Hay úlceras en la pureza, vamos
// de lo visible a lo invisible. // // En este error descansa
nuestro corazón» (430). El poeta abrazaría definitivamente la
indiferencia, su única pasión, pero no parece posible porque «Así
es la vejez: claridad sin descanso» (461). La voz de la edad, de
nuevo.
Bibliografía
CASADO,
Miguel, «Epílogo», en Esta luz, Barcelona, Galaxia
Gutenberg/Círculo de Lectores, 2004.
-, «Un ejercicio de comparación: Lapidario y Lápidas»,
en Del caminar sobre el hielo, Madrid, Antonio Machado Libros,
2001, pp. 131-142.
RODRÍGUEZ, Ildefonso, «Las músicas de Gamoneda», en Espacio/Espaço
escrito, Badajoz, 33-34 (2004), pp. 37-44.
-, «Una conversación con Antonio Gamoneda», en Diego
Doncel (ed.), Antonio Gamoneda, Madrid, Calambur, 1993, pp.
61-85.
SÁNCHEZ
SANTIAGO, Tomás, «La armonía de las tormentas», prólogo de
Antología poética, Madrid, Alianza Editorial, 2006.
SARTRE,
Jean-Paul, ¿Qué es la literatura?, Madrid, Losada, 2003 (1950).
J. M.
C.-POETA Y CRÍTICO LITERARIO
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