Parece
ya un rito casi obligado la elección, cada final de año, de los
libros de mayor entidad literaria, entre otras razones porque los
lectores esperan que cumplamos con él. Si algo caracteriza a este
curioso género del balance literario es la absoluta imposibilidad,
incluso física, de cumplir lo que el título promete. Es difícil
decir, a ciencia cierta, si se trata de un género tan codificado
como el soneto, aunque estoy tentado a afirmar que lo es, puesto
que uno no tiene más remedio que empezar confesando sus
limitaciones, las cuales consisten, en esta ocasión, en ocuparse
sólo de aquellos libros que haya podido leer, y le hayan
interesado, que no han sido pocos, como pronto verán. Tampoco
quiero dejar de confesarles que he intentado leer todas aquellas
narraciones que me suscitaban curiosidad o algún interés, o
aquellas otras a las que algún que otro crítico apreciado, no son
pocos, le llamaba la atención. En fin, debo reconocer, por último,
que todas estas limitaciones no son sino otro aliciente más para
ensancharle las costuras al género, intentando hallar algún pequeño
resquicio por donde subvertir los cánones establecidos, que también
los tiene.
A mí me
parece que los balances del año literario pueden ser muy útiles
para los lectores, además de un ejercicio sano para los críticos.
Deberían lograr que aquéllos se decantaran por algún buen libro
desconocido todavía; mientras que, en el caso de los críticos, se
convierte en un ejercicio de literatura comparada, mediante el cual
poder jerarquizar sus gustos y poner de manifiesto sus criterios. A
la larga, supone una prueba de fuego para su débil credibilidad,
siempre puesta en entredicho.
El
resultado del año literario, en lo que a la narrativa se refiere,
sólo puede ser tachado de bueno, puesto que a las tres novelas más
destacadas, la de Rafael Chirbes, Javier Marías y Luis Mateo Díez,
habría que añadir las también muy sugestivas de Almudena Grandes,
Justo Navarro, Luis Landero, Ricardo Menéndez Salmón y José María
Merino. Este último, además, ha recopilado en un solo volumen sus
excelentes microrrelatos completos, siendo ya considerado un
reconocido maestro del género en todo el mundo hispano. Con
respecto al cuento, sobresale el libro de Enrique Vila-Matas, y un
puñado de nuevos nombres: Pablo Andrés Escapa, Ismael Grasa, Irene
Jiménez y de nuevo Menéndez Salmón. Están surgiendo, en efecto,
voces nuevas interesantes, aunque no sean precisamente las de
aquellos que más ruido arman en los medios. Mientras los que
aduciremos han publicado ya unos cuantos libros atractivos; otros
narradores, por lo visto menos discretos y más ansiosos, se han
dedicado a hacer ruido, reclamando atención, aunque sus libros
sigan sin convencernos. Y ésa es, hoy por hoy, la diferencia.
La
novela
En
Crematorio (Anagrama), novela de Chirbes, se nos muestra la
trayectoria de una familia, los Bertomeu, y la de sus adláteres,
protagonizada por dos hermanos (Rubén y Matías): uno constructor
enriquecido (capitalismo, construcción y cocaína circulan
estrechamente unidos), y el otro ex revolucionario dedicado a la
ecología. Novela polifónica en la que todos exponen sus razones, y
de ese contraste interno de voces se valerá el lector para juzgar
los acontecimientos. Pero lo significativo es cómo muestra los
efectos del paso del tiempo («la rata que se lo come todo», p. 136)
sobre los personajes, lo que le vale a Chirbes para poner en solfa
la conducta moral y su amanerada retórica, un lenguaje hueco, en
donde palabras y hechos casi nunca concuerdan. Novela
desesperanzada en la que no hallarán héroes, pues todos son
villanos, aunque en diversos grados y por distintas razones. El
autor, al diseccionar sus pensamientos, nos muestra a sus criaturas
tal y como son, sin sus viejos ideales ni otras utopías o
aspiraciones que las reemplacen, que no sea el dinero u otros
autoengaños.
Con la
novela de Javier Marías, Veneno y sombra y adiós (Alfaguara), se
cierra brillantemente su ambiciosa trilogía Tu rostro mañana, uno
de los empeños más perfectos de la narrativa española de las
últimas décadas, quizá sólo comparable a la Antagonía, de Luis
Goytisolo. Si Baile y sueño concluía con la paliza gratuita que
Tupra le daba a De la Garza, con los consiguientes reproches de
Deza, la nueva entrega arranca con el protagonista envenenado por
los vídeos de escenas de violencia y torturas que su jefe en el M16
le muestra con el fin de conseguir información. De este modo se
relaciona información y poder, que luego el intérprete de vidas
utilizará para amedrentar a Custardoy. También aquí la hibridez
(autobiografía y ficción, ensayo y relato) nos conduce a lo que se
viene denominando autoficción, en donde predominaría en dosis
similares narración y reflexión, junto con el análisis de
caracteres, situaciones y conductas. Pero también asistimos al
reencuentro de Deza en Madrid con su ex mujer y con su padre, así
como a la conversación en Oxford con el viejo profesor Wheeler. En
esta tercera parte, con su siempre singular prosa y valiéndose de
la técnica del flujo de conciencia, se baraja acción y reflexión,
el panorama general y la visión microscópica de la realidad. Y se
resuelven los dos enigmas con que se cerraban las anteriores
entregas de la serie. Gran parte de la acción transcurre en la
capital española, en el ámbito de lo privado, alrededor de la vida
de la difuminada Luisa, ex mujer de un Deza ahora tan celoso como
preocupado, y sus amores con Custardoy. Tampoco escasean las
digresiones, la reflexión en torno al lenguaje y la escritura, el
humor templado y ciertas dosis de erotismo (así, el esperado y
atípico emparejamiento con la joven Pérez Nuix). Pero como ocurre
en el caso de Chirbes, ambos se valen de la ficción para
reflexionar sobre la actualidad, puesto que también es ésta una
novela acerca del «estilo del mundo», la banalidad del presente, el
paso del tiempo (el cuadro de Baldung le proporciona, al respecto,
una excelente excusa), sin olvidar el egoísmo y la traición, la
memoria y el olvido, el amor y el desamor, la añoranza y la culpa.
Marías, además, especula con la dificultad de conocer a los demás,
a nuestros seres cercanos, e incluso a conocernos a nosotros
mismos, quizá porque a menudo prefiramos, resulte más cómodo, no
saber.
Por su
parte, el relato de Luis Mateo Díez, La gloria de los niños
(Alfaguara), debe de tener su origen remoto en los cuentos
populares y fabulísticos, no en vano el protagonista se llama
Pulgar, así como un referente más cercano en el cine y la narrativa
neorrealista, de Vittorio de Sica (en la cubierta aparece un
fotograma de Ladrón de bicicletas) a Ignacio Aldecoa. En él se
cuenta la encomienda que antes de morir le hace un padre a su hijo
mayor, y que consiste en la búsqueda de sus tres hermanos menores,
perdidos en la confusión de la guerra. El chico, a quien se define
como «un hombre que supo buscar la felicidad entre los avatares y
desgracias de la vida» (p. 79), deambula en soledad, va recorriendo
calles y barrios, topándose con distintos personajes y viviendo
diversas aventuras, hasta dar con su objetivo. En el camino hallará
seres bondadosos que lo socorran y otros con los que intercambie
favores. La gloria de los niños puede leerse como una novela sobre
la maduración personal, que muestra cómo la fuerza de los niños
radica en la inocencia y la bondad, y que bastan estas armas para
dar con su hermana Ninfa y con los gemelos Nino y Vero, aunque él
acabe solo, sintiéndose más huérfano que nunca, acaso recordando
aquel momento de plenitud alcanzado en su infancia.
Ricardo
Menéndez Salmón ha comenzado a obtener un cierto reconocimiento
literario, tras publicar diversos libros narrativos en editoriales
periféricas como KRK y Trea, de Oviedo, que desarrollan
—junto a otras similares— una impagable
labor en favor de la buena literatura. En realidad, La ofensa (Seix
Barral) más parece el esqueleto de una novela que una novela corta,
sin que este juicio esconda ánimo peyorativo alguno, claro está,
bien al contrario, pues lo considero producto de una decisión
estética. Esta narración simbolista y existencial, protagonizada
por Kurt Crüwell, puede entenderse como un viaje que concluye con
el regreso al punto de partida, en el que un individuo resulta
arrasado por el peso de la Historia. Así, este sastre alemán,
amante de la música, un típico antihéroe, se ve inmerso en los
horrores de la guerra, del nacionalsocialismo, acabando por
insensibilizarse y desvincularse de una realidad que le resulta
completamente ajena. Ya exiliado en Londres, donde trabaja como
vigilante en un cementerio, el amor de Ermelinde, el hijo que
espera y la adopción de una nueva identidad y lengua, lo encaminan
a una cierta normalidad. Al fin y a la postre, el relato, que
tampoco carece de detalles humorísticos, desemboca en un final
metafórico y misterioso, ya que el reencuentro del protagonista con
su peor pasado, su experiencia en la guerra, aunque sólo sea a
través de las imágenes de un documental, termina con él, lo mata
justo cuando acababa de comprender que «el asombro [...] es una
categoría de lo cotidiano, y que sólo hay un dios, el azar, y que
sólo existe una religión, la casualidad» (p. 132). El autor ha
definido su novela, yo no sería capaz de hacerlo mejor, como «la
odisea de un hombre bueno en un mundo en el que la inocencia ya no
es posible», o de qué modo una locura colectiva arrolla siempre a
los seres indefensos.
Entre
las narraciones de entidad literaria, me parece que la que ha
cosechado una mayor aceptación entre el público ha sido la de
Almudena Grandes, El corazón helado (Tusquets). Novela realista, de
estirpe galdosiana, y no por ello menos ambiciosa, en ella se
cuenta la historia de dos familias, desde la guerra civil hasta
nuestros días: los Fernández Muñoz, ricos republicanos que deberán
exiliarse, tras ser despojados de su patrimonio, y los Carrión,
enriquecidos durante el franquismo de manera fraudulenta. Pero toda
la trama gira en tono al encuentro entre dos de sus vástagos,
Raquel y Álvaro, quienes se enamoran y deciden aclarar el pasado,
una historia familiar de víctimas y verdugos, para dar con la
verdad. Lo que da pie a una lectura de nuestra historia durante los
últimos ochenta años, con una apuesta en favor de la cultura
republicana. Y aunque, en lo sustancial, sea una novela lograda,
pues la autora maneja bien tanto la historia como las relaciones
individuales, a mi juicio se recrea demasiado en algunos episodios,
pecando de prolija, acaso dosificando mal lo sentimental, mientras
que zanja demasiado rápido —por ejemplo—
el escalofriante episodio de Araucas. No digo que sea larga, sino
que es innecesariamente larga. Y aunque hubiera mejorado con una
prosa algo más austera, casi siempre logra dar con el tono adecuado
para lo que desea relatar. Es, además, una de esas novelas que se
leen con placer, que engancha, al interesar desde el inicio su
relato, capaz —en suma— de atraer
lectores.
Finalmusik (Anagrama), de Justo Navarro, no es obra fácil de
sintetizar y valorar en pocas líneas. Sí podemos decir que es una
novela arriesgada y atípica dentro del panorama español. Relato
sobre el fin de una época, la acción transcurre durante el verano
del 2004, en una Roma amenazada por el terrorismo islamista. Su
original desarrollo la convierte en lectura para avezados, en
consonancia con la trayectoria del autor. Puede leerse, en suma,
como una versión simbólica de los tiempos que corren, de la fauna
que nos rodea (aquí representada por la Italia de Berlusconi,
pasada de rosca...), pues no faltan ni terroristas, criminales,
curas, políticos, profesores, traductores (el mismo narrador
protagonista, J. N.), como tampoco películas, móviles, gentes de
éxito y fracasados, boxeadores olímpicos que quieran ser barberos,
ni la debida confusión entre realidad y ficción, lo vivido y lo
leído o visto en una pantalla, problemas con la identidad, el sexo,
abandonos sentimentales y las consiguientes disputas familiares.
Tras la placentera lectura, sólo queda exclamar que ojalá se
tratara del fin de una época y una manera de vivir la existencia,
aunque todos los síntomas apuntan a que las cosas no irán
precisamente a mejor.
Hoy,
Júpiter, de Luis Landero, cuenta la historia de dos vidas, y de dos
familias, presentadas en capítulos alternos. Los impares los
protagoniza Dámaso Méndez y los pares Tomás Montejo, hasta confluir
ambas historias, emprendiendo un nuevo camino. Los personajes
masculinos acaban siendo lo que les han dejado ser, si bien a
menudo sueñan con mejorar y tener éxito y fortuna. Dámaso le
encuentra sentido a su vida en el odio hacia su padre y Bernardo,
su protegido, en la búsqueda misma que emprende de sus enemigos.
Tomás, por su parte, aspira a ser escritor, aun cuando para
lograrlo deba pagar primero el precio de la pérdida de su mujer y
de su hija, una vida ya encauzada que se trunca. Y aunque no sea
ésta una novela de intriga, el autor se vale de los mecanismos
habituales del género para interesar al lector. Al menos una
pregunta surge en el desenlace: ¿acaso es la vida sólo soplo y
sueño, tiempo e ilusiones, como le habían dicho al niño Dámaso? Lo
cierto es que para los protagonistas la existencia ha sido, además,
odio y fracaso, aunque también piedad y purificación (p. 395). El
autor se vale de un estilo literario sostenido por la naturalidad,
el gusto por el detalle y la precisión, lo cual produce un peculiar
fraseo que lo distingue de otros narradores coetáneos.
En su
novela corta El lugar sin culpa. Los espacios naturales, que obtuvo
el Premio Torrente Ballester, la fuga de la protagonista a una isla
concluye con el regreso, en una vuelta a su realidad habitual, con
las ideas más claras, y más convencida de sus obligaciones. Ángela
Gracia se da cuenta de que es imposible huir, de que no hay lugares
sin culpa, como tampoco hay sitios neutrales, pues siempre lleva
uno consigo las inquietudes, los fantasmas, aunque en esta ocasión,
la distancia, la separación, le proporcionen a la protagonista la
lucidez suficiente para comprender que debe afrontar los problemas
e intentar solucionarlos. En esta narración, escrita con
inteligencia y maestría, Merino ha logrado sintetizar las virtudes
del relato y de la novela clásica, tales como sobriedad,
intensidad, tensión narrativa, y la complejidad y desenvoltura con
que actúa la protagonista, sin olvidar lo ameno, según mandan los
cánones del género, que siempre deben tenerse en cuenta, al menos
como punto de partida, sobre todo ahora que tantos ponen en
cuestión su existencia, con tan escaso fundamento por lo demás.
Siento
no compartir, en cambio, el entusiasmo que algunos críticos han
demostrado por la novela de Belén Gopequi (El padre de
Blancanieves, Anagrama), que a mi juicio pecaría de similares
defectos que la anterior. Su literatura, desde Lo real, ha optado
por tomar partido, en favor de una transformación económica de la
sociedad que cree imprescindible. Nada tengo que objetar a sus
objetivos políticos. Las dudas se me presentan como lector, cuando
debo juzgar una ficción, una representación de la realidad que me
parece simplista, ingenua y maniquea, de buenos y malos, donde los
personajes son una mera excusa para demostrar unas tesis
preconcebidas, como si hubiera que aleccionar a los lectores. Qué
duda cabe de que la literatura siempre toma partido, y en este
mismo trabajo se habla de libros que lo hacen, pero desde
posiciones literarias, y políticas, más perspicaces, complejas y
matizadas. El ejemplo más claro sería el de Chirbes, cuya novela se
fundamenta en las virtudes que echamos de menos en ésta,
prestándole un mayor servicio a la causa de la escritora.
Amado
siglo XX (Planeta), de Francisco Umbral, apareció un poco antes de
la muerte del escritor. Como suele ser frecuente en casi todos sus
libros, conviven aciertos y desaciertos, quizá porque estaban
compuestos con excesivo apresuramiento. El caso es que parece
compuesto a base de recortes de otros anteriores. Como despedida no
resulta logrado, ya que poco nuevo aporta. Todo lo fundamental que
contiene, filias y fobias, estaba dicho antes, tanto por lo que se
refiere a la política como a la literatura, los dos temas de
Umbral. Existe, en suma, un gran trecho entre lo que el autor
anuncia en el prólogo, sus intenciones, y lo que hallamos en estas
páginas.
Me
gustaría, asimismo, llamar la atención sobre unas cuantas novelas
que, en su variedad y singularidad, tampoco carecen de interés,
como las de Iñaki Abad (Los malos adioses, Siruela), J. M.
Guelbenzu (El cadáver arrepentido, Alfaguara), Javier Quiñones (Max
Aub, novela, Edhasa), Javier Pérez Andújar (Los príncipes
valientes, Tusquets), Quim Aranda (El avión de madera que logró dar
media vuelta al mundo, Candaya), Arturo Pérez-Reverte (Un día de
cólera, Alfaguara), Juan Pedro Aparicio (Tristeza de lo finito,
Menoscuarto) y Juan Cruz Ruiz (Ojalá octubre, Alfaguara).
En la
novela de Iñaki Abad, a un miembro del servicio secreto español,
Fernando Sanmartín de Mayorga, lo mandan a Nápoles —la
ciudad es más coprotagonista que escenario del relato—
con una misión doble: buscar a Isabel Varela, agente desaparecida,
y cesar al responsable del espionaje en el sur de Italia, Tomás
Salvador. La principal novedad que introduce Iñaki Abad en el
género estriba en el cambio del punto de vista, en la utilización
de la tercera persona, en vez de la primera, como suele ser
habitual en este tipo de relatos. La estructura está marcada por la
desaparición y la búsqueda, además de por algunos jugosos diálogos
entre los personajes. El cadáver arrepentido es la tercera novela
policíaca de J. M. Guelbenzu, protagonizada por la señora juez,
como le gusta que la llamen, Mariana de Marco. En esta ocasión,
tras meter las narices en la historia familiar de una amiga que la
invita a su boda, se apoya en un capitán de la Guardia Civil para
resolver el macabro caso. Así, la aparición de un cadáver en
actitud arrepentida y suplicante, unos días antes de la celebración
de un casamiento, ponen en marcha la curiosidad de la juez, quien
logrará esclarecer los misterios que relacionan a un par de
familias. En la novela, cuya acción arranca en 1914 y se prolonga
durante todo el siglo, no falta el suspense, ni la peripecia
trepidante. Pero, sobre todo, lo que mueve a la protagonista de
este rompecabezas es su propia dignidad, que en esta ocasión, es
también la de la víctima. Hasta tal punto que, en la narración, se
contraponen dos maneras de vivir, de encarar la existencia, la de
quienes obtienen su beneficio con el trabajo bien hecho, y la de
aquellos que viven de rentas, y desean olvidar un pasado turbio.
Novela de mujeres, de protagonistas femeninas, son ellas las que
llevan siempre las riendas de la trama, los seres más complejos. El
autor maneja con soltura los mecanismos del género y consigue
dotarlos de un aire contemporáneo. Todo un reto, éste, al que se
enfrenta Javier Quiñones, en su Max Aub, novela; y que consiste en
reconstruir una vida agitada basándose en los datos conocidos, y en
personajes reales, pero valiéndose de los instrumentos de la
ficción, del que consigue salir airoso. Sin duda, un libro adecuado
para iniciarse en uno de los mejores narradores españoles del
XX.
Han
aparecido simultáneamente dos primeras novelas, escritas desde
Barcelona, que tienen sustanciales diferencias pero también
elementos en común. Me refiero a las de Javier Pérez Andújar y Quim
Aranda. La del primero, una novela de iniciación, apunta, por medio
de la crónica de un suburbio urbano en los setenta, al modo en que
un niño construye su educación sentimental en la subcultura de los
tebeos, la televisión y los libros; a sus sueños, en suma, a través
de la camaradería (inolvidable Ruiz de Hita), de una generación de
príncipes que intentan conquistar su nueva ciudad, según definición
afortunada del autor. La del segundo, a caballo entre la crónica y
la ficción, se ocupa de la emigración andaluza que llegó a Cataluña
en los 50 y 60, a la vez que relata una trágica historia de amor,
por medio de la reivindicación de la memoria, en todos sus matices
y complejidad, pero también a través de cómo funcionan los
peculiares mecanismos del recordar, para llegar a saber quiénes
somos, cómo se ha ido armando nuestra identidad.
La
oportuna novela de Pérez-Reverte, sobre los sucesos del 2 de mayo
(quien en sus declaraciones se decanta por los afrancesados,
mientras que en su relato resulta imposible no sumarse al pueblo en
armas), bien escrita y construida, resulta amena, un modelo de lo
que debería ser siempre una narrativa dedicada a un público
mayoritario, y ello a pesar de que a veces ahogue la historia con
innumerables nombres y datos innecesarios.
Las
novelas de Juan Cruz Ruiz y Juan Pedro Aparicio pueden leerse como
dos cartas, dirigidas al padre, la una, y a la madre, la otra; la
primera escrita a la manera de un libro memorialístico, mientras
que la segunda se presenta en forma de ficción narrativa. El género
de Ojalá octubre (Alfaguara), de Juan Cruz, aunque no resulte fácil
de precisar, se mueve cerca de los presupuestos de las memorias
noveladas. Quizá sea éste el formato en donde el autor se
desenvuelve con mayor soltura y acierto. Un narrador en primera
persona, el mismo autor, sin disimulo alguno, recuerda a su padre,
pero también la España miserable del franquismo, en la que le tocó
vivir, a partir de 1948. El libro nos muestra también un doble
retrato, ya que el más pormenorizado del padre, pasa
inevitablemente por el del autor, sobre todo de aquel Juanillo niño
que fue, como si de unas memorias de la infancia se tratara, pero
también por la visión de la madre, una figura de fondo,
equidistante entre los dos hombres de la casa. Es, además, un libro
sincero y emocionante, por el empeño que pone el autor en
comprender a un padre algo distante y melancólico, a veces hosco,
torpe para desenvolverse en la jungla de la España de la
postguerra, y sin embargo vital. Quizás el otro tema del libro sea
el ansia de felicidad, su búsqueda incesante en condiciones
precarias. Si el libro de Juan Cruz puede leerse como una carta al
padre, el de Juan Pedro Aparicio, Tristeza de lo finito, va
dirigido a la figura materna, aunque sea en forma de novela corta.
La muerte de Clara Álvarez Ortiz, madre del narrador, su
incineración, motivo del que se ocupa, exigía intensidad, a lo que
el autor añade una prosa medida, cuidada, en donde se impone una
emoción contenida. Sin duda, el tema del relato es la infelicidad
de esta mujer, víctima de las represiones de la España que le tocó
vivir, pero también de un padre distante y autoritario, un marido
que no logró hacerla feliz, de quien además no podría separarse,
pero con quien decidiría, al menos, no compartir la sepultura. Y
una vez más, en cambio, decepcionan novelas que han obtenido
premios como el Biblioteca Breve, otrora prestigioso, y el
Alfaguara, que en muy contadas ocasiones ha logrado dar con un
rumbo adecuado.
El
cuento
Por lo
que se refiere al cuento, destacaría el regreso de Enrique
Vila-Matas al género (Exploradores del abismo, Anagrama), así como
los libros de varios nombres nuevos: Voces de humo (Páginas de
Espuma), de Pablo Andrés Escapa; Trescientos días al sol (Xordica),
de Ismael Grasa; Lugares comunes (Páginas de Espuma), de Irene
Jiménez, y Gritar (Lengua de Trapo), de Ricardo Menéndez Salmón.
Además, habría que añadir las irregulares entregas de dos autores
consagrados, José Jiménez Lozano (La piel de los tomates,
Encuentro), y Antonio Pereira (La divisa en la torre, Alianza),
cuyas piezas aunque tengan «vocación de cuento» y se nos presenten
como tales, están más cerca del artículo o de la anécdota, sin que
falten un par de microrrelatos. Siendo completamente distintos,
recomendaría los volúmenes de Ramón Acín (Hermanos de sangre,
Páginas de Espuma) y Montero Glez (Besos de fogueo, El Cobre), cuya
prosa se ajusta a la perfección a lo que desea contar, y quien se
lleva mi particular reconocimiento al mejor título del año, pues
titular bien tiene su miga.
Lo que
más me interesa de Vila-Matas, quien en esta ocasión se muestra
dubitativo, es que sus libros nunca dejan indiferentes, siempre
busca nuevos caminos, nuevas vías para encarar los pliegues de la
realidad. Es uno de esos autores que ha encontrado una voz propia,
casi siempre convincente para el lector, distinta de todas las
demás, lo que le permite tratar cualquier asunto, hibridando
géneros, barajando a su antojo ficción y realidad, narrativa y
ensayo. Otras veces, Vila-Matas cae en la desmesura y entonces la
prosa se le atasca; como si no acabara de encontrar la dimensión
exacta para tratar un asunto. Su último libro me parece irregular,
aunque quizá lo más valioso se halle en ese prólogo extraordinario
que se titula «Café Kubista», con su divertido mea culpa (pp. 13 y
14); en el relato «Porque ella me lo pidió», donde se condensan los
mejores rasgos de su nueva máscara, barajando vida y literatura con
«ironía templada»; en la alternancia entre cuentos, microrrelatos y
ensayos (como en «La gloria solitaria»); en lo que tiene de diálogo
de besugos «Vida de poeta»; o en cómo, en «Nunca hizo nada por mí»,
el comienzo de un cuento queda transformado en microrrelato.
El libro
de cuentos de Pablo Andrés Escapa, Voces de humo, debe leerse como
un ciclo de cuentos sobre la llegada del ferrocarril y sus efectos
sobre los habitantes y el paisaje del Valle de Laciana. Estas
narraciones tienen algo de crónica y mucho de elegía, y en ellas
impera el tono lírico y la palabra expresiva, mientras que imágenes
y metáforas se tornan protagonistas esenciales de los
procedimientos utilizados en la narración. Los mayores aciertos
surgen cuando se produce una mejor dosificación de lo lírico, al
depurar los diversos elementos que integran la historia, tal y como
ocurre en esa pieza antológica que es «Cielo distante», sin que
desmerezcan otras como «De los mares en calma», «Pálida canción de
cuna», «Memoria de las virutas rubias» e «Ida y vuelta». Como
ocurría en su primer libro, las pretensiones del autor, sustentadas
en la idea de que «tan importante como ver mundo es no olvidar de
dónde viene uno» (p. 124), su ambición literaria, lo ha llevado a
convertir en palabras, en emocionantes historias, lo que sólo
parecían voces de humo, perdidas quizás entre los pliegues de la
memoria. Al libro de relatos de Ismael Grasa se le ha concedido el
Premio Ojo Crítico. Está compuesto por once piezas realistas,
sustentadas en un estilo sencillo que se caracteriza por la
concisión de la prosa, lo que lo hace apto para todo tipo de
lectores. En la tradición de Chéjov, Katherine Mansfield y Carver,
se ocupa de episodios de la vida cotidiana, a veces sobre meros
detalles o minucias, protagonizados por personajes obsesivos, e
incluso algo retorcidos, que andan a la deriva, latiendo siempre la
posibilidad de transgredir las normas. Aunque lo singular sea cómo
consigue transitar a menudo por caminos poco trillados, adoptando
soluciones distintas. Lugares comunes, de Irene Jiménez, está
armado, de nuevo, como un ciclo de cuentos, escritos con una prosa
fácil y protagonizados por mujeres, excepto uno de ellos. El título
apela a la narración de lo cotidiano y a los sitios físicos,
normales, en los que transcurren estas historias sobre la
deshumanizada vida diaria en las ciudades. Aparece en ellas una
sensación de insatisfacción, asombro y provisionalidad, productos
de las dificultades con que se encuentran estos perplejos
personajes al vivir. Mis piezas preferidas son «En la calle», «En
el dormitorio» y «Lejos».
El
microrrelato
En el
territorio de la narrativa brevísima lo más significativo ha sido
la publicación de los microrrelatos completos de José María Merino
(La glorieta de los fugitivos, Páginas de Espuma); la eficiente y
pertinaz labor de editoriales como Thule y Páginas de Espuma; y esa
grata sorpresa que ha supuesto la antología de Relatos relámpago
(Editora Regional de Extremadura, 2007), prologada por Luis
Landero, muestra feliz «del microrrelato en Extremadura», como reza
el subtítulo, con piezas de cinco autores, entre los que destacaría
Pilar Galán y Francisco Rodríguez Criado.
Los
microrrelatos de Merino son excelentes, si bien no aptos para
críticos empecinados en desconocer el género, lo cual, por lo
visto, no les impide juzgarlo con inusitada severidad. En este
volumen recoge los dos libros que le había dedicado al
microrrelato, junto con más de 55 piezas inéditas. Del conjunto
habría que destacar «Telúrica», «La cuarta salida», «Satánica»,
«Para una historia secreta del éxito» o «La verdadera historia de
Romeo y Julieta». En ellos reaparecen las inquietudes que ya
conocíamos del resto de su obra: así, la utilización de lo
fantástico, del terror, la vigilia y el sueño, la identidad, la
muerte o el doble, sin que escaseen las reflexiones metaliterarias,
como ocurre en la relectura de algunos textos clásicos. Recordemos,
además, que Merino figura entre los que han teorizado con más
sensatez sobre el género. Asimismo, habría que llamar la atención,
puesto que me parece que nadie lo ha hecho, sobre José de la
Colina, un interesante narrador español exiliado en México, quien
ha publicado un sugestivo volumen de narrativa breve
(Portarrelatos, Ficticia), en el que conviven con naturalidad,
cuentos, microrrelatos y anécdotas.
Otras
formas narrativas
En estos
balances es preciso insistir siempre en que no sólo de novelas se
nutren los lectores. A lo largo del año se publican otros libros
con componentes narrativos que no encajan en los géneros
tradicionales, ni siquiera en los periféricos. Me refiero, por
ejemplo, al volumen de prosa y poesía, «relato de una espera y un
crimen», del siempre lúcido Alfons Cervera (La lentitud del espía,
Montesinos); o a esa insólita joya que es la antología de textos
narrativos breves del trío formado por Aparicio, Luis Mateo Díez y
Merino (Palabras en la nieve. Un filandón, Rey Lear). Entre los
diarios, he leído con placer El cuarto de al lado (Lumen), de
Gustavo Martín Garzo, que el autor preferiría que se leyera como
«un libro de pequeños cuentos»; Diarios. La hierba crece despacio
(Edaf), de Ignacio Carrión, que ha sido sorprendentemente
silenciado, cuando tenía que haber propiciado un debate; Días de
diario (Seix Barral), de Antonio Muñoz Molina, se ocupa, entre
otros asuntos de interés, de las dudas que surgieron mientras
escribía El viento de la Luna; así como Esperando a los años que no
vuelven. Memorias de ficción, III (Destino), de César Antonio
Molina, libro de lecturas y ciudades visitadas, de una cultura
universal asumida; y Diario 1980-1993 (Editora Regional de
Extremadura), de José Antonio Gabriel y Galán, en cuyas páginas
conviven las cuitas de quien tiene un cáncer e intenta escribir su
mejor novela, la titulada Muchos años después. En libros como éstos
hay más literatura, y de más quilates, que en la mayoría de las
novelas que nos meten por los ojos los medios de comunicación.
De sumo
interés resulta también la narración de un viaje por Mongolia, obra
de Carlos Jiménez Arribas (Viaje al ojo de un caballo) en la
exquisita editorial Artemisa. Por último, quiero destacar los
libros de artículos de Javier Marías (Demasiada nieve alrededor,
Alfaguara) y Manuel Vicent (El cuerpo y las olas, Alfaguara), los
«ensayos cívicos» de Félix de Azúa (Abierto a todas horas,
Alfaguara), así como un conjunto de textos de difícil
clasificación, entre la crónica y el cuento, de Manuel Longares (La
ciudad sentida, Alfaguara), presentados en forma de cuentos
completos, donde hay piezas sobresalientes, como el retrato de
Zúñiga, y varios ejemplos del mejor modo en que debe concluirse
siempre un texto.
Ha sido
asimismo el año de los agoreros, puesto que no recuerdo que nunca
hubiera habido tantos pronósticos sobre cómo iba a ser la
literatura del futuro. A ver qué queda de todo ese humo... De
momento, como sugería al comienzo, lo que hasta ahora nos han dado
esos jóvenes narradores multidenominados no son más que relatos
tediosos del día, que mucho me temo envejecerán a la misma
velocidad diabólica que la insustancial Paris Hilton. Frente a toda
esa complacencia acrítica con los nuevos medios electrónicos, uno
esperaría de un libro crítico capaz de cuestionar todas esas
prácticas inanes, sobre la falta de ideales, de solidaridad y
compromiso... Por fortuna, en estas páginas se habla de algunos de
ellos. El caso es que quien desee conocer lo que se cuece en la
narrativa actual o participar en los debates que genera, sobre todo
por lo que se refiere a los escritores más jóvenes, mediante la
propia creación, las críticas y las entrevistas, debe seguir los
blogs y consultar las revistas electrónicas, puesto que allí se
encuentra un material más interesante y mejor informado que en los
medios tradicionales (1).
A pesar
de lo dicho, tengo la impresión de que este panorama queda cojo,
pues siento no poder dar cuenta, no haber podido leer, en cambio,
los libros de Juan José Millás (El mundo), Felipe Benítez Reyes
(Mercado de espejismos), José Carlos Llop (París: suite 1940),
Isaac Montero (El lobo cansado), Fernando Arrabal (Como un paraíso
de locos), Menchu Gutiérrez (Detrás de la boca), Cristina Cerrada
(Alianzas duraderas), Francisco Solano (La trama de los
desórdenes), Antonio Ansón (Llamando a las puertas del cielo),
Ángel Olgoso (Los demonios del lugar), Manuel Talens (La cinta de
Moebius), Jon Juaristi (La caza salvaje), Esther Tusquets (Habíamos
ganado la guerra) y Francisco Ferrer Lerín (Bestiario), así como
los cuentos de los que tengo buenas referencias. No quiero concluir
sin decirles que una de las noticias literarias más grata del año
ha sido para mí la concesión a Ana María Matute del Premio de las
Letras Españolas. Supone un excelente aperitivo mientras nos llega
su nueva novela, Paraíso inhabitado.
De todas
formas, como han visto, hay mucho donde elegir, y no siempre los
medios, la crítica, les prestan atención a estos libros que no
carecen de interés, mientras dedican espacio y tiempo a obras
insustanciales, con o sin premios. Espero que disfruten con alguna
de estas lecturas (2).
F.V. FREIE UNIVERSITAT DE BERLÍN Y
UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA
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