Para Claudio Guillén. In memoriam
Acercar dos términos surgidos en el
siglo XIX y aparentemente afines como Hispanismo y Humanismo no
parece ilógico, aunque éste se haya ido desprendiendo con el paso
del tiempo de su sentido originario hasta vaciarse de contenido.
Asunto que también atañe al concepto de Humanidades, heredero de
una larga tradición clásica y neoclásica que ha terminado
aplicándose a una vaga adscripción en los programas educativos
donde las disciplinas en cuestión apenas presentan conexión alguna
más allá del edificio en el que se imparten.
Reflexionar sobre los Studia
humanitatis en el ámbito concreto del Hispanismo no supone desde
luego una reducción, salvo la que implica acotarlos a través de una
lengua que hoy prácticamente no tiene fronteras y cuyos estudios
han crecido y crecen gracias a la dedicación de los hispanistas
(1). Término éste, de menor prosapia y antigüedad que el de
humanista, pero con el que se identifica como profesión elegida por
vocación y vinculada a un magisterio.
Si los nombres pueden ser
consecuencia de las cosas, es posible que el vacío de las palabras
Humanidades y Humanismo tenga mucho que ver con el mencionado
desgaste que tales disciplinas y conceptos han sufrido en los
últimos tiempos. Sin entrar en el meollo de tan controvertido
asunto, tal vez convenga recordar aquellos versos de “Madurez
tardía”en los que Cseslaw Milosz sentía que se alejaban de
él, como naves, una tras otra, sus “existencias
anteriores”, mientras contemplaba la marcha delirante del
mundo. Las obras de senectute suelen llevar cierto acíbar. Eso
ocurre al menos con la de Francisco Rodríguez Adrados, Humanidades
y enseñanza (Madrid, Taurus, 2002), reflejo de una larga batalla
librada, con grandísimo empeño, contra el destierro de los clásicos
en las aulas, y que parece remitir a aquel lugar común recordado
por Saavedra Fajardo en su República literaria: “Cayó el
Imperio romano y cayeron (como es ordinario), envueltas en sus
ruinas, las ciencias y las artes”(2). Aserto con el que el
ilustre diplomático acompañaba su disertación sobre lo mucho y malo
que se publicaba en su tiempo.
Entre los pucheros anda el Señor
Cualquier vindicación de las
Humanidades debería ir acompañada de aquel sentido práctico que
estas tuvieron en su origen y que Heidegger reclamaba en su Carta
sobre el Humanismo, cuando decía que “el lenguaje es la casa
del ser” y el hombre quien la habita, pero corresponde a los
pensadores y a los poetas ser sus guardianes. En ella, el filósofo
alemán no sólo alertaba contra los “ismos”, sino que
avisaba del descenso del pensamiento hacia la pobreza y de la
realidad cambiante del Humanismo, que se manifestaba de formas
distintas a lo largo de la historia, incluso desligándose (como en
el caso de Marx o Sartre) del retorno a la Antigüedad. Más allá de
cuestiones metafísicas, que Ernesto Grassi devolvería más tarde al
sustrato filológico del Humanismo, la epístola heideggeriana
recogía una sentencia de Heráclito contada por Aristóteles (De
part. anim. A5, 645 a 17), a propósito de las maravillas que
contiene la naturaleza, y que podemos vincular también a la
tradición de la dignidad del hombre como quidam Deus, pero al que
la realidad rebaja continuamente:
Se cuenta un dicho que supuestamente
le dijo Heráclito a unos forasteros que querían ir a verlo. Cuando
ya estaban llegando a su casa, lo vieron calentándose junto a un
horno. Se detuvieron sorprendidos, sobre todo por que él, al verles
dudar, les animó a entrar, invitándoles con las siguientes
palabras: “También aquí están presentes los dioses”
(3).
Heráclito cortaba así de raíz la
expectativa de quienes creían que su actividad se desarrollaba en
un lugar más digno. Andando el tiempo, Santa Teresa haría otro
tanto, y no por intuición femenil alguna, al trasladar la sentencia
común al ámbito de la obediencia, colocando a Dios entre los
pucheros (Libro de las Fundaciones, 5, 8). La similitud se
acrecienta aún más si consideramos que lo que dice la letra del
texto aristotélico es que Heráclito los recibió en la cocina
mientras se calentaba. Esto es, justo donde Heidegger ubicaría más
tarde su carta sobre el Humanismo: en el horno donde se cuecen los
panes del diario vivir. Lugar con el que, por cierto, Aristóteles
deseaba mostrar la Belleza que se desprendía del estudio de los
animales. De este modo, la estancia de las Humanidades, donde puede
aparecer lo extraordinario, se configura como una morada corriente
que, según Heidegger, conduce a la existencia histórica, “a
la humanitas del homo humanus, al ámbito donde brota lo
salvo”, pero donde también se alberga la maldad.
De vanos obeliscos punta altiva
El Renacimiento erigió, frente a las
miserias humanas, el templo de la dignidad, vinculándola
precisamente a las Humanidades, constituidas en su salvaguarda (4).
El tema es bien conocido y las letras hispánicas aportaron a la
cadena temática algunos señeros eslabones, como los forjados por
Luis Vives o Pérez de Oliva, sin que tales miserias fueran por ello
excluidas, porque, desde las ascensiones de fray Luis de León o el
Primero Sueño de sor Juana Inés de la Cruz, los más altos vuelos
intelectuales han estado llenos de fracasos y descensos (5). La
afirmación y defensa del saber alcanzó formas muy diversas, incluso
vinculadas al origen divino de la poesía, como la de Juan Ángel
González en su Sylva de laudibus poeseos, donde sus referencias a
Horacio, Poliziano y Landino irían abriendo el camino que llevaría
más tarde al Humanismo de Virués, Artieda o Guillén de Castro (6).
Para entonces, los Studia humanitatis y el oficio de humanista ya
implicaban, según recuerda Nicholas Mann, una práctica que hacia
1809 se transformaría en concepto, al sustantivarse el calificativo
Humanismo como expresión de los valores de la Antigüedad
grecorromana rescatados por el Renacimiento (7).
La erudición clásica partió entonces
de una paideia en la que la retórica y la dialéctica tenían como
norte el manejo del lenguaje y el análisis de los clásicos, leídos
y entendidos como si estos gozasen de plena actualidad; operación
que luego permitía el acceso al resto de las disciplinas, incluidas
las científicas (8). Sin embargo, el abismo entre ciencia y modelos
clásicos -tan insalvable en nuestros días- se percibió ya por
algunos humanistas que, como Montaigne, veían lo errado de quienes
creían que el pasado podía iluminar el presente(9). En ese sentido,
no deja de ser curioso observar actualmente cómo, a la postura
optimista de un Bruckhardt, que mostrara la cara más feliz del
Renacimiento, W. J. Boywsma ha opuesto otra más insegura en El
otoño del Renacimiento (1550-1640) (Barcelona, Crítica, 2001),
enfrentándose a la linealidad de la historia de la cultura,
considerada como un avance imparable hacia el mundo moderno, al
verla marcada por la desconfianza y la duda. Claro que de ese
escepticismo nacieron precisamente las obras de Cervantes, Galileo,
Shakespeare o Descartes, que llevarían a alterar el panorama
cultural europeo del siglo XVII.
La tensión entre libertad y orden que
surge en todas las épocas marcó las tendencias del Humanismo
español en sus distintas fases, adaptándose al tiempo y a la
ocasión, aunque no siempre con niveles de excelencia. Así lo
recordaba Luis Gil, al adentrarse en la educación formalista de la
Compañía de Jesús, que descuidó la esencia de los Studia
humanitatis en su integridad y en su contexto histórico cultural,
encaminando la pedagogía al dominio de un latín que sirviera entre
otras cosas, para polemizar con los herejes (10). A su vez, la
reescritura de las obras de Nebrija, Vives y sobre todo del Diálogo
de la dignidad del hombre de Pérez de Oliva, llevada a cabo en
México por Francisco Cervantes de Salazar, se orientó en buena
parte hacia esa misma dirección. Sus diálogos supusieron los
primeros libros de texto para el estudio de las Humanidades en el
Nuevo Mundo, amoldando las cuestiones de la lengua y de las
disciplinas vigentes en Italia y España a una perspectiva cargada
de filosofía moral cristiana (11). No en vano el camino de la
sabiduría, según Salazar y otros muchos, debía conducir a Dios,
aunque él adivinó que, para esa tarea, tenía que adaptar los
modelos a las necesidades de una topografía, unas costumbres y unas
leyes distintas, como las que él mismo dibujara en Alrededores de
México. Todavía en la España de la posguerra Alexander A. Parker,
en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid el 16 de
abril de 1951, titulada “Valor actual del Humanismo
español” (Madrid, Estades, 1951), afirmaba categóricamente
que éste era “un humanismo cristiano”, refrendado tanto
por “la cumbre del monte de la miseria” del Guzmán de
Alfarache, como por el sello de un Calderón que sabía muy bien Lo
que va del hombre a Dios. Planteamientos que, por otro lado, venían
de lejos y que el Romanticismo germánico había difundido como
moneda corriente en la historiografía al uso, acrisolando la idea
de una cultura hispánica diferente, concebida como salvaguarda de
la cristiandad.
La combatida antena
El actual retroceso en los estudios
grecolatinos y en el de los que hoy consideramos nuestros clásicos
(incluidos los medievales) no es desde luego nuevo, y una buena
parte de los problemas con los que se enfrentaron los humanistas
afloran, con distintos ropajes, en el mundo académico actual, donde
el Hispanismo trata además de situarse dentro del canon universal
en desigual competencia con otras culturas y lenguas, abocado a
programas y métodos en los que el presente inmediato tiene carta de
privilegio sobre la tradición. Por otra parte, el crecimiento
imparable del español no corre parejas con la impronta de los
estudios hispánicos en el horizonte internacional, aunque poco a
poco vaya ganando terreno. Las cuestiones que ello plantea son, sin
embargo, tan viejas como los propios estudios y andaban ya
implícitas en el programa humanístico vindicando por Lorenzo Valla
y luego repetido en infinidad de prolusiones y praelectiones, en
las que no sólo se reivindicaba la gloria de las disciplinas, sino
el poder y la fuerza de las propias instituciones universitarias
(12). No olvidemos además cuanto implicaron las cuestiones de la
lengua (incluida la de ser compañera del imperio), porque la
fortuna de las ciencias ya iba unida a ella, como supieron muy bien
Nebrija o Brocar. No es por ello extraño que el autor de la Minerva
y de las Anotaciones a Garcilaso escribiera también una Sphera
mundi.
La dignidad de la lengua y la de las
distintas disciplinas humanísticas, desde entonces acá, y por
encima de sus variados contenidos y manifestaciones, supone una
imagen del saber que trata de imponerse según unos modelos que se
enfrentan a otros con un evidente afán de preeminencia y dominio en
todos los órdenes. Lope Alonso de Herrera invocaba en 1530, ante el
claustro de la Universidad de Alcalá, el estudio de las Humanidades
como remedio para huir de la feritas. Esos achaques de fiereza e
incultura atribuidos a lo hispano venían de atrás y no los
olvidaría más tarde el padre Feijoo en su Teatro crítico universal
(disc. XIV), al enunciar las “Glorias de España” frente
a los que pensaban era patria de “los más inhábiles y rudos
entre las Naciones principales de Europa”. Presupuestos que
todavía perduran, confundidos con supuestos hechos diferenciales de
variado signo, proyectados además en la escasa impronta que la
lengua española tiene hoy día en los organismos del poder político,
económico o científico. Para luchar contra ello, no basta con una
nueva Apología “Pro adserenda Hispaniorum eruditione”
(1553) como la de Alfonso García de Matamoros, donde este erigiera
un monumento a los varones ilustres y doctos, desde tiempos
inmemoriales, para acallar la boca de los farsantes que hablaban
mal de los esclarecidos españoles (13). En ella no faltó además un
pequeño y discreto coro de mujeres ilustres, formado por Ana Osorio
o Ángela Zapata; prueba de que también ellas formaban parte del
ingenio hispano.
Otros, como Damián de Goes, ya habían
propuesto con anterioridad, como es bien sabido, una saga hispánica
de hombres preclaros. Pero esos ríos por los que circulara la docta
sangre de Hispania fecunda parecían contravenir lo que el propio
Matamoros había escrito en De ratione dicendi libri tuo (1548), al
enumerar las causas de la decadencia de las artes liberales,
recordando curiosamente que los españoles habían dado más
importancia a los “negocios” que a la lectura de
Aristóteles y Cicerón (14). Razón de peso que juega por doquier,
también en nuestros días, a favor del español, pero no tanto como
lengua de cultura y fuente de investigación, sino como factor de
acicate económico deducido de sus muchos millones de hablantes. En
este y otros sentidos, conviene tal vez recordar los dictados de la
España Atlántica que recogiera la Constitución de Cádiz en 1812 y
que, a efectos del verdadero Hispanismo, en la actualidad, carente
de fronteras, habría que extender mucho más allá de la topografía
de las dos orillas.
También cabría considerar que la
vindicación de la dignidad del ser humano, acabó por ampliarse a la
de las Humanidades y a la del humanista, apelando en definitiva,
como señalara Jack A. Parker, a la dignidad de la profesión, hoy
tan desconsiderada (15). Así explicaron la dignitas Pico Della
Mirandola, Gianozzo, Manetti o Pérez de Oliva, identificando además
la humanitas con el estudio de las lenguas clásicas. El mismo que,
prolongado a los períodos históricos que nos preceden, parece irse
reduciendo en nuestros días cada vez más, conforme desciende su
rentabilidad a efectos políticos o económicos, mientras aumenta su
uso ornamental y de publicidad inmediata.
Si este daño común no se previene
La aplicación pedagógica de las
Humanidades implicaba toda una doctrina de formación íntegra, con
una proyección ética y política que hoy casi podemos dar por
desaparecida, incluso si apelamos a la deriva experimentada, en el
pasado siglo, de los modelos que impulsara el krausismo. Al
humanista en general, cualquiera que sea el territorio de su
lengua, y al hispanista en particular, se le exige constantemente
que dé señas de utilidad y productividad, pervirtiendo así no solo
la esencia misma de su tarea académica, sino la del mismo lenguaje.
De este modo, la originaria búsqueda de la excelencia con la que se
identificó el concepto de dignidad se ha trastocado de tal modo,
que la que atañe a las Humanidades apenas se dibuja como reliquia o
vestigio, y siempre en clara desventaja académica con la ciencia,
como si aquellas no formaran parte de esta. También habría que
considerar la relación inversamente proporcional entre medios y
fines en cuanto se refiere al exceso de información y a la
burocratización académica que apenas deja resquicio a la
investigación propiamente dicha o al sosiego debido en la
docencia.
No deja de ser curioso además que
dichas Humanidades, para justificar su existencia, deban revestirse
de manera que parezcan ciencias, y mejor si son aplicadas o
tecnológicas, obligando a un esfuerzo añadido, parejo al que en el
Siglo de Oro tuvieron que hacer algunos oficios para llegar a
formar parte del panteón de las artes liberales. El realce de una
disciplina, por su vecindad o parangón con otra, viene de antiguo.
Ya Vegecio fundamentaba la dignidad de su Mulomedicina argumentando
que, “igual que los animales ocupan el rango siguiente al
hombre, el Arte veterinaria va detrás de la Medicina”, aparte
de considerar que los caballos suponían un apoyo sustancial en la
guerra y en la paz (16). Pero si de esa perspectiva se deducen
consecuencias graves en los programas educativos y en la promoción
de sus enseñanzas, sería poco razonable pretender que la enemiga de
las Humanidades fueran las ciencias en su sentido moderno, toda vez
que la pobreza intelectual suele ir de la mano de cualquier
disciplina. La identificación del progreso con los saberes, ¿acaso
no corresponde por igual a la física, la biología o la medicina que
a la historia o a la lingüística? (17).
La larga lucha por la enseñanza de
las lenguas clásicas, y no digamos por la de aquellas que se salen
del canon occidental y que son de suyo las más desfavorecidas, se
extiende ahora como un torrente imparable que arrastra, en oleadas
sucesivas, los períodos históricos para desembocar en el ancho mar
del presente inmediato, dejando apenas pequeños vestigios en el
delta de la acronía o en la indeterminación de unos estudios
culturales y hasta patrimoniales mal definidos. ¿Arderá de nuevo la
Biblioteca de Alejandría, es decir, el símbolo de la transmisión
del saber, la continuidad de la cultura, desde la antigua Grecia en
adelante y junto a ella la herencia renacida con el Humanismo? (18)
La respuesta, sin embargo, no parece residir en las bien
abastecidas bibliotecas, multiplicadas por el ancho mundo y aun
virtualizadas por doquier y sin discreción alguna, sino en la falta
de continuidad que amenaza a los estudios mismos y a la cadena
formada por quienes los imparten y reciben. El peligro, por tanto,
no está solo en que los libros desaparezcan, sino en el uso que se
haga de los mismos y hasta en la incapacidad de entenderlos, ahora
que las bibliotecas (en paralelo con las editoriales y las
librerías) se plantean la necesidad de relegar al ostracismo
aquellos volúmenes que estén fuera de uso o encarezcan su
almacenamiento.
Por otro lado, no deja de ser
paradójico que cuando la investigación humanística en español
alcanza niveles equiparables a los de otras lenguas y cuando el
Hispanismo crece constantemente en números redondos por los cinco
continentes, el panorama de la enseñanza básica de la lengua y de
la literatura españolas en España sea cada vez más desolador. En la
cadena de los saberes, roto cualquiera de sus eslabones, cabe
preguntarse si es posible empezar luego de nuevo con un
“decíamos ayer”. Pensemos en la quiebra del Centro de
Estudios Históricos tras la Guerra Civil, o lo que supuso, en sus
países de origen, la diáspora obligada de intelectuales
hispanoamericanos durante el pasado siglo (19). En ocasiones, no
parece sino que se repite al pie de la letra la afirmación de Juan
Maldonado cuando hablaba, en su Paraenesis ad litteras (1529), del
contraste entre las tinieblas a las que parecían abocados
“los ingenios hispanos”, por el descuido de su
enseñanza, y la que ofrecían los demás países, instando a una
regeneración de los estudios; pues, como él mismo añadía, “no
hay arte, ni disciplina que no se resienta del daño causado en la
primera enseñanza” (20). Maldonado deseaba además un
aprendizaje de las buenas letras, que, al igual que el endecasílabo
junto al Generalife, venía otra vez de la mano de Andrea Navaggero,
tras un diálogo en Burgos a la sombra del Emperador y presidido por
el amor a las mismas. Su defensa apelaba además al goce y hasta al
consuelo que se desprendía del estudio de las disciplinas, aparte
de constatar su utilidad para la formación civil y para abrirse
camino en la vida. Con ella, se adelantaba a Gracián, cuando decía
en El Criticón que las lenguas son las llaves del mundo.
Presupuesto que también compartiera, entre otros, Francisco Decio
en su Oratio ante el jurado valenciano, donde consideró la dignidad
de la filología como llave para acceder al conocimiento de las
demás disciplinas (21). Claro que tan elevadas consideraciones se
desvanecen ante el dominio presente de los medios audiovisuales,
cuya amenaza ya sintiera Pedro Salinas en su Defensa del lenguaje,
al verlo reducido a “tirillas” ilustrativas.
Los antes bien hadados
La irresistible ascensión del
castellano en la actualidad no debe ser meta sino camino que lleve
a su consideración como lengua de cultura en contacto con las otras
muchas con las que dialoga y convive, enriqueciéndose mutuamente.
En este sentido, la vindicación de las letras y las artes
hispánicas así como su digna ubicación canónica no se lograrán
debidamente sin el necesario coloquio, a todos los niveles, con las
demás culturas. El Hispanismo, como verdadero Humanismo, exige
presencias compartidas y traducidas que, al igual que en la Fabula
de homine de Juan Luis Vives, permitan representar bien el papel de
cada uno en el gran teatro del mundo, aunque ello ya no permita
sentarse junto a los dioses. Esa idea de universalidad, a la que
apelaran Marsilio Ficino y otros humanistas, es además consecuente
con el origen mismo de la idea de dignidad del hombre que Pico
tomara de Ibn Al-Muqaffá, concibiéndolo como un ser indefinido, sin
casa fija, proteico y camaleónico, pero capaz de elegir e ir
haciéndose libremente a sí mismo (22).
La dignidad de la Filología a la que
apelara Leo Spitzer siempre fue unida a la del resto de las
disciplinas, a las que servía como madre nutricia. Así lo
entendieron Gutiérrez de los Ríos en su Noticia general para la
estimación de las artes (1600) o Velázquez en Las Meninas, y así lo
refrendaron Lope y Calderón en sus deposiciones a favor de una
pintura parangonada con las viejas disciplinas del trivium y que
cabía considerar mucho más que oficio. El lenguaje de las artes
plásticas, como el de la música, hacía más sencilla además esa
universalidad que también es evidente en nuestros días. Pese a
ello, la entraña filológica del Humanismo no debe ser subestimada,
pues de las ciencias del lenguaje, e incluso de su necesidad de ser
traducido, surge el lenguaje de las ciencias en todo su ancho
espectro. Feliz comunión de res y litterae, palabras y cosas, como
las que conformaron el Discurso de las letras humanas llamado el
Humanista (1600) de Baltasar de Céspedes (23). Claro que la
maternidad y hasta la paternidad de los saberes es también
aleatoria, pues Juan de Pineda recogía el lugar común que concedió
a la filosofía el origen de los mismos. Sin embargo, en ese y otros
sentidos, no cabe hablar hoy de primacía alguna de una disciplina
sobre otra, sino de la necesidad de contacto entre todas ellas,
alterando esa vivencia actual en compartimentos estancos, sin
apenas relación y desgajadas de su esencia histórica.
No es por ello extraño que la figura
de un humanista como la del portorriqueño Esteban Tollinchi,
recientemente desaparecido, sea invocada por Mario Vargas Llosa (El
País, 31- XII- 2006) como una auténtica rareza, equiparable a la de
aquellos intelectuales rusos del XIX, recordados por Isaías Berlín,
que mostraban una admiración sin tasa por la Europa occidental, no
muy distinta a los afanes de Eugenio Asensio cuando estudiaba a los
formalistas en su lengua original. Tollinchi “leía en nueve
lenguas, entre ellas el griego clásico y el latín, y, además de la
Filosofía, que era su especialidad y la materia de su cátedra, se
apasionaba por la historia, la literatura, la filología, la
antropología, el arte y, en general, todas las manifestaciones del
saber humanístico”. Abrumadora cita, sin duda, que remite
casi a un imposible, dada la actual fragmentación y hasta
atomización de los saberes, sin olvidar cuanto supone el
reduccionismo local, la masificación y la dificultad de hacer
compatible un alto nivel de especialización de las materias con la
universalidad del conocimiento. Cuadratura del círculo, que, en el
campo de la creación artística y literaria propiamente dichas, han
podido alcanzar afortunadamente, eso sí, algunos argentinos,
colombianos o andaluces universales, gracias a cuya preeminencia la
cultura hispánica tiene nombres propios que añadir a su pasado
glorioso.
Ponle su esquila de labrado
estaño
Por otro lado, cabría recordar el
casi olvidado fundamento de los Studia humanitatis, que Cicerón
vinculara en el Pro Archia al desarrollo moral del ser humano, a
esa educación para la virtud a la que apeló Vergerio y que hoy se
consideraría vocablo extemporáneo, ajeno a cualquier concepto de
utilidad desprendido de los mismos. No olvidemos además que las
artes calificadas de liberales lo eran por cuanto implicaban de
hacer el bien graciosamente y sin esperar recompensa alguna. Tales
presupuestos, aplicados al Humanismo actual o más precisamente al
Hispanismo, exigirían desde luego ser atendidos en su diversidad,
pero también en su desequilibrio respecto a los muchos lugares del
mapa en los que habita. Lo que, más allá de “la retórica
divina”, obliga (también con palabras de Rubén Darío) al
logro de “una celeste unidad” que haga compatibles
“los mundos diversos” con “los números
dispersos”, o lo que es lo mismo, a un reparto más justo
entre la dignidad y la miseria que arrastran las Humanidades en un
mundo tan violento y tan desigualmente repartido.
Tarea difícil, donde las haya, sobre
todo porque, como ya advirtiera Toynbee, a las Humanidades en
general les afecta el impacto de la democracia sobre la calidad de
la educación, al generalizarse y masificarse sus enseñanzas.
Problemas que ya se planteó la UNESCO en 1953 (Humanism and
Education in East and West, 1953) y que están lejos de resolverse
en los tiempos presentes, sometidos a un alto proceso migratorio y
al impacto que han supuesto las nuevas tecnologías en la galaxia de
Gutenberg (24). Revuelto panorama en el que todo puede justificarse
y hasta sacar provecho, pues ya lo decía Alan Bloom: “Las
Humanidades son como aquel gran rastro parisino de los viejos
tiempos, donde, entre grandes montones de chatarra y baratijas, la
gente con buen ojo siempre encontraba algún tesoro que le hacía
rico”(25).
En ese capítulo, cabría considerar
también a quienes sostienen la gran casa de las Humanidades y
transmiten sus conocimientos, habida cuenta de que, como aseveraba
López de Montoya en el Libro de la buena educación (Madrid, Viuda
de P. Madrigal, 1595, p. 311): “Es de más importancia ser
discípulo de buen maestro que hijo de buenos padres”. Pero
esa comunicación y hasta centella que dicho maestro debe encender
en la lumbre del alumno, alimentada por humanistas como Nebrija o
Vives, requeriría hoy también toda una reflexión escéptica y
antidogmática pareja a la de Sexto Empírico en su libro Contra los
profesores. Y no tanto para refutar las disciplinas, los métodos y
las materias, sino como revulsivo contra la inacción, porque, a
veces, “más que escasez de medios, lo que hay es miseria de
voluntad”. Así pensaba Santiago Ramón y Cajal, autor de la
Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados
(1897-1904), y cuyas tres “manías” fueron: la
literatura, la gimnasia y la filosofía, cuando creía en el milagro
del entusiasmo y la perseverancia.
Los tónicos de la voluntad
En sus Reglas y consejos sobre
investigación científica. Los tónicos de la voluntad, Cajal hablaba
de cómo compaginar una amplia cultura sin enciclopedismos con la
necesidad de especialización, apoyándose en el manejo de las
lenguas (que por aquel entonces, eran cuatro para la ciencia:
francés, inglés, italiano y alemán), así como en el dominio de los
métodos y en la búsqueda de lo nuevo (26). Allí hablaba además de
los maestros enfermos de la voluntad: contemplativos, diletantes,
megalófilos…, como si retomara el camino moratiniano de La
derrota de los pedantes, planteando también la necesidad de medios
adecuados, tanto materiales y profesionales como familiares, para
poder lograr avances en la investigación. En dicho proceso, Cajal
incluía además los deberes concernientes al estado y la necesidad
de romper estructuras paralizantes que permitieran una visión
internacionalista alejada de localismos culturales. Todo ello
apoyado en constantes lecturas de Voltaire, Montesquieu, Newton,
Rousseau, Kant, Hegel, Schopenhauer, Marx, Engels o Baltasar
Gracián, que, como ocurre en su novela El pesimista corregido,
aunque le llenaron de escepticismo, no le hundieron sin embargo en
su tarea de investigador. Esta consistía para él en “un poema
vivo de acción intensa” en el que había que seguir trabajando
siempre. Perspectiva que tal vez permita entender mejor hoy la
verdadera dignidad del oficio elegido dentro del arco de las
Humanidades, a sabiendas de las muchas dificultades que conlleva y
de que la llamada tragedia de la cultura ya no debe entenderse como
derrota, sino como un conflicto que conviene señalar y hasta
denunciar, aunque no se prometa su solución inmediata (27).
A.E. - Universidad de
Zaragoza
Notas:
(1)Mapa del Hispanismo, coord. por A.
Egido, Boletín de la Fundación Federico García Lorca, 33-34, 2003,
y Boletín de la Asociación Internacional de Hispanistas 1-14,
1994-2006.
(2)Ed. de José Carlos de Torres,
Barcelona, Plaza y Janés, 1985, p. 89. Y véase también Josep Alcina
i Clota, Humanismo y filología, Ripoll, 2003.
(3)Carta sobre el Humanismo, Madrid,
Alianza, 2000. Y véase Ernesto Grassi, Heidegger y el problema del
Humanismo, Barcelona, Anthropos, 2006.
(4)Véase nuestro trabajo La dignidad
de las Humanidades y Baltasar Gracián, Universidad de Salamanca,
2001 e Insula, LVIII, 674, 2003.
(5)Francisco Rico, El pequeño mundo
del hombre, Barcelona, Destino, 2005, pp. 107, 285 ss. y 297 para
la bibliografía.
(6)Juan Alcina Rovira, Juan Ángel
González y la “Sylva de laudibus poeseos” (1525),
Universidad Autónoma de Barcelona, 1978, p. 95.
(7) “Orígenes del
Humanismo”, Introducción al Humanismo Renacentista, ed. de
Hill Kraye, Cambridge University Press, 1998, p. 20.
(8)Erwin Panofsky, Renacimiento y
Renacimientos en el arte occidental, Madrid, Alianza 2001, p.
81.
(9)Anthony Grafton, “La ciencia
moderna y la tradición del Humanismo”, Introducción al
Humanismo Renacentista, ed. cit., p. 246
(10)Luis Gil Fernández, Panorama
social del Humanismo español ( 15001800), Madrid, Tecnos, 1981, y
Aldo Scaglione, The Liberal Arts and the Jesuit College System,
Ámsterdam-Philadelphia, John Benjamin, 1986.
(11)D. M. Bono, Cultural Difusión of
Spanish Humanism in New Spain. Francisco Cervantes de Salazar,
Nueva York, Peter Lang, 1991.
(12)Francisco Rico, El sueño del
Humanismo. De Petrarca a Erasmo, Barcelona, Destino, 2001, pp.
166-7.
(13)Ed. de José López de Toro,
Madrid, CSIC, 1943, p. 231 y pp. 73ss.
(14)Ib.p. 78.
(15) “La dignidad del ser
humano, dignidad de nuestra profesión”, Hispania, 59, 1976,
pp. 5-10.
(16)Medicina Veterinara, ed. de José
María Robles, Madrid Gredos, 1999, p. 77.
(17)The Identification of Progress in
Learning, ed. de T. Hägerstrand, Cambridge University Press, 1983,
y Samuel C. Florman, Engineering and the Liberal Arts. A
Thecnologist´s Guide to History, Literature, Philosophy, Art, and
Music, NuevaYork, MacGraw Hill, 1968.
(18)F. Rodríguez Adrados, opus cit.,
p. 115.
(19)Joaquín Xirau, “Nobleza
obliga” (1942), Obras Completas II. Escritos sobre educación
y sobre el humanismo hispánico, Barcelona, Anthropos, 1999.
(20)Eugenio Asensio y Juan Alcina
Rovira, “Paraenesis ad litteras”. Juan Maldonado y el
Humanismo español en tiempos de Carlos V, Madrid, FUE, 1980, p.
146.
(21)Francisci Decii Valentini de re
literaria asserenda Oratio ad Pratres Juratos/ Senatumque
literarium Lucalibus ipsis publice habita Valentie. Anno MDXXXIIII
(BN. R/ 27302).
(22)Giovanni Pico Della Mirandola,
Discurso sobre la dignidad del hombre, ed. de Pedro Quetglas,
Barcelona PPU, 1988.
(23)Mercedes Aguirrezábal, El
Humanista (En torno al “Discurso de las letras humanas
llamado el Humanista” de Baltasar de Céspedes, Universidad de
Sevilla, 1995.
(24)A. Rodríguez Celada, Las
Humanidades en las sociedades modernas, Universidad de Salamanca
1991 y O. Tacca, Humanismo y educación, Santa Fe, Universidad del
Litoral, 1961.
(25)The Closing of the American Mind,
Nueva York, Simon & Schuster, 1987, p. 371.
(26)Madrid, Espasa Calpe, 1991.
Yvéase José María López Piñero, Ramón y Cajal, Barcelona, Salvat,
1985.
(27)E. R. Cassirer, Las ciencias de
la cultura, México, FCE, 1951, pp. 157 ss.
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