INSULA

Cumbre y abismos: las antologías y el canon
Número 721-722. Enero-Febrero 07

 
 

Marta Palenque / Cumbre y abismos: las antologías y el canon


 

Como cualquier obra realizada por el hombre, la historia de la literatura es una sucesión de elecciones y olvidos. Incluso los textos o manuales que más pregonan su objetividad científica son fruto de un proceso de revisión y selección que implica subrayar unos nombres y minimizar u obviar otros. Cada época elige a unos autores, cada crítico prefiere unas lecturas. Desde la Guirnalda de Meleagro pasando por los Cancioneros medievales hasta las Flores de poetas ilustres, de Pedro de Espinosa, la Floresta de rimas antiguas castellanas de Juan Nicolás Böhl de Faber o la Antología de poetas líricos castellanos, magno proyecto de Marcelino Menéndez y Pelayo, han sido sin duda las antologías poéticas las más numerosas y polémicas en un creciente proceso cuantitativo que tiene como epicentro el siglo XX, cuando se ha desarrollado una pulsión antológica (tomo la expresión de Nadine Ly) que ha dado lugar a un elevado número de selecciones orientadas por muy dispares criterios. El término usado desde antiguo para designarlas (centones, álbumes, florilegios, tesoros, romanceros, joyas, parnasos, modelos, pensiles, ramilletes, primaveras, vergeles, analectas, crestomatías, divanes, silvas, panoramas...) podría ya ser materia de reflexión teniendo en cuenta el distinto sentido, valor y alcance que presuponen. A diferencia de las recopilaciones anteriores al siglo XVIII, que establecían sobre todo modelos para la imitación, las antologías modernas ofrecen muestras representativas de la historia literaria, ejemplos de la estética de un grupo o una tendencia.

El relevante papel desempeñado por las antologías en la consolidación y difusión del canon literario las ha convertido en pilares básicos del estudio de la historia de la literatura. Parece evidente la interdependencia entre Canon, Historia de la Literatura y Antología; como escribe Alfonso Reyes, toda historia presupone una antología y al revés. Tienen, por otro lado, un destacado papel como medios de difusión, al permitir el acceso a los textos a un lectorado más amplio que necesita de la orientación que significan determinadas colecciones (aquellas que ofrecen lo mejor de una época, las cumbres de una literatura). Funcionan a manera de museos, permiten conocer el cambio del gusto y entrever las poéticas dominantes e incluso a los jefes de un momento; son depósitos textuales, archivos de épocas y tendencias, muestrarios de las líneas o campos de fuerza de una determinada cultura (Bourdieu). 

En el siglo XX y hasta hoy, el interés por las compilaciones poéticas desborda con creces los límites de la filología, la historia literaria y la enseñanza para ser moneda y mercado, campo abierto para el enfrentamiento entre grupos, estéticas o tendencias. La guerra de las antologías se abre con títulos como el Florilegio de poesías castellanas del siglo XIX (1902-1903), de Juan Valera, La Corte de los Poetas (1906), de Emilio Carrere, o Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana (1908), de Marcelino Menéndez y Pelayo, e incrementa su carácter bélico en la década de los treinta, con las colecciones de Gerardo Diego, que —sobre todo la primera: Poesía española. Antología 1915-1931 (1932)— ocasionaron una lucha encarnizada en la que poetas, críticos y lectores manifestaron sus aquiescencias y rectificaciones. Nada es inocente en una antología, ya que toda presencia implica una ausencia. Frente a la historia literaria, ofrece un canon más fluido y cambiante en la medida en que, como texto, se renueva y suma nuevos títulos de forma más recurrente. De aquí su mérito y también su peligro y poder, porque, al mismo tiempo que unos nombres se ven elevados, otros se ocultan, olvidan o desechan. También pueden ser engañadoras o felices en lo concerniente a la reproducción de las composiciones. Como aclara Claudio Guillén, las antologías no sólo eligen poemas, crean un nueva obra (son, pues, categorías intertextuales), de tal manera que tienen la capacidad de crear y manipular, incluso traicionando la esencia del texto que, fuera de su conjunto o combinado con escritos de distinta procedencia, deriva en un sentido nuevo, tal vez incluso divergente del originario. La selección indica una apropiación interesada y ésta se ejerce igual con respecto a libros de poemas y poemarios; en cualquier caso, fragmentos de una unidad textual mayor. El criterio del compilador de turno (mejores modelos por su calidad, valor docente, ideología, carácter testimonial o ejemplos idóneos para entender un momento histórico- literario...) es, así, decisivo y a veces no siempre queda explícito en las colecciones que llegan al mercado. La intención deriva a veces de la calidad del sujeto: profesores, críticos, poetas, lectores, editores... Inmensa autoridad y enorme responsabilidad la de los compiladores, bajo cuyo criterio tantos poetas se han convertido en autores de uno, dos, tres poemas, relegando el resto de su producción. Cada repertorio propone una visión de la obra de un autor, que, a veces, pretende recoger testimonios del conjunto de sus libros o sus maneras, pero que puede pronunciarse por una parcela, un influjo, una actitud, prefiriendo una visión parcial o sesgada argumentando criterios estéticos o meramente subjetivos.

De una u otra forma, son productos destinados a la polémica. Al fin y al cabo, no se trata de discutir acerca del sexo de los ángeles, sino en torno a conceptos tan cambiantes como calidad estética, valor ideológico, utilidad docente... (distintos en cada momento y a partir de cada punto de vista), así como a cuestiones más materiales: influencia, prestigio, dinero, ventas... Un canon literario —parafraseo a José-Carlos Mainer— está compuesto por los nombres que constituyen los cimientos de las líneas de fuerza de una literatura, y esto en todos los sentidos. Las historias de la literatura y las antologías crean muchas veces grupos, escuelas o generaciones, concepto este último hoy en entredicho y casi obsoleto por haber sido usado (como las antologías) para dejar en tierra de nadie tantos nombres. Quedar fuera o dentro de las antologías y ser incluido o no encajar en los límites de una generación equivale al ser o no ser, a llegar a los lectores o ser un desconocido, un marginado. No es extraño que tantos poetas contemporáneos hayan protestado con acritud ante la forma en que su obra aparecía en los textos antológicos, ni que se hayan organizado contra-antologías para contestar, corregir o negar. La casi nula presencia de voces femeninas en los índices de gran mayoría de series del XX es un ejemplo notorio; las reunidas en los últimos años han adquirido por ello un necesario tono reivindicativo que esperemos sobre algún día.

En torno a la poesía española de las últimas décadas se ha desatado una compulsión antológica sorprendente, ¿testimonio de la vitalidad de la lírica?, ¿anuncio o refrendo de la existencia de grupos o estéticas diversas o enfrentadas?, ¿ejercicio de control mediático y de visibilidad cara al mercado?, ¿afirmación de tendencias marginadas por su adscripción regional?... Vicente Luis Mora comenta la confusión creciente que aqueja a los poetas españoles, particulares hamlets que dudan entre el ser y el estar, de lo que culpa a las antologías, que él propone llamar «ontologías», pues subrayan el nacimiento de un nuevo grupo, vindican la labor de una región deprimida frente al poder de las grandes capitales culturales (Madrid y Barcelona) y dan sentido a la existencia de autores al ponerles en relación con un grupo que les presta señas de identidad. ¿Hay una relación cualitativa entre figurar en las antologías y aparecer en la prensa, en revistas o suplementos, ser objeto de entrevistas e invitado a mesas redondas y conferencias? Los títulos de algunos elencos recientes los asocian con la cultura de masas, con las listas de hit-parades (en actitudes no exentas de ironía con respecto a esta misma situación; por ejemplo, Los cuarenta principales: antología poética, 1975-1994, a cargo de Vicente Sabido, 1999). Este afán clasificatorio parece más propio de filólogos que de poetas (al menos es una equivalencia tópica y muy usada en sentido negativo), sin embargo han sido estos últimos los que han elevado la temperatura antológica de los últimos años. Incluso se han reeditado compilaciones discutidas en su tiempo y que, a manera de archivos y testigos de una época, hoy han pasado a ser objeto de estudio: es el caso del corpus de Diego (1932), los Nueve novísimos poetas españoles de Castellet, y Poesía social de Leopoldo de Luis. (Estos volúmenes se cuentan entre los cinco repertorios más influyentes de la poesía española del siglo XX según una encuesta realizada por la revista Quimera, 228-229, abril 2003, junto a Antología consultada de la joven poesía española, de Francisco Ribes, y Veinte años de poesía española, de Castellet.) Algunas voces (por ejemplo Amalia Iglesias) claman por la vuelta a la inocencia, por la recuperación de una pureza lectora ajena a las taxonomías y proclive a la individualidad de la voz poética frente al grupo. ¿Dónde queda la imagen romántica del escritor aislado, enfrentado a la masa o al vulgo ignaro, marginado y bohemio en el mundo de las antologías? Parece que este retrato no casa con el espíritu de la literatura actual (cuando, sin embargo, la figura del bohemio ha sido recuperada y vindicada en recientes proyectos editoriales). Paradójico momento el nuestro en que admiramos a los bartlebys pero, al mismo tiempo, nos resistimos a permanecer al margen.

Más allá de lo individual o grupal, las recopilaciones del siglo XX han tenido un gran alcance social y político. Si en el XIX se convirtieron (y no me refiero ahora sólo a las poéticas) en motores de consolidación de las literaturas nacionales, luego han sido armas de combate y propaganda durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra, piezas de unión para los exiliados e instrumentos para el afianzamiento de las nuevas nacionalidades peninsulares (lo que para algunos es causa de su proliferación en nuestros días). En aquellas orientadas a la selección de un canon hispánico, la ideología marca los límites desde el marbete inicial: lo castellano o español frente a lo hispanoamericano. (Y Rubén Darío sobrenadando de unas a otras.)

Cambiando el tercio, como forma de composición textual, ¿constituye la antología un género específico? En este sentido hay opiniones contrapuestas; tiendo a creerlas formas particulares dentro del género ensayístico, aunque su diversidad haga difícil concretar sus rasgos definitorios. Antologías de poetas frente a antologías de poemas; en cuanto al criterio base: temáticas, de época, generales, geográficas, de géneros (sonetos, epigramas), de mujeres...; con respecto al modelo: antologías consultadas, con o sin prólogo, con o sin introducciones biográficas o bio-bibliográficas, distintas ordenaciones...; por su contenido genérico: mixtas (mezclan varios géneros) o puras; traducidas o en lengua original; de dispares objetivos: elegir figuras representativas de una época, didácticas, divulgativas...; generales e históricas o grupales-generacionales; exclusivas y de contados nombres o amplias y con vocación plural; de poetas vivos o sólo fallecidos en aras de una supuesta objetividad; en virtud del público: docentes, para lectores no españoles... Etcétera. Apenas si he comenzado a pergeñar la extensa casuística que el género presupone. Todas comparten un propósito común: la selección misma, la elaboración de lo que —en palabras de Antonio Colinas— es un «macrocosmos de microcosmos». Ésta es la base etimológica del vocablo según el DRAE: del griego «anthología», de «ánthos», flor, y «légein», escoger. «Colección de piezas escogidas de literatura, música, etc.». Término que la Academia sitúa en relación estrecha con florilegio: «Colección de trozos selectos de materias literarias». Esta selección implica un valor ponderativo palmario si recordamos la expresión «de antología », que usamos para referirnos a algo destacado, bueno, extraordinario; textos, en definitiva, que merecen ser leídos y recordados, que merecen quedar. Este valor sobresaliente es el criterio expuesto en títulos como Las mil mejores poesías de la lengua castellana (de Bergua); Jorge Llopis dio la vuelta al modelo, en clave de parodia, en Las mil peores poesías de la lengua castellana.

¿Tienen, pues, las antologías un sentido fundamentalmente utilitario, deíctico? ¿Dónde queda el placer de la lectura? Tal vez el buen compilador es el que sorprende al lector ofreciendo textos y autores poco esperados y en una mixtura deliciosa. Así lo creía T. S. Eliot, para quien su verdadero valor residía en su carácter de muestra de poetas menores, aquellos que —fuera de las historias de la literatura— pueden quedar desapercibidos para los lectores. Para Eliot, los grandes, los importantes, no necesitan de la antología: su lugar en la tradición está fijado y es permanente. Los poetas menores, sigue Eliot, ganan tras el expurgo; los mayores, pierden, y demandan el repaso de su obra completa. 

«[L]a antología es el tipo de libro insatisfactorio por excelencia», declaraba Guillermo de Torre, y esto probablemente para todos los implicados (compilador, elegido y lector, aunque en este último caso quedarse con ganas de más es un punto positivo). Si la práctica selectiva se ejerce con respecto a lo cercano, tanto mayor será el descontento. 

En este monográfico se ha optado por una perspectiva diacrónica a la hora de reflexionar y catalogar los repertorios poéticos del siglo XX hasta nuestros días. La intención es ofrecer una panorámica de la sucesión de florilegios y de sus conexiones y diferencias, así como de la evolución del canon mismo de la poesía. Se han sumado otros puntos de vista que atienden a un autor en particular (Juan Ramón Jiménez), al género (antologías de poesía escrita por mujeres), a la lengua (antologías de poesía traducida) y al uso de las antologías en la enseñanza de las letras. Quedan fuera otras posibilidades y perspectivas de estudio que el espacio impide considerar.

Muchas veces las antologías presuponen cumbres, pero conducen a abismos: manipulaciones, celos, críticas, condenas, rencillas... Ya lo decía Miguel de Cervantes en su Viaje del Parnaso: lograr complacer a todos es empresa imposible,

Unos, porque los puse me abominan;
otros, porque he dejado de ponellos
de darme pesadumbre determinan.
Yo no sé cómo me avendré con ellos;
los puestos se lamentan, los no puestos
gritan, yo tiemblo destos y de aquellos. 

M. P.—UNIVERSIDAD DE SEVILLA

 
 
 
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