INSULA Miseria y dignidad del hombre en el Renacimiento. Número 674. Febrero 03
 
 

MARÍA JOSÉ VEGA /
MISERIA Y DIGNIDAD DEL HOMBRE EN EL RENACIMIENTO: DE PETRARCA A PÉREZ DE OLIVA



La miseria de esta vida: el legado consolatorio

Debieron ser muchos los escritos consolatorios antiguos, y no faltan quienes, como Cicerón o Séneca, afirmaban haberlos leído todos, pero apenas si han sobrevivido unos pocos del general naufragio de la literatura pagana clásica. Se han perdido los más famosos, como el De luctu de Crántor o la Consolatio que habría escrito Cicerón para mitigar la tristeza tras la muerte de su hija, aunque conocemos testimonios que los magnifican y algunas de sus sentencias se han transmitido en la literatura posterior. En el Renacimiento perviven, de este género, un diálogo, el Axiochus sive de morte, que se atribuía a Platón; las tres consolaciones de Séneca (a las que han de añadirse algunas cartas a Lucilio), y la Consolatio ad Apollonium, que se creyó de Plutarco, y que reúne ejemplarmente muchos ecos de otras consolaciones perdidas. Restan también textos entendidos como consolatorios o que se convirtieron en fuente de este género —como las Tusculanas de Cicerón o los tratados sobre la tranquilidad del ánimo de Séneca y Plutarco (1)—. El pseudoplatónico Axioco, en el que Sócrates conforta al personaje que da nombre al diálogo y cuya muerte está próxima, tuvo una presencia singular en la literatura del Renacimiento. En él, Sócrates pretende convencer al moribundo de que la muerte no es terrible y, para ello, expone con detalle una larga relación de las miserias de esta vida terrena. Señala luego que si la muerte es una caída en la insensibilidad, no ha de causar espanto, pues el cuerpo no constituye al hombre; enumera a continuación los males de la vida en correspondencia con cada una de las edades y oficios, y se refiere más tarde al descontento que todos tenemos con nuestra suerte. Desarrolla al fin una idea que atribuye a Pródico: los vivos no pueden temer la muerte, pues aún existen; tampoco los muertos, puesto que, al no existir, nada les afecta. Axíoco, sin embargo, sólo logra confortarse cuando Sócrates habla de la inmortalidad del alma y describe los gozos de la vida ultraterrena, las delicias que aguardan a los justos y los tormentos que se reservan para los impíos.

En las letras del Renacimiento, el Axíoco tuvo un lugar relevante, ya que se entendió como un diálogo platónico que versara sobre el tema de contemptu mundi. A las traducciones latinas, castellana y francesa se sumaron algunas adaptaciones y versiones de éxito, como la de Dolet, y quizá por ello pudo Pierre Boaistuau celebrar la obra al modo cristiano, como un diálogo sobre la mort et mepris de ceste vie caduque, y a Platón como el sabio que más divinamente ha filosofado sobre las calamidades humanas, hasta el punto de que muchos de los que lo leyeron «se precipitaban de lo alto de las peñas y de las montañas en los ríos y ondas impetuosas», para acabar así con esa vida de desdichas (2). El Axíoco permite una lectura cristiana, como un tratado sobre el desprecio del mundo, como un catálogo de miserias, como un ars moriendi, como una exaltación tan elocuente de la inmortalidad del alma y de la felicidad eterna que acababa por convertirse en una paradójica invitación al suicidio: la vida humana no es más que peregrinación; el alma, encerrada en el cuerpo, ansía su habitación celeste, y el abandono de este mundo es un ventajoso trato en el que el hombre trueca un mal perecedero por un bien durable.

A las desdichas de todas las edades y estados, y a la volubilidad de la fortuna, acudía también la Consolatio ad Apollonium, con un propósito semejante, y la Consolatio perdida de Cicerón debía contener un extenso catálogo de miserias, o referirse a ellas de forma sobresaliente, pues así lo recuerda, por ejemplo, San Agustín (vitae huius miserias lamentatus est Cicero in Consolatione...) (3). Los textos capitales de la tradición consolatoria contienen, pues, una enumeración de las desdichas del hombre, con el fin de hacer más aceptable la muerte, que no es, en efecto, tan terrible si la vida que se abandona no es más que una sucesión de infortunios. A la debilidad del cuerpo —a la morbilidad y fragilidad de la carne— le acompaña la debilidad del entendimiento, la flaqueza de las determinaciones y la multitud de las pasiones y los vicios. A la infancia desvalida le siguen una adolescencia inexperta, una juventud concupiscente, una madurez avara y una vejez infame.

De esta tradición proceden también algunas de las máximas más celebradas del pesimismo griego, como la sentencia sapientísima de Crántor, que entiende la vida como castigo, y que estima que es mejor no nacer (optimum non nasci) o, en su defecto, morir temprano (deinde citius mori); o como las palabras de Sileno, que cifran el destino de las criaturas efímeras en la infelicidad y la pena. La enumeración de los males de la vida se equilibra, no obstante, con la meditación sobre la extensión y universalidad de la muerte y sobre la futilidad de los bienes de fortuna, y con la terapia del dolor extremo e inmoderado mediante la consolación misma, que es medicina animi, y comparable a los fármacos que alivian los dolores del cuerpo.

Y a pesar de la inmortalidad del alma o (en los textos consolatorios cristianos) de la esperanza de la resurrección y la felicidad eterna, la tradición consolatoria transmite una visión extremadamente pesimista de la vida del hombre. Así, por ejemplo, cuando Séneca, en la Consolatio ad Marciam (Ad Marc., 11.3-5), se pregunta «qué es el hombre», responde que es un cuerpo débil y frágil, desnudo e inerme por naturaleza, pasto de cualquier fiera, necesitado de auxilio y sometido a los ultrajes de la fortuna. Está compuesto de tejidos delicados y fláccidos, hermosos sólo por fuera; es incapaz de soportar el frío o el calor, el ocio y la fatiga. Es temeroso de sus propios alimentos, que si son pocos lo ajan y si excesivos lo enferman; es asustadizo, vicioso, inútil, ansioso por su salud, preocupado siempre por sí mismo. ¿Cómo nos maravilla su muerte si todo lo que le es indispensable para vivir le es también letal? Allá donde va, tiene conciencia de su fragilidad: no soporta los cambios de clima, ni un soplo de aire, ni el agua no acostumbrada, y el más pequeño accidente le causa un mal extremo. Es pues un animal despreciable, el único que entra a la vida con llanto, y el que quizá por ello tanto se esfuerza en olvidar su condición.

El legado de los contemptores mundi

Ahora bien, los lectores renacentistas no sólo disponían del rico arsenal de desdichas que procura la literatura consolatoria clásica. En la tradición penitencial cristiana y, sobre todo, en la literatura de los contemptores mundi de los siglos xii y xiii, podía hallarse una reflexión no menos sombría sobre la miseria del hombre. Obras como las de Pedro Damián (Apologeticum de contemptu saeculi), Hugo de San Víctor (De vanitate mundi et rerum transeuntium usu), Anselmo de Canterbury (Exhortatio ad contemptum temporalium) o San Bernardo de Claraval (Meditationes piissimae) invitaban a abandonar el mundo, a despreciar sus vanidades y a despojarse del amor por lo transitorio, acogiéndose al precepto que invita a no amar el mundo, ni las cosas del mundo, pues todo lo que hay en él es concupiscencia de la carne o de los ojos, y soberbia de la vida (4).

Ahora bien, esta depreciación de las cosas del siglo no implica necesariamente el envilecimiento total del hombre. En el De vanitate mundi, por ejemplo, Hugo de San Víctor contraponía la excelencia de la naturaleza humana a la bajeza de las cosas terrenas; y en el Carmen de contemptu mundi, Roger de Caen recordaba que para el hombre refulge la luna, gira el sol en su órbita y se han dispuesto las estrellas; que para él son el día, la noche, el éter ígneo y el orbe de la tierra. ¿Por qué pues —le pregunta— deseas lo pequeño? (Cur parva cupis?). E invita al hombre, que es imagen divina y ciudadano celeste, a no deleitarse en lo perecedero y a no cubrirse con el polvo de la tierra («Non te quae pereunt delectent infima, non te / Caelestem foedet pulvere terra suo»). El tema del desprecio del mundo no comporta pues el tema de la miseria total del hombre, aunque sí el de la bajeza del cuerpo corruptible —frente al alma inmortal—, el de la fugacidad de la vida, el de la volubilidad de la fortuna y el de la vanidad del honor y la riqueza. Por ello, el tratado De miseria humanae conditionis (ca. 1195) de Inocencio III, que tantas veces se ha leído como un texto sobre el desprecio del mundo (y que ha llegado a titularse así), iba un paso más allá que sus contemporáneos. En principio, la obra invita al conocimiento de la naturaleza humana y a la reflexión sobre su vileza como medio para reformar las costumbres del cristiano y, sobre todo, como instrumento contra la soberbia del hombre, que es la raíz de todos los pecados. No obstante, según hacía notar Inocencio en el prólogo, si así se lo pidieran podría muy bien tratar, con igual contundencia, la dignidad de la naturaleza humana, para cumplir así un doble programa que lee en los evangelios, y según el cual Cristo, con su venida, exaltaría al que se humilla y humillaría a los que se ensoberbecen (5). Miseria y dignidad del hombre se presentan así como temas complementarios —no como contradictorios—, o como dos movimientos en torno a un único tema central, el de la humilitas y el de la erradicación de la soberbia.

Es este, pues, el de la consecución de la humildad, el propósito último del De miseria de Inocencio III. Más particularmente —y puesto que la humildad es una virtud difícil— el tratadito propone una meditación que ayuda a cumplir el último de los tres pasos penitenciales que conducen hacia ella, el de la abjectio, esto es, el de la abyección o envilecimiento de nosotros mismos, mediante el conocimiento de nuestra fragilidad y el llanto de nuestras calamidades. De este modo, la miseria hominis se percibe como la cura meditativa de la soberbia, que vuelve al hombre ignorante de su naturaleza y olvidadizo de su pequeñez. Inocencio presenta para ello una revisión tripartita de las desdichas y calamidades de la entrada del hombre en el mundo (ingressus), del culpable decurso de su vida (progressus) y de su muerte y condenación (egressus); y también examina de qué está hecho el hombre, qué hace y qué será de él (de quo factus, quid faciat, quid futurus sit). A la primera pregunta, responde Inocencio que el hombre, nacido para morir, está hecho de polvo, de barro, de cenizas y de sucísimo esperma; a la segunda, responde que acciones malvadas, vergonzosas y vanas; a la tercera, responde con el fuego, la podredumbre y el gusano. El libro se abre así con el nacimiento atroz del hombre y su concepción en el hedor de la lujuria; prosigue con la infancia desvalida y las desdichas de todos los estados; enumera y detalla los enemigos del hombre, las tentaciones y calamidades, las acciones perversas y las perturbaciones del alma, y acomete después la descripción de todos los pecados capitales: concluye al fin con los novísimos, esto es, con el dolor de la agonía, la rigidez y putrefacción del cadáver y con la visión final del horno de fuego que, según quiere el Evangelio de Mateo, le está destinado eternamente a los réprobos.

Es difícil encarecer en exceso la durable influencia de este texto: sobrevive en centenares de manuscritos, fue traducido a todas las lenguas europeas ya desde el siglo xiii, imitado y adaptado en verso y prosa, y continuamente reimpreso.

El díptico inconcluso: los primeros tratados sobre la dignidad del hombre

Pero Inocencio III no sólo dejó su huella en algunos de los tratados sobre la miseria del hombre que se escribieron en los siglos xv, xvi y xvii, como el Liber de vanitate et miseria humanae vitae de Tritemio, Le théâtre du monde (ou il est faict un ample discours des miseres humaines) de Pierre Boaistuau, el Tratado que muestra la vida miserable que padece el hombre de Miguel de Alonsótegui o La cuna y la sepultura de Quevedo (6). También es imprescindible para entender los primeros textos humanistas sobre la dignidad del hombre, que se presentan como respuestas o como complementos (y sólo posteriormente también como confutaciones) del De miseria humanae conditionis. Baste revisar sucintamente los tres casos más tempranos y señalados.

Petrarca incluyó en el De remediis utriusque fortunae un breve diálogo titulado De tristitia et miseria, en el que intervienen dos interlocutores, Dolor y Ratio (7). Cuando Dolor explica su tristeza con una larga relación de argumentos sobre la miseria humana y una enumeración de las calamidades de la vida, Ratio replica que, en efecto, son muchas las desdichas que afligen al hombre, y muchos también los libros que las exponen, frente a la ausencia de obras que hablen de las muchas causas que tiene el hombre para la felicidad: por ello parecen menos presentes o, de algún modo, se nos ocultan. La miseria es conspicua —vendría a decir Petrarca— porque son muchos los textos que la multiplican y que la encarecen. Dolor insiste no obstante en explicar la tristeza que le produce contemplar la naturaleza humana, y reúne para ello, en una rápida enumeración, los argumentos capitales del De miseria de Inocencio (originis vilitas, et natura fragilitas, nuditasque et inopia, et fortuna asperitas, et vitae brevitas, et finis incertus), algunos de los cuales son comunes con la tradición consolatoria. Ratio procede a continuación a explicar —más detalladamente— la dignidad de la naturaleza del hombre, pero sin confutar, en sentido dialéctico, las razones de la tristeza de Dolor, ni la verdad de la miseria humana (miseriam... magnam multiplicemque non nego): enumera más bien otros aspectos que equilibran y anulan los anteriores y que tienen, por ello, un efecto consolatorio. A la miseria se opone la dignitas hominis, y también la foelicitas, puesto que la miseria es una fuente de tristeza y ansiedad. Ratio se presenta como la heredera (en cuanto al fin y naturaleza del discurso) de las Tusculanas de Cicerón y del De tranquillitate animi de Séneca, pero es, sobre todo, portavoz de la antropología cristiana (y estoica), ya que la defensa de la dignidad acude a la creación del hombre a imagen de Dios, según se cuenta en el Génesis, a la Encarnación y la Redención de Cristo, a la gracia salvífica y a la felicidad eterna. El fin expreso de Ratio no es ensalzar al hombre, o hallar la verdad sobre su naturaleza, sino desterrar la tristeza de Dolor, lo que aproxima su texto al género consolatorio. El conjunto del diálogo escapa así claramente a la tradición penitencial, porque la meditación sobre la miseria no está ya al servicio de la humilitas ni de la lucha contra el pecado (8).

Ahora bien, Petrarca emparentó explícitamente esta exposición de la dignidad del hombre con la promesa incumplida que hace Inocencio en el prólogo al De miseria humanae conditionis. En una de sus cartas (Seniles, XVI.9), da cuenta de que el Gran Prior cartujo le había pedido que escribiera un tratadito como el proyectado y no escrito por Inocencio: añade que, en el momento de recibir esa petición, redactaba el De tristitia et miseria, cuya intención era el de erradicar esa tristeza sin causa determinada que llaman aegritudo los filósofos, y que pretendía hacer tal mediante una relación de las causas de la felicidad y un repaso de los argumentos capitales sobre la dignidad del hombre. Esto significa que, de algún modo, Petrarca acepta concebir el De tristitia et miseria en el marco discursivo sentado por Inocencio —esto es, a partir de la tradición penitencial y ascética—, pero también ha de reconocerse que lo «saca», por así decir, de los términos de esa discusión (es decir, del sistema de pecados capitales y de virtudes que se les oponen) al emparentar la miseria con la tristitia y con lo que los filósofos (léase estoicos) llaman aegritudo, que es, por cierto, el término preferido por Cicerón en las Tusculanas.

Pero la petición del Gran Prior cartujo no es la única que un hombre de Iglesia dirige a un humanista para invitarle a escribir el libro de dignitate hominis que Inocencio menciona en su prólogo. El primer tratado cuatrocentista sobre la dignidad humana que merece plenamente ese nombre se ha conservado en una carta manuscrita que el monje benedictino Antonio da Barga dirigió al humanista Bartolomeo Fazio y que debió redactarse hacia 1447 (9). En la apertura da Barga informaba a Fazio de que Inocencio III había escrito, cuando era diácono, un libro en el desgranaba las muchas miserias y vilezas humanas, cuyo prólogo se refería, no obstante, a la posibilidad de disertar sobre la dignidad del hombre, y le rogaba a continuación que él, Fazio, acometiera esa tarea incumplida. Para ello, le procuraba un extenso esquema general (per distinctiones et capitula, señalaba) de lo que habría de ser la obra, y enumeraba los argumentos fundamentales sobre la materia, a la espera del desarrollo y pulimiento último que la elegancia de Fazio —y su buen latín— habrían de conceder al texto definitivo. Este tratadito de Antonio da Barga es intensamente religioso, con citas frecuentes de las Escrituras y los Padres, y con indicaciones ocasionales de las fuentes cristianas —como Lactancio— en las que pueden hallarse exposiciones más copiosas sobre determinados puntos de doctrina. Es posiblemente Pedro Lombardo —al que Antonio no cita— la autoridad singular que procura la inspiración del mayor número de acápites.

La relación de argumentos de dignitate —a riesgo de simplificar— podría dividirse en tres partes: la primera, muy breve, contiene los argumentos relacionados con la creación (y redención) del hombre y su causa final (i. e., la respuesta a la pregunta teológica del cur homo) y, secundariamente, unas indicaciones para zanjar la cuestión angélica (o de la dignidad relativa del hombre y el ángel); la segunda, la más importante y extensa, es una enumeración, con glosas, de las doce beatitudines y los seis gozos de los electos; la tercera, que enlaza con la anterior temáticamente, es una descripción de los tres cielos, de los cuales el tercero o empíreo se identifica con la Jerusalén celeste del Apocalipsis. Por último, insiste el monje, habría de repetirse frecuentemente, y sobre todo en la conclusión del futuro libro, la siguiente exhortación: conoce, hombre, tu dignidad, para que no te enfangues en las cosas terrenas, puesto que las celestes te están destinadas. Es una exhortación no lejana del cur parva cupis de Roger de Caen, o de la invitación de los contemptores a no amar el mundo ni las cosas del mundo, y se funda en idéntico contraste entre la excelencia del alma del hombre y las vanidades del siglo. Y es indicio, sobre todo, de la naturaleza profundamente moral y religiosa del tema de dignitate hominis en las letras humanistas del siglo xv.

Bartolomeo Fazio, en efecto, escribió, muy poco después, un tratado que tituló De excellentia et praestantia hominis, y que parece haberse inspirado —aunque no sin variaciones— en el esquema del monje benedictino (10). Y aunque no menciona a Antonio da Barga, sí recuerda la promesa incumplida de Inocencio III (quod promiserat non praestitisse) y anuncia su intención de escribir un libro sobre la dignidad y prestancia humanas, aduciendo la escasez de escritos sobre esta materia y la gravedad del tema, condigno de la majestad papal de Nicolás V, a quien dedica la obra. Arranca también de la pregunta por la existencia misma del hombre, celebra su posesión de un alma inmortal, se detiene en la cuestión angélica, repasa las implicaciones del acto de la creación en el sexto día del mundo, el dogma de la Encarnación y la Redención de Cristo, y concluye con una extensísima descripción de la felicidad beata de los salvos, que era el tema al que la carta de Antonio da Barga dedicaba más espacio y esfuerzo. Fazio describe además el ornato de la ciudad celeste, la majestad de las esferas, el esplendor del empíreo, el cielo cristalino y las estrellas fijas, hasta llegar a la visión de las sedes angélicas y a la percepción de la paradójica ubicuidad divina. Las dignidades son, en todo caso, dones de Dios, y es la divina providencia quien las otorga al hombre, en el alma y en el cuerpo. La obra termina —al modo de los contemptores, y con Antonio da Barga— exhortando al hombre a no olvidar su excelencia y a no entregarse a la voluptuosidad o a los placeres, y presenta al cristiano como un miles Christi que lucha contra las seducciones del mundo y gana a la postre el premio de la vida eterna. El tratadillo, pues, no guarda el orden de la obra de Inocencio, ni es su reflejo o su inversión: tampoco su confutación. Es posible que la idea de completar el De miseria no esté dictada por un estrecho conocimiento de esta obra cuanto por una estrategia retórica, y, sobre todo, porque así le había sido sugerido por Antonio da Barga, cuyos capituli y distinctiones procuran la plantilla sobre la que se edifica el tratado. No hay, en Fazio, afán polemista, ni percepción conjunta del tema de la miseria y de la dignidad. Su obra parece entenderse como una celebración cristiana del hombre dictada por un propósito moral y admonitorio, y regida por la idea de la recompensa y el castigo eternos. No es pues una exaltación del hombre en esta vida: antes bien, es una vasta reflexión sobre el destino celeste del alma inmortal.

Giannozzo Manetti y la excelencia humana

Sólo el tratado de Giannozzo Manetti sobre la dignidad y excelencia de la naturaleza humana (De dignitate et excellentia hominis, 1452) (11) puede entenderse como una confutación de las tesis de Inocencio y, en general, de la tradición penitencial cristiana, y es en esta obra donde, por vez primera, la miseria y la dignidad parecen plantearse como temas excluyentes y contradictorios. Antonio da Barga y Fazio dicen complementar el De miseria de Inocencio III. Manetti, en cambio, proyecta una extensa exposición, en tres libros, de las perfecciones del hombre en cuerpo y alma, en ingenio, industria y ordenación social, y dedica un cuarto y último libro a refutar a cuantos escribieron sobre las miserias de la condición humana («in quo libro confutaremus que a pluribus idoneis auctoribus de laudatione et bono mortis et de miseria humane vite conscripta fuisse intelligebamus, quoniam illa nostri quodammodo adversari et repugnare non ignoramus») (12). El tratado no completa, sino que contesta abiertamente, la tradición cristiana y sapiencial, veterotestamentaria, pero también la pagana de las consolaciones o la patrística al modo de San Ambrosio (autor, por cierto, de un De bono mortis). El elogio del hombre acude también, ciertamente, a fuentes cristianas, pero no a las fuentes escolásticas de Antonio da Barga —o a las Sentencias de Pedro Lombardo— sino a los hexamerones, y, sobre todo, a la obra de Lactancio, De opificio hominis, que se revelará (como en el Diálogo de la dignidad del hombre de Pérez de Oliva) como una fuente capital de argumentos e imágenes para el elogio del cuerpo y del alma del hombre, de su capacidad para la invención de instrumentos y herramientas y para ordenar y transmitir el conocimiento en artes y disciplinas. Junto a Lactancio, la antropología estoica encuentra en la obra de Manetti un lugar capital: del De natura deorum de Cicerón —que ya había leído Lactancio con aprovechamiento— proviene la celebración exaltada de los bienes que posee el hombre, y de su deleite en la contemplación de la hermosura de las cosas del mundo. De ambos, de Cicerón y Lactancio, el elogio de las manos —que ejercen las obras de la inteligencia—, de las implicaciones teológicas de la estatura erguida o de la belleza de las proporciones del cuerpo desnudo. Como hombres se atrevían los hombres a representar a los dioses, incapaces de concebir una más bella fábrica, dice Manetti: es excelente y digno y admirable el cuerpo mortal y corruptible del hombre, y no sólo por recibir un alma celeste e inmortal, como lo era en la obra de sus predecesores.

No faltan, en Manetti, los argumentos cristianos o de la teología de la imagen (esto es, los que acuden a la creación, la encarnación y la beatitud de los salvos, a la inmortalidad del alma, a los dones de la providencia, y, en general, a la infinita liberalidad del creador para con su criatura): lo singular es que los que se esgrimen en defensa de la dignidad acaban por entenderse como opuestos a los que defienden la miseria del hombre. El libro IV del De excellentia compendia ejemplarmente lo que en el Renacimiento se suma en el vasto acápite de la tradición de miseria hominis: Manetti reúne en el mismo saco a Plinio, que había lamentado en la Historia Naturalis la fragilidad e indefensión del hombre en comparación con el resto de las criaturas, al Séneca de las consolaciones, al Cicerón del libro IV de las Tusculanas, donde se tratan las afecciones a las que está sujeta el alma del hombre, como la angustia, la aflicción o la desesperación; al Crántor del non nasci homini optimum y a la tradición consolatoria; al De bono mortis de San Ambrosio y al Eclesiastés y el Libro de Job, en los que abundan las reflexiones sobre la brevedad de la vida o la vanidad de nuestros trabajos y afanes. Y, sobre todos ellos, es la obra de Inocencio III la que se erige en compendio de miserias y vilezas, y, por tanto, la que Manetti elige como punto de partida para la confutación (literalmente, la elige por juzgarla más apta para su propósito dialéctico: «ad nostrum refellendi et confutandi propositum aptiora fore putabamus», IV, 18).

La lectura de Inocencio III ha cambiado aquí radicalmente respecto de Antonio da Barga y Fazio, que completaban el díptico inconcluso, y también respecto de Petrarca, que no negaba la miseria (a pesar de que, efectivamente, contraponía ya, de forma dialécticamente débil, la antropología epicúrea a la estoica y cristiana). Manetti entiende que la refutación de Inocencio encierra un ideal de vida, que la defensa de las deleitables y óptimas condiciones de la naturaleza humana permite una existencia más alegre y feliz en este mundo, y no sólo el merecimiento de los bienes ultraterrenos. No sólo el alma, sino también el cuerpo es fuente de felicidad: es placentero dormir, descansar, refrescarse, comer y beber, y son aún más extremos los placeres del amor y la cópula. La vida es breve, pero su tiempo basta para vivir con felicidad, con virtud, con aprendizaje de disciplinas y con solaz en el trabajo. Y sólo después de tratar la felicidad del hombre en esta vida, hablará de las condiciones admirables de los cuerpos glorificados, y de la felicidad eterna en la contemplación de Dios.

La de Manetti es, pues, la obra que de forma más decidida, copiosa y exhaustiva defiende la excelencia de la naturaleza humana, en todos los aspectos de la vida y en todas las operaciones del hombre. Y la celebra por encima de lo que hará posteriormente, con argumentos teológicos y escolásticos, Giovanni Pico della Mirandola, que se ocupa, en lo fundamental, del alma, sin referencia alguna —o, en todo caso, no más que fugaz— a la dignidad del cuerpo, de las disciplinas, o de la parte mortal, ponderosa y perecedera del hombre.

Una nota sobre el Diálogo de la dignidad del hombre de Hernán Pérez de Oliva en su contexto

Podría afirmarse pues que en las obras sobre la dignidad del hombre del humanismo italiano domina una intención penitencial y cristiana (que asocia la miseria humana a la consecución de la humilitas, concibe el tema de la dignidad del hombre como su continuación y complemento y lo expone como un desarrollo de los principios de la teología de la imagen y como una glosa de la felicidad eterna de los salvos), o una intención consolatoria (que asocia la miseria humana a la tristeza, o a la aegritudo, y le contrapone la reflexión cristiana y estoica sobre la dignidad del hombre y sobre la misericordia divina). Sólo en el libro IV de Manetti aparece una intención dialéctica, es decir, una contraposición, aunque sea apendicular, de dos visiones del hombre, o, si se prefiere, la presuposición de que la defensa de la dignidad del hombre basada en la antropología cristiana y estoica exige una confutación de los argumentos —extraordinariamente varios— sobre la miseria del hombre, que se derivan tanto de la antropología epicúrea cuanto de la tradición sapiencial o de la consolatoria (13).

En este contexto, y en esta tradición, puede apreciarse más cabalmente la singularidad del Diálogo de la dignidad del hombre (antes de 1531) de Hernán Pérez de Oliva, si se la juzga, eso sí, sin la continuación que para ella redactó Francisco Cervantes de Salazar. Reúne Oliva, con singular economía, los argumentos epicúreos sobre la miseria humana frente a los cristianos y estoicos sobre la dignidad, y los reúne dialécticamente, como una disputa entre dos visiones irreductibles e irreconciliables de la naturaleza humana. Esas dos visiones se miden en idéntico espacio, con una progresión argumental que parecería haberse concebido de forma especular y estrictamente simétrica, y están sostenidas por dos interlocutores que debaten sin jerarquía ni subordinación (no son un maestro y un discípulo, un teólogo consejero y un rey, ni tampoco, en otro orden de cosas, Ratio y Dolor), al modo, más bien del estoico y el epicúreo que oponen —simétricamente y eadem ordine— su concepción del hombre y de los dioses en el De natura deorum de Cicerón. Es además una disputa que se desarrolla en el ámbito de la antropología teológica, sin que aparezca en ningún momento un fin penitencial o un vínculo con el discurso moral cristiano (como en Antonio da Barga y Fazio, o, secundariamente, en Manetti, que también insta al hombre a «imitar a Dios») o con el discurso consolatorio (como en Petrarca), y sin que la cuestión de la dignitas hominis se vincule a un ideal místico o de transformación y contemplación de la divinidad (como en Pico), es decir, sin que la dignidad procure el hilo de un peculiar iter ad Deum. La defensa de la miseria humana en la obra de Oliva no es heredera de la tradición penitencial cristiana (aunque pueda reescribir algunos de sus tópoi), ya que no está al servicio de la consecución de la humilitas, o del cumplimiento de la abiectio, o de la erradicación de la soberbia, y no pretende el contraste entre los bienes fugaces del mundo y la excelsa naturaleza del alma. Tampoco es heredera de la tradición consolatoria, aunque está en estrecha deuda con ella (en la revisión, por ejemplo, de los males de cada edad y de cada oficio y estado), puesto que la reflexión sobre la dignidad humana no se supedita a mitigar la tristeza o aegritudo que suscita la meditación o la experiencia de los males de fortuna o de las calamidades y peligros de la vida. Como muy bien reconoce el interlocutor Antonio, que defiende la dignidad del hombre, Aurelio, el que expone sus miserias, habla y piensa «como Epicuro». No como Inocencio, con la miseria penitencial y ascética, o con la miseria cristiana, sino con la miseria impía, la que supone un Dios cruel o improvidente o, al menos, indiferente ante las minucias de los destinos humanos. Es decir, el Diálogo de Oliva opone dos cosmovisiones coherentes, de las cuales la primera implica la desaparición de Dios (es esta una palabra que nunca aparece en el parlamento de Aurelio), la negación de la providencia divina y la del principio estoico y cristiano de que el universo ha sido dispuesto para el hombre, como un palacio o una casa que se apresta para recibir a un señor.

La singularidad de la obra de Oliva reside también en la vernacularización de una materia que, en las letras anteriores, nunca había salido del severo molde discursivo del tratado o del sermón —o del ámbito disciplinario de la teología o de la filosofía moral— ni, sobre todo, de los estrictos límites de la lengua latina. Frente a Petrarca, Antonio da Barga, Fazio, Manetti o Brandolini, y también frente a Pico, el Diálogo de Oliva está escrito en una lengua vulgar, y carece de consideraciones morales obvias o de exhortaciones a la virtud. Es Oliva quien por vez primera dramatiza la cuestión de la miseria y la dignidad del hombre en las letras europeas vernaculares, y quien la desplaza de su nicho genérico, disciplinario y lingüístico de origen. Es la suya —pese a estar redactada en una lengua vernacular— la más filosófica de las obras sobre la dignidad humana, la de mejor y más nítida organización dialéctica, la que menos se ordena a fines moralizantes, penitenciales y consolatorios y la que presenta la oposición entre la miseria y la dignidad humanas con mayor economía expositiva y elocutiva.

M. J. V.—UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE BARCELONA

(1)  Podrían añadirse una relación de epístolas de contenido consolatorio, como las cartas ciceronianas que versan sobre la aflicción (Ad Fam., 5.16, 5.18, 6.3; Ad Att. 12.10), los libros I y II de las Tusculanae, las epístolas de Séneca a Lucilio de tema afín (Ep. 63, 81, 93, 99, 107) y el diálogo —durante mucho tiempo atribuido a Séneca— De remediis fortuitorum. En verso, se conserva una Consolatio ad Liviam, a veces atribuida a Ovidio, y podrían reinterpretarse como consolationes —aunque de forma algo lata— algunas composiciones de Ovidio o Estacio (Ovidio, Pont. 4.11; Estacio, Syl. 2.1 y 2.6, 3.3, 5.1). Sobre la recepción de la consolación clásica en el Humanismo, vid. G. W. McClure, Sorrow and Consolation in Italian Humanism, Princeton, 1990, pássim.

(2)  Pierre Boaistuau, Le Théâtre du Monde, ou il est faict un ample discours des miseres humaines (1558), ed. de M. Simonin, Ginebra, 1981, vol. II, p. 119.

(3)  De civ. Dei, XIX, 4.

(4)  «Nolite diligere mundum neque ea quae in mundo sunt. Si quis diligit mundum, non est caritas Patris in eo; quoniam omne quod est in mundo concupiscentia carnis est et concupiscentia oculorum et superbia vitae; quae non est ex Patre, sed ex mundo est. Et mundus transit et concupiscentia eius...» (I Jn. 2: 15-16). Una visión de conjunto de la literatura devocional de los contemptores en R. Bultot, La doctrine du mépris du monde en occident de S. Ambroise à Innocent III. I. Le IXe. siècle. Pierre Damien, Louvain, Éditions Nauwelaerts, 1963, y II. Jean de Fécamp. Hermann Contract. Roger de Caen. Anselme de Canterbury, Louvain, Éditions Nauwelaerts, 1964.

(5)  Lotharius Cardinalis, De miseria humanae conditionis, ed. de M. Maccarrone, Lugano, 1955, pról. Vid. Lucas 14:11 («Quia omnis qui se exaltat humiliabitur et qui se humiliat exaltabitur») y Mateo 23: 12 («Quia maior est vestrum erit minister vester. Qui autem se exaltat humiliabitur, et qui se humiliaverit exaltabitur»).

(6)  No en todos. Su influencia es episódica en el De miseria de Poggio Bracciolini, que es un tratado de filosofía moral que pretende fortalecer al sabio frente a los blandimenta fortunae, o en la primera parte del Diálogo de la dignidad del hombre de Hernán Pérez de Oliva.

(7)  Sigo la edición basiliense: Francesco Petrarca, Opera quae extant omnia, Basileae, excudebat Henrichus Petri, 1554. El De tristitia et miseria es el diálogo XCIII del lib. II (pp. 210-213).

(8)  Sobre la miseria como causa de la tristeza de Franciscus, en el Secretum, remito al análisis de Francisco Rico Vida u obra de Petrarca. I. Lectura del Secretum, Padova, Antenore, 1977, p. 208. También en el Secretum, Franciscus confesará a instancias de Agustín que la dignidad del hombre —que se sigue de su filiación divina— es un bien concedido por el altísimo a su criatura (Rico, op. cit., p. 241).

(9)  «De dignitate hominis et de excellentia humane vite». Sigo la ed. de P. O. Kristeller, en apéndice a los Studies in Renaissance Thought and Letters, II, Roma, Edizioni di Storia e Letteratura, 1985, pp. 539-554.

(10)  Bartholomaeus Faccius, De excellentia ac praestantia hominis liber, en [F. Sandeus] De regibus Siciliae et Apuliaes... Paralella Alfonsina sive Apohthegmata Casarum Principumque Germanorum & aliorum Alfonsi Regis dictis & factis memorabilibus, per Antonium Panormitam descriptis, sigillatim opposita per Aeneam Sylvium Piccolomineum... Quibus accedunt Bartholomaei Faccii Genuensis de Humanae vita Foelicitate Liber, ad eundem Alfonsum Aragonum ac Siciliae regem. Item de Excellentia ac Praestantia homini..., Hanoviae, Typis Wechelianis, apud Haeredes Ioannes Aubrii, 1611, pp. 149-168. En esta ed. la obra está dedicada al Papa Pío II.

(11)  Cito por la impecable ed. de E. R. Leonard, Giannozzo Manetti, De dignitate et excellentia hominis, Padova, 1975.

(12)  Manetti, Praef. 5. 28-32; vid. quoque IV, 1. 10-15.

(13)  Hacia 1486, Pico della Mirandola terminó un opúsculo que él llamó ad laudes philosophiae: se trata de la Oratio in coetu Romanorum, cuya príncipe es de 1494, y que sus editores quinientistas tardíos acabarían por titular Oratio de dignitate hominis. El tema de la dignidad humana comparece en el proemio de la Oratio, pero lo hace en términos exclusivamente teológicos, referidos siempre al alma (y nunca al cuerpo del hombre o a su vida en este mundo) y fundados en la doctrina teológica de la participación del hombre en todos los grados del ser y en su capacidad para conocer a Dios y anegarse místicamente en la divinidad. Sobre esta concepción y sus deudas con Ficino, remito al artículo de M. A. Granada en este mismo número.

 
 
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