INSULA Un viaje de ida y vuelta. El canon. Número 600. Diciembre 96
 
 

JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS /
CANON: ¿ESTÉTICA O PEDAGOGÍA?



Desde hace unos dos años en el vocabulario crítico literario se ha hecho omnipresente el término canon, sin duda favorecido por el éxito editorial y polémico logrado por el libro de Harold Bloom El canon occidental (1994) (1), programado como best seller por una editorial comercial, ajena al circuito habitual de los libros académicos, alojados siempre en ediciones universitarias (en las que Bloom había publicado sus anteriores libros, algunos excelentes). Como era de esperar, animado por idénticos aires polémicos y por un cierto mimetismo acrítico de la cultura europea respecto a lo manufacturado en U. S. A., también en España hubo éxito editorial y números extraordinarios de suplementos culturales de los periódicos de mayor tirada. Hubo detractores de Bloom, casi más que partidarios, y creo un fenómeno saludable que en la cultura española se viera esta polémica con cierta distancia y cautela por su aire artificial y, en cierta medida, ajeno a nosotros.

Pero considero que si lográramos zafarnos de aquel mimetismo y de polémicas forzadas, y consiguiéramos imponer un poco de reflexión, esta situación quizá ayude a profundizar sobre el fenómeno de la constitución de la Historia Literaria, sobre los criterios en los que se asienta una tradición, sobre la noción de clásico, sobre el papel de los estudios literarios en las sociedades avanzadas o sobre la docencia de la Literatura en las universidades y escuelas. Todas estas cuestiones se plantean de modo directo o indirecto en el debate sobre el canon y es saludable que se aborden, puesto que el de la Historia Literaria y la Literatura Comparada, que es su fuente de constitución teórica, es territorio lamentablemente poco hollado por la teoría literaria, que ha hecho mucho por los estudios de narratología y muy poco por elucidar las bases de una Historia Literaria construida al modo preciso a la sociedad de hoy.

Bienvenida, pues, la polémica del canon si ayuda a plantear los límites de la propia Historia Literaria y de su enseñanza en la sociedad actual. En ese sentido debe orientarse la cuestión y no en si la lista de autores canónicos la deben formar veintisiete, cien, o si deben ser respetadas las cuotas femenina, negra, hispana, francesa o rusa en tales listas.

Mucha ira y poco estudio

Si me he referido a cuotas de minorías étnicas, sexuales, sociales o nacionales, es porque tal como se ha configurado hoy la cuestión del canon literario no es una cuestión sólo de Teoría Literaria o de Literatura Comparada. No habría merecido la publicación en la editorial Harcourt Brace si el libro de Bloom no viniera precedido por una polémica muy viva en Estados Unidos: la polémica del multiculturalismo, asociada también a la proliferación de estudios sobre minorías étnicas o sexuales o nacionales en las propias universidades, cuyos departamentos de Literatura Comparada se han hecho eco de forma creciente sobre lo que ha recibido el calificativo de cultural studies, uno de cuyos resultados es el predicado de un nuevo equilibrio de fuerzas en la administración del poder en tales departamentos. Asociada inevitablemente a tal reequilibrio, de naturaleza polémica y en muchas zonas crispada, hay también una justificación epistemológica: el necesario reequilibrio pasa por el cuestionamiento del canon estético tradicional de la cultura anglosajona burguesa y el postulado de nuevos cánones estéticos y al correlato que sigue sobre lo «políticamente correcto»: los que representan a tales minorías, hasta ahora desplazadas social y culturalmente.

El libro de Harold Bloom venía a ser una reacción frente al nuevo orden impuesto por las que él llama escuelas del resentimiento, que son quienes han venido a dar fuerza epistemológica a tal desplazamiento del poder en el seno de las universidades: el New Historicism de inspiración en Foucault, el feminismo, el marxismo, la psicocrítica lacaniana, la deconstrucción y la semiótica, abanderados todos de ese cambio de paradigma cultural.

Lamentablamente, las buenas cualidades de Harold Bloom y la mucha razón que tiene cuando censura situaciones extremas de postergación de autores canónicos en los programas de doctorado de universidades de prestigio o las perversas intervenciones de condiciones ideológicas o afinidades de procedencia o inclinación incluso sexual en la contratación del profesorado, no contrarrestan que su elegía acabe siendo a la postre una pobre antología personal, que confunde el canon occidental con sus propias fronteras de gusto y capacidades lingüísticas o de conocimiento. Una buena oportunidad perdida para haber planteado las auténticas cuestiones clave: ¿qué enseñar?, ¿cómo hacer que la Literatura permanezca viva en nuestras sociedades postindustriales?, ¿cómo integrar ideología y estética?, ¿qué es una tradición?

Hay, además, otra cuestión que impide un tratamiento sosegado de estas cuestiones: Bloom es más que uno. Hay otro Bloom, de nombre Allan, quien seis años antes, en la misma editorial comercial, lanzó un libro polémico, The Clossing of the American Mind (1987) (2), libro que conjugaba la denuncia de la baja cultura media de los estudiantes americanos con propuestas conservadoras de un rearme ideológico en favor de la gran tradición americana, ligando una pretendida tradición literaria con los valores políticos de una América líder de Occidente, asentada en los principios que se llaman a sí mismos liberales. Concordante en buena medida con tales tonos apocalípticos, y buena prueba de que el debate sobre el canon es socialmente muy vivo, el libro de R. Hugues La cultura de la queja (trifulcas norteamericanas) (1993) (3), asentaba el conflicto de los multiculturalismos en una dimensión de mayor calado que la simplemente literaria, pero advertía de un hecho en el que coinciden también B. H. Smith, F. Kermode o G. Craff (4): que la tradición norteamericana vincula con frecuencia gran literatura y pedagogía política en los valores de la tradición democrática. La gran literatura occidental tendría un sentido terapéutico de preservación de los valores tradicionales de la familia, la sexualidad, el Estado, la cultura democrática, etc.

Cuando hay tanta ira, resulta difícil hablar de canon sin tener que dar la razón a unos y a otros alternativamente, pues canonicistas y anticanonicistas, Harold Bloom y los que él llama «resentidos», coinciden en lo fundamental: en querer imponer su gusto, su tradición, su tendencia, su necesidad o su manera de ver el mundo como El canon. Tampoco sirve de mucho sustituir la lista de Bloom por otra contraria, aunque quien la sostenga nos resulte más simpático o afín ideológicamente. Sería preciso oponer a esta situación airada una consideración más reflexiva y, sobre todo, mejor dotada históricamente, puesto que un recorrido por la historia del problema de las Antologías en todas las culturas sería necesario. En mi estudio citado también contrapuse a estas polémicas norteamericanas el modo cómo el canon ha sido contemplado en los que se denominan estudios sistémicos. Tanto la tradición teórica isrelita, su prolongación en la escuela de Lovaina, como fundamentalmente el brote teórico eslavo y la figura de Lotman, podrían incorporar mucho estudio a la cuestión, limitando las consecuencias de su ira.

Canon, Historia, Antología

En el panorama actual de estudios de Teoría Literaria y de Literatura Comparada se ha reflexionado relativamente poco sobre la posición del género discursivo que conocemos como «Antología». Afortunadamente, son cada día mayores los caminos que comunican la Literatura Comparada y la Teoría Literaria con la Historia Literaria, como disciplinas en otro tiempo incomunicadas, para los más ignorantes enfrentadas, y que viven hoy, y habrán de vivir en el futuro aún más, la necesaria convergencia de programas y colaboraciones mutuas. De hecho, en el perfil de la Teoría Literaria de los últimos años se dibuja con creciente precisión una mirada nueva a los problemas de la Historia Literaria, no sólo por el concurso de la corriente conocida como New Historicism, sino también por la importancia que en las Teorías de los Polisistemas se da a los conceptos de «código», Policódigo, normas de un Repertorio que son interdependientes con el de canon. Y, sin embargo, el de las Antologías es territorio que la Teoría Literaria todavía no ha hollado ni ha sistematizado con la atención necesaria.

No estará de más que se recuerden dos o tres preliminares conceptuales básicos sobre la relación entre Antología, Canon e Historia Literaria. En primer lugar, la interdependencia de los tres conceptos y la universalidad de las Antologías en todas las culturas literarias (y no literarias). Lo recuerda y analiza Claudio Guillén, que es excepción en el estudio del género Antología, al decir: «difícil es concebir la existencia de una cultura sin cánones, autoridades e instrumentos de selección» (5). El mismo género de la Historia Literaria es, en rigor, el trazado de una Antología que selecciona de entre todo lo escrito aquello que merece destacarse, preservarse y enseñarse. El acto de selección del antólogo no es distinto al que preside la construcción de una Historia Literaria, sea ésta de autor individual o colectivo. Hay, por tanto, una universal importancia de las Antologías en la configuración de la Historia de una literatura. Esa importancia ha sido mucha y ha sido, siempre, por la vía de Florilegios, Cancioneros, Silvas (que así se llamaron, muchas veces, lo que luego se generalizó con el nombre de Antología). Es más, en el caso de la poesía lírica la impronta de las Antologías ha sido siempre de mayor calado y resulta hoy tan abrumadora que los distintos períodos generacionales y el nombre de algunos de estos períodos, como es el ejemplo de los poetas novísimos, han nacido al calor de una antología concreta.

Pero junto a esta evidencia de la enorme importancia de la Antología en la Historia Literaria, de la que Guillén ofrece ejemplos en diferentes literaturas, me gustaría destacar que el trazado mismo de la Antología y el de la Historia Literaria convergen en el acto de una selección y una canonización, que intenta situarse en un lugar del devenir heteróclito de la sucesión de textos y fijarlo, normativizándolo, reduciéndolo, proyectando en la Historia posterior el acto individual o colectivo de un principio que tiene vocación de perpetuarse como un valor, en cierta medida, representativo.

En segundo lugar, quisiera apuntar la idea de la necesaria conjunción entre Antología y Pedagogía. Ese intento de fijar, detener y preservar, seleccionando, suele ir unido a una instrucción. Nunca se genera o se justifica como un capricho. Si toda Antología es un acto, fallido o no, de canonización es porque, en rigor, el concepto de Antología y el de canon guardan también una interdependencia notable con otro tercer elemento: la instrucción, la paideia. Como en este número recuerda el artículo de Carles Miralles, cuando el Platón de La República se plantea, en la que puede ser una de las primeras formulaciones de la idea de «canon», qué debe enseñarse a los jóvenes y discute la oportunidad de la selección de ciertos discursos (logoi) apartando los verdaderos de los falsos, está vinculando la selección a una pedagogía, a una instrucción, a una enseñanza. Las muy importantes páginas que E. R. Curtius dedica a la formación del canon clásico, medieval y moderno (6) son una síntesis perfecta de la vinculación de canon e instrucción, no sólo en el origen judío de la Ley y la selección de los Libros (Biblia), o la tradición del canon en la Iglesia, seleccionando los textos verdaderos de los apócrifos, para la doctrina correcta a ser enseñada, sino que en la propia tradición literaria el canon nació vinculado a un sistema escolar. La selección de los autores en diferentes catálogos y la misma idea de auctor venía vinculada a la de escuela, enseñanza, paideia.

Este fenómeno conviene tenerlo en cuenta, toda vez que las polémicas actuales sobre el canon en los estudios literarios y en los contextos académicos norteamericanos no son otra cosa que discusiónes sobre ¿qué enseñar?, ¿qué seleccionar? y ¿qué valores transmitir? La idea del principio estético como un valor universal y por encima de la Historia y de las ideologías se ha quebrado, y si el New Historicism plantea la revisión de los principios de una Historia Literaria, es al calor de la importancia que cobra la discusión ideológica y epistemológica sobre los principios que rigen la construcción de una Historia, la canonización, y por contigüidad fundamental, la elaboración de una Antología.

Un pluralismo ilustrado

Posiblemente, no haya otro mejor modo de educarse en el pluralismo necesario a nuestras universidades que el conocimiento de la Historia. Buena parte de los fundamentalismos que Bloom veía en los demás y que él mismo refuerza con su reacción caen desplomados con sólo que nos preguntemos ¿quién ha seleccionado qué? Toda selección, toda Antología se realiza en la Historia y el punto de vista forma parte del propio objeto de tal estudio. Conocer la tardía entrada de San Juan de la Cruz en el canon occidental o saber que la poesía de Lope de Vega estuvo siglos sin reediciones, o que el Quevedo estudiado y citado en el siglo xix era tan sólo el prosista, serviría para curarnos de toda afirmación del canon en pretendidos valores estéticos o antropológicos fundamentales de naturaleza suprahistórica. Que los valores estéticos son cambiantes, movedizos y fluctúan en períodos históricos no tiene que aprenderlo Bloom necesariamente del furibundo colega que pretende con tal argumento nada menos que «desautorizar» a Shakespeare; le bastaría consultar con detenimiento historias literarias de hace tan sólo cien años, muy poco parecidas a las actuales, en los autores seleccionados, en los criterios de esa selección y en las filiaciones que entre sí muestran. En el número de Ínsula que el lector tiene en las manos, se puede ver que el canon de las distintas literaturas que conviven en España se ha configurado en líneas muy quebradas y con sucesivos cambios de orientación, incluso del punto de vista estético que actuaba como principio de selección.

Lo fundamental, a mi juicio, a la altura en que se encuentran los estudios literarios europeos y aprovechando que por fortuna nuestros problemas son diferentes a los que aquejan al mundo académico norteamericano, es no caer en el fácil maniqueísmo de unos contra los otros y aplicarse a ensayar un pluralismo ilustrado: aquel que muestra como conclusión el conocimiento de la propia historia de la Historia Literaria. El sentido de tal pluralismo se asienta en un relativismo no necesariamente escéptico o nihilista: el que permite conocer y aceptar lo cambiante de los criterios de constitución de una Historia Literaria, sin que tal conocimiento lleve a igualar, en el momento en que nos encontramos, a todos con todos. Incluso, la autoridad del clásico tiene que ser estudiada en cuanto constitución de autoridad, por la misma razón que el contravalor no es menos histórico que el valor, y también depende de sus propios contextos epistemológicos, culturales, sociales, ideológicos, etc.

El concepto de canon, por tanto, debe salir rápidamente del terreno de la discusión metateórica o simplemente teórica, porque su constitución es necesaria, y casi diría que exclusivamente histórica. No hay canon, sino cánones diversos, sistemas que se complementan, sustituyen, suplantan. Mejor, sistemas y valores que se han constituido, se han sustituido, se han suplantado. Por ello mismo, he considerado necesario no introducir en este número de Ínsula el problema del canon en la literatura actual, porque sólo puede hablarse de canon cuando la Historia Literaria ha actuado de una u otra forma y por uno u otro motivo y ha procedido a esas valoraciones y sustituciones.

Recuerdo como un buen ejemplo que E. R. Curtius rechaza el conglomerado al que llevó la noción misma de clásico edificada en el racionalismo francés, cuya antología es muy diversa a la suya. La cultura clásica de Curtius es muy diferente a la de Boileau, y ninguno de los dos estaría de acuerdo con el clasicismo del otro. Nada digamos si introducimos las «querellas de antiguos y modernos», cruzadas con tanta frecuencia con la propia de Clasicismo frente a Romanticismo. No hay canon que no tenga que referirse a esos conceptos históricos, que algunos soñadores de un neoidealismo ingenuo se empeñan en defender como categorías universales.

Una última cuestión se dibuja en el horizonte de todo canon. La propia de la pedagogía. ¿Qué enseñar hoy en nuestras universidades?, ¿cómo hacer que la Literatura sobreviva y continúe alimentando la cultura de nuestros jóvenes? Aunque sólo fuera porque con el de canon se ha visto reavivado el debate sobre las Humanidades y su lugar en una sociedad que ha postergado al intelectual a un ámbito reducido y socialmente irrelevante, habría que discutirlo, sin dejar que nuestra conversación con el entorno social, incluso si es hostil, termine en la imagen ofrecida por el último Steiner: la patética vindicación de un reducto absoluto y solitario donde pocos pueden entrar, una elegía por un mundo literario definitivamente ido, donde hasta la novela carece de continuación posible. Para que no sea así, debemos seguir conversando.

J. M. P. Y.—UNIVERSIDAD DE MURCIA

(1)  Barcelona, Anagrama, 1995.

(2)  Nueva York, Harcourt Brace, 1987.

(3)  Barcelona, Anagrama, 1994.

(4)  He analizado tales contribuciones y otras de la teoría norteamericana en mi estudio El canon en la teoría literaria contemporánea, Valencia, Ediciones Episteme, 1995.

(5)  Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la Literatura Comparada, Barcelona, Crítica, 1985.

(6)  Literatura Europea y Edad Media Latina, trad. de M. Frenk Alatorre y A. Alatorre, México, Fondo de Cultura Económica, 1955, pp. 361-383.

 
 
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