INSULA La caballería antigua para el mundo moderno. Número 584-585. Agosto/Septiembre 95
 
 

JESÚS D. RODRÍGUEZ VELASCO/
LOS MUNDOS MODERNOS DE LA CABALLERÍA ANTIGUA



A la memoria de Maurice Molho.

Desde mediados del siglo xiii y durante todo el siglo xv la caballería se revela como uno de los temas de interés literario de mayor importancia. Contando únicamente los tratados de índole ensayística, polémica, técnica o doctrinal, en sus varias manifestaciones morales, políticas y legales, podríamos alcanzar, con facilidad, la cifra de ochenta obras. Entre ellas se incluirían no sólo aquellas que fueron compuestas originalmente en castellano, sino también otras que fueron, más tarde o más pronto, traducidas a la misma lengua desde el latín, el francés o el italiano. Por fin, es preciso al menos dar cuenta de que muchas de las obras que conformaron las distintas modernidades caballerescas, sobre todo durante el siglo xv castellano, se conocieron en sus lenguas originales, sin que fuera precisa una traducción.

Con todo ello, podemos advertir la enorme importancia de este tipo de producciones, en las que vemos, aparte de los consabidos autores anónimos, correr la tinta debida a Alfonso X, don Juan Manuel, Alfonso XI, Pero López de Ayala, Juan Rodríguez del Padrón, Alonso de Cartagena, Íñigo López de Mendoza, Diego de Valera, Alfonso de Palencia y Ferrán Mexía, así como otros, tal vez menos conocidos, pero no por ello menos dignos de ser considerados, como Juan de Alarcón y Alfonso de San Cristóbal. Hallaremos traducciones de los clásicos, desde los historiógrafos, ahora reconvertidos a las ideas caballerescas, como Tito Livio o Valerio Máximo, hasta los estrategas que pensaban en la legión romana y no en la caballería medieval, como Vegecio y Frontino, y, por supuesto, autores medievales y humanistas, como Egidio Romano, a la cabeza de todos, o Juan de Gales, Santo Tomás, Honoré Bouvet y alguna falsa atribución a San Bernardo de Claraval; también Bartolo de Sassoferrato, Leonardo Bruni, Stefano Porcari, Gianozzo Manetti y Buonaccorso de Montemagno.

En este ingente proceso intelectual y literario, la caballería se reformula una y otra vez. Los autores buscan, en este largo trayecto, renovar una institución en permanente desarrollo; una institución que trasciende los límites de un marco político o legal, de una función social, para asentarse como una cultura cuyos tentáculos llegan hasta nuestros días.

La creación de la caballería

Las primeras intervenciones escritas en castellano sobre la caballería castellana tienen el signo de la invención, de la creación, es decir, de la constitución de límites políticos, legales y culturales allá donde parece existir una gran dispersión. Ésta está condicionada por la coexistencia de una fuerte caballería no noble, la villana y la concejil, con una nobleza refractaria a la investidura caballeresca y con el universo paralelo de la caballería de las órdenes militares.

Alfonso X recupera, en la segunda de las Partidas, las viejas teorías políticas que insertan al estado de los defensores en el núcleo mismo de la nobleza, al frente de la cual está el rey, con objeto de crear un grupo solidario, unido por el vínculo común y natural de la caballería, que, de manera privilegiada, es concedida por la corona. De inmediato, creada la estructura política, Alfonso X lo estructura también como grupo cultural, al dotarlo de un sistema de valores y de un sistema de formación intelectual. El sistema de valores es el de la ética de raíz aristotélica, a cuyo frente está la virtud máxima de la prudencia, que Alfonso llama cordura, virtud privilegiada no sólo por ser moral, sino, sobre todo, por tratarse de una virtud intelectual. La incorporación de este sistema de valores éticos supone una renovación para la caballería, al establecerla en el mundo laico, frente a la tendencia europea, ya muy desarrollada a mediados del siglo xiii, de ofrecer una interpretación religiosa para la institución nobiliaria de la caballería. El sistema de formación cultural es igualmente laico e igualmente intelectualista; Alfonso invita (la ley obliga, en realidad) al grupo caballeresco a nutrirse de sus propias hazañas, pero no de cualquier modo, sino con una jerarquía en las fuentes de dicha formación. En primer lugar la historiografía, como tipo de texto más cercano a la verdad; en segundo, las historias particulares que narran, viva voce, los caballeros que se vieron envueltos en ellas, a quienes se permite perorar con el suficiente color retórico; por fin, los cantares de gesta. Paralelamente, Alfonso establece una jerarquía de espacios en los que se forma, de la manera antedicha, el caballero: el refectorio para la historiografía, la corte para los caballeros que retraen sus historias, el castillo, aunque no sus zonas nobles, para los juglares que canten únicamente proezas guerreras (1).

Las correcciones a este modelo no se hacen esperar. Tomando como fuentes ciertas corrientes literarias, intervienen en la primera polémica no explícita primero don Juan Manuel y después Alfonso XI. Porque lo cierto es que las leyes alfonsíes no encuentran reflejo jurídico; lejos de convertirse en un verdadero código, permanecen reducidas a un códice; aun así, no debemos olvidar que esta obra se difundió lo suficiente incluso durante ese período, y que este modelo caballeresco fue conocido y leído durante largos años, e incluso traducido al portugués en época bien temprana. La culpa, en parte, la tuvo el propio don Juan Manuel, que lo utilizó como modelo para su perdido Libro de la cavallería (2).

Pero don Juan Manuel lo abandonó pronto. Sus posteriores intervenciones doctrinales, tanto el Libro del cavallero et del escudero como el Libro de los estados devuelven a la caballería a la cruda realidad. En primer lugar a la cruda realidad tradicional: la investidura caballeresca es análoga a la recepción de un sacramento, y su función está ligada a la defensa religiosa y sólo después a la política. Como en el Llibre de l'orde de cavalleria luliano, el caballero no contrae más vínculo que el que se deriva de las dos presencias supremas en el acto de investidura: Dios y el rey, por este orden. En segundo lugar, don Juan devuelve a la caballería a la cruda realidad social: hay defensores nobles y defensores no nobles, luego el modelo trifuncional reinventado por Alfonso no es completamente válido, ya que no contempla toda la genuina diversidad castellana. Don Juan Manuel no niega la necesidad de contar con una caballería noble, pero niega, en cambio, que la caballería o la pertenencia al estado de los defensores sea un procedimiento de solidaridad; mucho más importante para él es resaltar las diferencias sociales derivadas de los títulos y privilegios de los nobles y su correspondiente jerarquía; caballeros, así, a secas, no son más que aquellos nobles de último rango que no pueden ostentar otro título.

La caballería bajo control

Las teorías políticas de don Juan Manuel chocaron frontalmente con la idea del estado que tenía el bisnieto del Rey Sabio, Alfonso XI. Son bien conocidas las diferencias que les separaron, y que en última instancia obligaron a don Juan a desnaturarse de su rey. Si hemos de creer a las crónicas y a los tratados del prócer castellano que se quiso infante, los nobles castellanos preferían ignorar cuanto tuviera que ver con la investidura caballeresca. A don Juan ni se le venía a las mientes el ser investido, por no contraer un enojoso vínculo de vasallaje con un rey al que prefería tener cuanto más lejos mejor; se consideraba, además, miembro de la única línea legítima para reinar en el solar castellano, así que no podía permitir que otro rey, ilegítimo a su parecer, por ser de una rama maldita, le hiciera inclinar la cerviz (3): la historia enseñaba lo terrible que podía llegar a ser tal ejercicio, en el testimonio de las cortes burgalesas de 1188 en que Alfonso VIII de Castilla invistió al leonés Alfonso IX.

En gran medida, esa negativa generalizada, más la actitud de don Juan, más el hecho de que el propio Alfonso XI se hiciera investir por la estatua articulada de Santiago, demuestran la importancia política y social de la caballería, el debate abierto en la carne misma de la sociedad política.

De ahí que Alfonso XI quisiera controlar a la nobleza a través de la caballería. Primero, invistiendo a los que la habían rechazado hasta entonces, o, al menos, a aquellos que se dejaron; después, creando un marco político regulado por el texto del Ordenamiento de la Banda. El Ordenamiento de la Banda es un instrumento de precisión más que razonable, cuyo primer carácter es la definición de una caballería en el seno de la caballería general, que es lo que es la orden, una restricción. El segundo carácter es que, frente a las demás órdenes militares, con hábito religioso y con afinidades con órdenes monásticas, la de la Banda es una orden laica de orientación principesca. Su modelo fundamental se hallará directamente en los principios de actuación novelesca, en especial en el ciclo artúrico, textos a cuya audición era bien proclive Alfonso XI, si hemos de creer al letrado Álvaro Pelayo. Como muestra un botón: tal cual sucede en los textos del ciclo Lancelot-Graal y en los romans clásicos y posclásicos del ciclo artúrico, el caballero de la casa real está obligado a personarse allí en Pentecostés. Las razones simbólicas son las mismas: el rey, como un maestro, comparece ante todos sus caballeros-apóstoles en el acto máximo de la delegación del poder; es un momento de regeneración de la confianza política que no se puede perder sin perder la confianza misma.

Aparte de todo ello, el estatuto de la Banda no sólo afecta a los procedimientos de cooperación con el príncipe, sino que también establece los límites de las relaciones entre los compañeros (hermanos) de la orden, sus funciones políticas y sociales y su ritual, así como su comportamiento en las justas y torneos que se han de celebrar en la corte regia.

Antes de morir, Alfonso XI dejó andado el camino para la gran expansión de la renovación caballeresca, para el gran debate textual que habría de tener lugar desde la época de Pero López de Ayala hasta fines del siglo xv. Los dos pasos fundamentales para esta renovación son los siguientes: en primer lugar, el encargo de traducción de la obra de Egidio Romano, De regimine principum, a través del obispo de Osma, Bernabé, y llevada a cabo por Juan García de Castrojeriz en 1345, como espejo de príncipes para el joven infante Pedro; en segundo lugar, la promulgación del Ordenamiento de Alcalá de 1348, en el cual se contiene un orden de prelación para la interpretación de las leyes castellanas, donde se deja a cargo de las Partidas toda la legislación referente a la caballería, excepto escasas notas del propio ordenamiento y varios puntos referentes a los desafíos entre hidalgos, que Alfonso prefirió se resolvieran por un presunto Ordenamiento de Nájera que habría sido promulgado por el emperador Alfonso VII (4). Con el primer paso, en realidad, se aseguraba el modelo caballeresco del segundo: la visión de la caballería no sólo como una institución asentada en lo alto de la nobleza y que afecta al rey, sino también como un grupo caracterizado ética y culturalmente.

La caballería en expansión

El control caballeresco de Alfonso XI permitió una sustitución nobiliaria, posteriormente repetida por Enrique II: los nuevos linajes tomaron forma, y, con ella, conciencia de ese mismo linaje. Al tiempo, las caballerías no nobles pierden, con los estertores de la Reconquista, funcionalidad política y militar; se dedican, desde finales del siglo xiv, a tareas mercantiles, a la política urbana, a congregarse en órdenes y cofradías y a investirse con los signos externos que pertenecían, hasta el presente, a la nobleza de linaje. Las ilustraciones del Libro de la cofradía de caballeros mercaderes de Santiago de Burgos o los documentos del Cabildo de Guisados de Caballo de Cuenca, entre otros muchos, dan buena fe de este cambio. Pretenden, ellos también, acceder a la caballería, cuando ésta, gracias en gran parte a Alfonso XI y a la Banda, es sinónimo de nobleza.

Nótese que la dirección en la interpretación de los términos de caballería y nobleza es precisamente la clave del asunto, y clave esencial, también, del profundo debate sobre la caballería en el siglo xv. De hecho, esta interpretación es uno de los cabos sueltos que, para los comentaristas medievales, dejó Alfonso X; la ley correspondiente (II, xxi, 3), aunque es comprensible, permite el equívoco que dio juego a los exegetas: los unos, como Rodríguez del Padrón o Ferrán Mexía, entendieron que la hidalguía era condición necesaria para la caballería; los otros, los bartolistas como Diego de Valera, que la caballería era un paso firme en pos de la hidalguía. Todavía en 1555, el glosador de las Partidas Gregorio López avisaba, al llegar a ese punto, que «la caballería, de por sí, no hace nobleza», apoyándose en autoridades de grandísimo prestigio. No todos los politólogos, jurisconsultos o meros gacetilleros del final de la Edad Media o del siglo xvi habrían estado de acuerdo con él.

Pues, de hecho, lo que la caballería se jugaba en ese debate era mucho. El modelo surgido de las intervenciones de Alfonso XI en los terrenos social (la Banda), político (el conocimiento de la obra de Egidio Romano) y legal (la promulgación, aun parcial, de las Partidas) ofrecía un caballero capacitado intelectual y culturalmente para las labores administrativas y de política general. Podríamos caracterizar a este caballero con el concepto que hurtó y rebatió el propio Egidio Romano a su maestro, Tomás de Aquino: donde éste dice que la militar o caballeresca jamás puede ser considerada un tipo de prudencia, Egidio declara que no sólo es prudencia la caballeresca, sino que, además, reúne en sí los otros tipos de prudencia, lo que la sitúa a la cabeza de ellas y la más destacada en el blasón político del rey (5). Alfonsos ganan.

Los efectos de la lectura

Con este bagaje parte nuestro prudente caballero. Un espíritu inquieto no se conforma con la audición; precisa, como San Ambrosio, para pasmo de Agustín de Hipona, leer para sí, y, una vez ahí, depositar también la tinta en el papel. Y el mejor representante de esta nueva generación es el inquieto espíritu de Pero López de Ayala. Caballero de la Banda (alférez que fue del pendón), funcionario e intelectual, e incluso intelectual orgánico, como ha señalado Michel Garcia (6), Pero López mira desde su privilegiada atalaya el mundo político, y lo explica y lo renueva tanto en sus obras historiográficas como en su obra poética y en las traducciones que emprende. En unas y en otras trasluce un ideal caballeresco en el que se hallan los legados de Alfonso XI. Pero no sólo eso, también añade una novedad fundamental: la idea, por primera vez en Castilla, de que la caballería medieval es la legítima heredera de la caballería romana.

Un mundo nuevo se abre a los ojos de los caballeros, y todo gracias a una serie de lecturas y traducciones. Ayala da el banderazo de salida para la búsqueda de analogías entre esa caballería romana y los caballeros contemporáneos. Sólo en el glosario que abre su traducción de las Décadas de Tito Livio y en el prólogo del canciller, ya hay toda una declaración de principio. La modernidad caballeresca prefiere, desde ahora, a los caballeros retratados por Tito Livio, capaces de batirse en combates singulares, capaces también de ceñir la toga y hablar al Senado y al Pueblo Romanos. En ellos está, íntegro, el necesario corolario a un modelo caballeresco, el alfonsí, que quiso teñir al caballero con dotes intelectuales y culturales intrínsecas y aprendidas. Cuando Alfonso X pedía a los caballeros que antepusieran la lectura de la historia a otras lecturas, los estaba conduciendo a este momento.

La caballería romana y la caballería cortés

En el caballero romano, en la idea de que el miles medieval equivale al eques antiguo, se asientan la prudencia y la cultura del caballero moderno. Se diseña, sobre este modelo, un hombre ducho en las varias ramas de la filosofía moral: la ética, la política, la economía y la retórica. Pedro de Acuña, retratado por Rodrigo Sánchez de Arévalo en su Suma de la política, se presenta a nuestros ojos como caballero deliberativo, a la par conocedor y curioso, ambicioso en su necesidad de conocimiento; la respuesta, naturalmente, es esa Suma de la política, que, sin embargo, restringe no poco las ambiciones de nuestro caballero romano.

El marqués de Santillana, lector del De militia de Leonardo Bruni, encuentra una magnífica ocasión de legitimación de su pasión: en aquel tratado se habla del juramento de los caballeros romanos, y Santillana no deja pasar la ocasión de conocer más acerca de este juramento, así que dirige su pregunta al más sabio, a Alfonso de Cartagena. En el momento en que escribe Santillana, ningún caballero pronuncia el viejo juramento cortés de la caballería; ¿quiere él pronunciar un juramento, y ahora prefiere que sea el que le da legitimidad como caballero romano? La respuesta del obispo, también, corta las alas del marqués.

Diego de Valera se quiere consejero. Sus tratados, sobre todo el Doctrinal de príncipes, acaso su obra política más ambiciosa, se presentan, también, como recuperación de la vieja costumbre de los caballeros romanos, que querían ofrecer a sus señores su fidelidad a través del máximo valor del hombre, que no es otro que el producto de su intelecto vertido en negro sobre blanco. Pero además, Valera, caballero, se quiere noble. Una vida azarosa, con problemas familiares y de linaje que le atormentan, no le permite declararse noble a las claras. Su argumentación es política, pero, sobre todo, jurídica e histórica. Su refugio se halla en el jurisconsulto imperialista Bartolo de Sassoferrato, como es bien conocido; pero una y otra vez, con una instistencia digna de tener en cuenta, sus modelos se hallan en la historiografía romana: Catón, Marco Atilio Régulo y tantos otros surgen de las páginas de sus lecturas para mostrar casos de plebeyos que, por mor de la caballería y de la virtud, ascendieron a las capas más claras de la nobleza; otros, en cambio, fueron desposeídos de la orden caballeresca y hechos plebeyos por la causa contraria, y, sin embargo, tenían apellidos de la más estricta nobleza.

Pero no todos estaban dispuestos a aceptar ese modelo. Sánchez de Arévalo antepone la prudencia política, y a ella sujeta, como una subclase menos importante, la bélica o caballeresca; insiste en ello en la Suma de la política, pero también muchos años más tarde en el Speculum humanæ vitæ, traducido al castellano en 1481. Alfonso de Cartagena hace ver a Santillana, con razón, dicho sea de paso, que el juramento de los caballeros romanos no es un juramento solemne, como el de la caballería medieval, que una vez se formula inunda la vida toda del caballero; los romanos, dice Cartagena, renovaban el juramento cada vez que tenían que entrar en batalla, mientras que los caballeros contemporáneos, al pronunciarlo el día de su investidura, lo hacían para siempre. Y, continuaba Cartagena, si es cierto que hoy no se pronuncia, no es menos cierto que está implítico en la aceptación de la caballería. No era la primera vez que Cartagena se oponía a una renovación total de la caballería. Cuando compiló el Doctrinal de los caballeros para Diego de Sandoval, le decía claramente el tipo de textos al que podía acceder: libros de doctrina militar, crónicas y leyes sobre la caballería. Todo lo demás queda fuera: en sus páginas, sobre todo, reúne la tradición de las Partidas y una reliquia, el Ordenamiento de la Banda. Y para evitar los excesos laicos de la caballería romana, el Doctrinal no sólo compila las leyes caballerescas, sino también las canónicas de la primera de las Partidas, y nunca evita comentar desde la canonística los desmanes a que puede conducir el ejercicio caballeresco. De similar modo, la relación epistolar entre Pedro Fernández de Velasco y Cartagena demuestra hasta qué punto el obispo prefería que los caballeros se dedicaran a sus cosillas y dejaran las cuestiones escolásticas, por mucho que las desearan, a los especialistas, o sea, a los letrados (7).

Otro personaje, un clérigo con toda probabilidad, un letrado de la época de Enri-que IV, iba mucho más lejos. Un amigo suyo, caballero, ha tenido una disputa con otro caballero sobre la mejor manera de servir a la res publica (así, sin ambages, con un término bien significativo que se halla en toda la literatura de la época): uno de los dos (no sabemos quién) defiende que se la sirve mejor con las armas; el otro, que con el ejercicio de la prudencia. En principio la discusión no elimina al caballero, como modelo, de la vida pública; la caballería romana, en caso, asegura esa doble función. Pero nuestro clérigo da un mazazo de primera categoría a la discusión. No sólo es partidario de la opción intelectual, considerando que Roma dominó al mundo mediante el ejercicio de la prudencia (citando, significativamente, a Catón, en contra de lo que decía Vegecio, una de las constantes referencias del caballero medieval); además de eso, niega por completo que el caballero pueda disponer de una prudencia caballeril, y, como Santo Tomás, considera que no puede existir una prudencia caballeril. Va más lejos, y niega la mayor: la virtud más característica del caballero, conquistada a lo largo de siglos, la fortitudo, no puede ser dicha, según nuestro letrado, virtud, sino cosa baja asentada en el apetito irascible.

La oposición de los letrados agobia al que se quiere caballero romano. Pero ¿a qué se debe una oposición tan vehemente? Al fin, podríamos considerar que se trata de un modelo que honra a quien quiere practicarlo, al investirlo, juntamente con la caballería, con la capacidad intelectual y con la necesidad de acceder a los misterios de la filosofía moral en pleno. Ahí probablemente esté la clave: en cierto modo, el caballero invadiría, con ello, los límites que son propiedad de los letrados desde hace un siglo; un estamento que ha ascendido en bloque a la coordinación de la función pública y que, indudablemente, es una de las bazas esenciales en la creación del estado moderno.

Creo que lo dicho hace ver a las claras el estupor que pudieron sentir muchos caballeros al comprobar que su afán de renovación era restringido, cuando no atacado sin piedad, por aquellas personas a quienes consideraban sus mentores o modelos intelectuales, los letrados. Los caballeros proponían una renovación a través de la caballería romana; los letrados les devolvían a los principios de la caballería cortés. Los caballeros buscaban, sin duda, participar en la vida pública plenamente, y, además, con todos los privilegios jurídicos de la aristocracia; los letrados no podían permitir que se pisara un terreno que, con esfuerzo, habían ganado al mar político.

Sería relativamente fácil oponer ambos modelos, el romano y el cortés. Aquél ofrece como principios básicos la prudencia y la política, y se inviste con la simbología de la toga y la espada. El cortés, en cambio, prefiere la fortitudo, aunque le adjunte la sapientia, y coloca al caballero establecido entre los defensores; su simbología es significativamente religiosa, al considerar, acaso condicionado por la terminología, a un caballero investido por chevalerie et clergie. La caballería cortés es el triunfo de la iuuentus, del amor, de la aventura. La caballería romana se prolonga a lo largo de los años, en busca de una senectus activa, pública; en ella se evoluciona desde la práctica hacia el conocimiento intelectual, hacia la consideración de la filosofía de la política, de la acción y del amor. Podríamos seguir adelante, pero, sin explicaciones y argumentaciones, sería casi imposible. Dejémoslo en este punto, simplemente para advertir el tira y afloja (8).

Modernidades caballerescas

Pues, al fin, la caballería no atraviesa los siglos ausente de la obligación del tiempo en el tiempo. Busca su modernidad, como una cultura. La evolución es el fruto de un proceso intelectual sometido a las crisis derivadas de su comunicación pública. La fuerza de las leyes, la técnica, el discurso político o la legitimación histórica se confunden en la elaboración de un sentido, de un significado nuevo para una cultura tan fuerte como es la caballeresca. También la novela: una como Amadís de Gaula, gestada a lo largo de doscientos años hasta tener la forma en que la conocemos hoy, da cabida en sus líneas a la convivencia, a veces contradictoria y, por lo mismo, chirriante, entre dos modelos distintos, el cortés y el romano. Su refundidor final, Rodríguez de Montalvo, se decanta, en las partes originales, y sobre todo en el quinto libro (las Sergas de Esplandián) por un híbrido: sobre una estructura artúrica y sobre principios elementales de la caballería cortés, como es la caballería religiosa, sitúa a sus protagonistas en un espacio nuevo en el que se advierten mejor los valores legados por el mundo romano, a la cabeza de los cuales se halla la prudencia caballeresca.

Sería casi imposible, en una larga historia de trescientos años, que la caballería castellana no entrara en crisis repetidamente, sobre todo tratándose de una caballería multiforme y arriesgada, tal y como señalé al principio. Pero justamente en ese riesgo, en esos riesgos que generan hasta cuatro formas de percibir la caballería, está el valor de su modernidad y su vigencia.

J. D. R. V.—UNIVERSIDAD DE SALAMANCA

(1)  Para todos estos pormenores, véase Alfonso X, Partidas, II, xxi; para la investidura caballeresca como vínculo natural, Partidas, IV, xxiv, 2; para las virtudes del caballero, Partidas, II, xxi, 3-4; para la formación técnica e intelectual del caballero, Partidas, II, xxi, 20. Puede verse mi artículo «De oficio a estado. La caballería entre el Espéculo y las Siete Partidas», Cahiers de Linguistique Hispanique Médiévale, núm. 18-19 (1993-1994), pp. 49-77.

(2)  Antonio García y García describe certeramente la difusión de las Partidas: «Tradición manuscrita de las Siete Partidas», en Iglesia, Sociedad y Derecho, Salamanca, Universidad Pontificia, 1985, vol. I, pp. 249-283.

(3)  Georges Martin, «Alphonse X maudit son fils», Atalaya, núm. 5 (1994), pp. 153-178; Rafael Ramos Nogales, «Notas al Libro de las armas», Anuario Medieval, núm. 4 (1992), pp. 179-192.

(4)  Probablemente es una confusión con las Cortes de Nájera efectivamente convocadas por Alfonso VI en 1076, cuyos capítulos se vertieron en un ordenamiento; por el momento, no hay ciencia cierta sobre el origen de este ordenamiento de los retos y desafíos.

(5)  Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, 2-2, q.50, a.4; Egidio Romano, por cierto, sólo hace disquisición de los cinco tipos de prudencia plena que considera justamente cuando se halla en situación de hablar, en la parte iii del libro III de su De regimine principum, de la caballería en general.

(6)  Michel Garcia, Obra y personalidad del Canciller Ayala, Madrid, Alhambra, 1983, p. 323.

(7) Jeremy Lawrance, Un tratado de Alonso de Cartagena sobre la educación y los estudios literarios, Barcelona, Universidad Autónoma, 1979; del mismo, «La autoridad de la letra: un aspecto de la lucha entre humanistas y escolásticos en la Castilla del siglo XV», Atalaya, núm. 2 (1991), pp. 85-108.

(8) La polémica se extiende mucho más allá de problemas culturales. Quizá el mayor de los puntos en cuestión es el de la dignidad del caballero, que ahora no tenemos espacio para tratar.

 
 
  Insula: revista de letras y ciencias humanas