Erika Martínez / Ideas en desbandada. Notas sobre el aforismo contemporáneo

¡Los papelitos de ayer pegados a mi imajinación y a mis manos y a mis plantas y a mis suelas, y los de antier y los de tras-antier! ¡Cuántos millones de vueltas para ver si no están pegados!

Juan Ramón Jiménez

Pensar al límite

«Fin de siglo. Fin del discurso. Fragmentos, fragmentos», escribió Vicente Núñez (119). Y se ha repetido hasta el hartazgo: el siglo xx acabó poniendo en duda no ya ciertos significados, sino la misma posibilidad de significar. Lejos de constituir un callejón sin salida, dicho escenario acoge —como ha señalado Jean-Luc Nancy— el germen de un nuevo pensamiento fundado sobre la idea de límite. El límite al que ha sido llevado todo concepto de civilización, pero también en el que desemboca todo ser. A día de hoy, nos siguen siendo propios los discursos que hurgan en la herida de su propio fin. El aforismo contemporáneo parece hecho a la medida de esta nueva forma de pensamiento nacida de las cenizas:

Pensamiento simple, y duro, y difícil. Pensamiento rebelde a todo pensamiento, y que el pensamiento, sin embargo, conoce —comprende y siente— como eso mismo que piensa en él. Pensamiento en insurrección permanente contra toda posibilidad de discurso (…). Pero pensamiento que no está presente sino para esos discursos o para esas palabras a las cuales hace violencia —de las que él es la violencia—. (Nancy: 8).

Insurrección y violencia son rasgos fácilmente atribuibles al pensamiento aforístico. De hecho, podría decirse que el aforismo contemporáneo parte de la economía expresiva (concisión, agudeza, intensidad) para después violentarla. Y hacerlo con una violencia liberadora cuya especificidad es, como he sugerido en otro sitio, la discrepancia (2011: 34). Un aforismo declara: no estoy de acuerdo. Y dicho desacuerdo es una ganzúa. Se puede traspasar la puerta del conocimiento como un intruso.

Poesía y filosofía abonan, en diferentes dosis, el suelo del aforismo contemporáneo (José Ramón González hace un interesante seguimiento de la problemática en Pensar por lo breve, p. 41). De este doble nutriente depende su identidad genérica, pero también cierto conflicto de filiación: el aforismo incomoda a la filosofía por su vuelo figurativo y a la poesía por su afán gnoseológico (Neila: 38). Transitando de una a otra, cultiva su vocación de frontera, como hace a su manera el microrrelato. Ambos géneros comparten, además, una relación inversamente proporcional entre la clau-
sura de su formulación y la apertura de sus sentidos. Igual que una pinza de la ropa, cuanto más aprietas un aforismo, más se abre. Quizás dicho aliento paradojal explique cómo, siendo su discurso taxativo, puede repudiar al mismo tiempo las verdades absolutas.

Ir abreviando

Retomando anteriores planteamientos, parece necesario plantearse qué lugar ocupa el aforismo dentro de las formas breves (Martínez, 2012a). En un ensayo de 2009, David Lagmanovich señalaba el cultivo creciente del microrrelato en lengua española como parte de un fenómeno mayor que se inició a principios del siglo xx y no se ha extinguido todavía: el minimalismo artístico. En él podría incluirse, además de los microrrelatos, la obra de Arnold Schönberg, Walter Gropius o Gómez de la Serna, impulsados todos ellos por una avidez transnacional de brevedad. En cierto momento de su ensayo, Lagmanovich realiza una caracterización de los microrrelatos que es perfectamente aplicable a los aforismos:

Al ser demasiado breves, suelen inducir a perplejidad al lector; con frecuencia son incomprensibles para los lectores aficionados a productos culturales menos exigentes; (…) tuercen el orden natural de las cosas y, a veces, hasta presentan conjuntos de palabras que antes se llamaban galimatías y ahora han pasado a llamarse experiencias lingüísticas transgresoras: sintaxis imposible, asociaciones fonéticas de poco curso en la lengua, y selección léxica que hay que descifrar con ayuda del diccionario. Pareciera que, súbitamente, el prosista se hubiera convertido en un poeta: una palabra aún sospechosa para cierto tipo de lectores (88).

Como formas breves, los aforismos son literatura de urgencia, palabra esta última que ya utilizó Lagmanovich en relación al mi­crorrelato. Literatura de urgencia podría ser un sintagma adecuado para designar, de forma general, a lo hiperbreve. ¿Pero en qué consiste dicha urgencia? Aforismos y microrrelatos son urgentes porque precisan de la pronta explosión de sus sentidos: tienen algo importante que resolver y deben resolverlo rápido.

Como hicieran Benjamin o Wittgenstein, los aforismos contemporáneos han venido dinamitando toda aspiración del pensamiento a la totalidad. «Sistema de pensamiento —escribe Lorenzo Oliván— es una paradoja irresoluble. El verdadero pensamiento deja todo tipo de cabos sueltos. Debate consigo mismo y se rebate» (1999: 11). Su carácter fragmentario, común a otras formas breves, está fuertemente arraigado en el romanticismo, pero fue adquiriendo proyecciones muy diferentes a lo largo del siglo pasado. Así caracterizó sus nuevas formulaciones Maurice Blanchot:

El habla del fragmento ignora la suficiencia, no basta, no se dice en miras a sí misma, no tiene por sentido su contenido. Pero tampoco entra a componerse con otros fragmentos para formar un pensamiento más completo, un conocimiento de conjunto. Lo fragmentario no precede al todo sino que se dice fuera del todo y después de él (1973: 43).

Aforismo y microrrelato coinciden también en su sofisticación de algunos recursos propios de la narrativa popular. Tal vez el más significativo sea el efecto sorpresa. ¿Puede haber efecto sorpresa en un género sin trama argumental? En cierto sentido sí, porque los aforismos trabajan defraudando lugares comunes, traicionando expectativas. Exigen, sin embargo, una alta complicidad: se sirven de la sugestión, la elipsis, los sobrentendidos, esas cartas que el escritor da por supuesto que tiene el lector para luego jugársela.

En Teoria e storia dell’aforisma (2004), Umberto Eco ronda el tema subrayando la alta dependencia que padecen los aforismos de su contexto. Eco ejemplifica esta dependencia señalando los cambios de significación que puede llegar a sufrir un aforismo si se altera su atribución. Una afirmación como, por ejemplo, «No hagas a otros aquello que no quieras que te hagan a ti» es una declaración de amor universal si se atribuye a Jesucristo, pero una amenaza si se le atribuye a Sadam Hussein. Leída sin embargo con suspicacia, tal observación no demuestra tanto la falta de autonomía de un aforismo como su radical falta de univocidad. Rasgo este que el aforismo comparte, como mínimo, con la poesía. Alguien podría objetar que ninguna obra literaria de calidad es unívoca. Ciertamente. Lo cual no es óbice para que los géneros hiperbreves tiendan a ser más plurívocos de forma generalizada.

Si nos remontamos a su origen etimológico, el término «aforismo» de­riva del verbo griego aphorízein, que significa «delimitar, separar, distinguir». Será a partir del Corpus Hippocraticum cuando el término adquiera su significación de verdad de conocimiento y posteriormente de sentencia. Durante el Renacimiento, la palabra aforismo reaparecerá en la literatura italiana y española con la significación de breve teorema histórico-político. Pero será Nietzsche quien dará una nueva circulación al término dentro de la literatura europea. En el fragmento 51 de El crepúsculo de los dioses (1888) puede leerse: «Los aforismos, las sentencias, en las cuales yo soy el primer maestro entre los alemanes, son las formas de la ‘eternidad’. Es mi ambición decir en diez frases lo que todos los demás dicen en un libro». Poco después, en 1902, se reeditará la obra de Lichtenberg, por primera vez bajo el título Aphorismen. Y a partir de ese momento, el término se impondrá con su significación actual.

Sin olvidar la resistencia a la definición que define a este género, me atrevo a retomar una aproximación anteriormente esbozada (2012b). Frente a ciertas variantes del periodismo, como los cables informativos o los titulares de prensa, los aforismos tienen un carácter gnómico. Frente a la poesía, se escriben en prosa. Frente al microrrelato, no son ficcionales ni narrativos. Resumiendo mucho, podría decirse que un aforismo es un texto en prosa extremadamente breve, de carácter gnómico, no narrativo y no ficcional. A estos rasgos de carácter genérico, podríamos añadir otros de tipo discursivo, como su tendencia a la discrepancia (semántica, formal, poética, ideológica, espiritual, sensible, filosófica), al humorismo, a la agudeza, a la elipsis, el efecto sorpresa o la discontinuidad. Dicho esto, dentro la República de las Letras abundan los ciudadanos contestatarios: ley que se ­formula, ley que se subvierte.

En su ensayo «Las miniaturas modernistas: instantáneas literarias de espacios urbanos» (2010), Andreas Huyssen subraya la dificultad para definir lo que él denomina como «antiformas», miniaturas literarias que «se oponen a las leyes del género tanto como a la filosofía sistémica de la sociología urbana y que traspasan los límites de la poesía, la ficción y la filosofía, entre el comentario y la interpretación, entre el lenguaje y lo visual» (123). Una de ellas es, sin duda, el aforismo contemporáneo, que comparte con el Denkbilder benjaminiano su capacidad de captar y fijar instantáneamente la imagen de una idea en el tiempo. O incluso de materializar, como diría Blanchot, la propia ­ausencia de tiempo. En tanto que discurso fragmentario el aforismo tiene una proyección escatológica: es, como diría Blanchot, la voz del último.

Una ficción de no-ficción

De todos los rasgos expuestos, puede que la coordenada de la ficción sea quizás la más conflictiva. ¿Es un aforismo ficción? La caracterización tradicional del género lo niega, ¿pero qué sería eso que no es un aforismo? ¿Qué significa ser ficción? Si acudimos a la ayuda del DRAE, el vocablo posee tres acepciones:

1. Acción y efecto de fingir.

2. Invención, cosa fingida.

3. Clase de obras literarias o cinematográficas, generalmente narrativas, que tratan de sucesos y personajes imaginarios. Obra, libro de ficción.

Las dos primeras acepciones parecen directamente válidas para el aforismo, que es producto de la invención y del fingimiento como toda obra literaria (la literatura no es verdadera sino verosímil: en ella tiene lugar una alianza entre retórica y poética destinada a impactar en la realidad humana). La tercera acepción, sin embargo, resulta parcial al señalar que las obras de ficción son «generalmente narrativas». Lo cual quiere decir que las obras «que tratan de sucesos y personajes imaginarios» no son siempre narrativas. ¿Qué otras obras son entonces ficticias? ¿En qué medida? La ambigüedad de la definición del DRAE es una muestra más de la confusión que rodea al término.

Para aclarar el origen de esta confusión puede resultar muy útil acudir a la poesía, género literario cuya no ficcionalidad es igual de controvertida. Tanto el género poético como el aforístico padecen con frecuencia una caracterización lastrada por la herencia romántico-idealista, en virtud de la cual la carencia de personajes explícitos es interpretada de forma reductora como la existencia de un solo discurso y una sola voz identificada casi automáticamente con el autor. Autor al que, por cierto, suele presuponérsele una sola voz. Pero la poesía no es, como se ha repetido tantas veces, la expresión del yo esencial del poeta o de sus sentimientos; tampoco su comunicación a los otros. Su variedad discursiva es similar a la del resto de géneros literarios: la primera persona lírica funciona como el monólogo de un único personaje atravesado de registros, lenguajes y voces ajenas. La poesía construye una ficción de subjetividad y esa ficción es la puerta de entrada de lo que podríamos denominar en términos bajtinianos dialogismo (Martínez, 2012b: 289-290).

El yo de un aforismo es un disfraz capaz de apropiarse de la voz de otros en la misma medida que un poema: no hay arte sin distancia. Pero, entonces, ¿es ficción un aforismo? Quizás, igual que un poema, un aforismo sea una ficción de no-ficción. Conviene en este punto acordarse del «Madame Bovary, c’est moi», respuesta de Flaubert que es aplicable a la naturaleza de toda obra literaria. «Pienso, luego miento», escribió Bergamín en La cabeza a pájaros (88). Un aforismo o un poema no son más autobiográficos ni más honestos que una novela, pero fingen serlo. Y es en ese fingimiento, en esa ficción autobiográfica donde descansa su pacto específico con el lector. Mucho más lejos llega el siguiente aforismo de Carlos Marzal: «Lo que habla en mí no soy yo, ni deja de serlo. Es lo que hace conmigo lo que yo hago con el lenguaje» (2013: 25).

Epifanías al margen

Desde finales del siglo xix, lejos de las sistematizaciones filosóficas tradicionales y de la ambición de totalidad, el aforismo piensa en su finitud. No la colma, no la apacigua: produce pensamiento con ella. La mayor parte de la crítica literaria dedicada al estudio del aforismo ha señalado su carácter epifánico como la forma específica que tiene el género de producir conocimiento: frente a la argumentación y la deducción, el aforismo operaría —según un consenso generalizado— mediante la intuición o la revelación. A este carácter epistemológico le debe el aforismo gran parte de su capacidad de subversión, su cuestionamiento del pragmatismo científico que, a partir del siglo xviii, fue sustituyendo progresivamente al conocimiento tradicional, o conocimiento basado en la revelación, como señala en La condición posmoderna François Lyotard (44). El conocimiento aforístico no es un producto industrial.

Vuelve a resultar delatora, en este punto, la comparación entre aforismo y poesía, entendidos a menudo como géneros trascendentales cuyo conocimiento se revela de forma inexplicable. Gary Saul Morson afirma, por ejemplo, que: «aphorism is spoken by a dark God in the incomplete language of mystery» (423). En diálogo con Morson, escribe Louis Groarke: «The knowledge embodied by the aphorism constitutes a basic or primitive epistemological category, i.e., the direct or immediate apprehension of some inexplicably revealed knowledge» (432). Según dicha conceptualización, rayana en el idealismo, los aforismos no construirían su sentido sino que lo alcanzarían, como si dicho sentido preexistiera en un sentido platónico a la escritura.

El carácter oracular y epifánico del aforismo complementa, en cierto sentido, la teoría del iceberg, aplicada por Hemingway a la comprensión del relato clásico. Según esta célebre teoría, cada cuento muestra tan solo una octava parte de su totalidad. Una totalidad que el autor mantiene sumergida y nos deja entrever de forma calculada. «Lo más importante —señala Piglia— nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión» (108). A diferencia del cuento, podría afirmarse que el sentido de un aforismo no emerge de ningún lugar subterráneo: a él se accede mediante una operación cognoscitiva de elevación. Cuento y aforismo operarían así por sinécdoque, mostrando tan solo una parte de su todo, pero el más allá del cuento se alcanzaría por inmersión y el del aforismo por ascenso.

Frente a esta conceptualización, creo posible afirmar que gran parte del aforismo contemporáneo fragua un discurso fragmentario en el sentido blanchotiano: su verbo no es el resto o la huella remota de un todo desmembrado, sino un lenguaje otro. Un aforismo no alude hoy a lo Uno. Carece de secreto y su revelación está rota, no funciona como una prenda trascendental ni un signo de lo que falta. Es, en todo caso, un trazo de límite que asume la imposibilidad radical de todo acabamiento. Los aforismos «procuran —como dice Marzal— aquilatar el lenguaje, comprimirlo, alquitararlo, para conducirlo hasta el extremo del decir, hasta el final de la significación» (2010: 147). Desorientan sin cesar la clausura del sentido, multiplican sus estallidos singulares. No temen la palabra fin, sino que edifican sobre ella. Sus sentidos son, por todo ello, constantemente escritos y borrados. «Tendemos —escribe Vicente Núñez— hacia el palimpsesto» (92). No se trata, en este punto, de subrayar la acentuada polisemia del género, sino más bien de constatar la apertura en su discurso de una brecha que no se deja coser. Una brecha por la que se pierde sin remedio parte del sentido, como se pierde la sangre. La escritura aforística padece, podría decirse, un deseo limítrofe. Un ansia que cuestiona la seguridad del texto, la oposición entre centro y periferia, dentro y fuera, lleno y vacío. Una sed de margen.

La variedad de poéticas que siempre conviven en una misma época permite que, hoy en día, haya aforistas que siguen cultivando las máximas morales y sus ideas redondas, cerradas, autosuficientes; aforistas con inclinación por el fragmento romántico, cuyo pensamiento es inseparable de la búsqueda epifánica y la imagen sensorial, o por el fragmento posmoderno, que no aspira a completarse; aforistas entregados al humor lúdico y ocurrente de ciertas vanguardias; pero sobre todo libros de aforismos donde, más allá de las dominantes, cabe un poco de todo. Llame como llame cada cual a lo que escribe, creo que se trata —insisto— de poéticas disímiles. Las diferencias que existen entre Tratado de urbanismo de Ángel González y En la masmédula de Oliverio Girondo no son menores que las que existen entre los escolios de Gómez Dávila y las greguerías de Gómez de la Serna.

La batalla por caracterizar las formas breves (¿Es esto un aforismo? ¿Es esto un microrrelato? ¡Desde luego! ¡En absoluto!) ha obstaculizado a veces el análisis de su transformación histórica y de sus variantes estéticas. El estudio de cualquier género literario en sus diferentes modalidades, categorías o escuelas ha demostrado ser fructífero. Quizás no lo sea tanto pretender que cada una de esas modalidades sea un género aparte, sobre todo en un presente tan híbrido y dinámico como el nuestro. La literatura hoy es transgenérica, si es que acaso no lo fue siempre.

Cuerpo y razón

El aforismo es un género discrepante, enemigo de los lugares comunes y por tanto radicalmente opuesto a otros géneros, en teoría afines, como las sentencias o los refranes. Viene posicionándose, además, frente a la teleología de la razón que fundamenta al humanismo ­europeo, negando la posibilidad de un conocimiento absoluto. No es extraño, por ello, que Morson titulara uno de sus estudios sobre el género como «The Aphorism: Fragments from the Breakdown of Reason» (2003). Podría pensarse que el aforismo moviliza a la razón dialógica tal como la entendió Horkheimer, pero lo cierto es que también se posiciona frente al pensamiento dialéctico y su idea de que un conflicto entre opuestos deriva en la afirmación de algo. En todo caso, podría estudiarse a la luz de la dialéctica negativa de Adorno que (él mismo aforista) subrayó el carácter inconcluso de toda contradicción. «Quien no se contradice —escribe Ángel Crespo— no se dice» (59).

Cada aforismo materializa, dentro de un libro, la posibilidad del sentido singular y colectivo. Su naturaleza, incompleta por definición, es un laboratorio idóneo para la articulación de una pluralidad de singulares, tal como la concibe Jean-Luc Nancy. Hay en su estructura una fuerza relacional, que proviene de la forma en que los aforismos entran en contacto: por contigüidad, fricción, encuentro o desencuentro, por colisión. Relacionarse implica también, en este sentido, existir en el límite. Su cuestionamiento de las grandes verdades da al género un carácter antiautoritario. Un aforismo se vale de la incertidumbre y la ambigüedad, acoge líneas discursivas contradictorias sin aspirar a reducirlas: es vehículo, por tanto, de formas más profundas de consenso. Quizás dicha naturaleza ayude a explicar el interés que viene despertando de forma reciente, más allá de que constituya una forma de pensamiento estético altamente consonante con la inmediatez sintética de las redes sociales.

Igual que sucede con el conocimiento de un cuerpo, el conocimiento de un libro de aforismos es fraccionado: lo percibimos por partes y no como un todo orgánico. En la misma época en que Nietzsche inauguraba el aforismo contemporáneo, Rodin esculpía «El hombre de la nariz rota», representando de forma significativa al cuerpo privado de unidad. La tradición de la que provenía el filósofo alemán está marcada, además, por la siguiente circunstancia: tanto los Vermischte Schriften de Lichtenberg, como el Recueil des Pensées de Joubert o el Zibaldone de Leopardi habían sido publicados de forma póstuma. Ninguno fue preparado para la imprenta por el propio autor. Incluso otros muchos autores que sí publicaron en vida sus aforismos lo hicieron deleitándose en una dispersión caótica, concediendo escasa importancia al orden de las piezas o incluso delegándolo a los editores de su obra.

No puede olvidarse tampoco la antiquísima tradición de recopilar oraciones de contenido sapiencial o visionario, extractadas de obras mayores. Algunos de los que hoy consideramos grandes cultivadores del género jamás escribieron como tal un libro de aforismos, por muy sentenciosos que fueran sus ensayos, poemas o novelas: alguien cribó su obra. A veces, incluso, lo hicieron ellos mismos. Esta recurrente circunstancia convierte a la aforística en un laboratorio fascinante sobre los conflictos existentes entre la literatura y el libro como institución. Lejos de constituir obras acabadas, muchos volúmenes de aforismos son artificios editoriales o filológicos construidos a partir de una masa ingente de fragmentos no articulados, que dialogan entre sí y generan concomitancias, pero cuya estructura no fue preconcebida. Su realidad es como la de un cuerpo construido a base de amputaciones, trasplantes, injertos, un cuerpo en proceso de composición o descomposición, constantemente reestructurado.

Atendiendo a esta idiosincrasia, podría decirse que muchos libros de aforismos son una obra de arte con su excedente. Un excedente que, en otro tipo de textos, permanece subterráneo, percibiéndose tan solo como pista de lo borrado. «Cuando en arte, tengáis duda de si una versión es mejor que otra —escribe Juan Ramón Jiménez—, no perdáis tiempo en discutíroslas; dejad las dos» (1990: 147). En consonancia con esta idea, las variantes que en una criba escrupulosa podrían haber sido eliminadas se exhiben a menudo como parte del libro. Ofrecen al lector una obra pero también las infinitas posibilidades de la misma, su íntima proliferancia. «Un aforismo —escribe Bergamín— no es breve: es inconmensurable» (88).

Final y principio: sobre este monográfico

Establecidas las coordenadas genéricas, ¿puede hablarse de una aforística española del siglo xx? ¿Cuáles serían sus representantes y características? Aspirando a responder estas preguntas, el presente monográfico se abre con el estudio de un insigne precedente hispánico del género: Gracián. A dicho artículo le siguen dos panoramas del aforismo español de la primera y segunda mitad del siglo xx, a los que vienen a sumarse varios análisis específicos de Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Vicente Núñez y Carlos Pujol. Un último artículo complementa los anteriores trabajos ofreciendo una visión de contraste con la tradición mejicana. Como apéndice, se presenta una antología de quince poéticas del aforismo español actual.

Estas páginas son también un homenaje a Nigel Dennis, inmenso conocedor de la literatura española que aceptó participar en el presente monográfico con un nuevo ensayo sobre los aforismos de José Bergamín. Un ensayo que desgraciadamente nunca pudo terminar. Sea la tierra leve con él.

E. M.—Universidad de Granada