INSULA

Literatura mundial: una mirada panhispánica
Número 787-788 . Julio 2012

 
 

CÉSAR DOMÍNGUEZ / LITERATURA MUNDIAL EN/DESDE EL CASTELLANO (*)


 

Durante la última década se ha producido una explosión de estudios consagrados al tema de la «literatura mundial», hasta el extremo de que se ha afirmado que se trata, bien de un tercer paradigma de la literatura comparada que se suma a los paradigmas precedentes, el factualista-contactológico y el llamado «nuevo comparatismo» (Abuín 2004), bien de una «subdivisión» entre la literatura comparada y los estudios postcoloniales, a los cuales complementaría (Thomsen, 2008: 21). Certifica la emergencia de este tercer paradigma/subdivisión la publicación en Francia en 1999 del libro de Pascale Casanova La République mondiale des Lettres y en Estados Unidos la publicación entre 2000 y 2004 de los trabajos de Franco Moretti, David Damrosch y la traducción inglesa del libro de Casanova, así como tres antologías que adoptan (o reemplazan la fórmula «literatura occidental» o «clásicos occidentales» por) la fórmula «literatura mundial» en sus títulos (las ya célebres antologías Norton, Longman y Bedford). En julio de 2011, con ocasión de la celebración del Congreso «The Rise of World Literatures » en la Universidad de Pekín, se constituyó la «World Literature Association» bajo la presidencia de Zhao Baisheng.

¿Qué resonancia tienen en España todos estos acontecimientos? Dos hechos son evidentes. En primer lugar, la academia española manifiesta en la actualidad un desinterés generalizado por los estudios de literatura mundial. Y, en segundo lugar, en los casos excepcionales en que se repara en el nuevo paradigma/subdivisión, entre la «vía francesa» y la «vía estadounidense» (¿una reactualización de las «horas» de Claudio Guillén?), España se decanta claramente por la primera. Nada puede ser más elocuente a este respecto que la recepción de la pronta traducción al castellano del libro de Casanova haya sido tan entusiasta en España como la recepción del original en Francia.

Si en septiembre de 1999 Nadine Sautel celebraba el «défi autrement ambitieux» de Casanova al ofrecer «dans un langage accessible à tous, une répresentation de l’univers littéraire» a través del cual «elle nous entraîne dans un espace-temps symbolique, avec son «méridien de Greenwich»», en julio de 2001 Ricardo Senabre afirmó que nos enfrentamos a «un ensayo de altos vuelos, ambicioso y bien planteado [...]. Se trata de establecer los «principios de una historia mundial de la literatura» alejada del tópico esquema que se basa en la yuxtaposición de historias nacionales cronológicamente dispuestas», si bien no pasa por alto que «con una actitud muy galocéntrica, muestra un desconocimiento absoluto de lo español». Y ya en el ámbito de la crítica académica, si Christophe Pradeau y Tiphaine Samoyault dieron por cierto el argumento de Casanova según el cual «[t]outes les littératures n’ont pas le même rapport à l’universel» (2005: 8), Antoni Martí Monterde ha recurrido a Casanova como autoridad frente a una fase previa (¿superada?) de la literatura comparada, en la que «el comparatismo es un nacionalismo» (2005: 346).

No menos elocuente es el hecho de que el libro de Casanova también haya sido condescendientemente recibido por los investigadores de las otras literaturas «españolas», a pesar de que una parte sustancial de su argumentación afecta a las llamadas por Casanova «pequeñas literaturas» (2001: 231-268). A título ilustrativo, Ur Apalategui (2000) trazó la trayectoria de Bernardo Atxaga en el «campo literario vasco» a partir de los postulados de Casanova, mientras que en los estudios gallegos el número monográfico de Grial de 2005 (Da literatura nacional á literatura mundial) incluyó una traducción de un artículo de Casanova publicado ese mismo año en New Left Review sin mayor discusión, y en los estudios catalanes el libro de Casanova se ha empleado, por ejemplo, como referente en el campo traductológico (Marco, 2010).

En principio, la sorpresa debería ser menor en el caso de la recepción estadounidense del libro de Casanova, también entusiasta, a partir de la traducción (ampliada) al inglés, que la editorial de la Universidad de Harvard publicó en 2004. Y digo «en principio» porque se debería tomar en consideración la invención por parte de la academia estadounidense de la llamada French theory (Lotringer y Cohen, 2001) y el capital cultural que se le reconoce (aquí simbolizado por el sello universitario). Un caso ilustrativo a este respecto es la reseña debida a Bali Sahota, quien, si bien la publicó tres años después de la traducción inglesa, no contrasta ninguno de los argumentos de Casanova con los desarrollados en la propia academia estadounidense por investigadores como Moretti y Damrosch. Tal vez todo esto explique por qué, en una entrevista de 2005, Casanova no se planteó ninguna necesidad de modificar o, cuanto menos, matizar sus postulados básicos (ni siquiera bajo el ímpetu de las discusiones sobre la littératuremonde), a los que proyecta dar continuidad a través de «développer le travail sur les textes eux-mêmes» y «faire une brève histoire du lien entre les théories (mêmes inconscientes ou tacites) de la traduction et la position occupée dans l’espace par les traducteurs» (Casanova y Samoyault, 2005: 149 y 150).

Efectivamente, el papel de la traducción en la conformación del espacio literario mundial había sido considerado por Casanova en La République. Pero permítaseme que lleve el asunto de la traducción en una dirección no contemplada por la autora francesa con el objeto de (re)situar la discusión sobre la literatura mundial en/desde el castellano. Tómese como fuente de información el Index Translationum, a pesar de todos los reparos que pueda suscitar la fi abilidad de este banco de datos. Si se introduce como criterio de búsqueda «los diez escritores en castellano que más han sido traducidos a diversas lenguas », el elenco que se obtiene es el siguiente: Gabriel García Márquez (1.314 traducciones), Isabel Allende (796), Mario Vargas Llosa (635), Miguel de Cervantes Saavedra (605), Jorge Luis Borges (549), José María Parramón Vilasaló (456), Federico García Lorca (401), Pablo Neruda (383), Julio Cortázar (340) y Manuel Vázquez Montalbán (327). Este es, en consecuencia, el canon (de difusión) de la literatura en castellano, un canon que contrasta notablemente con la posición de algunos de estos escritores en los respectivos cánones nacionales. Si a ello se añade que la traducción ha sido utilizada precisamente como un criterio de mundialización (Damrosch, 2003: 4), en caso de que este criterio se acepte deberá concluirse que los diez escritores proporcionados por el Index Translationum representan el núcleo de la literatura mundial en castellano y un estrato de la literatura mundial cuya importancia solo podrá determinarse mediante factores adicionales. El Index Translationum nos dirá, por ejemplo, que Agatha Christie (7.081), William Shakespeare (4.059), Julio Verne (4.567), Hans Christian Andersen (3.207), Georges Simenon (2.263) o Herman Hesse (1.447) ocupan una posición más «central» en el espacio literario mundial que García Márquez, mientras que Dante Alighieri (689), Stanisław Lem (595), Laozi (435) o Akira Toriyama (477) ocupan una posición más «periférica».

Dada la imagen que de la literatura mundial en castellano nos proporciona el criterio traductológico, una imagen en la que es obvio el peso de la aportación «hispanoamericana» frente a la «peninsular», cabe preguntarse si el entusiasmo con que ha sido recibido el libro de Casanova en España debe cuestionarse a la luz de las reacciones de otros territorios de habla hispana.

Es interesante señalar a este respecto que en Hispanoamérica, como en España, la literatura mundial no es un asunto candente de debate. Ello no significa, sin embargo, que las tesis de Casanova no hayan sido acaloradamente rebatidas en el mundo de habla hispana, un mundo que se concreta en esta ocasión en algunos hispanoamericanistas que trabajan en la academia estadounidense. Un ejemplo esclarecedor a este respecto es el volumen editado por Ignacio M. Sánchez-Prado (2006a), en el que se recogen las traducciones al castellano de un texto de Moretti y un texto de Casanova (el mismo que en España ha conocido una traducción al gallego) junto a las aportaciones de investigadores de la literatura hispanoamericana. En la introducción, Sánchez-Prado critica la «perspectiva nacional » que se mantiene en los estudios de literatura mundial, que ejemplifica con los nombres de Casanova y Damrosch (2006b: 16), mientras que Efraín Kristal (2006), por ejemplo, cuestiona la centralidad mundial que Moretti le reconoce a la novela, y Pedro Ángel Palou, en su condición de escritor y académico (doblemente periférico, afirma, por escribir en castellano y en México), argumenta en contra de la «comodidad del eurocentrismo» de Casanova cuando habla de «condiciones objetivas de universalidad» (2006: 309).

A tenor de los argumentos apenas mencionados de los hispanoamericanistas citados y de la imagen mundial que la traducción nos da de la literatura en castellano, no parece desacertado concluir que una reflexión tanto sobre la literatura mundial desde el castellano como sobre la literatura mundial en castellano debe superar inconvenientes más serios que el esbozado por Senabre meramente como «desconocimiento absoluto de lo español». Y ello porque, en mi opinión, la pregunta clave es por qué, excepción hecha de algunos hispanoamericanistas que trabajan en la academia estadounidense, las recientes teorías sobre literatura mundial son, bien acríticamente celebradas, bien ignoradas, por las academias de expresión castellana en Hispanoamérica y España (no abordo aquí para este último espacio los casos catalán, gallego y vasco).

En el caso español, el diagnóstico más reciente sobre la situación de la literatura comparada, por parte de una voz tan autorizada como la de Jordi Llovet, señala que «en países como Francia o España, ambos de estructura sólidamente jacobina o centralista, la Literatura Comparada significa una especie de cuerpo extraño en el seno de un ente cerrado y lozano, un virus raro que [...] tiene pocas posibilidades de sobrevivir con independencia o integridad » (Llovet, 2011: 123). Su diagnóstico se extiende al caso catalán (¿podría hacerse también al gallego y vasco?) por «los desmesurados esfuerzos que realiza para definirse como «identidad»» (2011: 123) y muestra, en definitiva, los obstáculos que la filología levanta ante la literatura comparada como «el lugar donde se encuentran y articulan entre sí las distintas literaturas de un continente, o las de todo el mundo, si eso fuese posible» (2011: 121). Con seguridad, el diagnóstico no sería muy distinto en el caso de los estudios postcoloniales, como lo testimonia la recepción de que ha sido objeto el libro de María José Vega (2003) en un país y una academia que han decidido olvidar/borrar su pasado imperial.

Ya en 1994, en un trabajo premonitorio con respecto al encaje institucional de la literatura comparada en la universidad española, Darío Villanueva señaló con respecto a las «posibilidades y límites de la literatura comparada» (1994: 107) la necesidad de definir «literatura universal» y «literatura general». Interesa aquí, obviamente, el primer concepto, que Villanueva allega al goetheano de Weltliteratur (‘literatura mundial’) y de cuya utilidad duda, pues «una «literatura universal», como disciplina académica, suma de todas las literaturas nacionales que en el mundo son y han sido, es una quimera» (1994: 108). Igualmente reticente se había manifestado casi diez años antes Claudio Guillén, quien también suscribe la genealogía goetheana para subrayar que Weltliteratur es un término «sumamente vago» que «se presta por lo tanto a muchos malentendidos» (1985: 55).

Esos «malentendidos» a los que se refería Guillén, y que Villanueva comparte, se concretan en definiciones de la Weltliteratur como «suma de todas las literaturas nacionales», «compendio de obras maestras o de autores universales» o «grandes clásicos universales» (Guillén, 1985: 55 y 56), frente a las cuales Guillén aboga por entender el concepto goetheano, que traduce como «literatura del mundo», en una nueva triple acepción: «literaturas [...] accesibles a futuros lectores de un número creciente de países», «obras que en su itinerario real [...] han ido y venido por el mundo» y «poemas que reflejan el mundo, que hablan acaso [...] por lo más profundo, común o duradero de la experiencia humana» (1985: 57-58). Algunos de los mediterráneos recién descubiertos por la academia estadounidense ya habían sido perfectamente cartografiados por Guillén, y no solo en castellano (la reflexión sobre la Weltliteratur integra el capítulo sexto de The Challenge of Comparative Literature).

No abordaré aquí por qué la academia estadounidense ha «descubierto » lo que Guillén ya argumentara en 1985/1993. Interesa, no obstante, proseguir con el rastreo de la escasa fortuna de los estudios sobre literatura mundial en la academia española, y para ello es determinante la elección conceptual del pasaje antes citado de Villanueva: «literatura universal», y no «literatura mundial», o «literatura del mundo», como prefiriera Guillén. En efecto, la academia española/en castellano posee una larga tradición pedagógica consagrada a la literatura universal (ápud el concepto y genealogía franceses de littérature universelle), desde el «modelo retórico» previo a 1845 con el Plan Pidal, pasando por los cursos de literatura española y universal de mediados del XIX, hasta la actual materia de literatura universal del bachillerato. El propio Llovet coordinó en 1995 unas Lecciones de literatura universal, con respecto a las cuales señaló su novedad en el marco pedagógico secundario y universitario en las últimas décadas del siglo XX (1995b: 9). El escaso grado de interés de la academia española por la literatura mundial es, en consecuencia, el resultado de la combinación de, al menos, dos factores: por una parte, el rechazo de la herencia tradicionalista y reaccionaria de la «literatura universal », que ni siquiera una sustitución políticamente correcta por «literatura mundial» parecería mitigar por parte de la literatura comparada (distinta es la situación de la literatura universal en la filología) y, por otra parte, la situación disciplinaria de la literatura comparada.

Es esa situación la que explica, así mismo, el hecho de que la academia española carezca de una historia del comparatismo en/desde el castellano. Semejante ausencia proyecta la (falsa) imagen de la literatura comparada como una disciplina que se practica en España desde hace pocas décadas, una especie de Heathcliff que introduce la discordia en la familia filológica y desafía al orgulloso Hindley, esto es, una teoría literaria que, al decir de Guillén (2001: 59), reduce su contraste empírico a la literatura española. Basta mencionar los nombres de María Rosa Lida de Malkiel, Marcel Bataillon, Manuel Fernández- Galiano, Estuardo Núñez, Fernando Lázaro Carreter, Antonio Alatorre, Alan Deyermond, Martín de Riquer, José María Valverde o Antonio Prieto para (re)conocer esa «intrahistoria» del comparatismo hispánico al que solo injustamente se le podría aplicar la máxima del comparatisme sans comparatisme.

En lo que resta de mi exposición, tan solo podré practicar tres mínimas calas en esa intrahistoria de la literatura comparada en/desde el castellano para la cual la literatura mundial siempre ha sido, una vez más en palabras de Guillén (1985: 14), un «afán», un «deseo», un «sueño».

Antes de Weltliteratur: ogni letteratura

Con la emergencia del paradigma de la literatura mundial en la academia estadounidense, Goethe ha sido canonizado como el lejano y prestigioso padre fundador como resultado del ya célebre pasaje sobre la Weltliteratur en su conversación de 1827 con Johann Peter Eckermann. La academia alemana ha afianzado este mito fundacional a través de la búsqueda de precedentes (germanos) para el término supuestamente acuñado por Goethe, desde August Ludwig von Schlözer hasta Christoph Martin Wieland.

No es mi intención participar en ninguna carrera cuyo ganador sea quien antes haya propuesto el concepto. Ello no significa, sin embargo, pasar por alto el hecho, no menor, de que en sus viajes a Italia tanto Herder como Goethe tuvieran la intención de entrevistarse con Juan Andrés (1740-1817), un jesuita valenciano expulso quien entre 1782 y 1799 publicó, en siete volúmenes, una historia de la literatura mundial bajo el título de Dell’origine, progressi e stato attuale d’ogni letteratura. Es verdad que, mientras la propuesta conceptual de Goethe acerca de la literatura mundial puede describirse como una cavilación orientada hacia el futuro sin ninguna aplicación práctica, la historia de la literatura mundial de Andrés representa una aplicación práctica orientada hacia el pasado sin ninguna base conceptual. De hecho, Andrés nunca empleó en su historia fórmulas como «literatura universal» o «literatura mundial». Sus usos más próximos son ogni letteratura y tutta la letteratura, cuyo significado se da por supuesto.

En cualquier caso, el plan de Andrés fue bien concreto: ejecutar una «historia crítica de las vicisitudes que ha sufrido la literatura en todos tiempos y en todas las naciones; un cuadro filosófico de los progresos que desde su origen hasta el día de hoy ha hecho en todos y en cada uno de sus ramos; un retrato del estado en el que se encuentra actualmente» (Andrés, 1997: 8). La oposición Goethe/Andrés representa simbólicamente otra variedad de la división geopolítica Norte/Sur del conocimiento. La historia de Andrés es, en buena medida, una respuesta tanto a esta división Norte/Sur, representada por los ataques franceses contra España en general (la leyenda negra) y la literatura española en particular (Masson de Morvilliers), como a la división Sur/Sur por la que el papel menor que se le reservó a la literatura italiana en el marco europeo se consideró consecuencia de la influencia negativa ejercida por la literatura española (Girolamo Tiraboschi, Severio Bettinelli).

Andrés construyó su historia literaria mundial mediante un enfoque crítico y comparativo y un universalismo epistemológico y geográfico. Su obra aborda los orígenes de la literatura, y en ella se discute las literaturas china, india, persa, fenicia, caldea y hebrea, se analiza los fundamentos grecolatinos y se estudia con gran detenimiento la literatura árabe y su papel fundamental para el desarrollo de la literatura europea, que comprende las literaturas española, italiana, provenzal, francesa, alemana, inglesa, polaca, rusa, sueca, danesa y neerlandesa hasta el siglo XVIII. Por lo que a la literatura africana se refiere, Andrés propone la organización de «misiones literarias» para recabar información, mientras que en el caso de la literatura americana prevé un giro geopolítico y geocultural hacia el Atlántico.

Esta historia de la literatura mundial gozó de un éxito inusitado ya en vida de Andrés y poco tiempo después de su muerte, como lo prueban las diversas ediciones y reimpresiones del original italiano entre 1783 y 1838, su traducción al castellano (también con diversas ediciones y reimpresiones) y al francés (solo el primer volumen). Cuando se dotó la primera cátedra de historia literaria en conexión con el Real Colegio de San Isidro en 1785, los bibliotecarios Francisco Meseguer y Arrufat y Miguel de Manuel solicitaron permiso a José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca y ministro de Carlos III, para emplear los Orígenes como manual, ya que todas las historias literarias de la época se limitaban a un ámbito regional o nacional. Ciento cincuenta y cuatro estudiantes se matricularon el primer año en el seminario ofertado en el Real Colegio. El mismo permiso le fue concedido a la Universidad de Valencia. Ambas instituciones fueron, pues, las primeras en Europa en las que se enseñó literatura mundial.

Literatura extranjera como práctica cosmopolita

Heredero de esa actitud comparatista por excelencia que es la critique en voyage tal y como fuera definida y practicada por Jean-Jacques Ampère, empapada ahora de un orientalismo modernista, al guatemalteco Enrique Gómez Carrillo se le deben obras fundamentales, hoy olvidadas, no solo para una reflexión sobre la literatura mundial desde el castellano, sino también para la conformación de una literatura mundial en castellano si se toma en consideración su papel creativo, pero también mediador, en el modernismo panhispánico. Me refiero en concreto a Literatura extranjera. Estudios cosmopolitas (1895) y Literaturas exóticas (1920), obras con las que alguna deuda debió contraer Las 100 obras maestras de la literatura universal ([1924?]). A ellas debe añadirse su dirección de Cosmópolis (Madrid, 1919-1922), auténtico órgano de difusión para el público hispano de las novedades mundiales y puente entre España e Hispanoamérica.

En la dedicatoria a Leopoldo Alas incluida en Literatura extranjera, Gómez Carrillo se enfrenta a ese «peligro» que las diversas definiciones de literatura mundial han intentado conjurar al limitarla a un cuerpo manejable (los clásicos), esto es, el relativismo absoluto de los valores estéticos. «Las “escuelas” me interesan menos que las obras», afirma Gómez Carrillo, «y los sentimientos me preocupan más que las palabras» (1895: i). Concluye que «dentro de la filosofía literaria, es imposible tener principios invariables» (1895: i) y, bajo ese prisma, presenta al público lector en castellano, apoyado por la autoridad de las crónicas de Emilia Pardo Bazán en Nuevo Teatro Crítico y de Leopoldo Alas, introductor de Georg Brandes, autor, por cierto, de otro texto fundacional sobre la literatura mundial («Weltliteratur», 1899), en primer lugar a August Strindberg y Christopher Jacob Boström, para proseguir con Gerhard Hauptmann, Whitman, Pushkin, D’Annunzio y la «literatura exótica», que justifica por la apertura de «nuevos horizontes a la imaginación» (1895: 87). Este argumento se desarrolla de forma monográfica en Literaturas exóticas, pero reorientado hacia el examen de la «europeización» de literaturas contemporáneas como la turca, egipcia o japonesa.

Con Las 100 obras maestras, Gómez Carrillo navega entre el Escila del nacionalismo literario a ultranza (representado por «The Hundred Best Books», de John Lubbock), en el que «los libros ingleses son [...] más numerosos que los del resto del mundo», mientras que «[d]e España [...] no toma sino un libro [el Quijote]» ([1924?]: 10), y el Caribdis de un internacionalismo ramplón (representado por las «Cent Chefs-d’Oeuvres Étrangers» de Maurice Wilmotte), que hace del crítico literario un «diplomático» que obra «prodigios de tacto para establecer una especie de equilibrio entre las naciones, según su importancia histórica y política» ([1924?]: 12). Es de suponer que Literaturas extranjeras y Literaturas exóticas contribuyeron a la selección de las cien obras maestras, pero de ellas solo conocemos las primeras veintiséis, desde los Salmos hasta Kokusenya Kassen, incluido el gran icono de la «nueva» literatura mundial pergeñada en los últimos años desde Estados Unidos, esto es, el Gilgamesh.

«¿Qué deberemos entender hoy por literatura universal?»

Esta es la pregunta que a la altura de 1949 se plantea Guillermo de Torre en el ensayo «Goethe y la «literatura universal»», incluido en Las metamorfosis de Proteo. Aunque nada se sabe con certeza sobre las circunstancias que rodearon la composición de este ensayo, puede, por una parte, deducirse la influencia de la reciente publicación en 1946 del aún insuperable estudio de Fritz Strich sobre el concepto goetheano, al que Torre se refiere con detenimiento y, por otra parte, el enfoque y las herramientas que la Weltliteratur le proporcionaba para el trabajo que algunos años más tarde se plasmaría como Claves de la literatura hispanoamericana.

Torre valora que «el concepto goetheano de la Weltliteratur estuviera libre de todo enlace político, solamente ligado con los valores del espíritu» (1956: 280). Esta es, pues, su piedra de toque con respecto al tedioso debate sobre «la singularidad y la unicidad de las literaturas », «el nacionalismo y el internacionalismo intelectuales», frente a los cuales Torre aboga por una «meta superfronteriza» (1956: 278). Meta superfronteriza que pondrá a prueba en las citadas Claves al argumentar que las literaturas de Hispanoamérica son derivación de la española en oposición a las tesis nacionalistas. Al modo del «Goethe universalista y, por ende, supraalemán» (1956: 280), un Torre universalista y supraespañol se hace eco de los argumentos de Albert Guérard (1940) para defender, por un lado, un acercamiento a la literatura en Hispanoamérica como literatura en castellano (1956: 285) y, por otro, rechazar la supuesta superioridad de lo local frente a lo mundial. A semejanza del entonces intuido incipiente proyecto federalista europeo, Torre no descarta la posibilidad de un «mundo federal» en el que se realizaría una «literatura universal [...] más equitativa » (1956: 289).

Algunos años más tarde, y nada menos que en el marco de la reforma curricular de la Universidad de Buenos Aires, Torre propone la literatura comparada como la disciplina que debe corregir las «limitaciones» de las otras disciplinas literarias, pues aborda la literatura con «una óptica supranacional» (1970: 180) en su «auténtico dominio », la literatura universal, «pues la comparación debe hacerse entre cumbres y no entre llanuras» (1970: 184). Y en ese espacio metafórico, Torre rechaza el «menor peso que en la balanza internacional suelen alcanzar los valores de la literatura hispánica» (1968: 57) en un capítulo significativamente titulado «La cuestión de la universalidad y una queja compartida».

«El único territorio»

Más allá de las sibilinas discusiones acerca de si la literatura mundial es una nueva disciplina, un nuevo paradigma o una nueva subdivisión, lo cierto es que la literatura mundial siempre fue el objeto de estudio de la literatura comparada. No menos cierto es que esa literatura mundial ha sido eurocéntricamente concebida y reducida al canon occidental, en sus diversas variantes. El renovado interés por la literatura mundial debería constituir una (nueva) oportunidad para pensar su riqueza, pero también sus contradicciones; una (nueva) oportunidad para practicar la literatura comparada como «anhelo» (Guillén, 1985: 14), como el «único territorio que se acerque al dominio entrevisto de la Weltliteratur» (Torre, 1956: 288), a pesar de que, como reconoce Torre, la disciplina no ha logrado aún ser en el mundo hispánico «la rama más lozana y frondosa del noble tronco de la crítica literaria» (1956: 288). Para perseverar en ese anhelo siempre insatisfecho, «¿de qué mundo, de qué mundos?» (Guillén, 1985: 14), es una pregunta que la comparación nunca debería perder de vista en/desde el castellano. Ni tampoco se debería olvidar que, parafraseando a Gérard Genette (1967), ya contenga un libro, dos o varios miles, para una comunidad su biblioteca siempre es su mundo.

C. D.—UNIVERSIDADE DE SANTIAGO DE COMPOSTELA / STOCKHOLM COLLEGIUM OF WORLD LITERARY HISTORY EUROCOMP (FFI2010-16165)

 
 
 
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