Dedicado a la memoria del profesor Juan Ramón
Lodares.
El nombre de América nació con el carácter de
una premonición, pues aquella cuarta parte del mundo no sabía que
conformaba un continente, ni poseía un nombre propio. Según cuenta
el «Diario» de Colón el 2 de noviembre de 1492, quince años antes
de que Américo Vespucio confiriera su nombre a las Indias nuevas
sin merecerlo en absoluto, el judío Luis de Torres, que sabía
«hebraico y caldeo y aun algo arábigo», intentó comunicarse con los
nativos de las tierras recién halladas. Sus muchas lenguas no
sirvieron de nada. Pero aquel fallido intento de conversación tuvo
consecuencias de enorme alcance.
Hubo farsantes avispados, como el propio
Vespucio, que tornaron la incomunicación en un silencio más valioso
que las palabras. En una de sus célebres cartas a Lorenzo de
Médicis en la primavera de 1503, reafi rmó la novedad de las
tierras halladas y su carácter maravilloso, inusitado, inimaginado,
exorbitante, descomunal y prodigioso. El paroxismo de deseo y de
terror que experimentaban todos aquellos europeos arrojados a la
frontera del Extremo Occidente, como definió a América el Nobel
Octavio Paz, mostró así el límite del lenguaje, incapaz de
describir lo que veían: «No quisiera alargarme aquí, porque dudo
que se me crea». Ese silencio creó la utopía, el sueño del Nuevo
Mundo, arma de dos fi los que garantiza el mejor futuro a las
generaciones de Macondo: mientras, aquí seguimos.
Lo predominante fue, sin embargo, la
conversación, la red de relaciones que África, Europa y América
establecieron entre sí mediante el intercambio de palabras,
expresiones y cuerpos. Había nacido un mestizaje que tuvo en la
ciudad su espacio fundamental, porque aquella Monarquía española
compuesta de múltiples reinos se expresaba y gobernaba en ellas.
Los debates seiscentistas sobre la pureza de la lengua que hablaban
los criollos de Zacatecas o Lima como reflejo de la transparencia
de su cielo, y para algunos incluso su superioridad sobre la de
Valladolid o Sevilla, estaban cargados de futuro. Porque aquel
diálogo transmutó los elementos del origen. Mauricio
Wiesenthal lo ha señalado de manera magistral:
«El español es más moderno que el castellano».
Tan moderno que las independencias cuyo
comienzo hace doscientos años recordamos en 2010 crearon proyectos
políticos que hicieron de la lengua española herramienta de nación,
implantándola en la educación pública, periódicos, cartillas y
revistas. Es una historia apenas entrevista, pero esa opción
modernizadora americana por la lengua española la devolvió a la
antigua metrópoli como exigencia de proyectarse hacia fuera,
dejarse de esencialismos catetos y negaciones del porvenir. Ni la
cultura de la Edad de Plata, ni la modernización de la República de
las letras desde los años sesenta del siglo XX, se explican sin
Rubén Darío, el editor venezolano Rufino Blanco Fombona, Borges y
Pablo Neruda, o sin los grandes del boom hispanoamericano, García
Márquez, Vargas Llosa o Cortázar.
Más allá, podríamos decir, con la presencia
latinoamericana renovada en España y las emigraciones recientes, la
última edición de la lengua de andariegos que siempre ha sido el
español, sólo nos cabe hacer de notarios del futuro. El español es
la segunda lengua global y en América se encuentran las dos
naciones, Estados Unidos y Brasil, en las que su expansión reciente
muestra que no ha tocado techo y le queda mucho recorrido. El
español de América es ya la lengua del siglo XXI.
Vista la importancia del objeto, nos
enfrentamos con un ánimo entre evaluatorio y prospectivo al reto de
preparar un número de esta revista sobre «La lengua española, una
lengua americana». Hemos pedido a los colaboradores, procedentes de
varios países e instituciones, que asumieran posiciones arriesgadas
y estamos muy agradecidos por su receptividad a la propuesta. El
primer artículo, a cargo de Fermín del Pino, «Las lenguas de los
misioneros y la enseñanza del español en la América del siglo XVI»,
aborda la relación entre evangelización e idioma, mientras que en
el segundo Tamar Herzog explora la tenue relación entre lengua e
identidad en la Edad Moderna. Dos artículos dedicados al siglo XIX,
el de Tomás Pérez Vejo «Debates sobre la lengua española en el
siglo XIX mexicano» y el de Germán R. Mejía Pavony «El idioma de la
nación. La experiencia decimonónica colombiana», abordan el
fascinante proceso de construcción nacional con el español en lugar
determinante. «El boom de la narrativa hispanoamericana y la
actualización del español» a cargo de Arturo García Ramos y
«Bibliotecas de ambas orillas» de Jesús Marchamalo exploran los
lazos visibles e invisibles entre el español de América y el de
Europa, mientras «Los dilemas de la lengua española en los Estados
Unidos de América», de Francisco A. Marcos-Marín, plantea la
situación del idioma en aquel contexto fundamental. Finalmente,
Juan Luis Suárez propone en «¿Humanidades digitales en español?» el
abordaje sin miramientos de la última frontera, el mundo de
Internet. Un mosaico de perspectivas, un prólogo para lo que ya es
irreversible. Nueve de cada diez hablantes del español están al
otro lado del Atlántico, y de los cerca de 400 millones de
hablantes apenas el 5% pronuncian la «c». Sí, el español ya es una
lengua americana.
COORDINADORES FERNANDO R. LAFUENTE
Y MANUEL LUCENA GIRALDO
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