Presentación
La cita
que me sirve de título está extraída del epígrafe utilizado por
Enrique Vila-Matas para una de las secciones en las que divide su
texto «Un tapiz que se dispara en muchas direcciones» (Vila-Matas,
2000: 204), y creo que hay que relacionarla con la fuerte
valoración actual por parte de muchos creadores de ese espacio
impreciso y ambiguo que es el límite o la frontera. Vivimos en un
momento de valoración positiva del espacio fronterizo y, por tanto,
carente de definición, en lo que respecta a muchos aspectos de la
realidad, pero trata este monográfico de uno concreto que tiene que
ver con la acusada tendencia de la novela contemporánea a la
asimilación de elementos propios de otros géneros literarios y su
consecuente conversión en una especie híbrida que tiende a
difuminar los tradicionales límites fronterizos entre los mismos.
Entre las valoraciones de la novela contemporánea no es nada raro
que se aluda a su afición a cierta forma de mestizaje o hibridación
genérica. Dicha alusión, frecuente tanto en la crítica literaria
académica (Guillén, 2003) y periodística, como en las mismas
contraportadas de las propias novelas, utilizada casi a modo de
reclamo publicitario, se quiere relacionar con una narrativa
moderna y trasgresora que se esfuerza en poner en evidencia la
naturaleza multiforme y abierta del mismo género de la novela desde
sus orígenes.
Evidentemente, dicha tendencia al resquebrajamiento de las
fronteras genéricas, aunque cada vez con mayor número de adeptos,
no es común denominador de todas las novelas que se escriben y
publican en la actualidad. Gran parte de ellas, aun muchas que se
enorgullecen de presentar personajes y situaciones muy
contemporáneas, recurren a un modelo genérico absolutamente
convencional; incluso, en ocasiones, bastante cercano al de la
novela decimonónica. Pero dicho esto, hay que reconocer también que
buena parte de la producción literaria de nuestros días ostenta esa
deliberada tendencia a la asimilación indiscriminada de diferentes
tipos de discursos genéricos. Soy consciente de que así planteado
el fenómeno al que hago referencia es demasiado amplio y complejo
como para que pueda ser tratado en estas escasas páginas. Hablar
del mestizaje entre géneros como rasgo distintivo de la narrativa
contemporánea es hablar de buena parte de la producción narrativa
de mejor calidad desde hace un siglo, o incluso más. Si recordamos
la ya clásica concepción de Italo Calvino de la «hipernovela»
(Calvino, 1989), hemos de reconocer que no estamos hablando de un
procedimiento tan reciente como a veces se nos quiere hacer creer,
ni por supuesto privativo de la literatura española. Sin embargo,
sí creo que merece la pena que ahora especialmente recabemos en él.
Sabido es que la novela, género que nace cuando otras formas
literarias clásicas se encontraban ya consolidadas, aprovechó los
hallazgos y recursos de muchas de ellas, asimilando elementos cuyo
lugar propio se hallaba en principio en otro tipo de mensajes, como
pudieran ser el ensayo, el tratado filosófico, el panfleto
político, la literatura confesional, etc. Muchas veces se ha
destacado ya la elasticidad y porosidad de este «género de aluvión»
(Senabre, 2005) como propiedades que ningún otro género posee en
igual proporción. Sin embargo, también ha sido habitual reconocer
que en la novela el ingrediente esencial sobre el que todo lo demás
se erige es la historia, «la narración en prosa de hechos y
acontecimientos del pasado llevados a cabo o padecidos por unos
determinados seres humanos en épocas y lugares concretos» (Senabre,
2005: 14). En este caso, ¿qué ocurre cuando esos otros ingredientes
hacen adelgazar la historia hasta hacerla prácticamente
desaparecer? Sería lógico pensar que el texto del que estamos
hablando ya no es entonces una novela, sino otro de una especie
distinta y, sin embargo, muchos libros que se publican en la
actualidad, en los que la historia es prácticamente inexistente, se
nos siguen vendiendo bajo el término de novela. No estoy tan segura
de que la tendencia al mestizaje haya aumentado cuantitativamente
en los últimos años, pero sí parece que en la actualidad hay, como
señalaba más arriba, cierta ostentación del mismo, utilizada en no
pocas ocasiones como supuesta garantía de un discurso trasgresor.
En definitiva, parece existir una acusada toma de conciencia por
parte de los novelistas y los lectores contemporáneos acerca del
asunto que nos ocupa, lo que aconseja que nos detengamos en él.
Poco hay que decir a estas alturas, tras tantos años de narrativa
experimental, acerca de la índole particular del género novelesco y
su rechazo a ser definido por determinadas características técnicas
o estructurales. Existe hoy un unánime reconocimiento de la
ausencia de una fórmula cuya aplicación a cualquier novela resulte
infalible. No obstante, creo que a la crítica se le impone el deber
de no conformarse con extender la ambigüedad propia de la novela a
su valoración crítica; es decir, no creo que debamos conformarnos
con reconocer sin más el estatuto ambiguo e híbrido de determinados
textos sin preocuparnos en entender cómo se ha conseguido dicha
ambigüedad, a qué responde y qué efecto estético consigue en el
lector.
Formas
del mestizaje en la narrativa contemporánea
En
numerosas ocasiones se ha puesto de manifiesto la fuerte presencia
de lo ensayístico en la literatura actual, hablándose de «novela
ensayo, de teatro de ideas, de lírica discursiva, etc.»
(Andres-Suárez, 1998: 11). Concretamente son cada vez más numerosos
los casos en los que la novela contemporánea adquiere la apariencia
y las estrategias discursivas del ensayo. Nadie mejor que Julián
Marías ha sabido explicar este fenómeno:
La
novela, determinada así por el firme propósito de no ser la novela
tradicional, es un perpetuo ensayo de formas nuevas. Pero el ensayo
es —y no por azar— el nombre de un género literario.
Es, justamente, el género literario a que se llega cuando la
actitud del escritor es ensayar. Por esto, sin ningún equívoco, el
ensayo acecha a la novela contemporánea, es su riesgo permanente.
El ensayo de novela está siempre a punto de convertirse en novela
de ensayo, en novela-ensayo. Mientras Montaigne no hace más que
contar historias desde la primera página y así «noveliza » sus
Essais, el novelista contemporáneo, en cuanto se descuida, deja de
narrar y explica, razona, teoriza [...]. Lo normal es que la novela
descarrile en el ensayo, degenere en él —es decir, se
desgenere, pierda su género literario—; es como si la novela
fuese un compuesto químico sumamente inestable, difícil de
conservar, o un elemento que, como el usuario, se desintegra en
plomo (Julián Marías, 1964: 242-243).
Es
difícil precisar el origen de esta mutación. Probablemente
pudiéramos detectar el inicio de este tipo de novelas en el siglo
XVIII, con obras fundamentales como Tristram Shandy de Laurence
Sterne, aunque quizás sin la aportación tan importante de autores
fundamentales del siglo XX, como pueden ser Thomas Mann o Robert
Musil, no estaría hoy tan consolidada. En la actualidad son
innumerables los escritores que cultivan un tipo de novela que
tiende a confundir sus perfiles con los del género ensayístico.
Entre los más citados y aplaudidos suelen figurar W. G. Sebaldo
Claudio Magris, sin olvidar al sudafricano Coetzee o a
hispanoamericanos como Sergio Pitol (vid. Vila-Matas, 2000: 192).
En cualquier caso, hay que advertir también que en la obra de estos
autores la conjunción entre novela y ensayo no se produce de la
misma forma y en la misma intensidad. Así por ejemplo, Magris, en
obras como Danubio (1986) o Microcosmos (1997), ha llevado a cotas
muy altas ese tipo de texto híbrido en que el marco narrativo y
ficcional, sin llegar a desaparecer del todo, se reduce a su mínima
expresión, para dar cabida a un discurso a medio camino entre el
ensayo erudito y el relato de viajes. Gracias a este procedimiento
nos propone el germanista italiano un viaje por el espacio y por el
tiempo a través del cual se despliega una amplia y deslumbrante
cultura multidisciplinar (Aparicio Maydeu, 2008: 446). Menos
desdibujados están los perfiles entre la novela y los géneros
ensayísticos en otros autores, como por ejemplo W. G. Sebald, quien
se vale también del diario de viajes, la autobiografía y el ensayo
para construir sus novelas, pero en algunos casos, como por ejemplo
en su última obra Austerlitz (2001), conservando el elemento
narrativo y ficticio una mayor entidad como marco en el interior
del cual se despliegan toda una serie de conocimientos. Y, sin
embargo, una de las más originales aportaciones en las novelas de
Sebald es la inclusión de fotografías, como muestra irrefutable de
que aquello de lo que se está hablando en la novela existe también
en la realidad. También J. M. Coetzee —para Vila-Matas «el
mejor escritor vivo en activo» (2008, 49)— inserta con
habilidad el ensayo en un marco narrativo y ficticio que lo
subsume. Así por ejemplo, en su última obra, Diario de un mal año
(2007), se cuenta la historia de un prestigioso y maduro escritor,
que se puede identificar con el propio Coetzee, que está
escribiendo un ensayo sobre la sociedad actual que le han
encargado, al tiempo que vive un inesperado enamoramiento de una
joven y atractiva vecina a la que contrata como mecanógrafa. Ese
leve marco narrativo es la excusa para la inserción en la obra de
un texto ensayístico que repite muchos de los asuntos habituales en
la obra de Coetzee y que en realidad ocupa la mayor parte del
libro. En España son varios los autores que desde hace décadas
vienen haciendo un tipo de novela híbrida o de muy difícil
clasificación. Piénsese, por ejemplo, en autores como Juan
Goytisolo, que lleva poniendo en práctica la autoficción desde
obras como Paisajes después de la batalla (1982), borrando a menudo
las fronteras entre las figuras del personaje, el narrador y el
autor empírico, e insertando en el interior de la novela textos
ensayísticos que previamente había publicado en la prensa. O, como
Javier Marías, que también ha recurrido a la inclusión de
fotografías en varias de sus obras con una finalidad creo que
coincidente con la de Sebald y que asimismo desde hace años echa
mano de discursos ficcionales y reflexivos que se contaminan
mutuamente en casi todas sus novelas. Asimismo, la gran mayoría de
las novelas de Enrique Vila-Matas ensamblan innumerables
reflexiones sobre la propia literatura y numerosos escritores al
hilo de un marco argumental y ficticio sumamente leve, que ha
tendido además a adelgazarse en sus últimos libros. Vila-Matas ha
convertido sus últimas novelas en un «parloteo» (Doctor Pasavento,
p. 153) incesante sobre las más variadas cuestiones, así como un
constante trasiego entre lo realmente sucedido y lo ficticio,
siendo además las leyes del azar o la gratuidad las que rigen ese
extraordinario ensamblaje de los materiales más heterogéneos.
A
propósito de todo esto, sugiero que se reflexione ante la siguiente
coincidencia de planteamiento argumental: Javier Marías
ficcionalizó en Negra espalda del tiempo (1998) la historia de la
repercusión obtenida por otra de sus novelas anteriores: Todas las
almas (1989); Enrique Vila-Matas ficcionaliza en París no se acaba
nunca (2003) el proceso de escritura de su primera novela La
asesina ilustrada (1977) y su propia conversión en un escritor
conocido; en La velocidad de la luz (2005) Javier Cercas
ficcionaliza la repercusión que tuvo en su propia persona el
apabullante e inesperado éxito alcanzado por su anterior novela,
Soldados de Salamina (2001). En los tres casos, y seguramente
podrían citarse muchos más, no sólo asistimos a la conversión de
los tres autores en personajes de novela, sino que también se
produce cierta equivalencia jerárquica entre la novela anterior y
la que se escribe como comentario de esta (entre la novela y el
ensayo sobre la novela), es decir, entre los elementos de
transducción sobre los primarios, superponiéndose unos y otros
hasta resultar indivisibles.
Las
obras de los autores que he citado a modo de ejemplo han sido
publicadas en colecciones editoriales dedicadas por lo general al
género de la novela, y como tal han tendido a ser recibidas por
críticos y lectores. En principio, parece que un factor fundamental
para distinguir entre el discurso de la ficción y el discurso
ensayístico es el hecho de que en el segundo el sujeto de la
enunciación textual se identifique con el autor real de la obra,
mientras que en los primeros esta identificación no se produce.
Ahora bien, en todas las obras citadas de alguna u otra forma nos
encontrarnos con dicha identificación (con atribución de datos
biográficos del autor al narrador) y, así y todo, nos resistimos a
dejar de clasificarlas como novelas. El motivo de dicha resistencia
quizás radique en el hecho de que, en todos estos casos, esa
identificación entre el autor y la voz narradora no se produce de
una manera clara y decisiva, sino que, por el contrario, es una
identificación imprecisa o intermitente. Dicho de otra forma, la
propia credibilidad de la voz narradora es continuamente sometida a
sospecha, de tal manera que la ambigüedad relativa al estatuto
genérico al que pertenece la obra procede sustancialmente de la
ambigüedad de esa misma voz narradora. De lo que se trata es de
ficcionalizar la fuente misma del lenguaje, «haciendo que el origen
mismo de la novela se vuelva sobre sí, y pueda su escritura nivelar
por tanto lo que un novelista ha vivido y lo que ha inventado»
(Pozuelo Yvancos, 2004: 283).
En estos
casos, estaríamos efectivamente ante eso que la crítica ha dado en
bautizar con el término de autoficción, que desde hace unos años
viene utilizándose para hacer referencia a una «nueva» especie del
panorama narrativo actual (Alberca, 2007). Del disfraz ficticio
utilizado en la novela autobiográfica pasamos al uso del nombre
propio verdadero del autor en la autoficción. Pero en contra de lo
que cabría esperar, la ambigüedad de la primera, lejos de
desaparecer, se acentúa, haciéndose más sutil e inquietante en la
segunda. Al leer una obra de ficción, a partir del pacto tácito
establecido entre autor y lector, se acepta el fingimiento de hacer
pasar por real lo que por definición es ficticio, en la autoficción
se produce el efecto inverso: es decir, se acepta pasar por ficción
lo que en realidad sabemos que es real.
Dice
Fernando Orejudo en su aplaudida novela Fabulosas narraciones por
historias (1996) que mientras los personajes de ficción se
esfuerzan por parecer reales, los autores cada vez se esfuerzan más
por convertirse en personajes de ficción. Y en el fondo de ese
planteamiento tan recurrente en nuestros días quizás subyazca la
idea también bastante asumida de que el mercado editorial tienda
cada vez más a convertir al escritor de éxito en una marca, en una
ficción, en suma. Si nos detenemos a reflexionar acerca de cómo
explicar esa insistente reafirmación del propio yo del autor que
observamos en tantas novelas contemporáneas, concluiremos que nada
tiene ya que ver en ellas con la presencia del yo del autor
característica de las novelas decimonónicas, aquellas en las que
dicho autor pretendía transmitir con fidelidad su mundo personal y
único, y que los novelistas modernos del siglo XX encontraron tan
irritante y poco verosímil. Esa machacona reafirmación del yo no
hubiera tenido ningún sentido hace cincuenta años, pues hubiera
resultado anacrónica y, si ahora reaparece, es en forma de
reflexión sobre la tan traída y llevada «muerte del autor». Muchas
novelas del fin del siglo XX y principios del XXI nos proponen un
interesante juego con la categoría del autor, acerca de cuyo
estatus se ironiza, pero esta recuperación de la figura del autor,
tras tantos años en los que se le creía haber asesinado, es de otra
índole: responde ahora al afán del yo, que se sabe desintegrado por
la posmodernidad, por volver a reencontrarse. Y esta nueva búsqueda
y reafirmación del yo del autor ha pasado por un consciente y casi
humilde previo trabajo de desintegración de ese yo, por una irónica
mirada sobre la propia voz narradora, así como por una sistemática
puesta bajo sospecha de la propia identidad. Hasta aquí he hecho
referencia al mestizaje de la prosa ensayística y de ficción, por
un lado, y la autobiográfica y la de ficción, por otro (confluyendo
en muchos casos también las tres categorías en una misma obra),
pero la hibridación genérica actual da lugar a obras en las que se
aprecia también una mayor mixtura. Cada vez es más frecuente que
los escritores, bien por exigencias editoriales o bien por propia
voluntad, alternen la publicación de libros más compactos, que a
pesar de toda su ambigüedad pueden seguir siendo catalogados como
novelas, con otros, que sin dejar de ser publicados en las mismas
colecciones de narrativa, plantearían muchos más problemas en
cuanto a esa denominación (si entre los primeros pudiéramos citar a
Doctor Pasavento (2005), entre los segundos el Dietario voluble
(2008), ambos de Enrique Vila-Matas). Me refiero a ese tipo tan
frecuente de libro de carácter sumamente fragmentario que se ofrece
al lector como una miscelánea (en la que se mezclan con anarquía
pequeñas observaciones, apuntes imaginativos, relatos brevísimos,
crítica literaria, diarios, etc.), al tiempo que, paradójicamente,
como una unidad estética, e incluso como una novela. Si nos
fijamos, por ejemplo, en las exitosas novelas (así son catalogadas
en los paratextos de las solapas o contraportadas) de Agustín
Fernández Mallo, Nocilla dream (2006) y Nocilla Experience (2008),
hemos de reconocer que en apariencia más que novelas parecen un
collage de breves textos apenas enlazados entre sí, que además se
intercalan con textos o citas ajenas, en algunos casos reproducidos
literalmente y en otros distorsionados a través de ese
procedimiento que el autor ha llamado docuficción. Pensemos también
en el magnífico y reciente España (2008) de Manuel Vilas (también
denominada «novela» en la misma solapa del libro), conjunto de
textos aún más heterogéneos y en este caso sin aparente conexión
entre sí. El escritor boliviano Edmundo Paz Soldán se pregunta en
su blog por qué estos jóvenes novelistas españoles se empeñan en
llamar novelas a sus libros, cuando aparentemente son colecciones
de relatos: «Todavía no entiendo por qué. No creo que sea una razón
comercial, porque lo que publica DVD no apunta precisamente a eso.
Tampoco creo que sea una cuestión experimental, porque esto de
llamar novela a un engarzamiento de historias sueltas, en las que
hay una misma atmósfera temática pero personajes distintos de un
relato a otro, se ha hecho muchas veces»
(http://www.elboomeran.com/blog/117/edmundo-paz-soldan/).
Efectivamente, el recurso a la novela collage o puzzle no es nuevo,
aunque por lo general entre cada una de las piezas del conjunto
solía existir cierta relación más o menos evidente (Gómez Trueba,
2006). Cuando encontramos la palabra novela en la contraportada,
los lectores esperamos descubrir cierta conexión entre las
distintas piezas del conjunto, de tal forma que la frustración que
nos provoca el descubrimiento de esa falta de continuidad forma
parte central del efecto estético. La respuesta a la pregunta
planteada por Paz Soldán quizás haya que buscarla en el interior
del libro de Manuel Vilas: a través de los textos de España (tan
dispares en su temática como en modalidad genérica), el autor se
propone reducir al nivel de la pura fantasmagoría el concepto de la
identidad nacional española, el de la historia literaria nacional o
el de la identidad del propio autor, pero también el mismo concepto
de novela, al atreverse a calificar así a la suya.
El
fenómeno de la hibridación o mezcla de varios géneros en una obra
literaria no es nuevo y no es ahora el momento de detenernos en los
numerosos ejemplos que podrían aducirse en el pasado. Tampoco es
que se haya producido solamente un proceso de aceleración del
mismo, más bien creo que la recurrencia, tan frecuente en nuestros
días, al cuestionamiento de las fronteras genéricas dentro de un
texto responde a la voluntad más o menos consciente por parte del
autor de convertir ese mismo cuestionamiento en factor primordial
de su propuesta estética. Dicho de otra manera, el recurso de la
hibridación viene a potenciar el significado último de estas obras.
La confusión de un género habitualmente adscrito al ámbito de lo
ficticio con otros adscritos al ámbito de lo real sirve para
plantear uno de los grandes temas de la literatura de nuestros
días, el de la dificultad o incapacidad de discernimiento entre la
realidad y la ficción o lo que viene a ser lo mismo, la
consideración de la primera como mero simulacro. Efectivamente, el
tipo de obras de las que estamos hablando participan plenamente de
esa crisis tan característica de nuestros tiempos relacionada con
la desconfianza hacia el estatuto de realidad, hacia la relación
del lenguaje con la realidad, la crisis en suma de lo que Lyotard
llama grandes relatos o metanarraciones de la filosofía occidental
(Pozuelo Yvancos, 2004: 42). En su apertura y fragmentación
textual, en su incapacidad para ajustarse a los perfiles concretos
de un patrón genérico, en ese escepticismo que conduce a plantear
problemas y nunca resolverlos, denotan estos textos toda su
afinidad con el pensamiento posmoderno.
Pero
¿siguen siendo novelas?
Llegados
a este punto, cabría preguntarse si obras como estas nos están
planteando en el fondo el cuestionamiento del concepto mismo de
ficción como fundamento del arte de escribir novelas. Cabría
también pensar si estamos acaso ante el final de la distinción
básica entre realidad y ficción, que ha regido desde siempre las
distinciones genéricas en literatura, para llegar a una especie de
peligroso estado de uniformidad. Creo que no y ello porque el juego
planteado en este tipo de relatos híbridos, antes que abolir de una
vez por todas los límites de lo real y lo ficticio, tal vez los
esté reforzando, desde el momento en que no somos capaces de
percibir lo ficticio si no es en relación con lo real y viceversa
(Alberca, 2007: 287).
Si a lo
largo de este trabajo me he referido a los libros citados como
«novelas», ello es porque considero que en todas ellas la mezcla de
géneros se realiza en el interior «del saludable embaucamiento de
la ficción» (Pozuelo Yvancos, 2004: 270). La inclusión de lo real
dentro del espacio de lo ficcional lo que consigue es subvertir el
estatuto mismo de la realidad hasta nivelarla o confundirla con lo
ficticio. Desde siempre se ha visto cómo el viejo recurso, ya
utilizado por el mismo Cervantes o Miguel de Unamuno, de incluir en
una obra de ficción el yo real del autor no consigue dotar de una
mayor credibilidad a los hechos ficticios narrados, sino, por el
contrario, ampliar el terreno de lo ficcional hasta abarcar también
a aquellos aspectos de la realidad cuya existencia en principio
plantearían menos dudas. De esta forma, creo que desde el momento
en que reconocemos que en este tipo de obras la voz narradora está
ficcionalizada, no podemos negarles el estatuto genérico de
auténticas novelas.
Pero
también cabría pensar que, de tanto estirar los perfiles de la
novela, ésta llegara a explotar y así morir ya de una vez por
todas. Hace ya muchos años que Ramón Gómez de la Serna afirmó que
ya no se podían hacer más que novelas del escepticismo, «un tipo de
novela escéptica bien hecha de cada tipo de novela...», y que
«cuando se hayan hecho tantas especies de novelas escépticas como
especies de novelas hay», acabaría por morir la novela misma (2005:
116). En un artículo de 1953 que ya ha sido citado, aseguró Julián
Marías que: «Desde hace unos ochenta años casi todas las buenas
novelas son malas; quiero decir, malas novelas, que no acaban de
serlo. En la medida en que quieren ser auténticas se sienten
obligadas a salirse de la forma tradicional de la novela moderna
—que permanece siempre en el área definida por el
descubrimiento de Cervantes—, y eso las hace titubear en
busca de sí mismas. Son novelas que no llegan del todo a serlo»
(1964: 242). Las novelas de las que nos ocupamos en este
monográfico pertenecen a ese tipo de novelas que voluntariamente
«no llegan del todo a serlo», lo cual no implica a mi juicio que
estemos ante «malas novelas» (en el sentido literal de la
expresión) y mucho menos ante esa tantas veces anunciada muerte del
género de la novela.
T. G.
T.—UNIVERSIDAD DE VALLADOLID
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187-209. — (junio 2008), «Si supiera cómo es la novela del
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295, pp. 47-54.
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