El 22 de febrero de 1939 Antonio Machado moría en
Colliure. Era para él el último destino de una forzosa batida en
retirada que había comenzado en noviembre de 1936, cuando, por
determinación del Quinto Regimiento, la intelligentzia republicana
es puesta a salvo en Valencia de los bombardeos de los rebeldes
sobre Madrid. Los días del poeta en Rocafort y Barcelona son aún de
relativa calma y confort frente a los que se abren en la madrugada
del 23 de enero de 1939, cuando las autoridades republicanas
evacúan a un Machado anciano y de salud quebrada irreversiblemente
a Francia. Junto a cientos de españoles que taponan la carretera
del litoral catalán, bajo los bombardeos, la lluvia recia y el frío
de enero, el poeta alcanza la frontera a pie y desde allí toma el
tren hasta el pueblo cercano de Colliure, para alojarse en el Hotel
Bougnol-Quintana. Ni los cuidados de los amigos ni la asistencia
protectora del Gobierno pueden nada contra su deterioro físico y
anímico: Machado cae enfermo de gravedad y fallece a los pocos
días, sin duda más ligero de equipaje de lo que ni siquiera él
había alcanzado a presagiar.
Este final dramático era la pieza que faltaba para
redondear el mito del hombre generoso e íntegro que sufrió a España
hasta entregarle la vida. Con su penosa muerte en el exilio,
Machado sellaba su compromiso sin ambages con la fe democrática de
la República, del que ya había hablado con elocuencia su intenso
activismo intelectual para una de las tribunas de la España
dividida, prolongación coherente por cierto de unas convicciones
políticas bien asentadas antes de la guerra. Pero este último
episodio lo alzaba definitivamente como el gran paradigma moral
ante los sectores más progresistas del país. Su sacrificio, pasión
y muerte por la causa de la República convirtieron a Machado de
inmediato en un santo laico, el «San Antonio de Colliure» del que
luego harían mofa quienes denunciaron la veneración acrítica de un
poeta del que no se ponderaban valores poéticos sino,
exageradamente, valores éticos y humanos.
Con todo, entre el austero funeral «de Estado» que se
rindió al poeta en Colliure -doce soldados españoles de la Segunda
Brigada de Caballería conducen el ataúd, envuelto en la bandera
republicana- y el homenaje conmemorativo que le organizó la
República «en la sombra» hubieron de pasar veinte años. En la
España del interior esta vertiente del mito, la del hombre sabedor
de una doctrina aderezada con unas gotas de jacobinismo, comienza a
fabricarse en la prensa de la zona roja que difunde la noticia del
fallecimiento y se amplifica durante las pocas semanas de vida que
le quedan a la República. Pero la guerra la ganó Franco, y desde
entonces, la leyenda sólo pudo alimentarse en la clandestinidad (y
también -dicho sea de paso- por obra de ella).
De Escorial (1940) a Cuadernos Hispanoamericanos
(1949)
No obstante, la cultura franquista no podía
prescindir de un poeta de la talla de Machado. Claro que los
intentos de asimilación en el proceso de reconstrucción cultural en
que hubieron de emplearse los intelectuales del Régimen exigían
«interpretaciones» y equilibrios difícilmente sostenibles. En
efecto, «rescatar» a Machado como muy tempranamente lo hizo
Dionisio Ridruejo desde la revista Escorial (1940: 93-100)
resultaba una tarea costosa y de dudosa honestidad por cuanto
implicaba traicionar la raíz del sistema ideológico del poeta. En
el que iba a ser el prólogo a las pretendidas Poesías completas del
autor sevillano, que editaría Espasa- Calpe un año después, el
objetivo de Ridruejo no era otro que el de redimir para la causa
falangista a un gran poeta que a su vez había sido enemigo civil.
Pero retirar a Machado la etiqueta de poeta nefando obligaba a
cuestionar la firmeza de su ideario político; por eso Antonio
Machado había sido, según las razones de Ridruejo, uno de esos
secuestrados morales atrapados por el enemigo rojo contando con «la
concurrencia de la senilidad, el hábito de la incomunicación y una
cierta incapacidad para el entendimiento del mundo real», a lo que
había que sumar la importuna casualidad de que, en el reparto de
las dos Españas, al poeta «le tocó estar enfrente». El responsable
de esta lectura, que no tardaría en enemistarse con el Régimen,
pronto iba a lamentar su falseamiento, y de hecho, sólo andados
unos meses prohibiría su reimpresión como prólogo a la edición
machadiana.
Con todo, durante la década de los cuarenta son
Dionisio Ridruejo y sus camaradas del entorno de Escorial quienes,
con la venia oficial y los medios editoriales a su alcance, van a
cincelar la primera de las imágenes del poeta difundidas después de
su muerte, o, con palabras de Valente, el que será su «primer gran
apócrifo falso»: un Machado «puesto en circulación previo despojo
de sus contenidos éticos o ético-políticos» (1971: 104). Lo que
quedaba, entonces, era un modelo estrictamente estético que les
guiaría en el proceso de rehumanización en que se hallaba embarcada
toda la literatura tras la guerra. El Machado esencial e intimista,
el poeta temporalista aunque desvinculado de su tiempo es el que
reclaman estos autores para cimentar, al par que una palabra
cordial que dé cauce a sus tribulaciones existenciales, un proyecto
de interiorización que los aísle, en el espacio incorrupto de lo
privado, de un entorno social problemático que les decide a la
introspección más que a la protesta. Y éste es el Machado que
celebra, en 1949 y con motivo del décimo aniversario de su muerte,
la revista Cuadernos Hispanoamericanos, en torno a la cual se
aglutinan ahora los poetas falangistas. Ellos son los promotores de
un número especial que la citada publicación dedica al poeta
sevillano, en realidad el primer homenaje machadiano que organiza
una revista literaria española después de la guerra civil. Y
Antonio Machado aún no era una figura fácil de recordar. Por eso
esta nueva revista oficial, a cargo de Laín Entralgo, toma las
debidas precauciones para evitar la frustración del homenaje; por
ejemplo, señalando desde el mismo editorial los cauces por los que
ha de discurrir la aproximación al poeta: la actualización,
políticamente inofensiva, de un Machado neorromántico e intimista,
a salvo de toda tentación de compromiso ético con los accidentes de
la historia que pudiera levantar sospechas de disidencia
ideológica.
Sin embargo, entre el grueso de colaboradores que
partían a la busca de ese Machado esencial y exento de accidentes,
una firma rompía la uniformidad del discurso pautado. Eugenio de
Nora, un joven poeta del ámbito de Espadaña, venía a mostrar su
desacuerdo con esa interpretación del sevillano como poeta lírico,
ensimismado, melancólico, cultivador de una poesía «eterna» y
trascendente. Más aún, se atrevía a suponer que si Machado hubiese
podido asistir a la situación poética del momento, caracterizada
por la propensión al intimismo y al cultivo de lo autobiográfico,
la habría juzgado «negativa», «impotente » y hasta «poética y
culturalmente ‘reaccionaria’». Algunos textos del poeta
le servían para probar que Machado postulaba una poesía objetivista
y solidaria, y que se interesaba no sólo por el hombre esencial que
ve en sí mismo, sino también por el que supone en su vecino. Y
proclamaba, en fin, el derecho de que, con o contra el machadismo
que entonces parecía prevalecer, otros discípulos no menos
auténticos potenciasen sentidos por completo diversos: frente al
Machado autobiográfico, el poeta portavoz de la conciencia
colectiva; frente al Machado nostálgico, el poeta crítico y
combativo; y frente al Machado esencial y eterno, el poeta afincado
en su tiempo. Para los seguidores de esteMachado entendía Nora que
el poeta había dejado «su más cariñoso y conmovedor saludo:
‘Pero amo mucho más la edad que se avecina y a los poetas que
han de surgir, cuando una tarea común apasione las almas’»
(1949: 583-592).
El texto de Eugenio de Nora anuncia un sustantivo
cambio de rumbo en el proceso de recuperación de Antonio Machado
iniciado en 1940. El relevo lo van a tomar los poetas sociales, que
reciben con entusiasmo el saludo machadiano y, arropados por el
ejemplo del «poeta del pueblo», se apasionan en una nueva tarea
común, que, naturalmente, no puede ser otra que la lucha contra el
Régimen. Diez años más tarde, éste es el Machado celebrado en
Colliure, y a pesar de censuras y mordazas, también en numerosas
expresiones del interior.
Colliure, 1959
Eugenio de Nora sentaba tempranamente las bases de un
nuevo discurso que reconocía en el pensamiento de Machado la
legitimación de un proyecto poético orientado a la superación del
subjetivismo. Este proyecto, etiquetado bajo los nombres de
realismo social y realismo crítico, tuvo su núcleo de germinación
en las páginas de Espadaña, y diez años serían suficientes para su
afianzamiento como tendencia dominante. La poesía social y crítica
hizo de Antonio Machado su principal bandera ética y estética: por
un lado, el sustrato teórico de su obra revelaba su fuerte carácter
precursor de los nuevos rumbos líricos; por otro lado, y sobre
todo, Machado aparecía ante los ojos de estos poetas como una
referencia insoslayable como personaje civil, del que se recuperaba
su discurso ideológico hasta entonces silenciado, su moral
republicana, sus reiteradas protestas de democracia y demofilia. Y
su impecable coherencia con sus compromisos democráticos, que lo
llevaron a morir en el exilio, lo convertía en una inmejorable arma
arrojadiza contra la Dictadura. Esta instrumentalización del poeta
como piedra de activismo político instituía un nuevo apócrifo falso
también denunciado por Valente: «el Machado convertido en pancarta
y propaganda, en campo de pelea, en dogma, batallón y monumento a
medias» (1971: 104). Y así, cuando se alcanzaba el veinte
aniversario del fallecimiento del poeta, ya se había recuperado el
discurso interrumpido con el fin de la guerra civil y la victoria
del franquismo. Fueron éstos, en verdad, los años de la definitiva
canonización de Machado como «San Antonio de Colliure», elevado a
enseña de la cultura de la resistencia.
Y fue precisamente Colliure el lugar elegido para la
celebración más emblemática, del 21 al 23 de febrero ante la tumba
de Machado, así como en el Hotel Bougnol-Quintana donde muere el
poeta. La crítica ya se ha ocupado de determinar el sentido de este
homenaje (Riera, 1988: 171-176). Convocado por un grupo de
intelectuales franceses y al parecer respaldado por el Partido
Comunista, el acto de algún modo pretendía, bajo pretexto de
exaltar la figura de Machado, reencontrar a los exiliados de dentro
y de fuera, según sugería el texto de la convocatoria: «Es ocasión
de hacer coincidir en torno al nombre de nuestro gran poeta a los
intelectuales españoles separados geográficamente por
acontecimientos ya lejanos y cuyas consecuencias es de interés
fundamental para España eliminar definitivamente» (en Celaya, 1979:
125). Tomaba, así, un abierto cariz de oposición al Régimen y fue,
en definitiva, una conmemoración político-literaria en la que
Antonio Machado era erigido en símbolo cívico. Un símbolo que -a
decir de uno de los protagonistas del encuentro- vibraba
principalmente «en su dimensión de futuro, como algo casi
exclusivamente creado por la proyección de nuestra propia
esperanza» (Valente, 1971: 219-220).
Representaba para muchos, que asentían a la consigna
de reconciliación nacional lanzada por el PCE en los años
cincuenta, la encarnación de un espíritu de concordia capaz de
congregar en torno suyo a todos los españoles sin distinción de
tendencias, tal como subrayaba por ejemplo Celaya, que glosó este y
otros homenajes en distintas publicaciones extranjeras. Vale la
pena reproducir algunas de sus palabras, por cuanto desvelan en su
tono y revelan en su fondo el primero de los significados posibles
que el acto adquiría para sus protagonistas:
El homenaje a Antonio Machado se convertía así en
nuestras conciencias, a la vez que en un emocionante recuerdo del
más grande de los poetas españoles del siglo, en una reivindicación
de lo que este hombre entrañado en el pueblo, digno y a la vez
pacífico, encarnaba de nuestras preocupaciones actuales, y de
nuestra necesidad de manifestarnos contra el clima de guerra civil
en que quiere mantenernos el franquismo (1979: 120).
Entre la delegación de poetas españoles que asistió a
Colliure, resultó ser Blas de Otero el único representante de la
generación del realismo social, acompañado por un nutrido grupo de
la emergente generación de los cincuenta: Valente, González,
Caballero Bonald, más los catalanes Gil de Biedma, Barral,
Goytisolo y Costafreda.Todos juntos posaron en una célebre
fotografía que sirvió para presentar a los «poetas de la
resistencia» en revistas y periódicos extranjeros. Y sirvió
asimismo de fotografía generacional. Pues, en efecto, también ha
sido de sobra destacada la enorme trascendencia que cobra el evento
para el lanzamiento del conjunto de poetas amigos liderado por el
«grupo de Barcelona» (Riera, ibíd.). Éste es el acto generacional
por antonomasia y el punto de partida de una meditada operación
propagandística que tiene lugar a través de dos movimientos
paralelos calculadamente vinculados al homenaje de Colliure: una
maniobra «de taller» -la antología Veinte años de poesía española-
y una «gestión editorial» -la colección poética «Colliure»-, ambas
encomendadas a José María Castellet (Barral, 1982: 177). La
antología se abría con una dedicatoria «A la memoria de Antonio
Machado, en el veinte aniversario de su muerte», pues, según
anunciaba el prologuista, la nueva generación se siente «unida y en
movimiento precisamente [...] conmemorando el veinte aniversario de
la muerte de Antonio Machado». Además, Castellet presentaba a los
jóvenes como una generación orientada hacia «una poesía realista
que hace suyos, en líneas generales, los postulados que Antonio
Machado propugnara» (1960: 55 y 101). La colección, de hecho, busca
en su serie de títulos proyectados probar la vigencia de ese
«realismo histórico» de supuesta ascendencia machadiana. Si los
textos finalmente publicados -de Celaya a Valente, de González a
Barral- daban en efecto la razón a las tesis promulgadas por el
editor de la antología es algo que habrán de dirimir los análisis
efectuados en los trabajos que componen este número. En todo caso,
parece claro que lo que se jugaba en «Colliure» trascendía el puro
terreno de la estética, o la estética era lo más residual: «Allí se
fraguó -recuerda Caballero Bonald- una especie de pacto
político-moral-literario», y ello «aun contando con que nuestras
respectivas poéticas no tuvieran muchos puntos comunes» (en
Payeras, 1990: 39). Pues por encima estaba el empeño en un proyecto
político de oposición al Régimen -consolidar una literatura de la
resistencia- y una cuestión de política literaria -la promoción de
un grupo generacional.
1959: Machado en el interior
Pero algo se movía también en el interior. De hecho,
muchos que no acudieron a la cita de Colliure se congregaron en
Segovia -por ejemplo, el mismo Celaya- en un homenaje de parecido
signo celebrado en la casa donde había vivido el poeta. La
significación del acto quedaba de nuevo fijada en el texto de la
circular, que aludía por cierto en los mismos términos al evento
paralelo de Colliure: «Un homenaje a Antonio Machado resuena,
inevitablemente, como un homenaje al pueblo español» (en Celaya,
1979: 126). Un doble homenaje, así, de - sarrollado en un clima de
semiclandestinidad y bajo una fuerte vigilancia policial. Relata
Gabriel Celaya que fue silenciado por todos los medios de difusión
oficiales, prohibidos los actos públicos y que, con intención de
boicot, fue convocado un homenaje alternativo, éste de inspiración
oficial, a la misma hora en Soria (1979: 122), donde el Régimen
trataba aún de apropiarse de un Antonio Machado «químicamente
puro». Mientras tanto, resulta cuando menos llamativo que las
palabras del acto segoviano -pocas y alusivas- fueran pronunciadas
por Pedro Laín Entralgo y Dionisio Ridruejo, dos intelectuales que
habían capitalizado en la pasada década la celebración del poeta
desde la ladera oficial. Ahora, sin embargo, se alineaban con
quienes empuñaban los versos subversivos de «Una España joven», y
Ridruejo recordaba «cómo nuestro poeta supo hacer suyos todos los
dolores y las esperanzas del pueblo español» (ibíd.: 128). En
realidad, la evolución ideológica trazada por este viejo falangista
ya le conducía a proponer, en algunos ensayos contemporáneos de la
conmemoración machadiana, una manifiesta palinodia respecto de las
«apreciaciones de urgencia» efectuadas en 1940 (1973: 81-86), o a
hilvanar títulos tan reveladores como éste de su colaboración para
el diario Le Monde: «En commemorant l’anniversaire de la mort
d’Antonio Machado l’élite intellectuelle espagnole
manifeste contre Franco» (1976: 365).
Los homenajes a Machado devinieron en efecto, según
revelan los documentos de este y otros protagonistas, una forma de
protesta de los intelectuales españoles. En verdad, la asimilación
de la figura del poeta por parte del franquismo exigió hasta el
final lecturas muy sesgadas y graves mutilaciones; resulta desde
luego sintomático, como lamenta Celaya (1979: 124), que veinte años
después de su muerte siguieran sin publicarse en España sus obras
completas. Pero la medida de los forcejeos del poder contra los
intentos de restauración de una imagen y un significado que ya
difícilmente podían sofocarse nos la presta asimismo la inflexión
de las entregas que algunas publicaciones periódicas consagraron,
también en 1959, a la memoria de Antonio Machado. Ahora es el caso
de la malagueña Caracola y de Acento cultural. La primera acoge en
los números 84-87 (1959-1960) sus páginas extraordinarias dedicadas
al poeta sevillano. El breve editorial que preside el volumen
aparece esta vez -frente al que orientaba en 1949 el especial de
Cuadernos Hispanoamericanos- libre de sesgo de ninguna clase. El
homenaje incorpora, junto a algunas colaboraciones ensayísticas,
una amplia serie de poemas procedentes de plumas del más diverso
acento: desde José Herrera Petere, Leopoldo de Luis, Jaime Gil de
Biedma o Jesús López Pacheco hasta José Antonio Muñoz Rojas o José
María Pemán. Y el tono de los textos, por fuerza desigual a la
vista de esta nómina, oscila entre el lirismo y la épica, el
intimismo y el compromiso, la invocación de la filiación ideológica
de Machado y la expresa negación de la misma. Sobre todo, resulta
interesante comprobar hasta qué punto el posicionamiento político
incide en la elaboración del tópico de la muerte del poeta en el
que recalan la mayor parte de las composiciones: mientras las más
combativas acentúan como es lógico la tragedia de la guerra, con su
consecuencia de muerte en el destierro («La sombra de Caín, que tú
cantaste,/ todo lo oscureció, ¡ay claro cielo!,/ y entonces te
marchaste/ llevándote la muerte de tu suelo»), las más
«oficialistas» tratan de eludir el dramatismo y restan
trascendencia a este episodio inculpador («Pero su encierro/ en su
alma igual y sencilla/ fue tal, que, por maravilla,/ nunca estuvo
en el destierro»). Con todo, y pese a esta ausencia de uniformidad,
la lectura de las colaboraciones poéticas permite detectar que el
perfil del referente machadiano ha cambiado visiblemente de signo:
el componente político invade ya la escena, y esto por más que la
redacción de la revista insista en mantener una cuidadosa
profilaxis en la antología de poemas machadianos (tal vez sometida
a expurgo) que clausura la entrega, pues nada hay en ella que
rescate la voz del Machado republicano e institucionista, ni
siquiera en los textos -más proclives a la «doctrina»- de la serie
de la guerra.
Distinto y más audaz es el talante de Acento
cultural, que dedica a Machado su entrega de marzo de 1959. Y ello
pese a que también esta revista vinculada al S.E.U. -aunque
presidida por un extraordinario espíritu de independencia- hubo de
padecer las coerciones de la censura. Con todo, tanto en el texto
inicial que precede a las colaboraciones como en la «Antología de
urgencia» que cierra el volumen se adivina una clara voluntad de
mostrar el rostro «nefando» del poeta. Desde luego no podemos
suponer inocente que el editorial se abra evocando los emblemáticos
versos finales de «El mañana efímero», poco menos que convertidos
en lema de la poesía de la resistencia; y el lamento que sigue por
la intacta vigencia del mensaje machadiano -«tan realmente válido
como a su muerte»- no ofrece lugar a dudas. Las colaboraciones
acogidas por la revista se reparten entre la prosa y el verso. Y si
entre las primeras se cuentan ensayos que sientan algunos
presupuestos del realismo social (en las firmas de Garciasol o
Moreno Galván), Acento no logra evitar la injerencia de «una
palabra católica, una palabra cristiana, una palabra española,
rabiosa y auténticamente española», a cargo de Adolfo Muñoz Alonso.
De las colaboraciones en verso, varias son las voces que cultivan
por entonces la poesía social -Figuera, De Luis, Caballero Bonald,
Goytisolo, López Pacheco- y que proponen la imagen y el discurso de
Machado consabidos: el poeta que muere por su pueblo y cuya palabra
ejemplar alberga una virtualidad salvífica. No obstante, si nos
atenemos al testimonio de Celaya (1979: 123), faltan algunas
composiciones que no lograron burlar la censura (entre otras, las
de Otero y el mismo Celaya): el Director General de Prensa prohíbe
toda alusión a los homenajes de Colliure y Segovia y ordena la
inclusión de los poemas leídos en el homenaje oficial de Soria (y,
en efecto, se publican los de López Anglada, Salvador Jiménez o
Manuel Alcántara). Con estos datos, resulta sin embargo
sorprendente que en la antología machadiana que incorpora la
revista sea Campos de Castilla el libro de poesía mejor
representado -con predominio de los versos civiles y combativos-, y
la selección dé entrada asimismo a las provocaciones de Mairena, en
textos a veces tan inequívocamente acusatorios como éste: «La
patria [...] es, en España, un sentimiento sencillamente popular,
del cual suelen jactarse los señoritos. En los trances más duros,
los señoritos la invaden y la venden, el pueblo la compra con su
sangre y no la mienta siquiera». Arbitrariedades censoras aparte,
queda claro que se ha resquebrajado la compacta imagen de Machado
como poeta ensimismado, soñador, incansable sondeador del misterio,
para colarse ya sin remedio por esa fisura el icono progresista que
deposita la esperanza colectiva en el martilleo coral de los
yunques.
Un viaje de ida y vuelta: 1959-2009
1959 es el año en el que Antonio Machado alcanza la
cima de su popularidad entre los poetas españoles. A partir de esta
fecha, el fervor machadista inicia su declive; y si en los primeros
sesenta todavía se repiten las visitas a Colliure y los homenajes a
Machado, éstos aparecen, cada vez más, como mecánicos reflejos
rituales que como iniciativas de sincero entusiasmo. La destitución
de este magisterio se produce paralelamente al progresivo
languidecimiento y agotamiento en sí misma, hacia mediados de los
años sesenta, de la literatura social, vinculados a un generalizado
desencanto de la lucha contra el Régimen. Y el simultáneo abandono
de Machado no sólo puede leerse en el menguado vigor de los eventos
conmemorativos, sino también en la paulatina desaparición de
menciones poéticas y guiños intertextuales (durante un tiempo tan
habituales como buscados), o más explícitamente, de las apelaciones
al poeta en los textos programáticos de quienes antes se decían sus
discípulos. Los poe - tas del medio siglo que en la selección de
Rubén Vela Ocho poetas españoles (publicada en 1965, pero elaborada
entre 1959 y 1961) otorgaban un unánime lugar de privilegio a la
influencia de Machado han disuelto su uniformidad a la altura de
1968, y en la Antología de la nueva poesía española preparada por
José Batlló matizan, muchos de ellos, la importancia de un ejemplo
que acabó por revelarse menos estético que moral.
Es precisamente en torno a esta fecha cuando la
actitud iconoclasta de una nueva generación, formada de espaldas a
la poesía social, protagoniza una reacción orientada a derribar el
mito que la tiranía cultural de la «poesía académica» imponía como
el maestro al que emular y venerar. Antes que una sólida razón
estética, era esta rebeldía la que promovía su rechazo, pues, como
bien analizó Valente, más que a Machado en sí, los jóvenes
recusaban sin saberlo ellos mismos «sucesivas imágenes de éste que
ellos ya no querían llevar […] en procesiones más o menos
heredadas» (1971: 103). Y así fue como el santo laico fue
desalojado de su pedestal. Con todo, del espíritu de ruptura de los
polémicos novísimos no participaron otras formas coetáneas de
escritura que, sin necesidad de consumar la desavenencia de los
padres, mostraron su voluntad de continuismo con la poesía
anterior. Otra serenidad les asistió para saber reconstruir bajo
sus diferentes máscaras el verdadero rostro de Machado, y lejos de
negar su magisterio, conquistaron una manera de acercamiento
personal y la libertad para reconocer en la obra del poeta, sin
mitificaciones ni beaterías, uno de los eslabones de su propia
identidad. Es lo que permite que sigamos hallando, a cargo de
poetas de esta generación (D. J. Jiménez, J. L. Panero, J.
Munárriz, M. d’Ors…), composiciones que convocan desde
múltiples tonos al Antonio Machado exiliado en Colliure, aunque
algunas se propongan ciertamente como una respuesta a la
instrumentalización de este episodio por quienes se encargaron de
erigir sobre él uno de los falsos apócrifos del poeta. Esta más
aquilatada lectura sólo fue realizada por el bloque novísimo una
vez superados los planteamientos heterodoxos que identificaron el
primer momento generacional; al viraje estético que no tarda en
restaurar en el texto los vínculos cordiales acompaña una postura
más juiciosa ante la tradición, y ambos extremos repercuten de modo
favorable en la recepción de Machado. Es entonces cuando el más
insolente de la coqueluche castelletiana, Pere Gimferrer, se anima
a proclamar que «Antonio Machado nos sigue mostrando su camino», y
rectifica iniciales reservas contra el «costumbrista rural» y el
«moralista casero» (1975: 11); y para el año del cincuentenario de
su muerte, mayor es la pasión que pone en sus palabras uno de los
seniors, Antonio Martínez Sarrión, al despreciar las «torpes
pellas» de antaño contra la «inmensa estatura» del poeta y
defenderla con fervor reverencial que nos devuelve a otras épocas:
«Antonio Machado, fallecido y sepulto en el exilio hace 50 años y
fresco hoy en su obra como rosa de abril, no precisará ni de una
aspirina en el agua para seguir conservando la lozanía» (1989:
2).
Pero 1989 es ya el tiempo de otra nueva hornada que
trae consigo cambios sustanciales en las referencias de autoridad,
propicios para la restauración de la imagen de Machado. El legado
de los autores del cincuenta se instaló en la base de la poética
más joven, funcionó como punto de enlace con otras tradiciones
estimadas, y algunos regresaron al que un día había sido maestro de
aquéllos. Sobre todo, la lección literaria de Antonio Machado fue
recuperada por los poetas granadinos de «la otra sentimentalidad»,
quienes tomaron este nombre justamente del poeta que, tras revisar
este concepto y definir los sentimientos como construcciones
históricas, ponía las bases para la comprensión de la literatura en
su radical historicidad. Este rebrote del culto machadiano, a cargo
de un núcleo poético que pronto se convertiría en importante
referente de la joven generación, trajo nuevos peregrinajes a la
tumba de Machado, donde volvía a celebrarse un símbolo que
deliberadamente integraba lo poético y lo político, en estricta
coherencia con un planteamiento teórico que postulaba la forzosa
trabazón de estas dos categorías. El poema «Colliure», de Luis
García Montero (2008: 104-105), es seguramente el último tributo de
la poesía española al Antonio Machado recordado hace cincuenta años
en el camposanto francés. Con este testimonio poético, elaborado a
partir de la anécdota de un viaje a Colliure en compañía de Ángel
González, García Montero compone un homenaje que congrega a todos
los actantes de esta trama: evoca el triste sacrificio de Machado
que ve morir sus sueños en difícil soledad, pero celebra también la
labor de resistencia en la que un González «herido» por la historia
se emplea con sus compañeros de viaje recogiendo el testigo del
poeta exiliado; y extiende, a su vez, un conmovido recuerdo al
destino roto de España alojado en aquel «lugar sagrado»,
compartiendo con ambos poetas una misma derrota. La misma sorda
derrota que Ángel González ya había entonado en su más célebre
homenaje a Machado -«Camposanto en Colliure»- un lejano 22 de
febrero ante la tumba del poeta, cuando ésta aún yacía allí,
abatida pero orgullosa, clandestina pero acechante en la mitología
de quienes la visitaban, «igual que una bandera al pie de un
mástil» (González, 1994: 150).
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