INSULA

JACOBO CORTINES / LA MIRADA INTERIOR DE JULIA UCEDA
Número 737. Mayo 08

 
 

JACOBO CORTINES / LA MIRADA INTERIOR DE JULIA UCEDA


 

Siempre que me he aproximado a la poesía de Julia Uceda, he tenido la sensación de haber penetrado en un territorio nuevo y misterioso, con sus nieblas y tinieblas, pero también con sus destellos y deslumbramientos. Porque frente a las falsas respuestas que tantas veces se oyen, es preferible escuchar una interrogación continua, aunque ésta nos lleve por caminos poco transitados, por ásperas regiones, por fronteras inquietantes entre límites indecisos. Pero si existen respuestas, es allí en lo desconocido donde pueden encontrarse las pequeñas o grandes verdades que hacen habitable el mundo. Preguntar es vivir, y en este sentido la poesía de Julia Uceda es una explosión de vida, de indagación en aquello que parece ser lo más natural y, sin embargo, es lo más misterioso. Esta cualidad interrogativa, escudriñadora, es inherente a su creación poética desde los comienzos. La imagen de la primera mariposa en cenizas nos pone en el camino de humo que hemos de recorrer hasta llegar a la última zona desconocida.

Al leer una vez más los primeros libros de Julia Uceda, el tiempo sumido en el olvido parece regresar en las nieblas de la memoria. Y me lleva a aquellos primeros años de los sesenta, una década que en España no fue especialmente prodigiosa, cuando la conocí en la Facultad de Filosofía y Letras de Sevilla. Julia era entonces profesora de clases prácticas de Literatura Española, algo absolutamente indefinido que ella convirtió en un magisterio muy concreto. Éramos muy pocos los alumnos que asistíamos a aquellos comentarios, a aquellas conversaciones que podían girar la hora entera sobre un verso de Góngora, tal vez aquel de las Soledades: «mariposa en cenizas desatada », una frase del Buscón de Quevedo, o la afición al vino del niño Lázaro de Tormes. En sus clases, de libre asistencia, no había exámenes ni otro tipo de torturas. Sólo se sometía a examen, por parte de todos, de ella y de nosotros, la palabra del texto, desde sus múltiples significaciones o lecturas hasta su materia física: sus vocales, sus acentos, sus consonantes; esa música que ella especialmente diseccionaba como una experta cirujana en una lección de anatomía literaria. Por estos años Julia tenía ya publicados dos libros de poesía: Mariposa en cenizas, aparecido en una meritoria editorial de Arcos de la Frontera de escasa difusión, Alcaraván, 1959, un poemario lleno de vivencias existenciales, con mucha fuerza y desgarro, y un gran dominio del ritmo, marcado especialmente por los endecasílabos y alejandrinos; y Extraña juventud, Rialp, 1962, que se difundió algo más que el anterior por haber obtenido el accésit al Adonais; una nueva entrega en la que profundizaba en sus temas más personales, en ese «vivir para la muerte», siempre tan interrogativo. Sabíamos que preparaba entonces su tesis doctoral sobre el poeta José Luis Hidalgo y que era colaboradora habitual de revistas como «ÍNSULA», «Ágora» o de los «Anales» de la propia Universidad hispalense.

Para nosotros, aquel pequeño grupo en la confusa juventud que saltaba de la literatura a la filosofía, a la música, al arte y a la pérdida del tiempo en las alocadas ansias de vivir, Julia era una llamada a la reflexión, al compromiso, a la seriedad, a la renuncia de los paraísos más o menos artificiales. Introspectiva, callada, extraña ante lo ajeno —la hostilidad de lo vulgar o de la vanagloria—, nunca extraña para la sinceridad que sólo se da en el ámbito de lo íntimo, Julia fue una especie de guía en la selva oscura de nosotros mismos. Su visión del mundo estaba ya esculpida en sus versos. Era una mirada que enseñaba a mirar, a ver las cosas cercanas más allá de su proximidad y de su apariencia. No había la menor sombra de cansancio en esa mirada interior que siempre intentaba avanzar más, llegar al fondo, superar los límites, mostrarse insatisfecha ante el conformismo generalizado. Y fue ese inconformismo suyo, tan característico de su personalidad, el que la llevó a dar el salto a la otra orilla, a dejar atrás una ciudad estrecha, monótona y amordazada, la cerrada Sevilla de entonces, en la que seguía sintiéndose una extraña, y optó por irse, lejos, lejos de los muros de la Universidad donde enseñaba, lejos de la ciudad dormida en sus cielos azules, lejos de cuanto para ella era superficialidad y vacío.

Cruzó el Atlántico y encontró en Michigan, en su Universidad, nuevos aires, nuevas aulas donde relacionarse con una juventud abierta, nuevos libros, muchos libros que aún le siguen abriendo horizontes. Allí permaneció varios años, entre la docencia y una autoformación que sólo en la soledad del rompimiento podría conseguir. Y luego la aventura de Irlanda. Los verdes e íntimos paisajes. El misterio de Dublín, con tantas resonancias literarias. Seguía escribiendo, incorporando a su universo poético muchas nuevas experiencias, todas ellas interiorizadas, como no podían ser de otra manera. Algún lector se encontraría con un nuevo libro: Sin mucha esperanza (Madrid, Ágora, 1966), un título muy significativo de la denuncia del dolor del mundo; un libro que expresaba su rebeldía interior y que insistía en el inexorable paso del tiempo. Poco después, en 1968 y en la misma editorial, aparecieron los Poemas de Cherry Lane, donde las fronteras entre la realidad y el misterio tendían a desaparecer, un vivir en y desde los sueños, más allá de toda vigilia restrictiva. El lector podría preguntarse quién era su autora. Un ser lejano con un mundo muy propio, apenas conocido en su tierra. ¿Su tierra, cuál de ellas? Porque Julia Uceda seguía siendo la gran desconocida. Otras voces, desde las plataformas de Madrid o Barcelona, eran las que se oían, aunque no fuesen tan puras como la de ella.

Cuando pasados unos años compré un ejemplar de Campanas en Sansueña (Madrid, Dulcinea, 1977), supe que Julia había regresado a España y que había escogido Galicia para vivir y seguir escribiendo. Este nuevo libro fue, para mí, como una sacudida de conciencia, como si de pronto la tuviese otra vez delante en clase, o hablase con ella por los corredores o algún patio de la Facultad. La lectura de este libro supuso en mi interior la caída de muchos idolillos que me había fabricado, el derrumbe de mucha mampostería esteticista, de muchos obstáculos que impedían contemplar a unos locos sobre la yerba, a un guerrero vencido, a un rostro vuelto hacia la pared, al largo invierno de España. Ese libro me hizo ver que a pesar de tantos cambios como había presenciado, éstos no habían hecho desaparecer del mundo ni el dolor, ni la soledad, ni la injusticia, ni la hipocresía ni muchos otros horrores de los que hablábamos tiempo atrás.

En 1981 Julia publicó otro libro: Viejas voces secretas de la noche, en la Colección Esquío que ella codirigía desde El Ferrol. Su voz poética se había hecho aún más misteriosa, como surgida de la gran noche oscura, tan cantada por los místicos, que es nuestra existencia, pero surgida también con un lirismo estremecedor desde el silencio del alma.

No había tenido ocasión de ver a Julia desde que se fuera de Sevilla, pero por fin se produjo el reencuentro a comienzos de un otoño anunciado por las caracolas que florecían en el jardín. Fue con motivo de la presentación Del camino de humo, el primer libro suyo que se publicaba en una editorial de su ciudad, Renacimiento, 1994. Previamente había aparecido su Antología de 1991, en Esquío, con esclarecedor prólogo de J. Peñas-Bermejo. Recogía allí el estudioso algunas de las opiniones vertidas sobre su obra hasta el momento. De Mariposa en cenizas había señalado Manuel Mantero «la espontaneidad natural de sus versos, la hondura de su expresión y la preocupación existencial sobre el significado de la muerte». El mismo poeta reseñó su segundo libro, Extraña juventud, como «libro evangélico por su inspiración amorosa, fraternal»; y José Luis Cano lo veía como «un libro testimonial, muy representativo de nuestra poesía de los años cincuenta y primeros sesenta... y una defensa del hombre al que amenaza, con sus métodos de represión, la sociedad». El crítico y académico Juan de Dios Ruiz-Copete consideraba Extraña juventud como «el paso inicial hacia la afirmación de una trascendencia, y Sin mucha esperanza, como el definitivo». José Luis Cano se ocupó también de este nuevo libro en el que indicaba que Julia Uceda «se dirigía a la búsqueda de la propia identidad a través de la infancia y de sus sueños». Emilio Miró elogió la producción americana de Julia, con su Poemas de Cherry Lane, como «poseedora de un rico lenguaje, de una “visión†profundamente intelectual en la que coexistían lo existencial y lo social, lo racional y lo sensorial»; y años más tarde, en 1979, desde las páginas de la revista Jugar con fuego, José Luis García Martín decía que «este libro, en su conjunto, es una de las obras capitales de nuestra poesía de posguerra. Y, paradójicamente, es una de las obras menos leídas y estudiadas». Rolando Camozzi señaló que en «Campanas en Sansueña conjuga el rescate ineludible del tiempo a modo de inevitable y persistido recuerdo, con la persistencia de una aspiración a la vastedad, al espacio inmensurable, la luz sin limitaciones, pese a las operaciones, a las sombras siempre prontas ». Enrique Molina Campos comentaba que Viejas voces secretas de la noche era «la culminación del proceso de concentración en torno a la experiencia del conocimiento en el entresueño. La nocturnidad es su ámbito natural; el misterio (del ser, del tiempo y de la muerte), su atmósfera». Finalmente Miguel García-Posada, que supongo que también tuvo la suerte de asistir a sus clases en la Facultad de Letras antes que yo, reconocía la importancia de su obra en estos términos: «A mi juicio, no hay duda: Julia Uceda es una de las voces mayores de nuestra lírica de hoy, una voz indispensable, cuya ausencia en algunas nóminas «oficiales» sólo califica —y mal— a sus confeccionadores. Pero, ya lo sabemos, las nóminas desaparecen y los poetas —los poemas— quedan». Yo estoy muy de acuerdo con este categórico juicio. Pocos son los que hoy se acuerdan de aquellas antologías oficiales del momento, y ahí siguen los poemas de Julia Uceda palpitantes de vida, con sus interrogaciones, su rebeldía, sus denuncias, sus indagaciones, sus sueños, su ironía, y su perfección formal.

En la Antología de Peñas-Bermejo se adelantaban tres poemas del nuevo libro Del camino de humo. En este poemario Julia Uceda extrema muchos de sus procedimientos expresivos. Es una incursión a paisajes de ciudades de nieblas, de piedras que rezuman agua, de huertos podridos, lugares de tránsito donde se buscan señas; incursión a interiores llenos de preguntas y recuerdos, a silenciosos espacios de la intimidad para escuchar la voz de la memoria, a ámbitos del sueño porque sólo él puede otorgar la unidad, a sueños que son eco de otros sueños, a vacíos donde se esfuma el cuerpo, a territorios de zafiros en los que dialogan las sombras de quienes no fuimos, a escenarios que son patíbulo y cuna, pradera y desenlace, a almarios que no dan razón de los pasos, o al hueco mismo de la mano, donde todo está cerca y todo no está. Un viaje por el insomnio y el vacío, por el camino de humo, sin más alforjas que la sinceridad y el dominio del verso, que no es poco.

Cuando a comienzos del nuevo siglo tuve la oportunidad de fundar y dirigir la colección de poesía Vandalia en la Fundación José Manuel Lara, no dudé en escoger a Julia Uceda para que inaugurase la serie «Maior». Estaba seguro de que su poesía reunida significaría una grata sorpresa para muchos por la coherencia de una trayectoria singularísima. Ella se sintió sorprendida, a la vez que complacida, por el ofrecimiento. Le resultaba extraño que al cabo de tantos años alguien se acordase de ella desde Sevilla. Yo tenía muchos motivos para ello. Pero no era una simple cuestión sentimental. La poesía de Julia merecía ser conocida por un amplio sector de lectores. Ahora teníamos la ocasión de que así fuese. Ella propuso a Sara Pujol para que se encargara de la recopilación y del estudio introductorio, y ésta cumplió su cometido aunando ejemplarmente el rigor científico con la manifiesta admiración. A los pocos meses de salir la poesía completa, En el viento, hacia el mar (1959-2002), Sevilla 2002, aparecieron numerosas reseñas elogiosas en revistas y suplementos culturales. Muy poco después estaba seleccionada para el Premio Nacional de Poesía. Finalmente se lo otorgaron. Fue una satisfacción compartida y sigue siéndolo. En el viento, hacia el mar ha supuesto el reconocimiento de una voz que ha dicho mucho, prueba de ello ha sido el volumen colectivo Julia Uceda, conversación entre la memoria y el sueño, coordinado por Sara Pujol, El Ferrol, La barca de loto, 2004. Pero lo más interesante es que aún le quedaban muchas cosas por decir, como así ha sido recientemente, y ha de seguir diciendo en un futuro. Porque Julia no va a cambiar por mucho que la halaguen y la reclamen. Desde la lejana Galicia seguirá fiel a la indagación de lo verdadero y a la denuncia de la hipocresía e injusticia.

En un lúcido y valiente artículo, «Fingiendo no ver nada», publicado en Revista de Occidente, julio-agosto de 2006, Julia Uceda denunciaba la corrupción de las palabras, la destrucción del lenguaje por los intereses económicos e ideológicos en un mundo amenazado y desorientado al mismo tiempo. Coherente con esa línea de pensamiento y esa postura moral, nos ha ofrecido su última entrega poética: Zona desconocida, Sevilla, Vandalia, 2006, una incursión en otros territorios de la existencia, más allá de la realidad visible; un adentrarse, con todos los riesgos que conlleva, en lo que Juan Ramón Jiménez llamaba la «realidad invisible», aquella que aún no ha sido nombrada, pero que necesita que se la dote de la palabra para hacernos sentir su presencia. No es una tarea fácil, y de ahí que el nuevo libro no forme parte, por fortuna, de las lamentablemente elogiadas «lecturas fáciles», muestras flagrantes de la debilidad de un pensamiento, que no quiere ver lo que pasa a su alrededor. Muy al contrario de esos laureles de plástico, de superventas y supercherías, la Zona de Julia Uceda es la de lo ignoto, la de lo no transitado, la del misterio en definitiva, pero que no está en las antípodas de lo cotidiano, sino en lo cotidiano mismo. Hay unos versos en una de las composiciones de mayor hermetismo del libro, de atmósfera más fantasmagórica —no en vano el poema se titula «The ghost and Mrs. Muir»â€”, que expresan muy certeramente esta fusión de lo fantasmal con lo diario. La misteriosa sensación de percibir una presencia que no tiene nombre se produce:

en un supermercado,

entre peces y panes

La ubicación no puede ser más realista y precisa: un lugar de asistencia diaria, entre elementales alimentos, peces y panes, que evocan aquella milagrosa multiplicación evangélica.

La palabra de Julia Uceda puede resultar, muy a menudo, difícil, porque el mundo que representa es con voluntaria insistencia el de lo inefable, lo que no se puede explicar con palabras, y las suyas nunca son mentirosas, vacías, contrarias a lo que quieren y deben decir, sino muy verdaderas, muy personales, nacidas desde dentro, descubiertas con la mirada interior que aprehende y penetra en lo que se fija. La dificultad en la comprensión de su discurso poético, no de todo él, sino de buena parte de éste para ser más exacto, puede provenir también no ya de lo inexplorado, sino de las limitaciones del receptor, habituado a comprender el mundo y a leerlo desde una determinada óptica: la de la mentalidad y el lenguaje occidentales, y Julia desde los inicios de su larga carrera poética, que abarca ya el último medio siglo, se ha ido colocando más allá de esos límites de Occidente para incorporar más y más cada vez los horizontes de Oriente. Así, para nada resulta gratuito que la cita que abra el poemario sea la de Daito Kanushi, un budista del siglo XIV, con todo un programa, como bien señala Miguel García Posada en el ensayo que completa la publicación del libro, de «comunicación sensorial con el mundo», la de que el ojo pudiera oír y la oreja ver: la maravilla de lo mínimo percibida a través de una sinestesia ideal; como coherente es con lo anterior la otra cita que figura al frente de la primera de las tres secciones del libro, «De las preguntas», la de la epopeya india del Mahabharatha: «Hay infinidad de criaturas. A unas las vemos, a otras no».

De esas criaturas que no vemos y también de las que vemos es de lo que trata Julia en estos 28 poemas, escritos entre 1995 y 2006, que conforman el libro. Nos habla de todas ellas, pero también se pregunta muchas cosas sobre ellas. Porque si nosotros los lectores no entendemos a veces lo que quiere decir, tampoco ella entiende siempre el lenguaje de las criaturas sean o no visibles. De ahí esa abundancia de interrogaciones:

La página inundada de silencio.

¿La entiende alguien?

se pregunta en el poema inicial, «La carta». En el segundo, «¿Dónde la casa?», las preguntas se multiplican ya desde el título mismo: «¿Dónde la casa?/ ¿Qué número, qué calle?/…/ ¿por qué no tengo miedo si es de noche/o noche me parece?/¿Por qué abro puertas a otras puertas?/¿Por qué no hay luz/…

Y muchas otras interrogaciones a todo lo largo de sus páginas: sobre el ser, lo que es, ha sido o pudo haber sido, o puede ser; sobre los sueños, los propios o los de los otros; sobre los recuerdos; los olvidos; la huida del caos; el dolor de las víctimas; el silencio de los dioses; la desmemoria para con los muertos. Preguntas y preguntas que nos revelan por una parte la decidida voluntad de la poeta de llegar hasta las últimas consecuencias, de alcanzar el alma de las criaturas, en un continuo afán de busca, de culminar su «aventura del conocimiento»; y por otra, la gran preocupación social, de hondas raíces existenciales, que le lleva a enfrentarse con las cuestiones más candentes de su momento histórico: los muertos de Normandía y del bombardeo atómico de Hiroshima, el horror de la actual guerra de Irak, la reciente profanación de Casas Viejas, al convertir ese lugar, «sagrado», en un hotel y campo de golf para diversión de «fugaces viajeros». Qué constancia en sus denuncias desde aquella lejana Extraña juventud (1962) donde su rebelión contra la injusticia de los poderosos se ha mantenido firme hasta el día de hoy, pese a los laureles o los abrojos de los años.

La mirada de Julia percibe muchas más criaturas de las que se suelen ver. Sus ojos, que semejan físicamente más los de una japonesa que los de una sevillana, tienen una luz especial, capaz de iluminar zonas de nieblas e incluso de tinieblas donde habitan esas criaturas, invisibles para la mayoría de los occidentales. Esa capacidad iluminadora la ha adquirido en buena medida a través de sus múltiples lecturas de poetas y escritores de otras tradiciones: budistas, taoístas, hindúes, japoneses, chinos, árabes, judíos; culturas y pueblos que han prestado más atención a ciertos aspectos de la realidad (el cuerpo, los sentidos y la relación entre éstos, la percepción del tiempo más allá del tiempo mismo, los sueños, la muerte, sus posibles reencarnaciones…), aspectos en buena parte relegados a segundos o últimos planos en Occidente por el racionalismo dominante, aunque progresivamente incorporados a partir del movimiento simbolista, los estudios psicoanalíticos, los surrealistas y otras tendencias modernas de las que Norteamérica, y Julia vivió allí años decisivos, ha sido pionera. Así, la cita del último poema: «â€¦ todos los muertos inquietantes, recordados », debida a Kenneth Rexroth, un poeta nacido en 1905, en Indiana, y muerto en California en 1982, mentor de la generación Beat y excelente traductor de poesía china y japonesa. Un poeta muy leído y recomendado por Julia Uceda por representar esa cultura totalizadora que absorbió lo mejor de Oriente y Occidente.

Aunque de extensión reducida, en cuanto al número de páginas, la Zona desconocida de Julia Uceda es muy amplia espiritual y culturalmente. Porque esa Zona lleva a otras zonas. Zona que esta desconocida completa las de libros anteriores y sugiere las de nuevos poemas en ese incesante indagar en todo lo que le rodea con una conciencia abierta y lúcida que no se deja dominar por la desesperación, por más que haya tantos motivos para ello, ni se deja silenciar por el nihilismo conformista.

Hace muchos años, cuando la escritora era para algunos sólo la «señorita Julia», dejó escrita esta observación: «El poeta es un ser molesto para el hombre que, simplemente, vive, porque es un ser que se adelanta a su tiempo y, en contraste, forma parte de la activa conciencia de él. Y mientras más honda es esa conciencia, más molesta para los demás». De esta declaración a las del mencionado artículo, «Fingiendo no ver nada», ha pasado la friolera de casi medio siglo justo, y ella, Julia, hoy Premio Nacional de Poesía, Hija Predilecta de Andalucía, Premio Góngora de las Letras Andaluzas, Premio de la Crítica, etc., sigue siendo la misma, porque la fidelidad hacia sí misma es su rasgo más definitorio. Y así, seguirá, como poeta que lo es, como un ser molesto para los que fingen que no ven nada, para la mayoría, intelectuales o no, que miran para otro lado ante los horrores que nos rodean y los venideros. Pero para otros, sus fieles lectores, Julia seguirá siendo esa voz de la conciencia que nos ilumina las zonas más oscuras de nuestra existencia, ésas por las que no nos atrevíamos a adentrarnos y ahora lo hacemos gracias a su esclarecedora palabra.

J. C.-UNIVERSIDAD DE SEVILLA

 
 
 
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