Siempre
que me he aproximado a la poesía de Julia Uceda, he tenido la
sensación de haber penetrado en un territorio nuevo y misterioso,
con sus nieblas y tinieblas, pero también con sus destellos y
deslumbramientos. Porque frente a las falsas respuestas que tantas
veces se oyen, es preferible escuchar una interrogación continua,
aunque ésta nos lleve por caminos poco transitados, por ásperas
regiones, por fronteras inquietantes entre límites indecisos. Pero
si existen respuestas, es allí en lo desconocido donde pueden
encontrarse las pequeñas o grandes verdades que hacen habitable el
mundo. Preguntar es vivir, y en este sentido la poesía de Julia
Uceda es una explosión de vida, de indagación en aquello que parece
ser lo más natural y, sin embargo, es lo más misterioso. Esta
cualidad interrogativa, escudriñadora, es inherente a su creación
poética desde los comienzos. La imagen de la primera mariposa en
cenizas nos pone en el camino de humo que hemos de recorrer hasta
llegar a la última zona desconocida.
Al leer
una vez más los primeros libros de Julia Uceda, el tiempo sumido en
el olvido parece regresar en las nieblas de la memoria. Y me lleva
a aquellos primeros años de los sesenta, una década que en España
no fue especialmente prodigiosa, cuando la conocí en la Facultad de
Filosofía y Letras de Sevilla. Julia era entonces profesora de
clases prácticas de Literatura Española, algo absolutamente
indefinido que ella convirtió en un magisterio muy concreto. Éramos
muy pocos los alumnos que asistíamos a aquellos comentarios, a
aquellas conversaciones que podían girar la hora entera sobre un
verso de Góngora, tal vez aquel de las Soledades: «mariposa en
cenizas desatada », una frase del Buscón de Quevedo, o la afición
al vino del niño Lázaro de Tormes. En sus clases, de libre
asistencia, no había exámenes ni otro tipo de torturas. Sólo se
sometía a examen, por parte de todos, de ella y de nosotros, la
palabra del texto, desde sus múltiples significaciones o lecturas
hasta su materia física: sus vocales, sus acentos, sus consonantes;
esa música que ella especialmente diseccionaba como una experta
cirujana en una lección de anatomía literaria. Por estos años Julia
tenía ya publicados dos libros de poesía: Mariposa en cenizas,
aparecido en una meritoria editorial de Arcos de la Frontera de
escasa difusión, Alcaraván, 1959, un poemario lleno de vivencias
existenciales, con mucha fuerza y desgarro, y un gran dominio del
ritmo, marcado especialmente por los endecasílabos y alejandrinos;
y Extraña juventud, Rialp, 1962, que se difundió algo más que el
anterior por haber obtenido el accésit al Adonais; una nueva
entrega en la que profundizaba en sus temas más personales, en ese
«vivir para la muerte», siempre tan interrogativo. Sabíamos que
preparaba entonces su tesis doctoral sobre el poeta José Luis
Hidalgo y que era colaboradora habitual de revistas como «ÍNSULA»,
«Ágora» o de los «Anales» de la propia Universidad hispalense.
Para
nosotros, aquel pequeño grupo en la confusa juventud que saltaba de
la literatura a la filosofía, a la música, al arte y a la pérdida
del tiempo en las alocadas ansias de vivir, Julia era una llamada a
la reflexión, al compromiso, a la seriedad, a la renuncia de los
paraísos más o menos artificiales. Introspectiva, callada, extraña
ante lo ajeno —la hostilidad de lo vulgar o de la
vanagloria—, nunca extraña para la sinceridad que sólo
se da en el ámbito de lo íntimo, Julia fue una especie de guía en
la selva oscura de nosotros mismos. Su visión del mundo estaba ya
esculpida en sus versos. Era una mirada que enseñaba a mirar, a ver
las cosas cercanas más allá de su proximidad y de su apariencia. No
había la menor sombra de cansancio en esa mirada interior que
siempre intentaba avanzar más, llegar al fondo, superar los
límites, mostrarse insatisfecha ante el conformismo generalizado. Y
fue ese inconformismo suyo, tan característico de su personalidad,
el que la llevó a dar el salto a la otra orilla, a dejar atrás una
ciudad estrecha, monótona y amordazada, la cerrada Sevilla de
entonces, en la que seguía sintiéndose una extraña, y optó por
irse, lejos, lejos de los muros de la Universidad donde enseñaba,
lejos de la ciudad dormida en sus cielos azules, lejos de cuanto
para ella era superficialidad y vacío.
Cruzó el
Atlántico y encontró en Michigan, en su Universidad, nuevos aires,
nuevas aulas donde relacionarse con una juventud abierta, nuevos
libros, muchos libros que aún le siguen abriendo horizontes. Allí
permaneció varios años, entre la docencia y una autoformación que
sólo en la soledad del rompimiento podría conseguir. Y luego la
aventura de Irlanda. Los verdes e íntimos paisajes. El misterio de
Dublín, con tantas resonancias literarias. Seguía escribiendo,
incorporando a su universo poético muchas nuevas experiencias,
todas ellas interiorizadas, como no podían ser de otra manera.
Algún lector se encontraría con un nuevo libro: Sin mucha esperanza
(Madrid, Ágora, 1966), un título muy significativo de la denuncia
del dolor del mundo; un libro que expresaba su rebeldía interior y
que insistía en el inexorable paso del tiempo. Poco después, en
1968 y en la misma editorial, aparecieron los Poemas de Cherry
Lane, donde las fronteras entre la realidad y el misterio tendían a
desaparecer, un vivir en y desde los sueños, más allá de toda
vigilia restrictiva. El lector podría preguntarse quién era su
autora. Un ser lejano con un mundo muy propio, apenas conocido en
su tierra. ¿Su tierra, cuál de ellas? Porque Julia Uceda seguía
siendo la gran desconocida. Otras voces, desde las plataformas de
Madrid o Barcelona, eran las que se oían, aunque no fuesen tan
puras como la de ella.
Cuando
pasados unos años compré un ejemplar de Campanas en Sansueña
(Madrid, Dulcinea, 1977), supe que Julia había regresado a España y
que había escogido Galicia para vivir y seguir escribiendo. Este
nuevo libro fue, para mí, como una sacudida de conciencia, como si
de pronto la tuviese otra vez delante en clase, o hablase con ella
por los corredores o algún patio de la Facultad. La lectura de este
libro supuso en mi interior la caída de muchos idolillos que me
había fabricado, el derrumbe de mucha mampostería esteticista, de
muchos obstáculos que impedían contemplar a unos locos sobre la
yerba, a un guerrero vencido, a un rostro vuelto hacia la pared, al
largo invierno de España. Ese libro me hizo ver que a pesar de
tantos cambios como había presenciado, éstos no habían hecho
desaparecer del mundo ni el dolor, ni la soledad, ni la injusticia,
ni la hipocresía ni muchos otros horrores de los que hablábamos
tiempo atrás.
En 1981
Julia publicó otro libro: Viejas voces secretas de la noche, en la
Colección Esquío que ella codirigía desde El Ferrol. Su voz poética
se había hecho aún más misteriosa, como surgida de la gran noche
oscura, tan cantada por los místicos, que es nuestra existencia,
pero surgida también con un lirismo estremecedor desde el silencio
del alma.
No había
tenido ocasión de ver a Julia desde que se fuera de Sevilla, pero
por fin se produjo el reencuentro a comienzos de un otoño anunciado
por las caracolas que florecían en el jardín. Fue con motivo de la
presentación Del camino de humo, el primer libro suyo que se
publicaba en una editorial de su ciudad, Renacimiento, 1994.
Previamente había aparecido su Antología de 1991, en Esquío, con
esclarecedor prólogo de J. Peñas-Bermejo. Recogía allí el estudioso
algunas de las opiniones vertidas sobre su obra hasta el momento.
De Mariposa en cenizas había señalado Manuel Mantero «la
espontaneidad natural de sus versos, la hondura de su expresión y
la preocupación existencial sobre el significado de la muerte». El
mismo poeta reseñó su segundo libro, Extraña juventud, como «libro
evangélico por su inspiración amorosa, fraternal»; y José Luis Cano
lo veía como «un libro testimonial, muy representativo de nuestra
poesía de los años cincuenta y primeros sesenta... y una defensa
del hombre al que amenaza, con sus métodos de represión, la
sociedad». El crítico y académico Juan de Dios Ruiz-Copete
consideraba Extraña juventud como «el paso inicial hacia la
afirmación de una trascendencia, y Sin mucha esperanza, como el
definitivo». José Luis Cano se ocupó también de este nuevo libro en
el que indicaba que Julia Uceda «se dirigía a la búsqueda de la
propia identidad a través de la infancia y de sus sueños». Emilio
Miró elogió la producción americana de Julia, con su Poemas de
Cherry Lane, como «poseedora de un rico lenguaje, de una
“visión†profundamente intelectual en la que
coexistían lo existencial y lo social, lo racional y lo sensorial»;
y años más tarde, en 1979, desde las páginas de la revista Jugar
con fuego, José Luis García Martín decía que «este libro, en su
conjunto, es una de las obras capitales de nuestra poesía de
posguerra. Y, paradójicamente, es una de las obras menos leídas y
estudiadas». Rolando Camozzi señaló que en «Campanas en Sansueña
conjuga el rescate ineludible del tiempo a modo de inevitable y
persistido recuerdo, con la persistencia de una aspiración a la
vastedad, al espacio inmensurable, la luz sin limitaciones, pese a
las operaciones, a las sombras siempre prontas ». Enrique Molina
Campos comentaba que Viejas voces secretas de la noche era «la
culminación del proceso de concentración en torno a la experiencia
del conocimiento en el entresueño. La nocturnidad es su ámbito
natural; el misterio (del ser, del tiempo y de la muerte), su
atmósfera». Finalmente Miguel García-Posada, que supongo que
también tuvo la suerte de asistir a sus clases en la Facultad de
Letras antes que yo, reconocía la importancia de su obra en estos
términos: «A mi juicio, no hay duda: Julia Uceda es una de las
voces mayores de nuestra lírica de hoy, una voz indispensable, cuya
ausencia en algunas nóminas «oficiales» sólo califica
—y mal— a sus confeccionadores. Pero, ya
lo sabemos, las nóminas desaparecen y los poetas —los
poemas— quedan». Yo estoy muy de acuerdo con este
categórico juicio. Pocos son los que hoy se acuerdan de aquellas
antologías oficiales del momento, y ahí siguen los poemas de Julia
Uceda palpitantes de vida, con sus interrogaciones, su rebeldía,
sus denuncias, sus indagaciones, sus sueños, su ironía, y su
perfección formal.
En la
Antología de Peñas-Bermejo se adelantaban tres poemas del nuevo
libro Del camino de humo. En este poemario Julia Uceda extrema
muchos de sus procedimientos expresivos. Es una incursión a
paisajes de ciudades de nieblas, de piedras que rezuman agua, de
huertos podridos, lugares de tránsito donde se buscan señas;
incursión a interiores llenos de preguntas y recuerdos, a
silenciosos espacios de la intimidad para escuchar la voz de la
memoria, a ámbitos del sueño porque sólo él puede otorgar la
unidad, a sueños que son eco de otros sueños, a vacíos donde se
esfuma el cuerpo, a territorios de zafiros en los que dialogan las
sombras de quienes no fuimos, a escenarios que son patíbulo y cuna,
pradera y desenlace, a almarios que no dan razón de los pasos, o al
hueco mismo de la mano, donde todo está cerca y todo no está. Un
viaje por el insomnio y el vacío, por el camino de humo, sin más
alforjas que la sinceridad y el dominio del verso, que no es
poco.
Cuando a
comienzos del nuevo siglo tuve la oportunidad de fundar y dirigir
la colección de poesía Vandalia en la Fundación José Manuel Lara,
no dudé en escoger a Julia Uceda para que inaugurase la serie
«Maior». Estaba seguro de que su poesía reunida significaría una
grata sorpresa para muchos por la coherencia de una trayectoria
singularísima. Ella se sintió sorprendida, a la vez que complacida,
por el ofrecimiento. Le resultaba extraño que al cabo de tantos
años alguien se acordase de ella desde Sevilla. Yo tenía muchos
motivos para ello. Pero no era una simple cuestión sentimental. La
poesía de Julia merecía ser conocida por un amplio sector de
lectores. Ahora teníamos la ocasión de que así fuese. Ella propuso
a Sara Pujol para que se encargara de la recopilación y del estudio
introductorio, y ésta cumplió su cometido aunando ejemplarmente el
rigor científico con la manifiesta admiración. A los pocos meses de
salir la poesía completa, En el viento, hacia el mar (1959-2002),
Sevilla 2002, aparecieron numerosas reseñas elogiosas en revistas y
suplementos culturales. Muy poco después estaba seleccionada para
el Premio Nacional de Poesía. Finalmente se lo otorgaron. Fue una
satisfacción compartida y sigue siéndolo. En el viento, hacia el
mar ha supuesto el reconocimiento de una voz que ha dicho mucho,
prueba de ello ha sido el volumen colectivo Julia Uceda,
conversación entre la memoria y el sueño, coordinado por Sara
Pujol, El Ferrol, La barca de loto, 2004. Pero lo más interesante
es que aún le quedaban muchas cosas por decir, como así ha sido
recientemente, y ha de seguir diciendo en un futuro. Porque Julia
no va a cambiar por mucho que la halaguen y la reclamen. Desde la
lejana Galicia seguirá fiel a la indagación de lo verdadero y a la
denuncia de la hipocresía e injusticia.
En un
lúcido y valiente artículo, «Fingiendo no ver nada», publicado en
Revista de Occidente, julio-agosto de 2006, Julia Uceda denunciaba
la corrupción de las palabras, la destrucción del lenguaje por los
intereses económicos e ideológicos en un mundo amenazado y
desorientado al mismo tiempo. Coherente con esa línea de
pensamiento y esa postura moral, nos ha ofrecido su última entrega
poética: Zona desconocida, Sevilla, Vandalia, 2006, una incursión
en otros territorios de la existencia, más allá de la realidad
visible; un adentrarse, con todos los riesgos que conlleva, en lo
que Juan Ramón Jiménez llamaba la «realidad invisible», aquella que
aún no ha sido nombrada, pero que necesita que se la dote de la
palabra para hacernos sentir su presencia. No es una tarea fácil, y
de ahí que el nuevo libro no forme parte, por fortuna, de las
lamentablemente elogiadas «lecturas fáciles», muestras flagrantes
de la debilidad de un pensamiento, que no quiere ver lo que pasa a
su alrededor. Muy al contrario de esos laureles de plástico, de
superventas y supercherías, la Zona de Julia Uceda es la de lo
ignoto, la de lo no transitado, la del misterio en definitiva, pero
que no está en las antípodas de lo cotidiano, sino en lo cotidiano
mismo. Hay unos versos en una de las composiciones de mayor
hermetismo del libro, de atmósfera más fantasmagórica
—no en vano el poema se titula «The ghost and Mrs.
Muir»â€”, que expresan muy certeramente esta fusión de
lo fantasmal con lo diario. La misteriosa sensación de percibir una
presencia que no tiene nombre se produce:
en un
supermercado,
entre
peces y panes
La
ubicación no puede ser más realista y precisa: un lugar de
asistencia diaria, entre elementales alimentos, peces y panes, que
evocan aquella milagrosa multiplicación evangélica.
La
palabra de Julia Uceda puede resultar, muy a menudo, difícil,
porque el mundo que representa es con voluntaria insistencia el de
lo inefable, lo que no se puede explicar con palabras, y las suyas
nunca son mentirosas, vacías, contrarias a lo que quieren y deben
decir, sino muy verdaderas, muy personales, nacidas desde dentro,
descubiertas con la mirada interior que aprehende y penetra en lo
que se fija. La dificultad en la comprensión de su discurso
poético, no de todo él, sino de buena parte de éste para ser más
exacto, puede provenir también no ya de lo inexplorado, sino de las
limitaciones del receptor, habituado a comprender el mundo y a
leerlo desde una determinada óptica: la de la mentalidad y el
lenguaje occidentales, y Julia desde los inicios de su larga
carrera poética, que abarca ya el último medio siglo, se ha ido
colocando más allá de esos límites de Occidente para incorporar más
y más cada vez los horizontes de Oriente. Así, para nada resulta
gratuito que la cita que abra el poemario sea la de Daito Kanushi,
un budista del siglo XIV, con todo un programa, como bien señala
Miguel García Posada en el ensayo que completa la publicación del
libro, de «comunicación sensorial con el mundo», la de que el ojo
pudiera oír y la oreja ver: la maravilla de lo mínimo percibida a
través de una sinestesia ideal; como coherente es con lo anterior
la otra cita que figura al frente de la primera de las tres
secciones del libro, «De las preguntas», la de la epopeya india del
Mahabharatha: «Hay infinidad de criaturas. A unas las vemos, a
otras no».
De esas
criaturas que no vemos y también de las que vemos es de lo que
trata Julia en estos 28 poemas, escritos entre 1995 y 2006, que
conforman el libro. Nos habla de todas ellas, pero también se
pregunta muchas cosas sobre ellas. Porque si nosotros los lectores
no entendemos a veces lo que quiere decir, tampoco ella entiende
siempre el lenguaje de las criaturas sean o no visibles. De ahí esa
abundancia de interrogaciones:
La
página inundada de silencio.
¿La
entiende alguien?
se
pregunta en el poema inicial, «La carta». En el segundo, «¿Dónde la
casa?», las preguntas se multiplican ya desde el título mismo:
«¿Dónde la casa?/ ¿Qué número, qué calle?/…/ ¿por qué no
tengo miedo si es de noche/o noche me parece?/¿Por qué abro puertas
a otras puertas?/¿Por qué no hay luz/…
Y muchas
otras interrogaciones a todo lo largo de sus páginas: sobre el ser,
lo que es, ha sido o pudo haber sido, o puede ser; sobre los
sueños, los propios o los de los otros; sobre los recuerdos; los
olvidos; la huida del caos; el dolor de las víctimas; el silencio
de los dioses; la desmemoria para con los muertos. Preguntas y
preguntas que nos revelan por una parte la decidida voluntad de la
poeta de llegar hasta las últimas consecuencias, de alcanzar el
alma de las criaturas, en un continuo afán de busca, de culminar su
«aventura del conocimiento»; y por otra, la gran preocupación
social, de hondas raíces existenciales, que le lleva a enfrentarse
con las cuestiones más candentes de su momento histórico: los
muertos de Normandía y del bombardeo atómico de Hiroshima, el
horror de la actual guerra de Irak, la reciente profanación de
Casas Viejas, al convertir ese lugar, «sagrado», en un hotel y
campo de golf para diversión de «fugaces viajeros». Qué constancia
en sus denuncias desde aquella lejana Extraña juventud (1962) donde
su rebelión contra la injusticia de los poderosos se ha mantenido
firme hasta el día de hoy, pese a los laureles o los abrojos de los
años.
La
mirada de Julia percibe muchas más criaturas de las que se suelen
ver. Sus ojos, que semejan físicamente más los de una japonesa que
los de una sevillana, tienen una luz especial, capaz de iluminar
zonas de nieblas e incluso de tinieblas donde habitan esas
criaturas, invisibles para la mayoría de los occidentales. Esa
capacidad iluminadora la ha adquirido en buena medida a través de
sus múltiples lecturas de poetas y escritores de otras tradiciones:
budistas, taoístas, hindúes, japoneses, chinos, árabes, judíos;
culturas y pueblos que han prestado más atención a ciertos aspectos
de la realidad (el cuerpo, los sentidos y la relación entre éstos,
la percepción del tiempo más allá del tiempo mismo, los sueños, la
muerte, sus posibles reencarnaciones…), aspectos en buena
parte relegados a segundos o últimos planos en Occidente por el
racionalismo dominante, aunque progresivamente incorporados a
partir del movimiento simbolista, los estudios psicoanalíticos, los
surrealistas y otras tendencias modernas de las que Norteamérica, y
Julia vivió allí años decisivos, ha sido pionera. Así, la cita del
último poema: «â€¦ todos los muertos inquietantes, recordados
», debida a Kenneth Rexroth, un poeta nacido en 1905, en Indiana, y
muerto en California en 1982, mentor de la generación Beat y
excelente traductor de poesía china y japonesa. Un poeta muy leído
y recomendado por Julia Uceda por representar esa cultura
totalizadora que absorbió lo mejor de Oriente y Occidente.
Aunque
de extensión reducida, en cuanto al número de páginas, la Zona
desconocida de Julia Uceda es muy amplia espiritual y
culturalmente. Porque esa Zona lleva a otras zonas. Zona que esta
desconocida completa las de libros anteriores y sugiere las de
nuevos poemas en ese incesante indagar en todo lo que le rodea con
una conciencia abierta y lúcida que no se deja dominar por la
desesperación, por más que haya tantos motivos para ello, ni se
deja silenciar por el nihilismo conformista.
Hace
muchos años, cuando la escritora era para algunos sólo la «señorita
Julia», dejó escrita esta observación: «El poeta es un ser molesto
para el hombre que, simplemente, vive, porque es un ser que se
adelanta a su tiempo y, en contraste, forma parte de la activa
conciencia de él. Y mientras más honda es esa conciencia, más
molesta para los demás». De esta declaración a las del mencionado
artículo, «Fingiendo no ver nada», ha pasado la friolera de casi
medio siglo justo, y ella, Julia, hoy Premio Nacional de Poesía,
Hija Predilecta de Andalucía, Premio Góngora de las Letras
Andaluzas, Premio de la Crítica, etc., sigue siendo la misma,
porque la fidelidad hacia sí misma es su rasgo más definitorio. Y
así, seguirá, como poeta que lo es, como un ser molesto para los
que fingen que no ven nada, para la mayoría, intelectuales o no,
que miran para otro lado ante los horrores que nos rodean y los
venideros. Pero para otros, sus fieles lectores, Julia seguirá
siendo esa voz de la conciencia que nos ilumina las zonas más
oscuras de nuestra existencia, ésas por las que no nos atrevíamos a
adentrarnos y ahora lo hacemos gracias a su esclarecedora
palabra.
J.
C.-UNIVERSIDAD DE SEVILLA
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