INSULA

Misceláneo
Número 717. Setiembre 06

 
 

Luis Alberto de Cuenca / Mis traducciones poéticas


 

 

Tendría yo doce o trece años cuando cayó en mis manos una edición decimonónica de La légende des siècles de Víctor Hugo que perteneció a mi bisabuelo, el poeta festivo Carlos Luis de Cuenca (1849-1927). Sé que ese libro pasó luego a formar parte de mi biblioteca, pero renuncio a intentar encontrarlo en la cada vez más inextricable selva bibliográfica en que se ha convertido mi casa. Recuerdo con una viva emoción mi primer contacto con la obra de Hugo, y recuerdo también que la lectura de sus inmortales alejandrinos hizo que surgiera en mí, de forma espontánea, el deseo de trasladarlos a unos perecederos alejandrinos castellanos de los que no conservo copia alguna, pero que me consta existieron. Fue así como perdí mi virginidad como traductor de poesía: intentando ubicar en el pentagrama castellano la insuperable música francesa de La légende des siècles.

Situémonos ya en mis tiempos universitarios. Decidí estudiar Filología Clásica para poder codearme con los autores de la Antigüedad en su propia lengua, fruto tal vez de la fascinación que Virgilio y Homero produjeron en mí en el curso Preuniversitario, donde tuvimos que enfrentarnos monográficamente con extractos de la Eneida editados y comentados por Santiago Segura Munguía y con un florilegio de la Ilíada y la Odisea publicado por la Sociedad Española de Estudios Clásicos. Comencé estudiando Filosofía y Letras en la Universidad Complutense, pero muy pronto, recién terminado primero de Comunes, trasladé mi expediente a la Autónoma, tras las huellas de mi maestro, el príncipe de helenistas Manuel Fernández-Galiano (1918-1988).

Galiano fue un gran traductor y, lo que es más, un gran experto en temas de traducción. A él se debe, por ejemplo, el tomo de Epigramas helenísticos que constituyó, a finales de los setenta, la primera entrega de la Antología Palatina en la Biblioteca Clásica Gredos (tuve el honor de hacerme cargo de la revisión de ese volumen). Don Manuel se fue al otro lado del espejo sin haber publicado una magnífica versión de los poemas de Cavafis que me había enseñado muchas veces, en su despacho del CSIC, con orgullo y complicidad. Me acuerdo de una mañana de invierno -segundo curso de carrera en la Autónoma, caserón de Alfonso XII, 3- en que Galiano nos encargó que trajéramos de casa al día siguiente una tirada de trímetros yámbicos de la Antígona trasladados a alejandrinos españoles. Hablaba Creonte, me parece, porque había un verso que traduje por: «Yo soy el que detenta todo el poder del trono», utilizando mal el verbo «detentar», pues el tirano mal podía decir de sí mismo que «detentaba» el poder, o sea, que poseía ilegítimamente algo que creía poseer con todas las de la ley, como les pasa a todos los tiranos. (El caso es que con «detenta» salvaba el alejandrino y con «ostenta», por ejemplo, no, aunque diese mucho mejor sentido.)

Mi segundo maestro de la Autónoma, esta vez latinista, Miquel Dolç, era otro traductor de campanillas, que había vertido al catalán a poetas como Marcial o Persio, que no son precisamente una bicoca dentro de las letras latinas. El tercero, el también latinista Antonio Fontán, se había dedicado a la prosa más que al verso, centrando su labor traductora en Cicerón y Tito Livio, entre otros. Les cuento todo esto para que se hagan idea de lo propicio para la traducción que resultaba el ambiente reinante en la especialidad de Filología Clásica de la Autónoma de Madrid allá por los primeros años setenta del siglo pasado. 

A la hora de elegir tema para la Memoria de Licenciatura, pensé primero en el Digenís Akritas, el poema épico bizantino, que a mí me parecía el colmo del glamour literario, pero Galiano me convenció para que me ocupara de un autor helenístico, uno de esos tipos decadentes contaminados por la erudición alejandrina, que también me gustaban muchísimo. Quién mejor que Calímaco de Cirene (siglo III antes de Cristo) y qué mejor, dentro de la obra calimaquea, que su producción epigramática. En los 63 epigramas que se nos han conservado íntegros de Calímaco hay momentos poéticos felicísimos. Mi tesina consistió en editarlos, traducirlos y comentarlos. La defendí en diciembre de 1973, unos meses después de haber acabado la carrera, y la publiqué inmediatamente después en cinco entregas consecutivas de la revista Estudios Clásicos, aunque mis epigramas «definitivos» de Calímaco fueron los que incluí en el volumen de la «Biblioteca Clásica Gredos» a él dedicado, donde también vertí sus preciosos Himnos al castellano (Madrid, 1980). Para forjarse una idea de los niveles de elitismo a los que pudo llegar el bueno de Calímaco no hay más que recordar el epigrama XXVIII de mi colección; dice así:

Odio el poema cíclico, aborrezco el camino
que arrastra aquí y allá a la muchedumbre, 
abomino del joven que se entrega 
sin discriminación, y de la fuente 
pública jamás bebo: me repugna 
todo lo popular? 

(Calímaco rivalizaba con Apolonio, de quien detestaba sus Argonáuticas, ejemplo para el de Cirene de empresa literaria trasnochada.) Otro de los epigramas calimaqueos, el LIII, nos habla de un muchacho que se suicida para desprenderse de su cuerpo y vivir para siempre cómodamente retrepado en la inmortalidad de su alma (cosas que pasan si uno lee a Platón):

Diciendo adiós al sol, Cleómbroto de Ambracia 
desde lo alto de un muro saltó al Hades. 
No lo había llevado ningún mal a la muerte, 
pero había leído Sobre el alma, el tratado
de Platón. 

Enfrentarme a Calímaco y, a través de él, a la Antología Palatina, dejó en mí una huella indeleble. Toda mi poesía llevaría, a partir de entonces, la inconfundible marca del epigrama alejandrino, que se adaptó estéticamente a mi facultad creadora con la misma doméstica suavidad con que el «guante de ante» se adaptaba a «la blanca mano de azuladas venas» de Felipe IV en el poema de Manuel Machado. Y esa fusión de lo epigramático con mi concepto de la poesía amenaza con acompañarme hasta el sepulcro.

Del parnasianismo alejandrino pasé sin transición al Medievo, que me había fascinado desde pequeño, tal vez desde que cayera en mis manos, cuando tenía nueve o diez años, una versión para niños de The Idylls of the King («Los idilios del rey») de Tennyson, con láminas en color, que me abrió de par en par las puertas del arturismo y de la llamada Materia de Bretaña. Escogí como campo de operaciones de mi primera incursión en la literatura medieval los bellísimos Lais de María de Francia, una noble normanda del siglo XII que se inspiró para escribirlos en los lais anónimos bretones. Poesía plenamente narrativa la de María, pero con momentos líricos insuperables. La benemérita Editora Nacional de entonces, y dentro de ella la colección «Alfar», dirigida por el poeta Diego Jesús Jiménez, acogió mi versión de nueve de los Lais con el texto original al frente, para facilitar el acceso al francés medieval: era la primavera de 1975, todavía no se había muerto Franco y yo estaba a punto de leer mi tesis sobre otro poeta helenístico, Euforión de Calcis, una especie de Góngora avant la lettre del que sólo se conservan fragmentos, algunos de ellos bastante largos y de procedencia papirácea, lo que siempre oscurece y dificulta la exégesis textual. Mi traducción de los Lais fue, cronológicamente hablando, y me enorgullezco de ello, la primera de María de Francia que se publicaba en lengua castellana. Más de diez años después, en 1987, saqué en Siruela todos los Lais ?doce? de María en un libro de la colección «Selección de Lecturas Medievales» hoy por desgracia agotadísimo. Tengo que ocuparme sin falta de su reedición.

Llegó junio del 76, el año del bicentenario de la revolución norteamericana, y defendí mi tesis doctoral en la Autónoma de Madrid sobre el tal Euforión. Unos meses después de leerla, la publiqué íntegramente en la Fundación Pastor de Estudios Clásicos, entonces presidida por Fernández-Galiano, quien hizo una labor ejemplar al frente de esa institución, ubicada en un delicioso hotelito de la calle de Serrano, fronterizo con la Residencia de Estudiantes y la sede central del CSIC. Euforión, créanme, roza lo delirante, si es que no incurre abiertamente en lo frenético. ¿Qué me dicen de estos tres versos, pertenecientes al fragmento 67 de mi edición? 

¡Oh, purpúreo jacinto!, una fábula dice 
que brotaste, quejándote con letras, de la sangre 
del Eácida caído en las reteas arenas. 

Miga tiene la cosa, cuando no morbo, amigos: los antiguos creían leer en los pétalos del jacinto las letras del lamento AI, en recuerdo de la tristeza de Apolo por la muerte de su amigo Jacinto; el Eácida es Ayante Telamón, y del adjetivo «reteas» algo se cuenta, y todo bueno, en la Realencyclopädie de Pauly-Wissowa. En suma: un verdadero galimatías.

Para conjurar la soledad hermética en que me había sumido el trato asiduo con el de Calcis, me puse a traducir, a medias con Carlos García Gual El Caballero de la Carreta de Chrétien de Troyes. Lo publicamos en Labor, con cubierta de Howard Pyle. Otro contacto, pues, con el verso narrativo de los romanciers franceses del XII, tan sugerente como necesario para el alienado filológico que era yo entonces (mis colegas de generación se frotaban las manos y comentaban: «Luis Alberto ha dejado de escribir poesía; se dedica a descifrar papiros y cosas por el estilo; la Musa lo ha abandonado definitivamente»). Nuestro Caballero de la Carreta apareció en 1976, con largo estudio preliminar; luego pasó al catálogo de Alianza a comienzos de los ochenta y allí sigue vendiéndose hoy en día: debe de andar, y no exagero, por la duodécima reimpresión.

Sin abandonar la Edad Media, y en colaboración con el variopinto y cultísimo Miguel Ángel Elvira, historiador del arte grecorromano y viejo compañero mío de estudios en primero de Filosofía y Letras, volví mis ojos a la Provenza, donde se produjo, a finales del siglo XI, la segunda fundación de la lírica occidental (muchos siglos después de la primera fundación, llevada a cabo por Safo, Alceo y compañía, todo hay que decirlo). De mi paseo traductor por la soleada Provenza tuvo la culpa, cómo no, el maestro Martín de Riquer, cuyos libros me habían enseñado todo lo que es posible saber acerca de la lírica provenzal trovadoresca, y ello desde que compré en 1972 ?en la librería Tombolini de Roma, via Quattro de Novembre, 146, y en compañía de mi amigo Alberto Fernández de Trocóniz? su Lírica de los trovadores de 1948, una de sus primeras, y ya sobresalientes, aproximaciones a un tema que conoce como nadie.

Qué podría decir de Guillermo de Aquitania. Fue el primer poeta moderno. Tradujimos entonces (Editora Nacional, colección «Alfar», 1978) todas sus canciones. E hicimos lo mismo, y en el mismo volumen, con Jaufré Rudel. Años después retomaría yo en solitario, sin Miguel Ángel a mi lado, la versión española de las canciones de Guillermo (Siruela, 1983 y 1988), pues habían visto la luz una serie de trabajos críticos que abrían paso a nuevas interpretaciones y, por lo tanto, a nuevas posibilidades de traducción. Siempre que he traducido poesía provenzal, he ofrecido el texto original al frente, para el oportuno cotejo por parte del lector. Farai un vers de dreyt nien es el primer verso de la primera canción del duque de Aquitania: «Haré un poema de la pura nada». Siempre me ha obsesionado ese verso, entendiendo por «siempre» un lapso de tiempo importante, de más de treinta años. Tengo varias versiones castellanas de esa canción. Y seguiré urdiéndolas, me temo, o combinándolas con poemas propios inspirados en ese inimitable primer verso de la poesía europea contemporánea. Jaufré le dice menos al poeta que se obstina en vivir en mí, pero no deja de interesarle, y mucho, y de una forma agradecida y chispeante, al lector que me complazco también en ser. Casi todos los trovadores provenzales fueron, además de unos poetas extraordinarios, unos personajes enormemente curiosos. El duque Guillermo, por ejemplo, llegó a fundar una abadía de monjas para esconder allí a sus amantes. Jaufré Rudel se enamoró de lonh, a partir de un retrato, de una princesa que vivía al otro extremo del Mediterráneo (recuérdese la pieza teatral que Edmond Rostand, el autor de Cyrano de Bergerac dedicó al asunto, con el título de La princesse lointaine) y se embarcó hacia Oriente en su busca, consiguiendo tan sólo fallecer en sus brazos en la playa de Trípoli (imagino que en Trípoli del Líbano, no en Trípoli de Libia, por aquello de la proximidad con el mitológico escenario de las Cruzadas, hoy reducido a un simple episodio comercial por quienes se empeñan, equivocadamente, en explicarlo todo por razones puramente económicas).

En ese mismo año de 1978, Antoni Bosch me publicó en la editorial que llevaba su nombre dos libros: uno de versos, Scholia, y otro misceláneo, titulado Museo, concebido en la estela de antologías de Borges y Bioy como el Libro del cielo y del infierno. En Museo reuní una buena parte de mis obsesiones textuales de entonces (y de ahora). Figuraban, cómo no, unos fragmentos de la Epopeya de Gilgamesh (traducidos por mí del francés, del inglés, del alemán y del italiano a la vez), un epigrama de Calímaco, canciones provenzales, versiones propias de «La Dama de Shalott» (el poema de Tennyson que tanto inspiró a los pintores prerrafaelistas), del «Prometheus» de Goethe y de un cuento de Wilhelm Hauff, etc. La versión que más me sigue gustando es la de «La Dama de Shalott»: no es fácil traducir la música verbal de Tennyson a música verbal de otra lengua. Se diría que el autor de los Idylls of the King no puede concebirse fuera del inglés, o sea, fuera de su marco lingüístico originario. Y es que los grandes autores de la literatura universal se identifican con la lengua en que escriben de una manera tan íntima que resulta difícil compartir con ellos un ámbito de intimidad en otras lenguas, por cuidadoso que haya sido el proceso de traslación. Yo creo que mi versión de «La Dama de Shalott» consigue reflejar en castellano la atmósfera lingüística del inglés victoriano en que fue escrito sin traicionar ni desvirtuar el impacto retórico y la viveza plástica del original.

Eurípides fue uno de los grandes autores grecolatinos que antes se completó en la «Biblioteca Clásica Gredos». Entre las obras euripideas que albergaba el tercer y último tomo, publicado en 1979, había dos, la Helena y el Reso, que corrieron a mi cargo. Me acercaba, así, por primera vez, al territorio de la poesía dramática, que hasta entonces no había traducido de manera «profesional». Años más tarde, en 1995, volví sobre Eurípides, editando críticamente y traduciendo Hipólito, una de sus tragedias más hermosas. Mi Hipólito acompañaba a una Medea de Rodríguez Adrados en el mismo volumen, que vio la luz dentro de la colección «Alma Mater», del CSIC., en 1995.

Después de Eurípides vinieron los Himnos y epigramas de Calímaco, pero ya me he referido a esa traducción. En 1981, y en colaboración con Antonio Alvar, publiqué una Antología de la poesía latina aparecida en la popular colección «El libro de bolsillo», de Alianza Editorial. Yo me hice cargo de la primera mitad del libro, interrumpiendo mi tarea en la época postclásica. Traté de dar a los originales la vivacidad y el frescor que mantenían en latín, y hasta me permití incluir en el florilegio, siempre en la estela del genial Borges, algunos apócrifos salidos de mi pluma. Dejo a la sagacidad y a la erudición del lector el hallazgo de esos apócrifos en las páginas de la Antología, de cuyo éxito editorial nos habla la media docena de reimpresiones que ha disfrutado hasta la fecha.

La primera mitad de los ochenta la dediqué, en el terreno de la traducción, a la prosa (con la excepción citada de la Poesía completa de Guillermo de Aquitania en Siruela). Fue entonces cuando traduje (Editora Nacional y Siruela) la Historia de los reyes de Britania, texto canónico del arturismo redactado en latín y del que no existía traducción a ninguna lengua que no fuese el inglés. Fue entonces cuando publiqué, también en Siruela, y dentro de la magnífica y borgiana colección «La Biblioteca de Babel», mi versión de «Vera», el prodigioso cuento de mi idolatrado Villiers de l?Isle-Adam (tengo, por cierto, traducida una amplia selección de los Contes cruels de Villiers que verá la luz próximamente en Alianza Editorial). Cuando di a las prensas mis traducciones de Le diable amoureux de Jacques Cazotte y de Las mil y una noches según Galland (fundamentalmente, Aladino), ambas publicadas por Siruela en 1985 (y reimpresas en 2005).

Mediados los ochenta, decidí emprender una nueva versión de la Ilíada. Por aquellos años menudeaban las traducciones castellanas de la Odisea, cosa que no ocurría con la Ilíada.

Me puse a la labor, y fruto de ella fue la aparición, en edición bilingüe, de los cantos I y II de la epopeya homérica, ni más ni menos que en las páginas de mi revista favorita, Poesía, que los albergó, respectivamente, en sus entregas número 25 (1986) y número 38 (1992). El director de la revista, Gonzalo Armero, dispuso mis versiones de ambos cantos del modo más bello, armonioso y legible que pueda imaginarse, con el texto griego en la parte inferior de la página y en caracteres pequeños, y con mi traducción en la parte superior de la misma y en tipos grandes. Las célebres ilustraciones que dibujó John Flaxman a comienzos del siglo XIX para la Ilíada se reproducían también en Poesía, para redondear la edición. Veinte años han pasado desde entonces; creo que va siendo hora de continuar con mi traducción de la Ilíada. No sé si llegaré a la rapsodia XXIV, pero imagino que algunos cantos sí caerán en mi red. Me propongo retomar mi versión donde la dejé, a comienzos del canto III, y pienso publicar en entregas individuales, como hice en Poesía, ese canto III, luego el IV, y así hasta que me canse, que acabaré cansándome.

En el 86 traduje del catalán a Ramon Llull, concretamente el Llibre de l?ordre de caballería (Alianza), y en el 87, del griego, El parásito de Luciano. Fueron los aperitivos en prosa para el plato principal, a saber, otra traducción poética, la del Cantar de Valtario, poema latino del siglo X, por el que tuve la fortuna de obtener el Premio Nacional de Traducción. Salió en la citada colección «Selección de Lecturas Medievales», de Siruela, una serie que dirigíamos al alimón Jacobo Martínez de Irujo y yo. Tomando prestados algunos personajes de la saga de los Nibelungos, el monje anónimo que compuso en hexámetros el Cantar de Valtario urdió una intriga apasionante en la Europa de las invasiones bárbaras, con Valtario (o Walter) de Aquitania como protagonista y la hermosa Hildegunda como consoladora, y aleccionadora, presencia femenina al lado del héroe. El Cantar aúna en sí el desmedido aliento épico de una germanidad primitiva y esa sofisticación erudita que, desde el Renacimiento carolingio, señoreaba el mundo monástico en el Alto Medievo. Los resultados no han podido ser más satisfactorios.

No aludiré aquí a otros trabajos míos de traducción de textos en prosa (los Cuentos visionarios de Charles Nodier, en colaboración con Javier Martín Lalanda; las Imágenes de Filóstrato el Viejo y Filóstrato el Joven y las Descripciones de Calístrato, en colaboración con el arriba mencionado Miguel Ángel Elvira; los Cuentos jeroglíficos de Horace Walpole, etcétera), pues son las versiones poéticas las que me interesan aquí. En 1990, preparé para la revista Poesía (número 33), una traducción castellana de Les Chimères de Gérard de Nerval. Los doce sonetos en alejandrinos que componen Las quimeras se publicaron en 1854 ?poco antes del suicidio (¿o asesinato?) de Nerval? formando parte del libro de relatos Les filles du feu, al final del cual figuraban. Siete de esos sonetos habían visto ya la luz dentro del volumen Petits châteaux de Bohème (1853), bajo el rótulo colectivo de «Mysticisme». Las quimeras constituyen, en mi opinión, una de las más altas muestras de la poesía francesa de todos los tiempos. Existen varias traducciones al castellano. Recuerdo alguna de ellas, por ejemplo, la parcial de Octavio Paz (cuatro sonetos), que incluyó luego en Versiones y diversiones (edición definitiva: Barcelona, Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2000), o la muy notable y muy reciente del poeta hispano-mexicano Tomás Segovia (apud Nerval, Poesía y prosa literaria, Barcelona, Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2004). Copio a continuación mi traducción de «El desdichado», primero de los sonetos de Les Chimères (los subrayados son del propio Nerval; no respeto, en cambio, el uso arbitrario que hace de las mayúsculas el autor de Les filles du feu):

Yo soy el tenebroso, el viudo, el desolado, 
príncipe de Aquitania de la torre abolida. 
Murió mi única estrella, mi laúd constelado
ostenta el negro sol de la melancolía.
Tú que en la noche fúnebre me diste tu consuelo, 
devuélveme el Posílipo y aquella mar de Italia, 
la flor que tanto amaba mi devastado espíritu,
la parra donde el pámpano a la rosa se alía. 
¿Soy Amor o soy Febo? ¿Lusignan o Biron? 
Mi frente aún está roja del beso de la reina. 
Soñé en la gruta donde la sirena se baña. 
Y, vencedor dos veces, traspasé el Aqueronte, 
modulando por turno en la lira de Orfeo 
las ansias de la santa y los gritos del hada. 

Exegetas tiene la iglesia de los filólogos que pueden explicar a plena satisfacción los entresijos de este soneto. Para mí, que siempre he disfrutado de los juguetes sin preguntarme cuál era el mecanismo que los hacía tan divertidos, lo importante era trasladar la emoción y la magia del original nervaliano al mundo conceptual y fonético del español sin restar un ápice de la intencionalidad simbólica y del despliegue de sensaciones y sentimientos que un lector atento es capaz de percibir en Les Chimères. «The rest is silence», como dice Shakespeare que dijo Hamlet antes de morir.

La poesía universal tiene una deuda con Las quimeras, que representan una de las cumbres de la poesía contemporánea. Decía Gilbert Murray, en su precioso librito sobre Esquilo (vertido a nuestra lengua en la benemérita colección «Austral»), que nunca son suficientes las traducciones de los autores clásicos. Cada generación debe rendir cuentas de la época que le ha tocado en suerte vivir traduciendo a la lengua propia las obras de los grandes autores de la literatura universal. Gérard de Nerval pertenece con pleno derecho a ese escogido grupo de «héroes» (así llama el inmenso Victor Hugo a los grandes genios de la escritura en su apocalíptico ensayo William Shakespeare). Cada generación de escritores y traductores españoles debe realizar el esfuerzo de enfrentarse con Las quimeras y de ofrecerlas a sus coetáneos alumbradas por la perenne luz del entusiasmo y la complicidad. Si leemos el «Prometheus» de Goethe, por ejemplo, en la arcaica y casticista versión de Rafael Cansinos Assens y, a la vez, en la mía, más ágil y «moderna», advertiremos una distancia comunicativa con el lector de hoy en la de Cansinos que acaso no exista en la que pergeñé hace casi treinta años para Museo. Las traducciones han nacido para morir, como todo lo que nace, y es preciso sustituirlas cada cierto tiempo, porque envejecen prematuramente, como si alguna maldición oscura pesara sobre ellas desde el principio de los tiempos. Hay, eso sí, excepciones que vulneran la norma. Me arriesgaré a dar un ejemplo: difícilmente puede concebir el lector español la obra poética de Tagore sin referirse a las traducciones que del premio Nobel hindú realizaron en castellano ni más ni menos que Juan Ramón Jiménez y su esposa Zenobia Camprubí .

Daré otra muestra de mi trabajo como traductor de Les Chimères, transcribiendo el soneto que lleva por título «Délfica» (con algunos retoques de última hora):

¿La conoces tú, Dafne, esa vieja romanza 
al pie del sicomoro, o bajo el laurel blanco, 
bajo el olivo, el mirto o los trémulos sauces, 
esa canción de amor que sin cesar comienza? 
¿Reconoces el templo de inmenso peristilo, 
la huella de tus dientes en el limón amargo, 
y la gruta, fatal al huésped imprudente, 
que guarda la semilla del dragón derrotado? 
¡Volverán esos dioses por los que siempre lloras! 
El tiempo traerá el orden de los antiguos días; 
un profético soplo ha hecho temblar la tierra. 
La sibila de rostro latino continúa 
durmiendo bajo el arco de Constantino, y nada 
perturba todavía el pórtico severo. 

Junto al grupo de poemas «paganos» de Las quimeras se encuentran los cinco maravillosos sonetos de que consta «El Cristo de los Olivos», en el segundo de los cuales figura el siguiente verso: «Spirale engloutissant les Mondes et les Jours» («espiral engullendo los Mundos y los Días»). Un verso que es para mí muy importante, pues lo adopté como lema de mi poesía completa, que titulé precisamente así, Los mundos y los días. También Octavio Paz rotuló un libro suyo Los hijos del limo, evocando el último verso del quinto soneto de «Le Christ aux Oliviers»: «Celui qui donna l?âme aux enfants du limon» («el que concedió el alma a los hijos del limo»).

Allá por 1992 coleccionamos Julia Barella y yo, por encargo del Ministerio de Justicia, una serie de textos de las letras hispánicas y universales a los que unía el hecho de haber sido compuestos en la cárcel (en la selección de esos textos recuerdo que participó Rogelio Blanco, el actual Director General del Libro). Titulamos el libro resultante Poesía de prisión. Una antología. Desde las Mil y una Noches y el Minnesang hasta un poema mío y otro de Amalia Bautista, incluimos treinta y dos textos en total. Traduje para la ocasión unos poemas que el ladrón y asesino francés Pierre-François Lacenaire (1803-1836) escribió en la prisión parisiense de la Conciergerie poco antes de ser guillotinado. Para mí, traducir un texto poético supone siempre un acto de complicidad manifiesto: el poema elegido se convierte, de alguna forma, en un poema propio (con tal que el traductor sea poeta, como es mi caso). Mi identificación con Lacenaire fue tan profunda en aquellos días que sobre uno de sus poemas, el que lleva por título «Ideas» (en mi versión), urdí un poema mío, rotulado «Sobre un poema de Lacenaire», que luego formaría parte de mi libro El hacha y la rosa (Sevilla, Renacimiento, 1993). Quisiera terminar este breve recorrido por algunas de mis traducciones poéticas (no me he referido, por ejemplo, a mis versiones de Gabriel Ferrater, J. V. Foix y José-Maria de Hérédia, entre otras) copiando ese poema, escrito a medias por Lacenaire y por el que suscribe. Dice así:

¿Quién va a decirme qué es la vida? 
¿Quién va a decirme qué es la muerte? 
¿Qué es virtud? ¿Qué es filosofía? 
Ver cómo sopla la fortuna. 
¿Ciencia, honor? Ilusión, mentira. 
¿Oro? Tumba de la inocencia. 
Hasta la amistad es un sueño. 
Sólo en ti mismo está la dicha. 

¡Feliz quien sueña que es amado! 
¡Ojalá no despierte nunca! 
El corazón se engaña siempre: 
no hay sentimiento sin dolor. 
Si te amas a ti mismo, cumples 
lo que Naturaleza ordena. 
Si Dios existe, Dios es alguien 
enamorado de sí mismo. 

Dime, muchacho, ¿por qué huyes 
de la muerte con tanto ahínco? 
¿Por qué te aferras a la vida? 
¿No ves lo absurdo que es vivir? 
¿Por qué tiemblas ante un enigma 
cuya solución desconoces? 
¿Qué es nuestra alma? Un brillo inútil 
que se apaga en la sepultura. 

Abre los ojos, mira: todo 
lo que respira nace y muere. 
Sólo el orgullo de los hombres 
presume de supervivencias. 
Cuando llegue mi última hora, 
pisoteadme y maldecidme. 
¿De qué le sirven las plegarias 
al árbol roto por el viento? 

Me he reído de vuestros dioses 
y de vuestras ruines miserias. 
Mi alma se perdió de niña 
en la noche oscura del mundo, 
pero no fue nunca perversa, 
y los tristes la bendijeron. 
Hay virtud en mi corazón: 
Una virtud que no es la vuestra. 

L. A. de C.-INSTITUTO DE FILOLOGÍA DEL CSIC 

 
 
 
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