INSULA Celestina cumple cinco siglos. Número 633. Septiembre 99
 
 

JULIO RODRÍGUEZ PUÉRTOLAS /
LUCES Y SOMBRAS EN LA CELESTINA (1)



En el complejo entramado de acciones y relaciones humanas, propósitos e intenciones, formas de vivir y de morir, que constituyen La Celestina, hay algo que destaca de modo particular y a lo que no se ha prestado la suficiente atención. Me refiero a la presencia en el texto de un juego de luces y de sombras que alcanza categoría estructural.

Dejo aparte lo relativo a lo que en otros lugares he llamado la «metáfora iluminista», que en La Celestina se utiliza, precisamente, para «iluminar» ciertos aspectos de la prehistoria de Calisto, de sus orígenes familiares y de su aislamiento dentro de la ciudad en que vive. Recordemos que si bien Calisto, como él declara y los lectores saben, pasa «noches y días» penando por Melibea (VI), una vez que consigue su amor proclama que «de día estaré en mi cámara, de noche en aquel paray´so dulce» (XIV). Por lo demás, si Calisto ha pasado noches y días sufriendo, su criado Pármeno —un discípulo aventajado a lo que parece— pasa otras noches y otros días, los suyos, gozando con Areúsa (VIII). También aquí funciona lo que bien podríamos llamar la ley de la relatividad celestinesca. Mas no sólo eso. Tras las horas de amor de Pármeno y de Areúsa, la pareja discute acerca de si ya amanece o aún es de noche, cada uno considerando la realidad según su propia experiencia personal:

«P.—¿Amanece o qué es esto, que tanta claridad está en esta cámara?
A.—¿Qué amanecer? Duerme, señor, que aún agora nos acostamos. No he yo pegado bien los ojos, ¿ya havía de ser de día? Abre, por Dios, essa ventana de tu cabecera y verlo has.
P.—En mi seso estó yo, señora, que es de día claro, en ver entrar luz entre las puertas» (VIII).

Pero este amanecer en otros momentos adquiere significados en verdad siniestros. Así en el diálogo entre Calisto y Sosia, tras la degollación de los compañeros de éste, Pármeno y Sempronio (XIII): «C.—Cata, mira qué dizes, que esta noche han estado conmigo. S.—Pues madrugaron a morir.» En efecto: fueron ejecutados al amanecer, pisando la dudosa luz del día, como escribiera Góngora. Pero también en el Acto XIX, culmen acaso de la tragedia, se anuncia de modo ominoso en las canciones de Melibea y de Lucrecia lo que puede suceder, y de hecho sucede, al amanecer: esos papagayos y ruiseñores que cantan «al alvorada» cantan en verdad la proximidad de la muerte, al igual que la propia Melibea cuando poco después alude a su «ronca voz de cisne», ave que se creía anunciaba así su cercano final. Y en el Acto XX, cuya acción transcurre, a lo que parece ya amaneciendo, Pleberio, requerido por la criada Lucrecia para que acuda a socorrer a Melibea tras el fatal accidente de Calisto, dice: «Vamos presto allá (…) y abre bien esa ventana, porque le pueda ver el gesto con claridad.»

«Madrugaron a morir»

La luz del amanecer, ciertamente, llevará a Pleberio a ver la realidad, a conocer a su hija, acerca de la cual había hasta entonces vivido engañado (aunque no tanto como la madre, Alisa). También aquí «madrugaron a morir»: Calisto primero, Melibea después, acaso la propia Alisa. Y Pleberio, espiritualmente, perdido en los laberintos de su soledad y desamparo. Esta estructuración de La Celestina en torno a la noche y el día, más exactamente en torno al amanecer (que es el morir), la explicita Melibea (ojos verdes, veinte años) en ese mismo Acto XX, como se sabe y veremos. Una noche de amor que terminó en el amanecer de la muerte de Calisto; un día que empieza y que terminará en la muerte de Melibea y habrá de continuar en una noche eterna de amor también eterno, o al menos esto es lo que piensa la hija de Pleberio.

Ahora bien, ¿cómo son esas noches de La Celestina, qué ocurre realmente durante las mismas? ¿Quiénes son sus habitantes, incluso sus héroes, acaso sus mártires? Pues lo cierto es que, en buena medida, la vida nocturna de la ciudad celestinesca es sorprendentemente activa. Por un lado, ciertas cortesanías amatorias y eróticas pueden tener lugar de noche:

«Ande la música, pintemos los motes, cantemos canciones (…), rondemos su calle, mira su carta, vamos de noche, tenme la escala, aguarda a la puerta» (I; es anuncio de lo que hará el propio Calisto).

«Las noches todas velando, dando alboradas, haziendo momos, saltando paredes» (IX).

La pasión amorosa despliega sus alas en medio de las tinieblas. Así lo explica Celestina, con referencia a las mujeres:

«… muertas sí, cansadas no. Si de noche caminan, nunca querrían que amaneciese; maldizen los gallos porque anuncian el día y el relox porque da tan apriessa (…); ya quando veen salir el luzero del alva quiéreseles salir el alma; su claridad les escuresce el coraçón» (III).

Es, ciertamente, lo que ocurrirá con Melibea, ya simbólicamente ejemplificado en esa escena del Acto XII (cuyos ecos habrían de resonar siglos después en La casa de Bernarda Alba de Lorca, en la trágica figura de la joven Adela):

«Pleb.—¿Quién da patadas y haze bullicio en tu cámara?
Mel.—Señor, Lucrecia es, que salió por un jarro de agua para mí, que havía gran sed.»

Pero lo que ha dicho Celestina sobre las mujeres y que se cumple en el caso de Melibea, se aplica también a Areúsa, en curioso paralelo entre las noches de amor de la primera con Calisto y de la segunda con Pármeno. Pues como comenta Sempronio al respecto, «¿Ya todos amamos? El mundo se va a perder» (VIII). Y así será, al menos el mundo de La Celestina y de buena parte de sus personajes.

Unión de la hora del horror y de la del amor

Pero también en la noche se llevan a cabo algunas prácticas devotas —que serán aprovechadas por Celestina para sus negocios de alcahuetería—: «estaciones, procesiones de noche, missas del gallo, missas del alva» (I). Y si bajo el manto de la noche existe ya lo que hoy suele llamarse inseguridad ciudadana, representada en las actividades del cobarde y chulesco Centurio (XVIII) y de su compinche Traso (XIX), también es cierto que la ley y el orden aparecen personificados en el alguacil y sus gentes, que rondan las calles «haziendo estruendo» (XII). El reloj público que marca las horas de la vida y de la muerte de los habitantes, como bien sabe todo lector de La Celestina, suena también de noche, señalando incluso la presencia de diversos noctámbulos. Así, «antes de las diez», el joven Sosia sale

«con la luna de noche a dar agua a mis cavallos, holgando y haviendo plazer, diciendo cantares por olvidar el trabajo y desechar el enojo» (XVII).

De las campanadas de ese reloj depende, precisamente, el que Calisto pueda distinguir entre la espera de la hora de la cita con Melibea y la realización de la misma, en extraordinario ejemplo de subjetivización y relativización del concepto mismo del tiempo (XII). Las citas de Calisto tienen lugar a las doce, «buena hora» porque «la mucha escuridad privaría el viso y conoscimiento a los que nos encontrasen» (ibíd.; cfr. también XVII). Mas no se olvide que las doce es también la hora de las brujas y del mal (das Unheimliche): en La Celestina se unen así la hora del horror y la del amor.

Las visitas de Calisto al jardín de Melibea terminan cerca del amanecer, cuando la ciudad comienza a despertar, como explica Sosia en magnífica descripción:

«Tristán, devemos yr muy callando, porque suelen levantarse a esta hora los ricos, los cobdiciosos de temporales bienes, los devotos de templos, monesterios e yglesias, los enamorados como nuestro amo, los trabajadores de los campos y labranças, e los pastores que en este tiempo traen las ovejas a estos apriscos a ordeñar» (XIV).

Además de todos los elementos hasta aquí mencionados y que podrían conformar el mundo normal de la noche, en La Celestina aparecen otras muchas cosas en verdad inquietantes y que pertenecen a «la otra ladera», a la esfera de las tinieblas y de las criaturas del mal, encarnadas de modo especial, pero no único, en Celestina. A la cual, en efecto, le gusta andar de noche por la ciudad, pues sabe desenvolverse bien en la oscuridad (XI), sobre cuyos peligros es capaz incluso de ironizar con notoria mordacidad:

«… se va haziendo noche. Ya sabes, quien mal haze, aborrece claridad, y yendo a mi casa podré haver algún mal encuentro» (VI).

Añadamos de pasada, y en el mismo nivel de ironía, que cuando Celestina no anda por esas calles, en las noches de invierno se va a dormir tras haber tomado sustanciosa ración de vino:

«Pues de noche, en invierno, no hay tal escallentador de cama; que con dos jarrillos destos que beva quando me quiero acostar, no siento frío en toda la noche» (IX).

Mas ¿qué hace cuando se desliza entre las sombras de la ciudad dormida? Definida como «huestantigua» por quien bien la conoce, Areúsa (VII) es capaz de amenazar al propio Luzbel de modo espectacular: «heriré con luz tus cárceres tristes y escuras» (III); no la acechan ni las aves de mal agüero «ni otras noturnas» (IV). Y es bruja, lo cual implica una serie de trabajos y actividades que no pueden realizarse de día: conseguir sogas de ahorcados («la otra noche, quando llovía y hazía escuro»; III); capturar algún «morciélago» que otro para trazar con su sangre signos o palabras misteriosas (ibíd.)… Celestina se declara —por razones interesadas— discípula de la hechicera Claudina, madre de Pármeno, la cual, en un siniestro ejemplo no discriminatorio de judíos, moros y cristianos,

«Andava a media noche de cimenterio en cimenterio buscando aparejos para nuestro oficio como de día. Ni dexava cristianos ni moros ni judíos cuyos enterramientos no visitava. De día los acechava, de noche los desenterrava. Assí se holgava con la noche escura como tú con el día claro» (VII).

Pero no solamente Celestina pertenece al mundo nocturno del mal. El propio Calisto aparece definido por Melibea —antes de aceptar su amor, sin duda, pero acaso también de modo premonitorio— como «saltaparedes» y «fantasma de noche» (IV).

El amar se transforma en morir

En cierto momento de lucidez, Lucrecia, la criada de Melibea, afirma que es necesario elegir entre «morir o amar» (X). Lo que parece una disyuntiva no es tal, pues el amar se transforma en morir. Y ello bajo el manto de la noche o, como ya se vio, al amanecer: de noche morirá Celestina, y al amanecer Pármeno y Sempronio (XII); de noche Calisto (XIX), y al amanecer Melibea (XX). Estos dos actos son sin duda fundamentales en el juego de luces y sombras de La Celestina. En el primero de ellos, entre las canciones que cantan Melibea y Lucrecia mientras esperan la llegada del caballero —y donde encontramos más de una sorpresa, como ya se mencionó— destaca de modo inquietante esa alusión a un lobo, criatura del horror y de la noche que se acerca en la oscuridad al jardín de Melibea:

«Saltos de gozo infinitos
da el lobo viendo ganado;
con las tetas, los cabritos;
Melibea con su amado.»

Será preciso recordar asimismo la hermosa descripción que hace Melibea —de inequívoco sentido al poco— del escenario de los amores de la pareja:

«Mira la luna quán clara se nos muestra, mira las nuves cómo huyen (…). Escucha los altos cipresses (…). Mira sus quietas sombras, quán escuras están y aparejadas por encobrir nuestro deleyte.»

Calisto, «fantasma de noche» como fuera calificado por la propia Melibea, es ya el caballero de las tinieblas, que en la oscuridad del jardín se ha convertido de «dechado de cortesía» en el «lobo» anunciado, de acuerdo con las palabras de Melibea:

«Dexa estar mis ropas en su lugar (…); no me destroces ni maltrates como sueles. ¿Qué provecho te trae dañar mis vestiduras?»

Palabras de inmediata, feroz réplica: «Señora, el que quiere comer el ave quita primero las plumas.» Y añade Calisto al poco: «No hay otra colación para mí sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder.» Así, en lo que bien puede llamarse un proceso de vampirización, el caballero de la noche se ha apoderado no sólo del cuerpo, sino también de la voluntad de Melibea, como habrá podido observarse a lo largo de la obra (recuérdese aquello del Acto XVI: «haga y ordene de mí a su voluntad») y en este mismo acto, y pese a ese «no me destroces» inicial. Ni siquiera la muerte de Calisto romperá esa dependencia de Melibea, como puede verse en el Acto XX. Desde el más allá, en efecto, la joven siente la llamada del caballero, a la cual acudirá, sin que ni Pleberio ni el propio Dios puedan hacer nada en contra:

«No me impidan la partida, no me atajen el camino por el qual en breve tiempo podré visitar en este día al que me visitó la passada noche (…); no es más en mi mano. Tú, Señor, que de mi habla eres testigo, ves mi poco poder, ves quán cativa tengo mi libertad, quán presos mis sentidos de tan poderoso amor del muerto cavallero.»

Y en efecto, Calisto la llama de modo perentorio, y a Calisto acude con prisa («Madrugaron a morir»):

«Su muerte combida a la mía, combídame y fuerça que sea presto, sin dilación; muéstrame que ha de ser despeñada, por seguille en todo.»

El amor constante más allá de la muerte que decía Quevedo lo encontramos aquí de la manera más explícita cuando Melibea habla directamente con su enamorado, que le aguarda con impaciencia —y ella lo sabe— al otro lado, là-bas:

«¡O mi amor y señor Calisto! Espérame, ya voy: detente, si me esperas; no me incuses la tardança que hago dando esta última cuenta a mi viejo padre, pues le devo mucho más.»

Y así (no sin antes pedir que «sean juntas nuestras sepulturas» y «nuestras obsequias»), mientras Melibea se reúne con Calisto, a su padre no le quedará otra cosa que «poner en cobro este cuerpo que allá baxa». Y expresar de manera inolvidable su angustia y su dolor en el monólogo que cierra la obra. Calisto, el caballero de la noche, es ahora una vampiresca criatura nocturna con poderes suficientes para atraer desde el otro mundo a Melibea, para hacer que ésta acuda in morte a la cita como antes lo hiciera in vita.

J. R. P.—UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE MADRID

(1) Todas las citas de La Celestina, según mi edición (Madrid, Akal, 1996), de cuyo estudio preliminar reelaboro aquí alguna idea.

 
 
  Insula: revista de letras y ciencias humanas